Poco antes del amanecer, bajo un cielo oscuro aunque ya no teñido de negro, María y el rabino salieron de la casa y se encaminaron juntos a la sinagoga. La niebla se arrastraba por las calles dibujando volutas arremolinadas y el templo, hecho de negro basalto, era poco menos que invisible. Casi habían llegado cuando María pudo distinguir los muros y el patio circundante.
—Aquí está el pequeño refugio donde se alojan los que toman los votos —dijo el rabino, y la condujo a una construcción anexa al edificio principal. No era más que una cabaña, sencilla y desnuda, carente de las tallas y adornos que decoraban las paredes de la sinagoga. Pero los que allí se refugiaban cumplían misiones importantes. En el interior de la cabaña sólo había una estera de caña, una mesilla, una lámpara de aceite y una jarra de agua.
—Te servirán comida tres veces al día —dijo el rabino Anina—. En régimen de ayuno; pan de cebada, agua, y una porción de queso con frutas secas los Shabbats. También te traerán los libros sagrados de Moisés para que los leas. ¿Sabes leer?
—Sí —respondió María, preguntándose si el rabino lo consideraría bueno o malo.
—Bien. —El sacerdote asintió—. Así podrás impregnarte de la Ley. Cada Shabbat serás bien recibida en el servicio religioso, aunque en modo alguno has de unirte a la congregación. No, deberás permanecer separada durante los treinta días. Si esto no diera resultado… tendrás que ir al desierto. Sola.
Eso, pues, le esperaba si el proceso fracasaba. Pero no fracasaría, no debía fracasar. Examinó la desnudez de la cabaña. Odiaba a los espíritus impuros que la habían conducido a esto. ¡Subsistir con el mínimo alimento necesario para seguir con vida, pasar los días tratando de cumplir hasta el artículo más ínfimo de la Ley de Moisés! Pero no tenía alternativa. Tenía que deshacerse de ellos.
El primer día en la cabaña fue el más largo de su vida. No tenía nada que hacer más que atormentarse con el recuerdo de sus pecados. Cuando cayó el crepúsculo, su estómago gorgoteaba pidiendo comida. La Ley de Moisés era un cúmulo de cosas que poco tenían que ver con ella. El Levítico enumeraba las acciones que se deben emprender en caso de encontrar moho en la casa. Explicaba el procedimiento a seguir para curar las enfermedades de la piel, estipulando que el sacerdote debe llevar a la persona afligida dos aves vivas y limpias, madera de cedro, hilaza de color escarlata e hisopo; empapar la hilaza, la madera y el hisopo en la sangre del ave… y un largo etcétera. María no veía ninguna relación con su caso, aunque por primera vez descubría que Dios se preocupa mucho por las minucias.
Al anochecer se acostó en el jergón con el único deseo de quedarse dormida y poner fin a ese día. «Y la noche y la mañana fueron el primer día». Para agravar su tormento, las presencias y las voces callaban, haciéndole pensar que había sido un error llegar hasta allí.
El jergón era duro, hecho de cañas entretejidas apretadamente. La delgada manta que le habían traído no era suficiente para protegerla del frío. Yacía temblando, preguntándose cómo conseguiría conciliar el sueño. La cabeza le daba vueltas. Tenía tanta hambre que se sentía capaz de comer los tapices de la sinagoga.
Oh, Dios, Señor, Rey del Universo, rezó, soy Tu sierva. Deseo servirte. Ojalá hubiera emprendido hace tiempo el camino hacia Ti.
Su estómago se contrajo de hambre. Creyó que iba a vomitar aunque no tenía nada que echar. ¿Por qué era así el camino que conducía a Dios? ¿Para mostrarse humilde? ¿Para mostrarse dependiente? ¿Acaso Dios despreciaba las cosas terrenales, la comida, la bebida, el sueño? ¿O sólo esperaba que Sus siervos no estuviesen atados a ellas?
Se pasó los dedos por el cabello espeso. Tendría que afeitárselo, tendría que sacrificarlo.
Y había un pensamiento que no conseguía apartar: ¿Era realmente eso lo que deseaba Dios?
Los treinta días trascurrieron con la lentitud de una vieja tortuga que se dirige a su lugar de descanso. María leyó los cinco libros de Moisés, ayunó con pan y agua, y rezó durante horas interminables. A veces asistía a los servicios del Shabbat, cuando la sinagoga se llenaba con las gentes de Cafarnaún, así como con algunos romanos y gentiles, los llamados «temerosos de Dios». Aquellos extranjeros simpatizaban con el mensaje moral del judaísmo aunque no deseaban convertirse plenamente a él, puesto que requería la circuncisión y la observación de las leyes de alimentación. Estaban relegados a las naves laterales pero, aun así, asistían. Les interesaba la esencia del judaísmo, su filosofía, pero no sus pesadas regulaciones. ¿Hacían bien en aceptarles? Era difícil saberlo. ¿Podía refinarse el judaísmo, y desembarazarse así de las viejas leyes y rituales que prohibían, por ejemplo, el moho, con tal de llegar a más personas con su riqueza de enseñanzas morales?
Al fin llegó el día. Su purificación estaba completa, había cumplido a ultranza con el ritual. Le permitieron salir del refugio y la condujeron al interior de la sinagoga; era la primera vez que la veía por dentro. Allí había suntuosas tallas de madera —una de ellas representaba el Arca de la Alianza—, relucientes recipientes de cobre amarillo y un retablo de madera de sándalo ante las sagradas escrituras. Allí imperaba el orden y la tranquilidad, la Ley medida y sabia que Moisés recibió en el monte Sinaí.
Ante el santuario que contenía las escrituras la aguardaba el rabino Anina. Llevaba túnicas cubiertas de suntuosos bordados e iba envuelto en su chal litúrgico. María vio que llevaba el tefilín y un papiro en la mano.
Le acompañaba un hombre más joven, que sostenía una bandeja con diversos objetos. Se mantenía rígido al lado del rabino y no decía nada.
—Hija de Israel, has completado tu tiempo de consagración —dijo el rabino Anina—. Durante treinta días te has recluido, de acuerdo con la Ley de Moisés, y ahora estás preparada para recibir las bendiciones merecidas. —Hizo un gesto de asentimiento al hombre más joven, que dejó la bandeja y cogió una cuchilla de afeitar—. Y ahora, en observancia de la Ley, sacrificarás tu cabello y lo ofrecerás a Dios.
María inclinó la cabeza y esperó.
El hombre separó un mechón de cabello y lo rasuró con la cuchilla. María lo vio caer al suelo, sano y brillante. Por primera vez en su vida, miraba su cabello como lo habían mirado los demás. Pronto formó un montoncito en torno a sus pies.
Entonces la cuchilla rozó la piel de su cráneo, y sintió la gelidez de la hoja y la extraña frialdad de la calvicie.
—Recógelo y ofrécelo —le indicó el rabino y María se agachó, recogió el cabello caído y se lo ofreció al rabino. Él se volvió y lo llevó a un lado del santuario, donde ardía un brasero. Pero no lo depositó en él.
—La intención es suficiente —dijo—. Concluiré la ceremonia cuando los demás se hayan ido, porque el hedor a cabello quemado es abominable. Ahora. —Se acercó a María—. ¿Estás lista?
—Con toda el alma —respondió ella.
Él rabino hizo un ademán a su ayudante.
—Él aceite —dijo.
Él ayudante le dio un botellín de aceite y el rabino lo destapó.
—Es aceite consagrado, como el que usamos en el templo. Proviene de un huerto de olivos sagrados, que crece desde hace siglos en las afueras de Jerusalén. Dice la leyenda que el propio Salomón plantó ese huerto.
—El incienso. —El ayudante cogió un incensario de cerámica de la bandeja y lo depositó en el suelo junto al rabino.
—Olíbano, que también usamos en el templo y para otros ritos —explicó el sacerdote. Le acercó un palo encendido para prenderle fuego—. Sazonado con sal purificadora. —Añadió una pizca de sal—. Se nos prohíbe utilizar la misma fórmula que usamos para el incienso del templo, y tampoco podemos mezclar los mismos ingredientes que sirven para ungir a los sacerdotes. También este olíbano, no obstante, es sagrado.
Delgadas volutas de humo emanaban del incensario. A María, sometida a un régimen de hambre, le producían mareos.
Con ademanes solemnes, el rabino Anina le ungió la frente y la coronilla con aceite.
—Hija, ¿tienes un pañuelo? —preguntó en tono amable. No quería que su cabeza, afeitada la avergonzara más tarde, cuando la viera el público.
María asintió. Entre las cosas que había reunido apresurada antes de irse de casa, había un pañuelo.
Él rabino empezó a recitar largas oraciones en hebreo. Se mecía sobre los talones, adelante y atrás, y gotas de sudor le cubrieron la frente. Parecía estar luchando con las fuerzas del mal.
María, sin embargo, no sentía nada. No le parecía que aquellas oraciones afectaran a los espíritus. Quizá no entiendan el hebreo, pensó. ¡Aunque cómo es posible que un espíritu no entienda todas las lenguas! Ésta es una de las limitaciones humanas, no de las fuerzas inmateriales.
—Por favor —dijo al final—, ¿podría hablar en arameo, la lengua común?
El sacerdote la miró sorprendido.
—Es la lengua que emplean para hablar conmigo —explicó María. Tal vez la prefirieran.
—Muy bien. —El rabino se detuvo para pensar en la traducción de las palabras rituales—. Salid de esta hija de Israel, que tan cruelmente habéis torturado con vuestra presencia. Volved a los abismos de donde provenís y dejad en paz para siempre a la sierva María de Magdala. Yo os digo que vuestro poder es inútil contra la palabra de Dios, en cuyo nombre os ordeno que desaparezcáis para siempre.
Debería sentir algo, como aquella otra vez, por breve y débil que fuera. Algún alivio, alguna liberación. Pero no ocurría nada. Los espíritus habían permanecido callados mientras durara su período de reclusión, y así seguían. ¿Tenían un lugar dónde esconderse, donde las plegarias y los rituales no les podían alcanzar? La idea la sobrecogió.
—¡Salid! —ordenó el rabino en voz alta y tono imperioso—. ¡Idos! —Y levantó ambos brazos, como si quisiera invocar el poder de Dios.
María inclinó la cabeza y aguardó una señal, alguna indicación de cambio, pero no hubo nada.
El rabino parecía contento. Había concluido el ritual sin encontrar oposición y lo consideraba un éxito. Con una sonrisa, tendió la mano para bendecirla.
—Eres libre, hija mía —dijo—. ¡Da gracias a Dios!
La tarde se acercaba a su fin. María se encontraba en el muelle principal de Cafarnaún, con su pequeña bolsa de pertenencias en una mano; la otra sujetaba el pañuelo que le cubría la cabeza. Una mujer rapada era un espectáculo tan repulsivo que la gente huiría de ella.
Una tormenta feroz azotaba el puerto. En todo ese mes invernal que María pasara en reclusión el tiempo no había mejorado. Las olas corrían veloces perseguidas por el viento y estallaban contra la costa occidental, donde se extendían las ciudades de Magdala y Tiberíades.
Cafarnaún, construida en el extremo más septentrional del lago, sufría menos las violentas arremetidas pero, aun así, salir a navegar era peligroso. Numerosas barcas pesqueras se habían refugiado detrás del rompeolas y en el muelle se había reunido una multitud.
Esta tarde regreso a casa, pensaba María. Iré caminando. Con el poco dinero que llevaba compró media hogaza de pan y la devoró; después gastó un poco más en unos higos. ¡Qué buena es la comida fresca!
Había vivido apartada del mundo durante tanto tiempo —o eso le parecía— que caminaba por aquí y por allí como desorientada. Quiso acercarse a la muchedumbre reunida en el muelle, impulsada, entre otras razones, por la necesidad de volver a habituarse a la gente. Pronto se dio cuenta, sin embargo, de que aquélla no era una multitud ociosa sino intensamente preocupada por algo.
—¡No han vuelto! ¡No han vuelto! —gritaba una mujer y, dirigiéndose a una barca pesquera que acababa de regresar al puerto casi anegada, preguntaba a gritos—: ¿Habéis visto a José? ¿Habéis visto a mi hijo?
Abatidos y empapados, los pescadores la miraron.
—No —respondieron—. Cuando cruzamos el lago y pusimos rumbo a la zona pesquera de Gergesa, encontramos una gran marejada. Tuvimos suerte de salir con vida. La tormenta va en aumento.
—¡Gergesa! —se lamentó la mujer—. ¡Allí se dirigía! ¿Seguro que no le visteis? ¿No visteis otros barcos?
—Sólo el barco alquilado de Natán de Magdala —respondieron los pescadores—. Pero éste es más grande y puede capear mejor las tormentas.
—¡Mi hijo estaba allí! ¡Es allí adónde iba!
María escudriñó el horizonte en dirección a Gergesa. Se encontraba en la orilla oriental del lago, allí donde la costa se precipitaba al agua en altos acantilados. Cerca de los territorios gentiles donde se erguían las ciudades griegas. Donde criaban cerdos. El porquero y su signo… La impureza, la revolución…
De repente, la visión de la costa oriental desapareció y, en su lugar, apareció una barca pequeña, asolada por las olas camino a Gergesa. Como si estuviera volando por encima de la embarcación, tan cerca que podría tocarla si extendiera la mano, vio las caras de la tripulación, que tiraba de los remos aterrorizada. Y entonces, delante de sus ojos, la barca zozobró, los hombres cayeron al agua, trataron de mantenerse a flote dando manotazos y, finalmente, desaparecieron bajo las olas.
—Tu hijo está muerto. —Una voz cavernosa y gutural pronuncio las palabras—. Tu hijo ha desaparecido.
María oyó la voz y se sorprendió. Todos se habían vuelto hacia ella. Todos la miraban estupefactos.
Entonces sintió que su boca se abría, sus labios se movían, su lengua se agitaba y se formaban palabras contra su voluntad.
—Tu hijo yace en el fondo del lago. Ya nunca volverá. Tampoco sus compañeros.
La madre chilló y el gentío se precipitó hacia María.
—La tormenta durará tres días —prosiguió la voz—. Arreciará tres días. Se perderán otras dos barcas. La barca de Josué, que todavía no ha zarpado, y la de Fineas, que saldrá en busca de la primera embarcación perdida.
La muchedumbre se abalanzó sobre ella, pisoteándola, y María se hizo un ovillo bajo sus golpes y alaridos.
—¡Una bruja! ¡Una bruja!
—¡Es ella quien levantó la tormenta! ¡Tiene el Mal Ojo!
—¡Matadla! ¡Matadla!
La tiraron al suelo, luchando por quién la golpeara primero.
Una mano vigorosa la levantó, y María se encontró frente a frente con alguien que le resultaba familiar.
—¡Yo conozco a esta mujer! ¡No es una bruja! —El hombretón se interpuso entre ella y los ciudadanos iracundos.
—¿Simón? —¿Era Simón, el pescador? ¿Al que habían visto cuando Joel y ella salieron precipitadamente hacia Cafarnaún? Recordó la tortura de tener que mantener una conversación de cortesía con él. Sí, él vivía en Cafarnaún.
—A la sinagoga —dijo Simón tirándola del brazo—. A la sinagoga.
Cuando llegaron al templo la acompañó al interior, manteniendo a la gente a raya con su estatura y autoridad. Ya dentro de la sinagoga, María se acurrucó atemorizada esperando al rabino. Se le había caído el pañuelo y Simón tenía los ojos fijos en su cabeza afeitada.
—Sí, he pasado un mes aquí, cumpliendo con un voto nazirita —farfulló ella. Algo que, a todas luces, había sido ineficaz. Fue Pazuzu quien pronunció las palabras que salieron de su boca. Pazuzu, el demonio del viento, que levantaba tormentas.
—Es que… —¿Cómo explicar la situación a Simón? No deseaba hacerlo. No tenía sentido. Aunque tal vez él pudiera llevar un mensaje a Joel—. Me han poseído espíritus malignos —dijo al fin, recuperando su propia voz—. Vine aquí con la esperanza de poder exorcizarlos. Pero siguen ahí. Fueron ellos los que hablaron del pescador, ellos los que se regodearon haciéndolo. El goce de la muerte y de la destrucción. Ahora debo irme lejos, donde no pueda causar mal a nadie. Te suplico que lleves un mensaje a mi esposo. Dile que el tratamiento ha fracasado y que ahora debo hacer algo más extremo. Esperaré las instrucciones del rabino.
—Esperaré contigo hasta que venga. —Mientras Simón decía esto, entró en la sinagoga su hermano, Andrés, que les había seguido por la calle.
—El gentío quiere sangre —dijo—. Creen que eres tú la responsable de la tormenta. Y les han aterrorizado las muertes y el vaticinio de nuevas vidas perdidas.
—Estoy dispuesta a morir para librarme de estas presencias malignas, que han hecho de mi vida un infierno —dijo María. Y hablaba en serio—. Pero no debo morir por algo que no he hecho. Nada tengo que ver con esas muertes. Los espíritus malignos son mis enemigos y desean mi propia muerte tanto como cualquier otra. Si no consigo liberarme de ellos, moriré de buen grado.
La muerte era el objetivo de los demonios, la pérdida de la vida humana, de cualquier vida, su destrucción. Querían acabar con la salud y la felicidad, matar, matar, matar. Los centenares de cuerpos muertos en la guerra, los ciudadanos caídos bajo el golpe inesperado de la sica, el odio entre hermanos, entre padres e hijos, la muerte cruel de animales indefensos, caballos, ovejas, lagartijas, pájaros, serpientes. Este era su deseo, lo que les procuraba placer.
El rabino llegó corriendo y miró a su alrededor perplejo.
—¿Qué pasa?
Fue Simón quien respondió:
—Ha habido poco menos que una revuelta en los muelles. Esta mujer habló de una embarcación perdida y reveló cosas que sólo una fuerza del mal podría saber. Predijo, además, dos accidentes que están por ocurrir en los próximos días.
Una expresión de honda tristeza cruzó la cara del rabino. El fracaso de sus ministerios le dejó anonadado.
—Esta mujer habló con voz extraña —dijo Simón—. La voz de… un espíritu maligno.
El rabino se desmoronó, se cubrió la cara con las manos y se echó a llorar.
María deseaba poder reconfortarle, pedir perdón por haberle involucrado en algo mucho más complicado y peligroso de lo que habían pensado en un principio.
—Buen rabino, sabíamos desde el principio que nuestros esfuerzos podrían ser en vano —dijo—. Dios te bendiga por haberlo intentado. Pero me hablaste, señor, de otro lugar, de un lugar en el desierto.
El sacerdote alzó la vista y la miró, sorprendido de su resolución, de su fortaleza, a pesar del fracaso del exorcismo.
—Te pido que me perdones —dijo—. Hice todo lo que estaba en mi poder.
—No hay nada que perdonar —respondió María—. Luchamos contra fuerzas oscuras y sólo podemos hacer lo mejor que sabemos. Dios no espera más de nosotros.
Simón y Andrés presenciaban la escena con expresiones inescrutables; ella, no obstante, sabía que escuchaban atentamente todo lo dicho.
—Hay un lugar en el desierto… cerca de Betabara —dijo al fin el rabino Anina—. Allí van los hombres santos para purificar sus almas. Aunque el viaje hasta allí… ¿Podrás ir sola? La distancia es larga y una mujer que viaja sola…
—Yo iré con ella —dijo Simón de pronto—. Yo la acompañaré. Siento… No sé cómo explicarlo. Siento que estoy llamado a hacerlo.
—Serán al menos tres días de arduo camino desde aquí —dijo el rabino.
—No importa —repuso Simón—. Aunque primero debo ir a Magdala para informar a su familia de los hechos. Espérame aquí, en la sinagoga. No, mejor aún, en mi casa. No está lejos. Mi esposa y mi suegra te recibirán con gusto.
A María le partía el corazón no poder ir ella misma, no poder explicárselo todo a Joel, no poder abrazar a su marido y a Eliseba una vez más. Pero su aflicción… No confiaba en sí misma, no quería exponer a Eliseba al peligro. Tenía que ir al desierto, de inmediato y en compañía de unos hombres casi desconocidos.
El rabino agachó la cabeza, abrumado por su fracaso. Gozaba de la más alta estima en su comunidad y no alcanzaba a comprender la razón de su derrota ante aquellas fuerzas oscuras.
—Al menos, puedo mostrarte el camino al desierto —dijo a María—. Allí te enfrentarás a todo, a los espíritus y a los demonios. Allí tendrás que luchar con el mismísimo Dios, como hizo Jacob. Y ten cuidado, porque los malos espíritus también acechan en el desierto, Parece que frecuentan los lugares desolados los Demonios del Mediodía, las Langostas del Abismo, Azacel, Deber y Rabisu, el Cechero de Semblante Espantoso. Aunque allí se encuentra también la purificación. Una purificación mejor de la que yo pude procurarte. —Parecía a punto de llorar otra vez, y María extendió la mano para tocarle. Entonces recordó que a las mujeres les estaba prohibido tocar a un rabino… o a cualquier otro hombre, según los practicantes más rigurosos.
—Me has dado mucho —dijo al final—, y te estoy agradecida por ello. Cuando esté lista para emprender el viaje al desierto, vendremos a verte y nos aconsejarás.
Simón y Andrés la llamaron con un ademán.
—Ven, vayamos a casa. No hay tiempo que perder.
Fuera el viento arrastraba ráfagas de agua. El cielo tenía un desapacible color gris, el de las cenizas de un fuego apagado con agua. La muchedumbre, vestida de colores igualmente tristes, pardos, negros y tintos, aún bullía en el borde del muelle mientras pequeñas embarcaciones pesqueras luchaban por alcanzar el puerto.
—Cúbrete más con el pañuelo —dijo Simón, y él y Andrés se colocaron a ambos lados de ella—. Manteen la vista baja y síguenos. —Salieron aprisa del recinto de la sinagoga y enfilaron la calle que se abría justo delante del templo. Aquél era un barrio de casas prósperas. María vio que la mayoría eran lo suficientemente grandes para incluir un patio y varias habitaciones.
Los hombres que la precedían torcieron bruscamente, ella les siguió, traspasó un umbral que conducía a uno de aquellos patios y la puerta se cerró de un golpe sordo a sus espaldas. Simón y Andrés se encaminaron hacia una de las habitaciones abiertas al recinto y María les siguió de nuevo.
—Simón. ¡Estaba tan preocupada! —Una mujer joven se acercó corriendo y tomó las manos del hombre entre las suyas. Apenas miró a nadie más.
—Tenemos una huésped —la interrumpió él con firmeza, para advertirle de la presencia de una extraña—. María de Magdala, de la familia de nuestros clientes… Acaba de cumplir un voto nazirita —explicó Simón—. Está aquí porque… irá al desierto para cumplir otro voto y nosotros la acompañaremos. —Calló por un momento—. María, te presento a mi esposa, Mara. —María la saludó con un asentimiento de la cabeza—. No debiste preocuparte, amada —añadió el hombre—. Ni se nos ocurriría aventurarnos en el lago con este tiempo.
Con un gesto, Mara les invitó a acompañarla a otra estancia.
—Os lo ruego. Pronto nos sentaremos a comer.
—Debo ir a Magdala para hablar con la familia de María —dijo Simón—. Comeré antes, porque partiré de inmediato.
A María se le hizo interminable la espera del regreso de Simón, un hombre a quien apenas conocía y que iba a Magdala a hablar de ella con su esposo. Trataba de seguir las conversaciones anodinas de los demás, cualquier cosa era preferible a una nueva manifestación de los demonios. ¡Oh, Dios y Señor, mi escudo y protección, no les permitas hablar! Sintió que sus dedos se clavaban en el elegante cojín de cuero en el que estaba sentada. ¡No dejes que hablen!, pidió.
Andrés hablaba de la pesca y de algo más, no conseguía entenderle. La tarde transcurrió con esta turbación y pronto —afortunadamente muy pronto— la condujeron a la habitación de huéspedes, una pequeña alcoba con una mesa y una lámpara.