13

No tuvo que esperar mucho. El día siguiente, antes de que se hubiera concedido siquiera un momento para pensar en la sobrecogedora voz —y convencerse de que había sido producto de su emoción durante la ceremonia—, cosas extrañas empezaron a ocurrir. Estaba limpiando la casa, recogiendo el ánfora vacía de vino, fregando los platos, barriendo el suelo. Canturreaba al guardar las fuentes, pensando que los higos habían tenido mucho éxito mientras que el queso, no tanto. Pero, cuando terminó de colocarlas en su sitio, descubrió que seguían donde antes. Preguntándose cómo pudo pasarlas por alto, volvió a guardarlas con las demás. Poco después, las encontró de nuevo sobre la mesa.

Esta vez se asustó. Sé que las recogí, pensó. Estoy segura de haberlo hecho. Con ademanes rápidos las guardó por tercera vez, para perderlas de vista y dejar de preocuparse por ellas.

Debo de estar ansiosa, pensó. Se acercó a la cesta de Eliseba y se sorprendió de verla repleta de juguetes. La niña estaba casi enterrada debajo de ellos.

Ahora ya no tenía dudas. Yo no puse estos juguetes allí, se dijo. ¿De dónde han salido? Los invitados habían traído regalos, pero no los habían dejado dentro de la cuna. Y cuando María había ido a amamantar a la niña, a primera hora de la mañana, aquellos objetos no estaban allí.

Se dejó caer en el taburete y se cubrió la cara con las manos. ¿Cómo es posible?, se preguntó. Su corazón tamborileaba en su pecho y empezó a sudar. Presa del pánico, se levantó de un salto y empezó a sacar los juguetes de la cuna, tirándolos al suelo, tratando de negar lo ocurrido y pretender que nunca los había visto. Eliseba profirió unos gorgoritos. María la tomó en brazos.

—¿No querías todo eso en tu cuna, verdad? —preguntó, como si la niña pudiera contestarle. ¡Ojalá que sí! Entonces le contaría cómo llegaron hasta allí. Pero el bebé sólo podía yacer sobre el pecho de María. El calor de su cuerpo calmó los latidos desaforados de su corazón.

Durante el resto del día María sufrió dolores punzantes como los de la noche anterior. También, el tormento de no poder comprender la aparición de las fuentes y de los juguetes.

¿Acaso los puse allí yo misma y no soy capaz de recordarlo?

Ese pensamiento le resultaba casi más aterrador que la otra explicación posible: que alguna fuerza siniestra fuera la responsable de sus traslados. La locura era la peor desgracia que se podía imaginar.

Aquellas cosas siguieron sucediendo: los objetos que parecían moverse por voluntad propia, los descubrimientos aterradores que no dejaban de asustarla por mucho que se repitieran, la sensación de que algo la perseguía. Al fin se dio cuenta de que lo mismo le había sucedido hacía muchos años, cuando aún vivía en la casa de sus padres. Aquello era obra de Asara. Asara cumplía su promesa, su diabólica promesa. Y no había manera de detenerla. Ni siquiera la destrucción del ídolo había servido para nada. La situación empeoraba por la necesidad de ocultársela a Joel y de no descuidar de la pequeña Eliseba. Demasiado tarde, rezó a Dios: Ayúdame, Te lo suplico, a encontrar la manera de deshacerme de Asara antes de que crezca su poder sobre nosotros y ya no pueda hacer nada para combatirlo.

Joel era un hombre sensible, y ella sabía que sólo era cuestión de tiempo antes de que notara que algo iba mal. María tenía que fingir desde el momento en que su esposo entraba en casa hasta que se iba a dormir cada noche, y aquel esfuerzo le producía una enorme tensión.

Fingir… Pretender… Sinónimos solapados de «mentir», pensaba María. Me he convertido en una embustera, en una mentirosa vil, incapaz de decir la verdad. Y, sin embargo, la mentira era la única manera de seguir adelante.

En secreto, siempre que tenía la oportunidad, estudiaba las escrituras para ver si existía alguna fórmula que le permitiera combatir el poder de una divinidad ajena. No descubrió nada, sin embargo. Los textos sagrados daban por sentado que, una vez destruido el ídolo, su poder desaparecía. ¿Acaso Dios no ordenó a su pueblo que los hiciera añicos? Pero María ya sabía que aquello no era cierto. Y nada decían las escrituras de aquellos que se encontraban bajo el poder de los ídolos en contra de su voluntad. También se daba por sentado que el que sirviera a un dios ajeno lo hacía deliberadamente, y debía ser destruido junto con el ídolo al que adoraba.

Asara ya había conseguido arruinar la que debió haber sido la etapa más feliz de la vida de María, la del conocimiento de su hija, recién llegada al mundo. Tal como había proclamado la diosa, la niña le pertenecía tanto como si María se la hubiera ofrecido por su voluntad.

Algunos meses después, el caso de un hombre poseído causó sensación en Magdala. Había llegado en una barca, no se sabía de dónde. Subió trepando al ancho paseo que bordeaba el puerto y empezó a saltar y a brincar, haciendo gestos obscenos y gritando improperios. Pronto se vio rodeado de una multitud que acudió para verle… desde una distancia prudente.

María no quería ir a curiosear, pero algo la obligó a acercarse. Aquel hombre… Aquel hombre podría ser la imagen de sí misma dentro de unos meses o años. Necesitaba ver hasta qué extremos podía conducirla su conflicto. Ante sus amigos y vecinos, sin embargo, tenía que fingir que su interés no era más que simple curiosidad.

Se mantuvieron también a cierta distancia, como cualquier mujer decente. Le vieron caminar a cuatro patas, como las bestias, gruñendo como una alimaña. Su cabello, oscuro y espeso, rodeaba su cabeza como la melena de un león. ¿Acaso en su locura o posesión creía ser león? Caminaba como si lo fuera.

De pronto, se irguió y empezó a dar zarpazos al aire. Y con la misma prontitud se estiró, se enderezó como un hombre y empezó a hablar. Sus primeras palabras resultaron dolorosa y conmovedoramente comprensibles a María.

—¡Amigos! —gritó—. ¡Tened piedad de mí! ¿Dónde estoy? ¿Cómo he llegado hasta aquí? ¡El espíritu maligno me ha traído e ignoro la razón!

—¿Quién eres? —preguntó uno de los ancianos de la ciudad, que a menudo presidía los tribunales. A él, como autoridad civil, incumbía el mantenimiento del orden.

—Soy Benjamín de… —Pero su voz se perdió en un ahogo de sobra conocido por María, seguido por un torrente de palabras ininteligibles. Sus facciones se contrajeron y cayó al suelo, en una lucha fútil contra aquello que le poseía.

Dos hombres jóvenes corrieron hacia él y trataron de ayudarle a ponerse de pie pero, aunque eran fuertes y musculosos, él les rechazó como si fueran niños y les lanzó contra el parapeto del paseo, donde cayeron tendidos y aturdidos.

—¡Apartaos! —exclamó el anciano—. ¡Apartaos! ¡Es peligroso! —Llamó a otros hombres del grupo—: ¡Debemos atarle! Traed cuerdas.

Los hombres se fueron corriendo y el anciano trató de hablar con Benjamín.

—Cálmate, hijo mío. Tú no eres el demonio que llevas dentro. No permitas que prevalezca. La ayuda está en camino.

Benjamín se agazapó y gruñó. El poder malévolo que le poseía miraba a través de sus ojos.

De modo que éste es tu verdadero aspecto, pensó María. No te pareces en absoluto a la hermosa efigie de marfil, sólo te escondes tras ella para seducirme. Un rayo de terror frío la atravesó, apoderándose de ella con tanta fuerza como ya hiciera la propia Asara.

—¡Un hombre santo! —gritó el anciano—. ¡Necesitamos a un hombre santo! Sólo ellos son capaces de expulsar los demonios.

—Podría venir el viejo Zadoc —sugirió alguien.

—O su discípulo, Amos —aventuró otro—. O Gedeón.

—¡Que vengan los tres! —gritó una voz.

Encargaron a un muchacho que fuera a buscar al viejo rabino y a sus discípulos. Benjamín seguía retorciéndose en el pavimento, gritando sin cesar en aquella lengua extraña. De repente, su voz cambió, se tornó más áspera y más profunda, una voz enteramente distinta.

—¡Está hablando en acadio! —exclamó un mercader de entre la multitud—. ¡Sí, lo reconozco! ¡Lo he oído hablar en Babilonia!

—¡Satanás! Es Satanás quien habla a través de él, en otra lengua. Es Satanás quien se manifiesta así —dijo el anciano—. Esta aspereza, esta guturalidad… ¡Sí, es el Maligno en persona!

Fascinada y aterrorizada, María estaba clavada en su sitio. Oh, Dios, Rey del Universo, ¿es esto lo que me espera?, gritó para sus adentros. ¡Sálvame! ¡Libérame! ¡Rompe los lazos que me atan a Asara!

Los hombres regresaron con cuerdas y se acercaron a Benjamín con cautela. Le rodearon e intentaron distraerle para poder lanzar las cuerdas sobre él. Pero no era empresa fácil. Una y otra vez el hombre demostró ser astuto y estar alerta, y eludió la trampa. Al final, acercándosele abiertamente y acorralándole, consiguieron echar las cuerdas alrededor de sus hombros. Las apretaron y le inmovilizaron.

Enseguida se manifestó la ira del demonio. Benjamín se incorporó, arqueó la espalda, flexionó los brazos y rompió las cuerdas como si fueran cintas de papel. Y vociferó en perfecto arameo:

—¡No intentéis ejercer vuestro despreciable poder sobre mí! ¡No podéis ni tocarme!

Todos retrocedieron, asombrados. Sólo el anciano se mantuvo firme en su lugar.

—¡En nombre de Yahvé, Rey del Universo, te ordeno que salgas de este hombre y dejes de atormentarle! —dijo con voz temblorosa.

Por única respuesta, el demonio que se había apoderado del cuerpo de Benjamín se lanzó contra el anciano y le tiró al suelo. Mostró los colmillos, increíblemente parecidos a los de un lobo, y los clavó en el cuello del viejo. Algunos hombres cayeron sobre Benjamín y consiguieron rescatar al anciano, alejándole a rastras del peligro. Aquellos que observaban la escena desde las barcas levantaron de repente los remos, los hundieron en el agua y retrocedieron agua adentro.

Justo en ese momento llegó Zadoc con sus dos discípulos.

Benjamín se revolvió y les traspasó con la mirada.

—¡De modo que han venido los viejos imbéciles de la sinagoga! —se burló—. ¡Creen tener poder sobre MÍ!

—¡Silencio, demonio! —repuso Zadoc con voz sorprendentemente sonora—. Tú no puedes dirigirnos la palabra. Somos nosotros quienes nos dirigiremos a TI. —Se envolvió los hombros con el chal litúrgico y señaló a sus jóvenes asistentes que hicieran lo mismo. Se sujetaron los tefilín —pequeños estuches que contienen textos sagrados— en la frente y los brazos, y juntaron las cabezas en oración. Después Zadoc, flanqueado por sus ayudantes, se volvió para enfrentar al demonio.

—Demonio Maligno, en nombre de Yahvé, te ordenamos que liberes a éste tu siervo Benjamín, hijo de Abraham y del pueblo de Israel, que quedó atrapado entre tus fauces. —Y se irguió cual pilar de la justicia frente al hombre encorvado.

Pero el demonio no hizo más que reír, mostrando los dientes.

—Te repito: Sal del cuerpo de este hombre, Satanás. En el nombre sagrado y santificado de Yahvé, debes liberarle. Te lo ordeno.

—¿Y quién eres tú? —resopló el demonio—. No reconozco tu autoridad. No te obedezco.

—Te hablo en nombre del Sagrado.

—Yo desafío al Sagrado. Siempre le he desafiado. No tienes otras armas contra mí.

—¡Sal de su cuerpo, demonio de Satanás! —gritó Zadoc—. ¡Abandónalo y huye! —Daba ánimos ver al pobre anciano enfrentándose a aquel poder. Su voz había perdido parte de su fuerza, como si se le hubiese diluido pero, aun así, se mantenía firme contra el demonio.

Gedeón asió el brazo de Zadoc y también el de Amos. Juntos formaron un muro erguido.

—Somos siervos del Señor —gritó Gedeón—. ¡La unión de nuestras fuerzas se te opone, Maligno! ¡En nombre de Yahvé, te ordenamos que abandones este cuerpo!

La fuerza unida de los tres hombres santos parecía tener cierto efecto sobre el demonio que habitaba el cuerpo de Benjamín. El poseído se arrodilló encogiéndose, como para protegerse de un ataque.

Alentado, Gedeón habló de nuevo:

—¡Sí, libérale de tus garras!

—En nombre de Yahvé, sal de este cuerpo —añadió Zadoc.

—Las fuerzas de la oscuridad jamás podrán prevalecer sobre el Dios de la luz —dijo Amos con timidez.

Benjamín bufó, pero se encogió aún más.

—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Te ordeno que salgas, espíritu maligno! —gritó Zadoc.

De repente, Benjamín se tiró al suelo, retorciéndose y chillando. Grandes convulsiones le recorrieron el cuerpo, profirió un aullido espantoso y se desplomó.

—¡Corred, corred! —gritó alguien de la multitud, provocando una estampida. Sólo quedaron Zadoc y sus discípulos, firmes y resueltos. María tiró de sus amigas para retroceder.

Zadoc, completamente exhausto tras el enfrentamiento, necesitó ayuda para acercarse a un banco donde sentarse. La gente le elogiaba, pero él rechazaba los elogios.

—Yo no he hecho nada —repetía—. Sólo hablaba en nombre de Yahvé.

—¡El demonio! —gritó alguien y todos se hicieron la misma pregunta que dominaba en el pensamiento de María. ¿Por qué se había apoderado de aquel hombre? ¿Qué había hecho?

Haciendo acopio de las fuerzas que le quedaban, Zadoc dijo:

—Quizá no hiciera nada a propósito sino impulsado por la ignorancia. El demonio buscaba una entrada, una oportunidad. De algún modo, Benjamín se la proporcionó. Los demonios saben poseer aprovechándose de cualquier actividad, al margen de la actitud de la víctima.

Era cierto. María lo sabía. Fue su actividad de antaño, cuando recogió la talla de marfil, la que le acarreó la desgracia, no su actitud.

Y sin embargo… Quizá no fuera un solo acto sino toda una serie. Recogió el ídolo; lo escondió; decidió deshacerse de él en repetidas ocasiones y siempre flaqueó a la hora de hacerlo… Pudo ser la acumulación de una serie de actos, no uno, único. ¿Significaba esto que algún día correría la suerte de Benjamín?

Mientras se debatía con esa idea, distinguió a Joel entre los hombres reunidos enfrente. También él había dejado el trabajo para presenciar el espectáculo. Tenía el rostro pálido y demudado. María corrió hacia él y le rodeó con los brazos.

—¡Ha sido espantoso! —dijo con voz trémula—. Espero no volver a ver algo así en mi vida.

Trajeron una camilla para llevarse el cuerpo inerte de Benjamín a una casa de la caridad, donde recibiría alimento y bendiciones.