16

El viento frío del invierno soplaba desde las montañas del otro lado del lago y, aullando, azotaba Magdala; levantaba olas de la estatura de un hombre y barría con sus aguas el paseo y algunas calles interiores de la ciudad. Nadie podía recordar tormentas tan violentas, y la actividad pesquera resultaba muy peligrosa justo en la temporada tradicional de la sardina.

La casa de María y de Joel, construida tan cerca de la orilla, sufría las arremetidas del agua y de la humedad pero, en ausencia de las horribles presencias, la sensación permanente de opresión se había disipado y a María no le importaba demasiado la entrada de un poco de agua en la casa.

Durante las primeras semanas casi no se atrevía a respirar, como si cualquier acción, por insignificante que fuera, pudiera provocar su regreso. Poco a poco, sin embargo, empezó a relajarse. Segura de sí misma, se dedicaba por completo a Eliseba, y la niña la regalaba con la alegría de sus primeros pasos. Ya sabía algunas palabras y el sonido de su voz era para María el más maravilloso que jamás había salido de boca humana. La pequeña tenía ya un año.

Hacía un año desde que Simón el Celota irrumpiera en la casa de Silvano lanzando locas acusaciones y, aunque se habían producido algunas agresiones de insurrectos en este lapso de tiempo —como el asesinato del que fueron testigos en Tiberíades—, nadie se había rebelado abiertamente. Poncio Pilatos, el nuevo procurador de Roma, había llegado y hecho ya una visita oficial a Jerusalén, donde le recibieron con gesto ceñudo.

La desaprobación de la inminente boda de Herodes Antipas con su ex cuñada había sido sonora, pero el rey proseguía con los preparativos, a pesar de todo. Se decía que miles de personas iban a escuchar a Juan el Bautista al desierto, donde clamaba abiertamente contra aquel matrimonio y amenazaba a Antipas con la ira de Dios.

En un día especialmente oscuro y desapacible, María se encaminó al almacén, donde la abundante captura de sardinas del día anterior iniciaría el proceso de conversión en el famoso adobo de Natán, destinado a la mesa de Antipas y a las Galias. Era una operación frenética. En plena temporada sardinera, en el corazón del invierno, las capturas eran tan abundantes que los obreros tenían que trabajar día y noche. Aun así, muchos pescados se pudrían antes de ser sometidos al proceso de conservación.

Había poca gente por las calles y los escasos transeúntes escondían la cabeza bajo sus capuchas y corrían a buscar refugio. En el interior del almacén ardían antorchas y varios equipos de obreros vaciaban barriles de sal en las cubas, suministraban combustible a los humaderos bajo el nivel del suelo, seleccionaban el pescado y picaban hierbas. En el otro extremo del almacén habían alineado largas filas de cubas de arcilla, y María vio a Joel junto a una de ellas, dirigiendo las actividades de los obreros. Se le acercó.

—¿Así empieza la elaboración del adobo? —preguntó.

Joel se volvió hacia ella, contento de verla, como siempre que iba a visitarlo en el trabajo.

—Así empieza, efectivamente. Dentro de treinta días, llenaremos las bonitas ánforas que encargamos en Tiberíades y nuestra salsa cruzará los mares.

El fondo de la cuba estaba cubierto con una capa de hierbas —laurel, hojas de cilantro y salvia—, seguida por una capa de sardinas plateadas, cubiertas por otra capa de sal, gruesa como el dedo de un hombre hasta la primera articulación. Luego otra capa de hierbas, y así sucesivamente hasta el borde mismo del contenedor. En verano lo dejaban reposar siete días al sol, pero en invierno tenía que macerar durante catorce días; por eso ya se percibía el olor penetrante que emanaba de las cubas. Transcurridas dos semanas, los obreros se encargaban de remover la mezcla con un palo de madera durante veinte días más, hasta que el contenido se tornaba líquido. Este líquido llenaría las ánforas que habrían de transportarlo a su destino. Había dos tipos de adobo: el pagano, elaborado con pescado impuro, y el garum castimoniale propiamente judío, hecho sólo con los pescados permitidos por la Ley de Moisés y que, naturalmente, resultaba más caro.

En un rincón del almacén había cajones de pescado salado, comida habitual de la mayoría, y también los había de pescado ahumado, un manjar muy preciado.

María miró a su alrededor, maravillada de que un producto tan humilde, el pescado, pudiera constituir el fundamento de una industria que daba, prosperidad no sólo a su propia familia sino a la ciudad entera de Magdala. Mi seguridad depende de esto, pensó. De pronto sintió un escalofrío. ¿Qué pasaría si la industria quebrara? Pocas veces se había entretenido a pensar cómo vivían —y sobrevivían— las personas pobres.

—¡María! —Natán se acercó apresurado. ¿Era su imaginación o se mostraba más solícito con ella? ¿Se habría enterado del problema?

—¿Puedo ayudaros? —preguntó ella—. He venido porque sé que estáis muy atareados.

—Pues, los libros… —admitió su padre.

—Déjame verlos. Sabes que se me dan bien los cálculos.

Sentada en un cuartito en una esquina del almacén, María pudo enderezar los cálculos rápidamente y anotar las operaciones en el registro. Tenía una mente ordenada y le gustaba organizar las cosas. También aprovechó la oportunidad para repasar las cuentas y ver de dónde eran sus clientes. Algunos lugares la sorprendieron, como Cartago, Córcega o Sinop, una localidad del lejano mar Negro. Se sentía muy orgullosa del negocio de su padre y orgullosa de que se le permitiera trabajar allí a veces. Si sus padres no hubiesen tenido hijos varones, ella podría estar a cargo de la empresa, aunque no guardaba rencor a Silvano ni a Eli por eso.

Fue después de terminar su tarea, cuando hizo el gesto de apoyar la cabeza en la mano, que volvió a invadirla la terrible sensación de una presencia ya familiar y nauseabunda. El zumbido en la cabeza, el abotagamiento, la espantosa impresión de ser invadida… Vio que su mano se movía, asía la pluma de caña y empezaba a escribir palabras obscenas y repelentes en los espacios vacíos de las páginas. ¡No! Luchó con su propia mano, llegó a golpearla para obligarla a detenerse, volvió a poner en limpio las anotaciones mancilladas y destruyó el original.

A pesar del temblor que recorría su cuerpo, se puso de pie y se apartó de los libros. No les daría la oportunidad de destruir nada más ni sufriría sus tormentos en silencio. Esta vez no ocultaría su aflicción a Joel.

¿Por qué ahora? ¿Por qué han vuelto?, se dijo. ¿Es por algo que hay en el almacén? Alguna hierba que proviene de un lugar maldito y que es sagrada para un dios malvado, o algún animal impuro… Examinó con atención el cuartito. Parecía bastante vacío. Sólo había en él una mesa y un cofre donde guardaban los libros de cuentas, las plumas y las tintas. Y un taburete para sentarse. Oyó un débil sonido sibilante y, buscando, encontró una rana diminuta que, escondida en un rincón, emitía pitidos agudos. Sin duda, se había aventurado hasta el cuartito y estaba espantada de encontrarse tan lejos del agua. El cuello del animal se hinchaba con cada grito lastimero.

Ranas… Una de las plagas de Egipto. Pero ¿pueden ser malignas? ¿Qué mal puede causar esta criatura? Es tan pequeña, está perdida e indefensa, pensó María. No puede ser.

Se agachó y la recogió en la palma de la mano, levantándola para poder verla bien. Tenía los ojos saltones y emitía pitidos continuos; de repente, saltó de su mano al suelo.

Entonces María tuvo la impresión de que los pitidos provenían de su propia cabeza y, aterrorizada, sintió el impulso de escapar.

Allí estaban todos, dando la bienvenida a la nueva y misteriosa presencia, fuera una rana o un ser diabólico que adoptaba su forma. Hablaban todos a la vez. Asara y Pazuzu se dirigían al recién llegado, a quien llamaban Hequet, diosa de Egipto.

«Hequet, preciada divinidad. Amiga de Osiris y regidora de los nacimientos de reyes y reinas…», decía la voz cavernosa de Pazuzu.

«Hermana mía —susurraba la voz dulce y sedosa de Asara—. Tú, que das vida a los cuerpos de los soberanos y a los que Nun modelara en su rueda de alfarero. Hermosa diosa de las aguas…».

Al sonido de aquellas palabras que recorrían su mente, María sintió el impulso de ir al agua y sumergirse, zambullirse bajo las olas. Como una noctámbula, se levantó y salió del almacén, caminando hacia el borde del muelle. Las olas, grises y opacas, arremetían contra el embarcadero de piedra, levantando montañas de espuma y empapándola, y cada ola le envolvía los pies en un gélido abrazo. Qué espantosa, qué glacial estaba el agua. Y ella tenía que tirarse al lago, entregarse al mar. Hequet la impulsaba a ello.

—¿Qué estás haciendo, María? —La mano fuerte de Joel la agarro del brazo.

Al volverse para mirarle, supo que él comprendía exactamente qué le sucedía. La oscuridad invadía sus ojos.

—Ya sabes… —musitó—. Son… ellos.

—¿Los mismos? —preguntó Joel, no se sabía si asustado o, simplemente, resignado.

—Y otra más, una nueva —respondió—. Ahora son cuatro. —La presencia de Joel, sin embargo, había frustrado el intento de Hequet de tirarla al lago.

—Sé lo que hay que hacer —dijo él—. No tengas miedo. Estaba preparado para esta eventualidad. Debes ir inmediatamente a Cafarnaún, a ver al rabino Anina ben-Yair. Es el hombre más santo de las cercanías, el más comprensivo y mejor preparado para combatir estas fuerzas. Debes hacer lo que él te diga. Yo iré contigo y te confiaré a sus cuidados.

María se sintió aliviada. Joel lo había previsto, se había preparado para esta horrible posibilidad. Y, sin duda, ese rabino sabía cosas que Zadoc desconocía. Zadoc no tenía formación en estos asuntos.

—Pero Eliseba…

—Lo mejor para ella será que vayas a Cafarnaún enseguida. Yo me ocupo de los preparativos. La niña estará bien.

Se alejaron juntos del almacén, indiferentes a las miradas de los trabajadores. Las calles seguían casi desiertas; el mal tiempo había confinado en sus casas a todos aquellos que no debían atender asuntos urgentes. Joel rodeaba a María con su brazo fuerte, disipando sus temores y desesperación.

Una vez en casa, María recogió rápidamente las cosas que podría necesitar. Alguna ropa. Sus objetos de escritura. Un poco de dinero. Fue a ver a Eliseba; la niña jugaba con unos bloques de arcilla y apenas la miró. María le acarició el cabello sedoso, pero no se despidió. No quería asustarla.

Pronto ella y Joel se encontraban en el camino de Cafarnaún, dejando atrás el almacén de la familia. Pasaron junto al foso de desechos humeantes donde con tantas esperanzas habían destruido el ídolo. Mucho antes de llegar a las Siete Fuentes sus capas estaban empapadas, pero ellos siguieron avanzando a paso rápido.

Al acercarse a la zona de pesca invernal, pensaron que era probable que se encontraran con pescadores conocidos, de modo que ya estaban preparados cuando Simón, el hijo de Jonás, les vio desde la barca.

—¡Joel! ¡María! —gritó, y les saludó con la mano. Su voz estentórea podía espantar a los peces, pero él parecía dispuesto a pasar allí el día entero.

—Hola, Simón —respondió Joel—. ¿Cómo va la pesca? —Se detuvo para charlar como si fuera un día cualquiera y no una carrera impulsada por los demonios.

—Bien. Muy bien. Aquí siempre hay bancos de peces en invierno. Casi puedes atraparlos con la mano. —Su hermano, Andrés, sentado a su lado en la barca, agitó la mano a modo de saludo.

María recordó que Simón y su familia eran de Cafarnaún. No pasaría mucho tiempo antes de que oyeran hablar de su vergonzosa historia. Pero ahora ya no le importaba. Únicamente deseaba que la sanasen. Estaba más allá de la vergüenza, más allá de cualquier cosa que no fuera su liberación.

—¡Hola, Joel! —llamó otra voz, ésta desde la orilla. María vio que Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, clasificaban una pila de pescado.

—¡La pesca es excelente en esta cala hoy! —gritaron—. Pronto recibirás un gran envío nuestro.

Joel asentía y respondía a todos, pero en ningún momento se detuvieron.

Dejaron atrás a los pescadores y apretaron el paso hacia Cafarnaún, caminando ya en silencio. Cafarnaún era la ciudad más grande de la punta del lago y disponía de un intrincado sistema de muelles y rompeolas. Construida justo en el límite entre las jurisdicciones de Herodes Antipas y de su hermanastro, Herodes Filipo, allí operaba una oficina de aduanas.

Pero, lo que era más importante para ellos, la ciudad tenía una gran sinagoga a orillas del lago, presidida por un rabino con gran autoridad.

El tiempo nuboso, combinado con las pocas horas de luz en esa época del año, hizo que María y Joel llegaran a la sinagoga en lo que parecía un crepúsculo precipitado.

El imponente edificio no estaba muy lejos de los muelles. Cuando llegaron las puertas ya estaban cerradas para la noche. Todos los servicios religiosos se celebraban a la luz del día y ahora ya estaba anocheciendo. De nada les sirvió llamar a las puertas pero, al preguntar, les indicaron el camino a la casa de Anina, el rabino. Estaba muy cerca de la sinagoga.

Cuando llamaron, María sintió una gran urgencia. ¿Y si el rabino no quería recibirles?

Los golpes a la puerta resonaron a hueco. La casa estaba a oscuras. ¿No había nadie?

«Está vacía, vacía, vacía. ¡No hay ayuda!», se mofaron las voces en su interior.

Silencio, les ordenó.

Finalmente, la puerta se entreabrió y una sirvienta les miró por la rendija.

—¿Es ésta la casa del rabino Anina ben-Yair? —preguntó Joel.

—Sí. —La puerta no se abrió más y la sirvienta no parecía dispuesta a mostrarse más hospitalaria.

—Soy Joel bar-Ezequiel, de Magdala. He oído hablar mucho de la piedad y la sabiduría del rabino Anina. Necesito verle por un asunto personal.

Pero la sirvienta seguía mirándolos sin intención de invitarlos a pasar.

—¡En nombre de Yahvé, necesitamos ver a tu amo! —dijo Joel al final.

Sólo entonces la muchacha abrió la puerta con vacilación.

El interior de la casa era acogedor. La primera estancia estaba iluminada con una luz cálida, y otra más parecía seguirla.

Pronto apareció el rabino Anina, arrastrando la túnica y aparentemente molesto por su intrusión. María estaba tan angustiada que poco le importaba lo que el rabino pudiera pensar o sentir mientras aceptase ayudarla. ¿Acaso no era ésta su misión? Ayudar a los afligidos de Israel.

—¿Qué deseáis? —El rabino les miraba con gesto ceñudo y no pronunció palabras de bienvenida.

—Siento llegar tan tarde y sin anunciarnos —dijo Joel—. Pero es un asunto de extrema urgencia. Venimos de Magdala, porque tu sabiduría, tu piedad y tu reputación son renombradas en Galilea.

El rabino no accedió a sonreír.

—¿Quiénes sois? —preguntó al fin.

—Yo soy Joel bar-Ezequiel y ésta es mi esposa, María. Pertenezco a la familia de Natán de Magdala, el propietario de una gran empresa saladera. Normalmente, hablamos con nuestro rabino, Zadoc, y sus asistentes, pero éste… es un asunto de extrema urgencia, como ya he dicho, y Zadoc no nos puede ayudar.

El rabino parecía perplejo.

—¿Cuál es la urgencia? —Escudriñó los rostros de Joel y María.

—¡He sido… estoy poseída! —dijo ella, ansiosa de saber enseguida si el rabino podía ayudarla—. Durante años luché con los espíritus impuros a solas pero, hace unos meses, me confesé a mi esposo y juntos pedimos la ayuda del rabino Zadoc. Para expulsarlos. Él lo intentó. Rezó y les ordenó que se fueran. Le obedecieron en ese momento. Pero ahora han vuelto. Por eso… acudimos a ti.

El rabino no pareció sorprendido ni alarmado.

—Podría resultar difícil —fue lo único que dijo—. Debo interrogarte para intentar comprender qué es exactamente lo que pasó. Pero no es imposible.

En su alivio por no verse rechazada, María no se dio cuenta de que el rabino había dicho «no es imposible», en lugar de «sé que puedo expulsarlos».

En su aposento privado, lleno de papiros y textos sagrados, María le contó todo a aquel rabino de rostro afilado, cabello negro y barba. Si su historia le repugnó o le escandalizó, no dio señales de ello. No dijo nada en relación a su «pecado» de recoger el ídolo y tomó muchísimas notas. María se sintió segura y reconfortada; aquél era un hombre sabio y erudito, sabría qué hacer. Él la liberaría.

Después de escuchar con atención, sin embargo, el rabino Anina dejó la pluma y meneó la cabeza:

—Es un caso muy difícil —dijo—. Muy difícil. —Calló por un momento—. No es imposible, pero… Yahvé y su poder prevalecen sobre cualquier fuerza de las tinieblas, los espíritus malignos no se le pueden resistir. Sin embargo…

—¡Haré cualquier cosa! —exclamó María—. ¡Dime qué debo hacer!

El rabino suspiró.

—Primero, hemos de eliminar todo rastro de pecado de tu vida —dijo—. Me doy cuenta de que los pecados están allí, aunque tú no tengas conciencia de ellos. Nadie puede obedecer la Ley sin fallar. Recuerda, cuando Job fue castigado, Bildad el Shuíta dijo: «¿Acaso Dios pervierte la justicia? ¿El Todopoderoso pervierte el bien? Cuando Sus hijos pecaron contra Él, les entregó al castigo del pecado». Por eso, debes purificarte. Sólo entonces podremos proceder a enfrentarnos a esas presencias. El vehículo humano debe ser inmaculado. Te aconsejo que tomes un voto nazirita ahora mismo. Hay una pequeña estancia anexa a la sinagoga; puedes vivir allí hasta que expire el término del voto. Te recomiendo que sea por treinta días. Después, cuando estés totalmente purificada, intentaré expulsar a los demonios.

—De acuerdo —respondió María. Nunca había conocido a nadie que hubiese tomado un voto nazirita, aunque sabía que mucha gente aún lo hacía.

—Es un voto muy antiguo —dijo el rabino Anina—. Sus condiciones están recogidas en el Libro de los Números. —Cogió uno de los papiros (parecía saber exactamente lo que contenía cada uno sin necesidad de consultar las etiquetas), lo desenrolló y encontró el pasaje correspondiente sin vacilación—. Así dijo Dios a Moisés: «Habla con los israelitas y diles: Si cualquiera de vosotros, hombre o mujer desea tomar un voto especial, un voto de separación al Señor como nazirita, deberá abstenerse del vino y demás bebidas fermentadas y no deberá probar el vinagre procedente del vino o de otras bebidas fermentadas. No beberá jugo de uvas ni comerá uvas ni pasas. Mientras sea un nazirita, no ingerirá ningún producto de la viña, ni siquiera la piel o las semillas de la uva».

El rabino observó a María para ver cómo reaccionaba a esto. En realidad, ella se sintió decepcionada. No comer uvas pasas… ¿Qué tenían que ver con la posesión?

—«Durante el período entero de su voto de separación, no deberá utilizar cuchillas de afeitar. Deberá ser casto hasta que termine ese período de separación al Señor; deberá dejarse crecer el cabello. Durante el período entero de su voto de separación, no podrá acercarse a un cadáver. Aunque muera su padre, su madre, su hermano o su hermana, no deberá mancillarse ceremonialmente por ellos».

Yo no utilizo cuchillas de afeitar, pensó María. Y mi cabello ya es largo. ¿De qué utilidad será todo esto? La desesperación creció en su interior. Una desesperación ciega, porque ¿a quién podría recurrir si el rabino Anina le fallaba?

Él siguió hablando de la purificación en caso de profanación por contacto involuntario con un cuerpo sin vida, de la ofrenda compensatoria de palomos y de la ofrenda de un carnero impoluto al final del período, etcétera, etcétera. María se incorporó con un sobresalto cuando el rabino leyó:

—En la entrada de la Tienda de Reunión, el nazirita deberá afeitarse el cabello ofrendado. Y depositará este cabello en el fuego que arde bajo la ofrenda sacrificial de la hermandad.

¡Afeitarse el cabello! ¡Quedarse calva! Sería una deshonra. Pero… si éste es el precio a pagar, que así sea, se dijo.

—¿Estás dispuesta a ello, hija mía? —preguntó el rabino—. Si lo estas, en cuanto las ofrendas estén hechas y aceptadas, procederé a la expulsión de los demonios.

Su cabello… Vivir treinta días en el cuartito anexo a la sinagoga…

—Sí, estoy dispuesta.

—Pasarás la noche aquí, en la alcoba de huéspedes, y a primera hora de la mañana te acompañaré al refugio de la sinagoga e iniciaremos los votos. Mientras estés allí deberás observar todos los aspectos de la Ley, sin olvidar ninguno. Durante estos treinta días deberás ser perfecta.

—Sí, rabino. Comprendo.

El rabino Anina asintió.

—Mandaré que preparen la habitación. Entretanto, puedes hablar en privado con tu esposo. —Salió de la estancia y les dejó solos.

Joel se volvió y, por primera vez desde que el rabino iniciara sus explicaciones, María le miró a los ojos. Lo que vio en ellos fue miedo.

—Oh, Joel, todo irá bien. Estoy segura. —Le parecía muy importante tranquilizarle, aunque ella misma no estuviera convencida—. Y no será por mucho tiempo; un mes no es tanto. Aunque os echaré de menos a ti y a Eliseba; ni siquiera me despedí de ella. Y… ¿qué dirás a la gente?

—La verdad —respondió él—. Les diré la verdad.

—¿Que he tomado un voto nazirita o que estoy poseída?

—Sólo hablaré del voto. No es una deshonra tomarlo, muchos lo hacen. Pero la posesión… no veo por qué habría que comunicársela.

—Me imagino que parecerá extraño que me haya ido a Cafarnaún para tomar un voto nazirita.

—Sí, pero podemos decir que está relacionado con la maternidad. Sería lógico pensar que deseas otro hijo y que estás dispuesta a tomar el voto para ello.

Todos conocían su esterilidad y el milagro del nacimiento de Eliseba. Sí, parecería lógico. Nadie haría preguntas. Era una razón más que importante.

—¡Reza por mí, Joel! —Le asió las manos—. ¡Reza por mi salvación!

Él la atrajo hacia sí y la abrazó con tanta fuerza que pudo percibir los latidos de su corazón.

—Lo haré con toda el alma —respondió. Le tomó la cara entre las manos y la miró a los ojos—. Les venceremos, María. No temas nada.

Se fue poco después, salió a la tormenta para emprender el camino de vuelta a casa. Desde ese momento, María estaba sola.

El rabino y su esposa se mostraron muy amables con ella. Era evidente que la mujer estaba acostumbrada a que la gente acudiera al rabino en momentos de crisis espiritual; hizo la cama y dispuso una jarra de agua para beber y lavarse, como ya hiciera en muchas otras ocasiones.

—Que duermas bien —fue lo único que dijo, pero su sonrisa era sincera.

María se tendió en la pequeña cama y se preguntó si sería capaz de conciliar el sueño. Ellos estaban allí, podía sentirlos, aunque inusitadamente callados, como anonadados por su pronta y decidida reacción para combatirles.