Joel habló poco con María mientras la acompañaba a casa y, enseguida se dirigió al almacén para registrar la última transacción en los libros de la empresa. Se demoró allí largo tiempo. Haciendo acopio de ánimos para ocultar las fuerzas hostiles que luchaban en su interior, María saludó a su madre con el respeto habitual y le agradeció efusivamente que hubiera cuidado de Eliseba.
—¿Es Tiberíades tan perversa como dicen? —preguntó su madre con mordacidad.
—Hay altares a dioses extranjeros por doquier —dijo María—. Y muchos vendedores de artículos paganos. —Se estremeció al recordarlo. Luego profirió una risita que esperaba sonara despreocupada.
Zebidá le dio la niña.
—Ha sido buena mientras esperaba vuestro regreso. Ahora podrá dormir.
María la arrulló. La calidez de su cuerpecito le resultó reconfortante. Su hija no hacía preguntas, no la miraba tratando de saber qué le ocurría. Eliseba tendió su pequeña mano rechoncha y le tocó la cara. María la llevó a su cuna y la depositó con ternura en ella.
Su madre seguía esperándola donde la había dejado.
—Gracias, de nuevo —dijo María.
—¿Algo va mal? —preguntó la madre.
¡No! ¡No, después de esforzarme tanto por ocultarlo!, pensó María.
—No. ¿Por qué? —repuso con sequedad.
—No sé… Es el tono de tu voz. Y pareces preocupada. Una madre se da cuenta de estas cosas. Dentro de unos años sabrás a qué me refiero. —Asintió hacia la cama de Eliseba.
—Estoy perfectamente bien —dijo María—. Sólo un poco cansada. Ha sido un día largo. Tuvimos que partir antes del alba. —Mientras luchaba por pronunciar las palabras, deseaba que su madre se fuera enseguida. No sabía por cuánto tiempo podría seguir disimulando. Mejor dicho, por cuánto tiempo le permitirían todavía disimular.
—Está en tu mirada —dijo la madre, al tiempo que se acercaba a ella. La miró atentamente a los ojos y le acarició la cara, en un gesto de preocupación—. Está turbada.
—Te he dicho que sólo estoy cansada. —María se apartó de ella—. No voy a esperar a Joel. Creo que iré a acostarme ahora mismo. —¿Podría ser más clara la indirecta?
—Debería irme.
¡Gracias a Yahvé!, pensó María y se sintió agradecida de que Yahvé siguiera allí, presidiendo su vida de alguna manera, por remota que fuera.
Acompañó a su madre hasta la puerta y, una vez sola, se dejó caer en un taburete.
La mayor de las lámparas de aceite ardía luminosa en su hornacina en lo alto de la pared, junto con las demás lámparas menores distribuidas por las mesas y las hornacinas más bajas, llenando la estancia con su cálida luz.
Mi hogar, pensó María. Mi santuario. Que está al borde de la destrucción.
En el interior de su cabeza resonaban las voces de las presencias impuras. Parecían sostener una larga conversación entre sí, y estaban de acuerdo en una cosa: el vehículo que habitaban no valía nada. Podían destruirlo sólo para divertirse.
¿Por qué me habéis elegido?, se preguntó María. Pero no hubo respuesta y repitió la pregunta en voz alta:
—¿Por qué me habéis elegido? Soy sólo una persona normal y corriente. Vivo en una ciudad pequeña, lejos de los centros de poder. Estoy casada con un hombre corriente, que se dedica a un negocio común. Si desapareciéramos mañana, nadie se daría cuenta excepto los familiares y amigos. ¿María de Magdala? No tiene sentido destruir a una persona tan insignificante.
Antes de pronunciar la palabra «sentido», la cacofonía aumento en su cabeza, aturdiéndola.
«No se trata de lo que eres sino de lo que podrías llegar a ser», murmuró la voz nueva, burlona y tenebrosa.
—Soy una mujer corriente —repitió María con voz suave. Parecían oírla mejor cuando hablaba en alto, aunque ella les oía demasiado bien en su pensamiento—. A las mujeres ni siquiera se nos permite ser testigos en un juicio. No podemos heredar propiedades. No soy persona instruida, no estudié en la academia, como algunas mujeres paganas. No soy nadie.
«Nadie, nadie —se burló una voz queda. María la reconoció, era la de Asara—. Las mujeres tienen poder propio. No lo respaldan las leves sino su influencia sobre los hombres. ¿Crees acaso que Herodías, la futura esposa de Antipas, no tiene poder? Lo tiene, a través de él. ¿Por qué dices que eres una mujer corriente? Sabes muy bien que eres distinta, que has tenido el deseo de servir a Dios desde que eras niña. Las mujeres corrientes no se instruyen en secreto, como hiciste tú».
«La enfermedad es poder —dijo otra voz, cruel ésta. Debía de ser Pazuzu—. Cuando disparo mis flechas de enfermedad y destrucción, el mundo se espanta y me rinde honores».
«¡Maldición a la humanidad entera! ¡Que los órganos de gestación fracasen, que los granos se marchiten, que el hambre aplaste con sus puños los tallos endebles de los cereales! —Ésa era la voz anónima, la más blasfema—. Yahvé amenazó destrucción con el tizón y el añublo. Yo voy más allá: destruiré todo aquello que recibe la bendición de Yahvé».
María hundió la cabeza en las manos.
—¡Basta! —les suplicó—. Dejadme. No tengo nada que ver con el tizón y el añublo, ni con las enfermedades, ni con la destrucción. No soy más que esposa y madre. ¡Dejadme! No puedo seros útil.
Agachó la cabeza y rompió a llorar.
—María. —Joel cerró la puerta.
Levantó la cabeza bruscamente y le vio de pie ante ella.
—Joel —dijo. Su ánimo se levantó con sólo verle.
Él se le acercó, aunque dubitativo.
—¿Qué está pasando, María?
—Nada. —Tenía que ocultarlo. Era su carga, su lucha y sólo suya.
—Estás llorando. —Dejó su bolsa en el suelo y fue hacia ella—. ¿Eliseba…?
—Está durmiendo —le tranquilizó María. Tomó las manos de él entre las suyas. Eran tan fuertes, tan reconfortantes. Las presencias malignas se alejaron.
—Preguntaré otra vez: ¿Qué está pasando? —Joel puso las manos en sus mejillas—. Te conozco bien. Lo que pasó hoy… aquella voz extraña… Me preocupa.
Puedo decir que no pasa nada, pensó María. Que sólo sufrí un mareo. Que me sentí rara.
«¡Sí, dilo!», le ordenó Pazuzu. ¡Qué fácil le resultaba ya reconocer su voz!
Inmediatamente, desobedeció.
—Fue… Oh, Joel, me temo que… estoy embrujada. Poseída. Como aquel Benjamín que vimos en el muelle, poseído por el demonio.
Joel evidentemente esperaba otra explicación, del orden del «estoy cansada». Parpadeó sorprendido.
—Pero ¿cómo? —preguntó.
María tragó saliva y trató de ordenar sus pensamientos. De nada serviría hablar en confusión y dejar que las palabras salieran atropelladas y contradictorias.
—Pues… Yo… ¿Te acuerdas del ídolo de marfil? —empezó. Por un lado, quería contarlo todo de manera ordenada, por otro, ansiaba terminar su historia antes de que las voces enemigas la obligaran a callar.
—¿Qué? —Joel parecía confuso.
—Aquel ídolo que descubrió Yamlé. Lo había encontrado hacía años, cuando fui con mi familia a Jerusalén, atravesando el territorio de Samaria. Estaba enterrado en el suelo. Me lo quedé, aun sabiendo que no debía. Hoy no ha sido la primera vez en que ha ejercido su influencia. Empezó hace muchos años. Embrujó la casa de mis padres. Me daba órdenes. Me dejaba aquellas marcas en los brazos.
¿Cuánto más debía decir? ¿Debía revelar que se había casado con él para huir de todo aquello? Decidió que no.
—Estás bromeando —dijo Joel, con expresión aliviada a la vez que incrédula. Tendió una mano para acariciarla.
—Yamlé la tiró al fuego —prosiguió María, desgraciada—. Pero era demasiado tarde. Ya me había poseído.
—Pero ya no está. Fue destruida. Su influencia, de haberla tenido, desaparecerá también.
—Nos dio una hija. —María habló con valentía—. Jamás se irá. Estoy en deuda con ella hasta la eternidad.
Joel la miró como si acabara de golpearle.
—¿Qué… qué has dicho?
—He dicho que Asara, así se llama, nos dio a Eliseba. Y ahora reclama sus derechos sobre mí. —María cayó en los brazos de Joel y empezó a sollozar, reviviendo el terror. Ahora ya era más que real.
Muy lentamente, Joel la rodeó con sus brazos.
—Dios es más poderoso —dijo—. Dios no lo permitirá. Entreguémonos a Su misericordia.
—Esto no es todo —prosiguió María. ¿Por qué no confesarlo todo?—. Desde hace poco hay otra presencia, negra y desesperante. Y esta mañana, Pazuzu (¿recuerdas la gran estatua que vimos camino del almacén?) me poseyó también.
—¿Qué quiere decir… te poseyó?
—Pude sentir cómo se unía a los demás que habitan dentro de mí.
—Dentro de ti… ¿cómo? —¿Cómo explicárselo?
—Puedo sentir su presencia dentro de mi cabeza… de mi pensamiento. Me dirigen. Me atormentan. Me castigarán por hablarte de ellos. Pero Pazuzu… Puede que tenga un fragmento de una estatua suya. Durante aquel mismo viaje por Samaria descubrieron un montón de ídolos escondidos y los destruyeron. Un brazo saltó volando por los aires y yo lo recogí. Tenía una garra horrible, de animal feroz.
Hubo un largo silencio.
—Ay, María —fue lo único que dijo Joel—. Debemos encontrar el brazo con la garra y destruirlo. Y debemos buscar ayuda. —Calló por un momento y luego añadió—: Dios es más poderoso que ellos. Pero tenemos que suplicar que nos ayude.
La estrechó más en sus brazos. Si el amor, el conocimiento y la fuerza de voluntad tenían algún valor, conseguirían liberarla de su aflicción. Y Dios piadoso y todopoderoso la ayudaría. Había confesado; se lo había contado todo. Ahora Dios podría tocarla y decirle: «Hija mía, estás a salvo». ¡Oh, cuánto anhelaba esa salvación!
Todo iría bien. Tenía que salir bien. Después de hablar con Dios, después de buscar la ayuda de su sabio siervo.
El primer impulso de Joel fue confesar el problema al viejo Zadoc. A María, sin embargo, la idea la inquietaba. Le asustaba recurrir a alguien que conocía su familia. ¿Y si se formara una mala opinión de todos ellos? ¿Y si se lo contara a otros?
No obstante, cuando Joel sugirió hablar con un rabino de la gran sinagoga de Cafarnaún, que no les conocía y tenía reputación de nombre santo y, sin duda, experiencia en expulsar demonios, María rechazó también esta posibilidad. Le horrorizaba la idea de ir a Cafarnaún, buscar al rabino, abordarle siendo un total desconocido y confiarle su problema. Le resultaba humillante.
Pero ¿qué podría ser más humillante que los tormentos a los que le sometían los demonios a diario? El hecho de que, de momento, sólo hubiese unos pocos testigos de sus estragos, no significaba que su presencia no pudiera manifestarse en público de forma inesperada, delatándola a los ojos de la ciudad. No sin vacilación, dio a Joel su permiso para que hablara con Zadoc, y él fue a buscarle tan pronto terminó su jornada de trabajo. Pronto volvió a casa.
—Zadoc viene a rezar con nosotros —anunció con alivio—. Sólo se ha entretenido para recoger su chal litúrgico, el tefilín y los textos sagrados; llegará enseguida.
—¿Qué… qué ha dicho? —preguntó María.
—No pareció escandalizarse demasiado —respondió Joel—. Aunque quizás ocultara sus sentimientos para no herir los nuestros.
Una cualidad muy útil para un rabino, pensó María. Pero, por mucho que se esforzara en evitarlo, se sentía espantada y avergonzada mientras esperaba su llegada. Joel se aseguró de que Eliseba estuviera durmiendo en la habitación más lejana y con la puerta cerrada, para que no pudiera oír sonidos inquietantes.
¡Quietos, quietos! María comandaba a los demonios aunque no tenía poder sobre ellos, y lo sabía. En el momento en que Joel se dirigió a la puerta para recibir a Zadoc, se sublevaron en su interior y se manifestaron.
—María —dijo Zadoc al entrar en la habitación, tendiéndole las manos. Su expresión no era de reproche ni de repulsión sino de honda preocupación.
Ella, sin embargo, no pudo responder; su boca quedó paralizada. Y, cuando intentó extender los brazos hacia Joel y Zadoc, no fue capaz de moverlos. Entonces un torrente de sílabas guturales e inhumanas emanó de sus labios. En los rostros de ambos hombres asomó una expresión de gran turbación.
Los extraños sonidos prosiguieron, y María, impotente, no podía más que oírlos salir de su boca, pronunciados por las presencias que la habitaban.
Zadoc empezó a rezar de inmediato, a recitar las palabras sagradas en voz alta para ahogar los demás sonidos, como había hecho en el muelle, y las pronunciaba con gran rapidez, para poder decir la máxima cantidad posible. Joel, indefenso, contemplaba la escena pálido y horrorizado.
—¡Reza conmigo! —le ordenó Zadoc de repente, agarrándole de la mano—. ¡Reza el Tefila! —Pero Joel sólo fue capaz de farfullar palabras incoherentes. María apenas podía oírle.
—Dios altísimo, Señor de los cielos y de la tierra, escudo nuestro y de nuestros padres…
María cayó de rodillas y agachó la cabeza, sometiéndose a las plegarias hebreas, aceptándolas, para que subyugaran las voces y las presencias, obligó a sus labios a permanecer cerrados para contener el torrente de sonidos, luchando con los músculos que se torcían en contra de su voluntad. Entonces, de repente, sintió que los sonidos cesaban en su interior, como un pote de agua que deja de hervir. Por unos instantes, prosiguió la agitación y el burbujeo, pero pronto su ánimo se calmó. Su cuerpo cayó hacia delante y los hombres la retuvieron. Joel la llevó a una esterilla y la dejó reposar, trajo un paño húmedo y le refrescó el rostro con ternura.
—¿Se han… ido? —preguntó a Zadoc.
—No lo sé… —respondió el rabino—. Estas fuerzas son poderosas y engañosas; las llaman espíritus del aire. María —preguntó amablemente—, ¿estás bien?
—Sí —respondió ella, más para tranquilizarle que porque estuviera segura—. Me parece… que se han ido. ¡Oh, Rabino, ni siquiera sé qué decían!
—Tampoco nosotros —dijo el rabino—, y es mejor así.
Aquella noche María durmió profundamente, sintiéndose tan fláccida y vacía como un viejo odre desinflado. Tenía la sensación de que Joel no podía conciliar el sueño; que pasó la noche en vela, por si algo —una presencia cualquiera— se materializaba en las horas oscuras. Cuando María despertó el alba comenzaba a teñir el pequeño rectángulo de cielo que se veía a través de la ventana abierta al este. Oyó el suave golpeteo de las olas en la orilla próxima a la casa, y su sonido fue un murmullo consolador a sus oídos.
Cuando Joel abrió los ojos le dijo:
—Creo que… la intervención de Zadoc fue eficaz. Me siento… liberada. Me parece que ya no están. Ayúdame a buscar aquella garra de arcilla de… No quiero invocar su nombre. Ya sabes a quién me refiero.
Joel parecía agobiado, pero María le tomó la mano entre las suyas.
—¡Te lo ruego! ¡Ayúdame a buscar, ya irás más tarde al trabajo! No me atrevo a enfrentarme a solas a él. Lo encontraremos y lo destruiremos juntos.
Joel se vistió apresurado e iniciaron un registro sistemático de las viejas pertenencias que María había traído de la casa paterna. Tenían que esforzarse en imaginar qué pudo pasarle al objeto desde que ella lo escondiera cerca del ídolo de Asara.
—Guardé ambos en el fondo del baúl… Era muy pequeño, más pequeño que Asara… —¡Tan fácil de perder, tan difícil de encontrar!
Juntos sacaron la ropa, mantas y túnicas guardadas en el arcón, y las sacudieron con cuidado. Todas aquellas cosas, sin embargo, habían sido limpiadas y vueltas a guardar hacía poco, con hierbas aromáticas entre los pliegues. María intuía que la garra no podía encontrarse entre objetos perfumados, tenía que emitir un olor desagradable.
Sí, un olor extraño. ¿Dónde lo había percibido? Un efluvio acre, como de moho; cuando quiso inspeccionar, sin embargo, no había encontrado nada. Después se convirtió en un hedor de podredumbre, como el que emitiría el cadáver de un ratón muerto. Finalmente, la pestilencia se desvaneció. Pero provenía, parecía venir, de lo alto de la repisa que coronaba el umbral interior de la puerta. María buscó un taburete y se subió para inspeccionar el estante. Allí habían guardado pequeñas bolsas de cosas distintas, goma para rellenar los agujeros de la madera, tiras de cuero de longitudes varias, limaduras. Y allí, entre tacos de madera y potes de cola, había un fragmento de arcilla de color rojo oscuro. Parecía el asa rota de una vasija pero no lo era. Terminaba en una garra fea de dedos cuadrados. La garra de Pazuzu.
María no se preguntó cómo había llegado allí arriba. Le bastaba con haberla encontrado.
Bajó del taburete y contempló el objeto en su mano. Qué cosa tan pequeña e insignificante. Resultaba difícil creer que tuviera algún poder.
«¡Ídolos! ¡Abominación! ¡La abominación debe ser destruida!». La voz iracunda del rabino resonó en sus oídos como aquella vez en Samaria, acompañada del sonido de los palos y los bastones que hacían añicos los ídolos, y de la lluvia de fragmentos impuros que cayó a su alrededor.
Quizá fuera aquel rocío de polvo vil, tanto como los objetos que recogí, lo que me contaminó, pensó María. Tuvo la repentina sensación de que su vida entera se había contaminado desde aquel viaje. Y ahora tenía en las manos un remanente de aquella impureza.
—¡Joel! —gritó—. ¡Ven rápido! ¡Lo he encontrado!
Él corrió a su lado y se quedó mirando el objeto.
—De modo que éste es el enemigo. Destruyámoslo ahora mismo. Esta vez con plena conciencia de lo que hacemos. Que la intención sea clarísima.
—¿Crees que deberíamos llamar a Zadoc? —preguntó María. Le parecía más prudente contar con toda la ayuda posible contra los espíritus impuros, pero Joel negó con la cabeza.
—No, es más importante destruirlo de inmediato. Nuestras oraciones serán suficientes. Lo sacaremos de la casa, lo destruiremos donde se incineran las basuras del pueblo y lo tiraremos a las llamas, con los restos y los despojos.
—Quizá fuera mejor pulverizarlo y tirarlo al agua. —Moisés había triturado los carneros dorados, había disuelto el polvo en agua y se lo había dado de beber a los israelitas.
—No, no debemos contaminar el lago —dijo Joel—. Sería un acto de polución tirar esta inmundicia en sus aguas.
Salieron enseguida de la casa y enfilaron un camino costero que sabían que estaría desierto a esas horas. Mientras caminaban María pudo contemplar por primera vez en mucho tiempo la belleza del lago. Los colores parecían más brillantes, como si la luz fuera más intensa. Las pequeñas olas, millares de ellas, reflejaban la luz del sol y también por vez primera en muchos años podía oír el canto de los pájaros, que se llamaban en el despertar de este nuevo día. Era el sonido del frescor de un nuevo comienzo. La blancura de las aves acuáticas que nadaban junto a la orilla era de una pureza nunca vista. También ella hablaba de frescura inmaculada.
Pronto llegaron a un recodo del camino, desde donde pudieron ver y oler el humo del vertedero, opuesto a la belleza intachable del lago. Allí ardían juntas todas las inmundicias del pueblo.
Depositaron el brazo de arcilla sobre una gran piedra plana y les pareció que brillaba sobre el fondo negro del basalto. Tuvieron la sensación de que apretaba el puño. Joel invocó inmediatamente el nombre de Dios:
—Así habla el Señor, Rey de Israel: Yo soy el principio y el fin, no hay otro Dios más que yo. Él protegerá los pies de sus siervos y los malvados serán silenciados en las tinieblas. Los adversarios del Señor serán hechos añicos. Las efigies sólo son viento y confusión.
María repitió las palabras y añadió:
—Condeno desde el alma el día en que te toqué. Renuncio a tu existencia y repudio todo aquello que guarda relación contigo. —Asintió con la cabeza hacia Joel—: ¡Ahora! ¡Destrúyelo!
Joel cubrió la piedra con un trozo de tela y colocó la garra sobre ella. Levantó otra piedra y la bajó con fuerza, haciendo añicos la frágil arcilla, reduciéndola a polvo y lascas. Luego pulverizó los pequeños fragmentos restantes y envolvió el polvo en la tela, incluso la piedra que había usado para destruir el objeto y que ya estaba mancillada. Después se acercaron a paso rápido al hoyo donde humeaba la basura.
Algunas personas ya estaban allí, deshaciéndose de sus desperdicios, y el hedor a entrañas de pescado era inconfundible. Joel levantó la tela por encima de su cabeza y murmuró:
—Sus gusanos no morirán ni su fuego se extinguirá. Serán la abominación de la carne.
—Amén —dijo María. El atadillo cruzó el aire y cayó entre las llamas. Un ahogado ruido de succión, una pequeña llamarada, y desapareció.
María sintió en su interior un leve temblor, la sensación de que algo viscoso se movía, y nada más. Sólo alivio.