Después del exorcismo del hombre poseído, María regresó a su hogar llena de aprensión. La casa le parecía territorio enemigo aunque, en honor a la verdad, tenía que admitir que no había lugar adonde huir de Asara. ¿Acaso no la había hallado en sitios distintos? ¿No la había encontrado en Samaria, encuentro que, sin duda, se había originado con anterioridad en otro lugar?
«La tierra y la bóveda celeste pertenecen al Señor», rezaba uno de los Salmos. Pero ahora la bóveda celeste no era más que un palio de protección de Asara. Las palabras de otro salmo —«¿Dónde esconderme de Tu espíritu? ¿Cómo huir de Tu presencia? Si asciendo al cielo, estás allí. Si bajo a Seol, allí Te encuentro»— parecían referirse a Asara más que a Yahvé. La Ley de Moisés establecía santuarios para aquellos a quienes se perseguía por crímenes no deliberados; altares de los que los perseguidos podían asirse y a los que aferrarse. Para ella no existía santuario alguno.
A lo largo de los días que transcurrían sin incidentes —y no eran muchos— María se acercaba a Dios de la única manera que conocía, con la oración y el estudio de las escrituras. Sentía que sólo podía acercársele cuando Asara la dejaba en paz, que Dios ni la oiría ni la miraría de otro modo.
En esos días buenos, María podía dedicar todo su amor y atención a la pequeña Eliseba, que ya aprendía a sentarse y esbozaba sonrisas deslumbrantes. Nunca, sin embargo, estaba segura de poder disfrutar de esos momentos, porque sabía que le podían ser arrebatados con mucha facilidad.
En la tarde de uno de los días buenos, Joel llegó a casa y anunció que él, junto con varios hombres del saladero, debían realizar un viaje a Tiberíades con el fin de elegir nuevas ánforas para el transporte. ¿Le gustaría a María acompañarles con las demás esposas? El viaje duraba menos de un día y, si lo hicieran en grupo, podrían convertir la necesidad en placer.
—Además, sé que estás interesada en Tiberíades —añadió mascando pan. Como había tenido un día bueno, María había preparado una cena completa, así como pan con tomillo.
¡Tiberíades! Aunque no estaba muy lejos de Magdala, pocos habitantes de la ciudad la visitaban. Su reputación de lugar dedicado a actividades paganas mantenía alejados a los judíos practicantes. No se podía negar, sin embargo, que en los pocos años desde que Herodes Antipas la mandara construir, Tiberíades se había convertido en un importante centro comercial. Si uno buscaba un surtido completo de ánforas, Tiberíades era el lugar donde encontrarlo.
—Desde luego que sí —respondió. De hecho, le fascinaba tanto Tiberíades como la proximidad de Herodes Antipas, que disfrutaba de la vida en la ciudad, construida a su gusto, moderna y libre de ingerencias religiosas.
—Bien. Tu paciencia será por fin recompensada.
Planearon el viaje para el día después del Shabbat, el primer día de la semana. La jornada del Shabbat fue larga y atormentada, porque Asara decidió convertir en suplicio esa fecha en que no había actividades externas que pudieran distraer a su víctima. A lo largo de las horas que transcurrían con lentitud, María se castigaba con continuos reproches y acusaciones. Cada vez que intentaba rezar, un zumbido en la cabeza la distraía de su propósito. Los recuerdos se convirtieron en un campo sembrado de vergüenzas, obligándola a revivir cada estupidez o maldad cometidas a lo largo de su vida. Los planes para el futuro quedaban desbaratados por la convicción de que estaba destinada a fracasar, y merecidamente, puesto que era una inútil y, además, una gran pecadora, acreedora de castigo. En algunos momentos, le parecía que una segunda voz, muy diferente a la de Asara, le susurraba palabras viles y blasfemas, y describía actos violentos y perversos con gran detalle. Tenía que hacer acopio de fuerzas para no gritar, para no turbar a Joel, que leía plácidamente y miraba a Eliseba que gateaba cerca de sus pies. Él no debe darse cuenta, ¡no debe saberlo jamás!, se decía.
¿Se trataba de un nuevo demonio? María había oído hablar de personas afligidas por numerosos espíritus, de personalidades distintas, aunque no eran casos frecuentes. Al parecer, cuando uno lograba introducirse, llamaba a sus compañeros. Quizá fuera esto lo que le ocurría.
Concluida la festividad del Shabbat, el grupo partió a primera hora de la mañana siguiente, mientras el aire era fresco y vigorizante. El viaje a Tiberíades no era largo, tan sólo de unas tres millas romanas; en realidad, un paseo agradable. Eligieron el camino que bordeaba la orilla del lago, donde el agua lamía las rocas y las algas murmuraban una música lejana. Los delicados colores del alba se proyectaban sobre el lago, saturando el horizonte a oriente: el lavanda pálido se diluía en tonalidades rosáceas, ribeteadas de oro allá donde se anunciaba la salida del sol.
Joel y sus compañeros, Ezra y Jacob, estaban de muy buen humor. En las últimas semanas habían recibido tantos pedidos de la salsa especial para pescado que los escribas no daban abasto con la correspondencia. Uno de los encargos venía de la Galia, de los confines más lejanos del Imperio romano. Estaba claro que la buena reputación de la salsa acre se propagaba de un modo que ni el propio Natán —siempre orgulloso de su receta— había sabido prever. Otro pedido provenía, ni más ni menos, de la casa de Herodes Antipas. Él —o mejor dicho, su mayordomo, Chuza— había encargado una gran cantidad para la celebración de la próxima boda del soberano.
«Su Alteza requerirá once vasijas llenas de dicho condimento de las existencias de su súbdito Natán de Magdala, a ser entregadas diez días antes de la celebración de las nupcias de Su Alteza con Herodías. En nombre del poderosísimo y beneficente Herodes Antipas, magister officiorum Chuza», rezaba la carta de pedido.
Esto, evidentemente, obligaba a comprar contenedores especiales. Las ánforas habituales, sencillas y sin adornos, no servirían para la ocasión. Para satisfacer los pedidos del extranjero, necesitaban ánforas especiales, más resistentes, capaces de sobrevivir a los largos viajes Por mar.
—Espero que las ganancias de nuestras ventas al extranjero contribuyan a compensar la… digamos… contribución que debemos hacer a Antipas —dijo Ezra. Porque, por supuesto, la salsa destinada a la boda de Herodes Antipas tenía que ser un «regalo» de la empresa al soberano.
—Antipas —dijo Miriam, la esposa de Ezra—, está acostumbrado a que todos satisfagan sus caprichos. ¿Y si le facturarais el valor de la salsa? A lo mejor, ni se daría cuenta.
—Sí, se daría cuenta —repuso Jacob—. Él se da cuenta de todo. ¡Debemos estar a buenas con él!
Estaban pasando por el lugar donde María solía buscar soledad para leer su poesía. Por primera vez, se fijó en una piedra votiva canaanita que había estado allí todos esos años. Pasó por delante con el cuerpo rígido. Era una piedra alta y oscura, que parecía reclamar posesión sobre ella.
¿Tú también?, pensó. Estaba rodeada por todas partes y nunca se había dado cuenta. ¿Tú también formas parte de la enfermedad que aflige mi mente?
Necesitaba mostrar algún tipo de rechazo, pero el grupo siguió avanzando sin dejar de hablar de Antipas.
Una de las esposas trató de incluirla en la conversación, pero María no podía prestarles toda su atención.
—No como aquel predicador —dijo alguien.
¿De qué estaban hablando?
—¿Qué predicador? —preguntó Joel oportunamente.
—Ese hombre que se autodenomina el Bautista —explicó Ezra—. El que se ha ganado tantos seguidores allí, junto al Jordán.
—¿Junto al río? —preguntó Miriam—. ¿Dónde, exactamente?
—En el vado donde cruza el camino de Aman a Jerusalén. Todos los viajeros pasan por allí, es la única ruta entre las dos ciudades.
—¿Qué hace allí? —insistió Miriam.
—Es uno de esos profetas al estilo antiguo, que predican el arrepentimiento y dicen que vendrá el fin del mundo y que pronto llegará el Mesías. —Ezra hizo una pausa—. Aunque a Antipas no le preocupan estas cosas. Lo que sí le preocupa es que ese hombre (le llaman Juan el Bautista porque sumerge a la gente en las aguas del Jordán) denunció su próximo matrimonio. Porque Herodías fue la esposa de su hermano. Va contra la ley judía y así lo declaró Juan. Sin rodeos. Me pregunto cuánto tiempo más le permitirán que siga predicando. —Ezra rió—. En cuanto a nosotros… Suministraremos la salsa encargada por Antipas sin hacer preguntas.
—¿Tan cobardes somos? —María oyó su propia voz.
Joel se detuvo sobre sus pasos y la miró, sorprendido.
—No hacemos más que suministrar salsa de pescado —dijo al fin—. No pidió nuestra opinión sobre su matrimonio.
—Sin embargo, le ayudamos a celebrarlo —insistió María.
—Lo celebraría de todos modos, aunque no le enviáramos la salsa —dijo Joel—. Además de buscar cualquier pretexto para castigarnos después. No tenemos alternativa.
Era evidente que Joel tenía razón. Ellos no podían influir en Antipas, como no fuera para volverle en contra del negocio familiar y destruirlo. Tenían en las manos su propio declive, pero no la posibilidad de impedir los actos inmorales cometidos por otros.
—Juan el Bautista —dijo María—. ¿Él no tiene miedo? ¿De dónde viene?
Abigail, la esposa de Jacob, se encogió de hombros.
—¿Qué más da? Está sentenciado.
Jacob reaccionó con brusquedad sorprendente.
—¡No hables así! Es un profeta, y Dios sabe que nos hace falta. Un verdadero profeta, no uno de esos que se limitan a decir lo que Antipas, y el resto de nosotros, queremos oír. Juan es de Jerusalén —se dirigió a María, — aunque no sé por qué se fue al desierto ni cómo recibió su cometido.
—¡Deberíamos ir a verle! —propuso la frívola Abigail—. ¡Organicemos una excursión!
Jacob pareció avergonzado.
—Está muy lejos —dijo finalmente—. Y los que acuden por razones equívocas podrían ser descubiertos. Señala a los que sólo van a curiosear y les llama «crías de serpiente». No creo que te guste ser objeto de tales atenciones, querida.
La mujer rió sin pensar.
—¡Pues no, prefiero ir al bazar de Tiberíades!
Jacob meneó la cabeza.
—No hay bazar en Tiberíades, es una ciudad al estilo griego.
—Oh, ¿con un ágora, entonces? —preguntó Abigail.
Tiberíades era una ciudad moderna, diseñada según planes modernos. Sus calles eran rectas y había, en efecto, un ágora en el centro de la urbe, así como un gran estadio en las afueras, y recias murallas la rodeaban por tres de sus lados, desembocando a las orillas del lago en el cuarto y adentrándose en el agua demasiado para que un jinete pudiera rodearlas sin peligro. Aún no estaban terminadas pero ya resultaban formidables. El grupo de Joel entró por la gran puerta septentrional, donde numerosos obreros preparaban la entrada para los batientes de la puerta monumental que pronto habría de instalarse allí. Era un lugar ajetreado y bullicioso.
—A ver, según me explicaron, el vendedor de ánforas que buscamos está más abajo, siguiendo la calle mayor; pasado el palacio, debemos girar a la izquierda en la fuente de Afrodita… —Joel estaba consultando un plano casero.
A su alrededor se afanaban los tratantes, los mercaderes, los funcionarios de palacio y los viajeros. La calle bullía con ellos. A María le causó impresión la limpieza que reinaba por doquier; la juventud de la ciudad era evidente. El olor característico de los bloques de piedra recién tallada, los pavimentos relucientes, el cielo abierto sobre la ciudad —aún libre de la sombra de balcones, bóvedas y arcadas— le prestaban un aspecto tan prístino que sugería una paz y un orden semejantes en todas sus relaciones humanas.
Abriéndose camino hacia el centro de la ciudad, pasaron por delante del altar de un dios extranjero, donde se erguía su estatua. Los demás no hicieron caso pero María se quedó mirando, porque un grupo de gente se había reunido en torno al altar y la fuente, entonando canciones y moviéndose en coro. Se inclinaban sobre la pequeña fuente que brotaba de los pies de la divinidad, y se lavaban la cara con el agua sagrada y llenaban sus manos para lavar también las caras de los que tenían cerca. Algunos gemían, otros miraban con ojos inexpresivos y otros más llevaban ligaduras. Esas pobres gentes no participaban en los cantos y los movimientos rituales, sino que otros les ayudaban, juntando las manos para sostenerles. Un lamento lastimero surgía cada tanto del grupo, y su angustia contrastaba con el clamor alegre de la ciudad.
Conozco a esta gente, pensó María. Mi lugar está entre ellos, no entre las personas que me acompañan. Yo también me siento miserable, tan afligida como ellos…
Se detuvo por un momento y tocó la manga de una mujer oculta bajo un velo, que se mantenía en el borde del grupo. No estaba claro si participaba o sólo se había acercado a curiosear.
—¿De quién es este altar? —preguntó María en voz baja.
La mujer se volvió. Era insólito que dos extraños hablaran por la calle, pero al final murmuró:
—¿No lo conoces? Es Esculapio.
Esculapio. Sí, María conocía el nombre aunque nunca había visto una representación suya. Fijó la mirada en la estatua de un hombre hermoso, parcialmente desnudo, expuesta a la vista de todos, como parte integrante de la vida cotidiana de la ciudad. Su cuerpo esbelto de proporciones perfectas, delgado y musculoso al mismo tiempo, hablaba del ideal grecorromano de salud y vigor. Tenía el gesto amable. Al contemplar su cara se sintió reconfortada, como si él conociera el secreto de la vida y éste consistiera tan sólo en el mantenimiento de la salud física. No había lugar para los espíritus malignos en aquel cuerpo tan prístino.
—¡Ven, María! —Joel la tomó del brazo y la apartó del grupo—. ¡No mires a ese hombre medio desnudo! —Trató de hacer ver que bromeaba.
—Es vergonzoso, tantos ídolos y estatuas desnudas por todas partes —dijo Miriam—. Es repugnante.
—Hummm… —Abigail entornó los ojos—. Los niños deben enterarse de las cosas desde pequeñitos. Y las esposas también.
Jacob meneó la cabeza.
—No son más que conocimientos falsos. Debajo de las túnicas, la mayoría de los hombres no tiene este aspecto en absoluto. ¡Muchas mujeres y muchos niños se sentirán decepcionados cuando lo descubran!
Joel se rió de corazón. Ya podía, puesto que él no era tan distinto a la estatua.
—Las mujeres se sentirán decepcionadas de sus maridos y los niños, de su propio cuerpo cuando sean mayores —insistió Jacob—. ¡Es otro ejemplo de por qué la vida pagana es tan… perjudicial!
Joel se rió de nuevo.
—Hablas como si se tratara de serpientes venenosas —dijo.
La calle estaba abarrotada de gente presurosa y, cuando Joel se detuvo para consultar el plano, su grupo formó una pequeña isla en medio de un torrente incesante. Mujeres cargadas con fardos chocaron contra María, hombres que conducían burros les insultaron por bloquear el paso y un grupito de jóvenes les empujó. No tenían dónde parar.
Apretados contra la pared más cercana, dos hombres tiraron de sus capuchas para ocultar los ojos y se pusieron en movimiento al acercarse el grupo de Joel. Uno de ellos hizo un ademán al otro y se despegaron del muro a la vez, lanzándose —no hay otra manera de describirlo— contra Joel. Uno de ellos le agarró de la manga y le susurró algo en el oído. Joel se echó atrás, sorprendido. Estaba a punto de apartar al nombre a empujones cuando se detuvo.
—Tú… ¡Eres el intruso! ¡Simón! ¡El Celota! ¡El que entró en la casa de Silvano! —exclamó—. Los cerdos…
—¡Chist! —El hombre le mandó callar con un ademán amenazante. María le vio meter la mano bajo la túnica, como si asiera un objeto oculto. Luego lo vio. Era una pequeña espada curvada, a la que llaman «sica». Era fácil llevarla escondida para sacarla como un rayo y matar con la velocidad de la serpiente que ataca.
—Quieta la mano, amigo —dijo Joel en voz baja. Extendió la mano y la posó sobre el arma, obligándola a bajar.
—¡Muerte a los colaboradores! —le desafió Simón—. ¡Los judíos que apoyan a los romanos son peores que los propios romanos!
—Yo no soy un colaborador —repuso Joel—. Soy un mercader en viaje de negocios.
Los demás se detuvieron bruscamente, quedándose inmóviles en el lugar. A su alrededor, la muchedumbre transitaba ajena al incidente. Aquélla era la ventaja de la sica y de los hombres que la esgrimían, los sicarios; podían golpear en público sin que nadie se percatara. Lanzaban la estocada, mataban, escondían el arma y se alejaban mezclándose entre el gentío.
—Los que no están de nuestra parte, están en nuestra contra —sentenció el hombre, sin despegarse del costado de Joel—. Cuando tu hermano me echó de su casa, declaró por todos vosotros.
—Declaró que no deseaba intrusos en su hogar —respondió Joel con firmeza. No parecía tenerle miedo a aquel hombre—. En eso, se comportó como cualquier cabeza de familia.
Simón el Celota relajó los dedos con los que aferraba el hombro de Joel, y María vio que su otra mano se apartaba de la daga.
—Llegará el momento en que tendréis que decidir de qué lado estáis —dijo Simón—. Y, ¡ay de vosotros si tomáis partido por los romanos! ¡Ay de todos vosotros!
Se apartó con brusquedad, como un perro que ha olfateado un peligro. Él y sus compañeros se precipitaron calle abajo, abriéndose camino a empujones. Enseguida se oyó un grito y hubo conmoción a poca distancia de ellos.
Joel trató de recobrar el aliento. No quería hablar del tema delante de los demás ni tener que darles explicaciones. Se limitó a decir:
—No conozco a ese hombre, aunque él parece pensar que sí.
Prosiguieron su camino, en la misma dirección que habían seguido Simón y su acompañante. Al acercarse a la esquina donde debían doblar, vieron que el gentío había formado un corrillo alrededor de algo… algo que estaba en el suelo. Acercándose más, distinguieron un bulto de ropas arrugadas y alguien que parecía oculto bajo los pliegues.
Una patrulla de soldados romanos apareció de repente y se abrió camino a codazos hasta el bulto; allí se agacharon para inspeccionarlo, Lo levantaron y le quitaron la capucha, que ahora colgaba lánguida. Dijeron algo en latín que María no pudo entender, excepto el nombre «Antipas». Supuso que debía de tratarse de un miembro del personal de Herodes Antipas, ya que los judíos puristas despreciaban a empleados de la casa real por considerarlos lacayos de los romanos. Uno de los soldados arrastró el cuerpo a un lado mientras el otro escudriñaba el gentío en busca del asesino. Al no poder ver a nadie sospechoso, ayudó a su camarada a apartar el cuerpo de la calle. Joel había palidecido. María se le acercó.
—¿Han sido ellos? ¿Esos hombres? —¡Y pensar que uno de ellos había entrado en la casa de Silvano, buscando involucrar a su familia en sus asuntos!
Joel asintió.
—No me cabe duda —dijo al fin—. Ha sido su primer acto de terror. —Se estremeció e hizo ademán a los demás—. ¡Vamos, vamos! —Rápidamente, les condujo lejos de allí, hacia el centro de la ciudad. Aunque no conocían el camino, al pasar por delante de la gran ágora, con sus filas de tiendas y puestos comerciales alineados bajo las arcadas, reconocieron el opulento edificio cercano, con sus extensos terrenos y jardines —en pleno corazón de la ciudad— como el palacio de Herodes Antipas. Recién construido de relumbrante piedra caliza, su tejado dorado refulgía bajo el sol.
Se detuvieron impresionados; por un momento, la brillante edificación les distrajo del asesinato que acababan de presenciar.
—¿Habéis visto el oro? —chilló Abigail—. ¡En el tejado, nada menos! Ya me habían dicho que el tejado era de oro pero…
—También podrían decir —interpuso Jacob— que está decorado con adornos animales. ¡Animales! ¡Imágenes talladas!
Ezra se encogió de hombros.
—No creo que haya ningún becerro de oro entre ellos. Probablemente sean pájaros o caballos.
—Me pregunto si la nueva esposa vendrá con su hija, Salomé —dijo Miriam—. Dicen que es muy hermosa.
—Me imagino que estará avergonzada de su madre —dijo Joel de pronto—. Muchas jóvenes lo están cuando las madres cometen actos inmorales.
—Aunque acaban imitándolas de mayores —repuso Abigail—. Si la madre es inmoral, ya puedes contar con que la hija hará lo mismo.
—Y es aquí donde ha de venir nuestra salsa para el pescado —dijo Ezra. Le interesaba más el contrato de venta que la moral de los contratantes—. Ese Chuza… ¿es de fiar?
—Según nuestras informaciones, lo es —respondió Joel—. Si ha hecho un pedido, es legítimo.
—Oí decir que su mujer está poseída —dijo Abigail de pronto—. Que oye voces y pierde el control de sus actos.
Jacob pareció indignado, aunque María no sabría decir si fue porque desconocía el hecho o porque dudaba de la información de Abigail.
—¡Tonterías! —repuso.
María echó una mirada a Abigail y se preguntó si el calificativo se dirigía a ella.
Dejaron atrás el ágora bulliciosa y se encaminaron al almacén de ánforas, o a donde ellos suponían que se encontraba. Aquí las calles eran más estrechas; si dos burros cargados se cruzaran, uno tendría que retroceder para dejar paso al otro. Esta parte de la ciudad parecía menos luminosa, más secreta. Algunos de los mercaderes extranjeros preferían tener sus puestos allí, como si los espacios abiertos y soleados del ágora les supusieran una amenaza, una incomodidad.
Del interior de uno de los puestos, una vidente llamaba suavemente a la gente que pasaba:
—¡Puedo deciros el futuro! ¡Conozco las estrellas, el porvenir! ¡No lo afrontéis a ciegas!
Otro puesto estaba protegido por una cortina y tenía un anexo, una larga construcción de madera, iluminada por la luz temblorosa de una lámpara.
—Mi amo puede exorcizar a los demonios —decía una niña en el puesto, señalando la casita de madera—. ¿Estáis sufriendo? ¡Basta un conjuro de mi amo, una dosis de su poción mágica, para que el tormento cese para siempre!
Jacob soltó un resoplido.
—Tan cerca del palacio. Muy conveniente para Chuza. Podría traer a su esposa.
María no pudo contenerse.
—Jacob —dijo—, no es un asunto de risa. Sin duda, la esposa de Chuza está sufriendo. Aunque no debería recurrir a un charlatán.
Jacob la miró sorprendido.
—¿Qué sabes tú de esas cosas? —preguntó, aunque en realidad sólo le molestaba que tomaran en serio su comentario ingenioso.
—¡Mirad! —Abigail señaló el siguiente puesto. Estaba decorado con profusión, tenía pilares pintados de oro y azul, y una carta astrológica pintada en la pared del fondo; columnas de humo se elevaban de numerosos incensarios distribuidos por la tienda—. ¿Qué creéis…? —Su voz se apagó al ocurrírsele que podría tratarse de una casa de prostitución.
Un hombre apareció de pronto detrás del mostrador, como si se hubiese materializado de la nada. Llevaba el característico y elaborado tocado picudo de los babilonios, y su túnica, cubierta de bordados lujosos, era de seda teñida de color azul oscuro, un azul tan hermoso que despertaba el anhelo, el color del cielo al anochecer, cuando aparecen las primeras estrellas, aunque más intenso y sugerente.
Señaló la bandeja de amuletos dispuesta delante de él. Eran de tamaños variados, hechos de bronce, plata u oro, y todos tenían una anilla que permitía llevarlos colgados de una cadenita.
—Parto. Protección. —Su arameo era muy pobre. Era evidente que se había aprendido de memoria algunas palabras útiles.
Ya que ninguna de las mujeres estaba embarazada, quisieron pasar de largo.
—Poder —dijo el hombre señalando otra bandeja—. Poder.
María aminoró el paso y miró la mercancía. En la bandeja, encima de un suave paño negro, había varias estatuillas de un dios terrorífico. Su rostro era espantoso, tenía hocico y boca de león que muestra los dientes, y sus ojos sobresalían debajo de las cejas contraídas. Sus pies no eran humanos sino que terminaban en tres talones, aunque se mantenía en posición erecta y tenía costillas, hombros y brazos humanos. De su espalda nacían cuatro alas; tenía un brazo en alto y el otro apoyado en el costado; las manos eran anchas y los dedos, gruesos y crispados.
—Lamasu —explicó el mercader—. Contra Lamasu.
—¡María! —exclamó Joel—. ¡Aléjate de él! —La agarró del brazo y tiró de ella.
María, sin embargo, tuvo tiempo de entrever detrás del comerciante una representación en arcilla del dios, a gran tamaño. Con la estatura, crecía su horror. La tenue luz de las lámparas encendidas alrededor de la base prestaba un brillo desagradable al rostro. Le pareció que sus largos dientes afilados estaban a punto de gotear saliva.
Y los brazos… aquellos brazos. Ya los había visto otra vez, en algún lugar, reconocía su actitud. También la cara, sarcástica y malévola. Sí. Aquel brazo pequeño que tuvo hace tiempo, el que saliera volando por los aires cuando el rabino destruyó los ídolos en Samaria…
Tenía esa misma palma, ese mismo codo flexionado. María se sintió acorralada, acosada por un enemigo.
¿Dónde estaba el brazo? No conseguía recordarlo. Asara había prevalecido siempre en sus pensamientos. ¿Tenía aún aquel brazo en alguna parte? ¿Dentro de su casa? ¿O se había perdido hacía tiempo entre las brumas de la niñez?
El mercader interpretó su mirada como interés.
—Pazuzu —dijo señalando el ídolo con respeto—. Pazuzu. —Se esforzó por recordar las palabras apropiadas y añadió—: Hijo de Hambi, rey… demonios del viento.
En ese preciso instante, mientras miraba aquellos ojos saltones, María tuvo la sensación de que algo se movía en su interior, cambiaba de lugar, dejaba un espacio libre. Sintió un trastorno y después… Pazuzu. Fue consciente del dios en su interior, moviéndose, acomodándose, modificando su espíritu para que aceptara su presencia. Era grande, necesitaba mucho espacio. María jadeó, se sintió ahogada, congestionada.
En un rincón profundo de su mente supo que Asara daba la bienvenida al camarada recién llegado, y que esta otra presencia, aún sin nombre, diseminaba impurezas y obscenidades. Ya llevaba a tres en su interior. Tres, retorciéndose y removiéndola para abrirse espacio.
—¡Vámonos, te digo! —Joel se impacientó y tiró de su brazo—. Nunca llegaremos si nos entretenemos en cada puesto.
María avanzó trastabillando, apenas capaz de dominar sus pasos. Perdió un poco el equilibrio y chocó con Abigail, que la miró con perplejidad. María se volvió para dirigir una última mirada a la estatua de Pazuzu.
—Pareces fascinada con este dios —dijo Miriam—. ¿Por qué? Es espantoso. Desde luego, yo preferiría a Esculapio, si tuviera que elegir un dios extranjero.
A su alrededor, las voces de los mercaderes llamaban, prometiendo objetos irresistibles. Había montones de especias desconocidas de colores intensos, alfombras colgadas de las paredes de oscuras trastiendas cavernosas, semillas y legumbres secas de Arabia, miel del norte de África, ollas de cobre pulido. Y, un poco más adelante, un nuevo puesto de amuletos, esta vez de una diosa rígida, vestida con una túnica que estaba cubierta de senos redondos. En el momento de pasar por delante, el tendero se asomó agitando la mano.
—¿Por qué detener en Pazuzu? Dios malo. Dios de viento… Trae vientos abrasados y enfermedades. Dispara flechas de afección. ¡Lejos de él! —Agitó en el aire una pequeña versión de su diosa—. ¡Artemisa! ¡Madre! ¡Hijos! ¡No enfermedad! ¡Mejor!
Joel perdió la paciencia.
—¡No adoramos otros dioses! —espetó.
—¿Por qué? —El hombre pareció desconcertado.
Al final, el estrecho callejón congestionado desembocó en una calle más ancha.
—Qué alivio —dijo Joel—. Si el vendedor de ánforas tuviera su tienda allí… —Meneó la cabeza.
María seguía sintiéndose invadida, henchida de presencias ajenas. A duras penas conseguía mantenerse erecta y caminar. Había sentido algo similar cuando estaba embarazada, aunque entonces la presencia era feliz y no tenía necesidad de ocultarla.
—¡Ah! —Joel se detuvo delante de una entrada espaciosa. Varias ánforas de arcilla flanqueaban la puerta, algunas tan grandes que le llegaban al pecho, otras, más pequeñas, no superaban la altura de sus rodillas, y también había algunas minúsculas. Su color también variaba, de castaño oscuro a casi rojo.
Un comerciante robusto, casi tan orondo como sus ánforas, esperaba para recibirles justo del otro lado del umbral. Se llamaba Rufo y tenía reputación de no faltarle nunca los clientes.
—Soy Joel, de la empresa de Natán de Magdala —se presentó Joel—. Éstos son mis socios, Jacob y Ezra. —Los dos hombres hicieron una reverencia—. Te envié un mensaje de encargo. Parece que Antipas necesitará una gran cantidad de nuestro adobo para su próxima fiesta de bodas.
Procurando no mostrarse impresionado, Rufo arqueó las cejas.
—Ah, sí. ¿Y de qué cantidad estamos hablando?
—Siete días de festejos… No sé cuántos invitados habrá aunque calculo que unos quinientos… Digamos… ¿doce vasijas? Añado una a lo especificado por Chuza.
Rufo se frotó la barbilla afeitada.
—¡Y no querréis que se agoten las existencias! ¿Preferís contenedores grandes o más pequeños?
—Supongo que los grandes serán más prácticos, dado que la salsa será consumida en un período de siete días.
—Aunque menos decorativos —repuso Rufo—. Se trata, a fin de cuentas, de una ocasión muy importante.
—Pero tenemos el problema de su transporte —dijo Joel—. Primero, tienes que enviarnos las ánforas a nosotros; después, debemos volver a transportarlas al palacio. ¿Cuál sería el tamaño más apropiado para ello?
—El grande —admitió Rufo—. Las vasijas grandes son más resistentes y necesitan menos embalaje. —Les invitó a entrar—. Venid, os mostraré nuestro surtido.
Le siguieron al interior fresco y ordenado de la tienda. María apenas podía distinguir las hileras interminables de ánforas de muestra, algunas dispuestas en anaqueles y otras alineadas en el suelo.
Rufo señaló un conjunto apartado en un rincón.
—Éstas son muy viejas —explicó—. Pero el diseño de las ánforas varía muy poco en el tiempo. Son de la isla de Sicilia y deben de tener unos cuatrocientos años. Dejando al margen el aspecto frágil de la arcilla, ¿quién lo diría? —Golpeó un ánfora con los nudillos y el recipiente emitió un sonido hueco—. Bien, pues. —Se volvió bruscamente hacia los modelos expuestos en los anaqueles—. Para la salsa, recomendaría éstas.
Eran vasijas de tamaño mediano y de forma intermedia entre la alargada conveniente para el vino y la redonda, apropiada para el aceite de oliva. Como el resto, estaban provistas de dos asas, así como de una púa en la base, que facilitaba su colocación para el transporte, las permitía girar alrededor de su eje y proporcionaba, al mismo tiempo, un asidero extra.
A María le parecieron demasiado sencillas, no aptas para la boda de un rey, aunque le costaba fijar la vista y no se fiaba de sus impresiones.
—Podemos proporcionar adornos de distintos estilos —decía Rufo— para hacerlas más apropiadas para la ocasión. —Al pronunciar la palabra «ocasión» los miró con detenimiento, como si quisiera adivinar cuáles eran sus simpatías y si sería prudente hablar delante de ellos—. Podemos, por ejemplo, etiquetar el contenido y escribir el nombre de vuestra empresa con letras rojas justo debajo del cuello del ánfora; también fabricamos tapones de diseños especiales.
—Me parece una buena idea —dijo Joel—. Si no se sabe de dónde han venido, enviando vasijas sin nombre, nadie sabrá a quién encargar más.
—Y vosotros deseáis que la casa real os encargue más. —¿Era una pregunta, una prueba o un desafío?
—Sí —respondió Joel—. Nos gustaría darnos a conocer mejor.
—Y la casa de Antipas tiene contactos en todo el mundo. —Rufo parecía constatar, sencillamente, un hecho.
—Como bien saben todos —dijo Joel.
—Entre los romanos y otros.
—Los romanos también comen —afirmó Joel con contundencia—. ¿Por qué no beneficiarse de ello la gente normal de Galilea?
—Desde luego. —Rufo asintió enérgicamente—. Desde luego. Y bien si me lo permitís, anotaré vuestro pedido. Será un total de dieciocho ánforas. —Se dirigió a la mesa donde guardaba sus libros de cuentas y sacó una hoja de papiro. Se inclinó sobre él para escribir los preliminares y dijo—: Quizá pronto veáis satisfecho vuestro deseo. ¿Sabéis que el emperador romano ha retirado a Valerio Grato y le sustituye con un nuevo procurador, Poncio Pilatos? Llegará justo a tiempo para los festejos de la boda. Si vuestro condimento le gusta, quién sabe qué cantidades encargaría para su palacio. A los romanos les encantan las salsas.
—¿Un nuevo procurador? —Jacob parecía disgustado—. ¿Por qué?
—Grato ya lleva diez años aquí —dijo Rufo—. Quizá se haya cansado de intentar gobernarnos. A veces, somos… —No terminó la frase—. En fin, el tal Pilatos ya se encuentra en camino.
—¿Qué sabes de él? —preguntaron todos casi al unísono. En Tiberíades las noticias eran más frescas y detalladas que en cualquier otro lugar de Galilea.
—Proviene de una prominente familia romana y ya ha cumplido los treinta. Ocupó varios puestos diplomáticos inferiores antes de ser designado a éste. No es un puesto codiciado, supongo, por lo tanto, no es un diplomático de primer orden.
Sus oyentes suspiraron decepcionados aunque, ¿qué más podían esperar?
—Creo que su nombre proviene de la palabra latina pilatus, que significa «piquero», hombre armado con una jabalina. Me imagino que proviene de una familia de militares. Se casó con una de las nietas del emperador Augusto, una de sus nietas ilegítimas. No obstante, su nombramiento al puesto podría deberse a las influencias de su esposa en palacio. Vendrá con ella, hecho bastante insólito, ya que no suelen conceder el permiso pertinente y, por lo general, las mujeres no quieren venir.
—De modo que pronto le tendremos aquí —dijo Joel—, saboreando nuestra salsa.
—Te gustaría, ¿no es cierto? —preguntó Rufo.
María intentaba seguir la conversación sobre el nuevo procurador, pero las palabras bailaban en su cabeza. Un nuevo gobernador… otro romano a cargo de Jerusalén… Que Dios permita que sea justo y misericordioso.
—Su nombre será famoso.
Todos se dieron la vuelta para mirarla.
—¿Qué has dicho? —preguntó Joel.
—Nada. Yo… No he dicho nada. —A María no le salía la voz.
—Sí que has dicho algo —dijo Rufo—. Pero ¿por qué?
—Y con voz muy rara —interpuso Abigail—. Como si imitaras a otra persona.
—Yo no… No sé. —Un escalofrío de miedo recorrió su cuerpo. ¿Por qué había hablado? ¿Había hablado? Nada sabía de ese Pilatos.
—¿Has oído hablar de él? —insistió Rufo.
—No. No hasta que pronunciaste su nombre —respondió María.
—Famoso… ¿de qué manera? —Rufo no se contentaba con facilidad.
—Mi esposa nada sabe de estos asuntos. —Joel la rodeó con el brazo—. No entiendo por qué ha hablado.
«Porque yo sé muchas cosas —dijo una voz en su cabeza—. Puedo revelarlas a través de tu boca».
—¡No, por favor! —la exhortó María.
Joel creyó que rechazaba su abrazo y se apartó bruscamente, aunque siguió observándola con atención.
—Es un malentendido —aseguró a Rufo—. Nosotros nada sabemos de asuntos políticos.
Cuando acabaron de redactar el pedido y salieron del almacén de ánforas, todos estaban callados. Aunque quisieran atribuir su silencio a las inquietantes noticias acerca del nuevo procurador, María intuía que se debía a su extraño vaticinio y comportamiento. Caminaron otra vez por las calles admirando los edificios, pero no como antes. Algo cambió definitivamente cuando pronunció aquella frase. Sabían que no había sido ella.