12

Los amigos y la familia de María estaban de acuerdo en una cosa: aquello resultaba desconcertante. La mayoría de las mujeres embarazadas del primer hijo —especialmente cuando se había hecho esperar tanto tiempo— se mostraban alegres y exuberantes. María, sin embargo, era tan tranquila y distante que su actitud resultaba extraña. Suponían que se debía al temor supersticioso de que algo saliera mal, temor comprensible aunque algo exagerado.

A lo largo de aquellos meses sólo perdió el control una vez. Una tarde de lluvia, una de las primeras lluvias del otoño, cuando escuchaban con Joel el monótono tamborileo de las gotas en el tejado, María preguntó de pronto:

—¿Recuerdas la última Pascua, aquellas cosas que encontró Yamlé? ¿La levadura y la efigie?

Joel apartó la vista de los documentos comerciales que estaba leyendo.

—Desde luego que sí. ¡Menuda cacería! Está claro que le diste algo con lo que apasionarse. ¡Un ídolo! Me pregunto qué se ingeniarán Silvano y Noemí para superarte el año que viene. Les toca a ellos organizar la cena. —Joel se rió.

—¿Qué pasó con la efigie? —preguntó María.

—La tiramos al fuego, ¿no te acuerdas? —Su esposa parecía ensimismada y abstraída últimamente. Joel suponía que se debía a su estado.

—¿Se quemó?

—Claro que se quemó. ¿Cómo no?

—¿Miraste entre las cenizas?

—Las tiré pero no, no busqué entre ellas.

—¿Dónde las tiraste?

—Al barranco, donde tiramos toda la basura. ¿A qué vienen tantas preguntas?

—Sólo quería asegurarme de que se destruyó.

—No me cabe duda. Si estuviera entre las cenizas la habría visto, ¿no te parece?

—¿La habrías visto?

—María, deja de preocuparte. Ya no existe, se quemó, sus cenizas no están en la casa. No queda nada de ella. Y, aunque existiera, sólo es una talla de marfil, salida de las manos de algún artesano que, enjugándose la frente entre tragos de cerveza, la esculpió hace años y la colocó en un estante de su tienda, entre toda una hilera de tallas parecidas. No es una talla mágica, ni siquiera maligna. —Calló por un momento—. ¿Por qué te preocupa tanto?

—Porque sabía que la posesión de esos objetos es pecado. Aún me siento culpable de ello. ¿Y si contaminó nuestra casa?

—Desde luego, se ha apoderado de tu imaginación —dijo Joel—. Deberíamos reírnos de estas cosas. ¿Recuerdas cómo se mofaba Isaías de los ídolos? Se reía de los hombres que talaban un árbol, utilizaban la mitad como leña y la otra mitad para hacer un dios.

—Lo recuerdo —dijo María.

—Pues, eso —apostilló Joel—. No pudo salvarse a sí misma cuando la tiramos al fuego.

Los meses otoñales transcurrieron despacio, oscuros, nubosos e inusitadamente lluviosos. Para la pesca significaban un compás de espera; había terminado la temporada estival y todavía no había empezado la intensa temporada invernal de la sardina. Varias tempestades se habían desatado ya sobre el lago, enviando olas gigantescas contra la costa occidental.

Tras prolongados escrutinios de las escrituras y de sus propios gustos, María y Joel acordaron finalmente el nombre. Habían jugado con el de Moisés durante tanto tiempo, que ahora ya les parecía la única elección válida si el hijo fuera varón. La decisión, sin embargo, les resultaba más complicada si el bebé fuera niña. Al final, optaron por el nombre de Eliseba, porque les agradaba su sonido melodioso tanto como su significado: «Dios es su voto».

Januccá, la conmemoración de la gran victoria de los combatientes judíos por la libertad hacía casi doscientos años, coincidía con los días más oscuros del año, y las lámparas menorá que se encendían cada tarde en los hogares bañaban las estancias en una agradable luz cálida desde la lámpara única del primer día hasta la sucesión de ocho, el último. Era la festividad favorita de los niños. El Januccá era la fiesta de los milagros y de la victoria del judaísmo. Celebraba la derrota del líder griego Epífanes por los cinco hijos de Matatías Macabeo, y la reconsagración del Templo de Jerusalén, cuando el aceite suministrado por los macabeos, suficiente para una sola noche, alimentó las lámparas a lo largo de ocho.

El año que viene en estas mismas fechas, pensaba María, tendré un hijo a quien mostrar las lámparas y contar la historia.

La primera noche de Januccá se reunieron en el cálido hogar de Silvano y Noemí. Fuera caía una lluvia helada pero, en el interior de la casa, las lámparas encendidas dibujaban un círculo de luz y de alegría. Los hijos de Silvano, especialmente Barnabás, el mayor, esperaban alrededor de las lámparas ceremoniales, agitados de impaciencia.

—Bendito seas, oh Dios, nuestro Señor, Rey del Universo, Tú que… —Silvano empezó a recitar la bendición. Una fuerte y brusca llamada a la puerta le interrumpió. Se miraron. No esperaban a nadie.

—Humm. —Silvano se disculpó y se dirigió a la puerta, mientras los demás esperaban con impaciencia.

—¡Qué…! —Silvano exclamó y, de repente, un hombrecito extraño que goteaba lluvia irrumpió en la sala donde estaban reunidos.

—¡Ocultadme! ¡Escondedme! —gritó, aferrándose a la túnica de Silvano—. ¡Me están persiguiendo! —Contuvo el aliento y clavó la mirada en los ojos de Silvano.

Joel se levantó de un salto y le apartó de un tirón, liberando a su cuñado.

—¡Soy Simón! —dijo el hombre—. ¡Simón de Arbel! ¿No me recuerdas? ¿De cuando fuiste a Gergesa, al otro lado del lago? Preguntabas por los cerdos. Los cerdos de allá, criados por los paganos. ¡Los cerdos! ¿No te acuerdas?

Silvano parecía confuso.

—Me temo que no, amigo mío.

—No hay agentes romanos aquí, ¿verdad que no? —El hombre, atezado y patizambo, se adentró más en la sala sin que nadie le alentara y examinó a los presentes.

—No recuerdo haberte conocido y menos aún haberte invitado a una reunión de mi familia —dijo Silvano secamente, apartándose de él.

—¡Ah, pero debería ser más que una reunión de familia! —El hombre se comportaba como si tuviera un derecho indiscutible de estar allí como si el anfitrión fuera grosero al no invitarle a quitarse la capa y lavarse los pies—. ¡Ésta es… la celebración de la libertad! ¡No es una fiesta de niños sino de hombres y mujeres dispuestos a dar su vida por la libertad!

—Te lo repito por tercera vez: No te conozco y eres un intruso en mi hogar. Vete o me veré obligado a echarte por la fuerza. —Era evidente que a Silvano le parecía un hombre peligroso—. Y demuéstrame que no vas armado.

El hombre giró con brusquedad, dejando que su capa se abriera y mostrando ostentosamente las manos.

—No llevo armas —dijo—. Nada que sirviera de excusa a los romanos para detenerme.

—Debes irte. —Silvano miró a Joel, indicándole que tal vez tuvieran que evacuar al extraño por la fuerza.

—¡Escondedme! —repitió el hombre. Sonaba más como una orden que como una petición—. Creo que los romanos me vienen siguiendo. Soy líder de un grupo de guerreros, nos reunimos en secreto en los campos de Gergesa, donde viven los poseídos, y nos oponemos de pleno a Roma. Entrenamos para el día…

—¡Ni una palabra más! —ordenó Silvano—. No quiero oír nada de eso. No quiero ser parte de ello. Ni pienso ofrecerte refugio. Si te persiguen, escóndete en las cuevas de las afueras, en los acantilados.

El hombre pareció ultrajado.

—Pero en Gergesa dijiste… ¡Nos diste la palabra en clave, «cerdos»!

—Viajo a Gergesa por mis negocios —respondió Silvano—. Nunca he ido a ese paraje de almas poseídas en las afueras, ¿por qué habría de hacerlo? Viven entre las rocas, algunos llevan grilletes, todos ellos son réprobos y muchos, peligrosos. Jamás me encontré contigo allí.

—¡Preguntaste por los cerdos! ¡Te oí! —El tono de su voz delataba que el extraño se sentía traicionado.

—Entonces fue en la propia Gergesa, no en aquel antro de demonios. Y, si no eres porquerizo, lo que yo dijera de los cerdos no es asunto tuyo.

—¿Yo, porquerizo? —Aquello fue a todas luces una gran ofensa—. No sólo no crío cerdos sino que ni siquiera accedo a tocarlos. ¡Son contaminantes! Cómo podría defender al verdadero Israel si llegara al extremo de…

—Ya basta. Sal de mi casa. No te conozco, no te he invitado y no deseo unirme a ninguna rebelión contra Roma. —Silvano señaló la puerta.

El hombre casi temblaba de ira. María temió que agrediera a Silvano o a Joel. Pero el extraño cerró los ojos y esperó que el temblor se apagara antes de proseguir:

—Que Dios os perdone —dijo al fin—. Cuando llegue la hora, cuando estalle la guerra, cuando el Mesías, el ungido, mire a su alrededor y cuente las filas de sus allegados… que Dios perdone a los ausentes.

—Contaré con Su misericordia —dijo Silvano y volvió a señalar la puerta.

El hombre dio media vuelta y se fue tan repentinamente como había venido.

Todos permanecieron callados, estupefactos.

—Silvano —dijo al fin Noemí en voz muy baja—: ¿Estás seguro de que nunca habías hablado con él?

—Segurísimo —respondió Silvano.

—¿Es cierto lo que dijo de los cerdos? —preguntó María—. ¿Querías saber de ellos?

—Pude hacer un par de preguntas, por amabilidad. En la meseta que domina el lago hay grandes piaras. Se oyen sus gruñidos y sus resoplidos y, desde la distancia, se les puede oler. Resulta difícil imaginar que una criatura tan repugnante pueda producir carne apetitosa —dijo Silvano—. Es evidente que se trata de una trampa. Debemos tener cuidado. Podrían estar vigilándonos. Debemos evitar cualquier comportamiento sospechoso a ojos de los romanos.

—¿Y qué pasará cuando llegue el Mesías? —preguntó Joel jocosamente—. Nos borrará de su libro de registros por haber rechazado a sus emisarios a cajas destempladas.

—¡Y esa historia del Mesías! —exclamó Silvano—. ¿No comprende la gente que los días de los valerosos combatientes por la libertad ya han pasado? Roma es mucho más poderosa que Epífanes; a los celotas y a los resistentes les manda a la cruz. Voy a decir algo muy poco patriótico, y que Dios me perdone: Si Matatías o Simón o Judas o cualquiera de aquellos gloriosos combatientes de Galilea estuviera vivo hoy, no duraría ni un mes contra Roma. —Hizo una pausa—. Esta noche celebramos su memoria. Pero sólo es eso, un recuerdo. No se puede poner en práctica.

—Pero el Mesías… —dijo Barnabás en tono quejumbroso—. Se supone que será distinto. Que luchará con la fuerza que le brinda Dios.

—Se supone que hará tantas cosas que la noche entera no bastaría para enumerarlas, y tampoco serviría de nada, porque algunas son del todo contradictorias. Él luchará, nos juzgará, destruirá a los demonios, desciende de la familia de David, de la tribu de Judá, tiene poderes sobrenaturales y, sin embargo, pertenece al linaje de David… y un largo etcétera.

—Me temo que es una creación de nuestro anhelo religioso —dijo Joel—. La sola idea de él resulta peligrosa, porque genera «combatientes por la libertad», como Simón. Esto hace que el Mesías nos cree muchos más problemas a nosotros, a su propia gente, que a los romanos.

—María —intervino Noemí tratando de recuperar el tono liviano anterior a la irrupción de Simón—, ¿habéis considerado la posibilidad de dar al niño un nombre macabeo, siendo esta época del año?

El octavo día de Januccá, momentos después de que se apagara la última lámpara, María sintió el dolor inconfundible de una contracción. La comadrona ya le había dicho que lo reconocería enseguida, y era cierto. No se parecía a ningún otro dolor.

Se volvió hacia Joel y le tomó la mano.

—Ha llegado el momento —dijo—. Por fin. —Tuvo que morderse el labio bajo la arremetida de una nueva contracción. El dolor no era tan fuerte, sin duda podría soportarlo. Aunque todos saben que los dolores del parto pueden ser terribles.

Joel la rodeó con el brazo.

—¿Llamo a la comadrona y a las mujeres de la familia? —preguntó.

María tuvo que sentarse en un taburete.

—No, todavía no. —Prefería estar a solas con Joel y esperar tranquilamente la llegada del gran dolor. Aquellos momentos les pertenecían, sólo a ellos dos, y al bebé.

Ya era de día cuando Joel mandó llamar a la comadrona, a la madre de María y a su propia madre. Cuando llegaron, la casa ya no era de Joel sino de las mujeres, del acontecimiento.

El parto de María resultó muy fácil, en especial tratándose del primer hijo. Antes del mediodía dio a luz a una niña en perfecto estado. Y, aunque se supone que deberían sentirse decepcionados porque el primogénito no era varón, estaban demasiado felices para pensar en ello. No se celebraría una elaborada ceremonia de circuncisión en el octavo día después del nacimiento sino un rito de bendición en el día decimocuarto, cuando se daría el nombre a la niña. La familia entera se reuniría para darle la bienvenida en su seno.

El hogar de María resplandeció de nuevo cuando lo abrió para el momento más dichoso de su vida, el bautizo de la hija tan largamente esperada. Su alegría, sin embargo, se veía en parte truncada por el hecho de que debía permanecer de pie en todo momento y no permitir que nadie la tocara, ya que la ley ritual proclamaba que, hasta el día sexagésimo sexto después del parto, cualquier cama o silla donde se sentara quedaría mancillada, así como cualquier persona que la tocara. Esto significaba que ni siquiera podía sostener a su propia hija durante la ceremonia.

—La maldición de Eva —había comentado Joel a la ligera. Para él, no era más que una costumbre divertida mientras que para María era un doloroso recordatorio de la condición femenina, tan inferior en todos los aspectos a la masculina. Naturalmente, en la intimidad de su hogar, pasaban por alto aquella ley; ¡cómo impedir que una madre abrace a su bebé durante sesenta y seis días! Pero, si manifestaban su rebelión en público, el rabino podría negarse a bendecir a la niña. De modo que ahora tenían que fingir.

La pequeña Eliseba yacía en una cesta de mimbre tejido apretadamente y forrado con suaves mantas de lana decoradas con lazos; llevaba un gorrito en la cabeza y estaba envuelta en un largo vestido de color azul. María no dejaba de inclinarse sobre ella para observarla.

Con los ojos bien abiertos, la pequeña miraba con alegría su entorno. ¿Qué podía ver? Nadie sabía a partir de qué edad los niños ya podían reconocer algo visto con anterioridad. Contemplando a su hija, sin embargo, María sentía que Eliseba la veía y que, de alguna manera, se sabía querida. La intensidad de ese amor le había sorprendido por completo; jamás había conocido nada parecido. No estaba preparada para el vendaval de emociones que la embargaban cada vez que miraba a su bebé. Era una parte de sí misma aunque… no del todo. Era mejor y más hermosa, y viviría para conquistar cosas mejores y más hermosas. Y a lo largo de su camino llevaría a María como compañera, durante el resto de su vida. Eran dos seres distintos y, no obstante, completamente unidos.

Nunca más estaré sola, pensó María, maravillada.

Oyó los sonidos que anunciaban la llegada del rabino. Había llegado el momento de salir para reunirse con la gente; de mala gana, se alejó de la cesta de Eliseba.

—¡Bienvenidos! ¡Bienvenidos! —decía Joel. Estaba tan emocionado que casi se le olvidó quitarle la capa al rabino y ofrecerle el acostumbrado lavado de pies.

María también dio la bienvenida al rabino, procurando no acercársele demasiado ni tocarle. No era ésa ocasión apropiada para desafiar las normas que dictaban el comportamiento de las mujeres después del parto.

Sí, Eliseba y yo somos una, aunque ella debería disfrutar de una condición mejor y no tener que sufrir lo malo que esta otra mitad, María, tiene que soportar… La maternidad es asombrosa. En realidad, lo cambia todo y da lugar a pensamientos novedosos y desconcertantes.

—Traed a la niña —dijo el rabino, y la madre de María cogió a Eliseba y se la llevó. Naturalmente, María no podía ni acercarse. Todos los demás formaron un círculo cerrado alrededor de buen grado.

El rabino acunó a la pequeña.

—Bendito sea Dios, nuestro Señor, Rey del Universo, por haber dado esta hija a María y a Joel —dijo—. Así la acogemos en el seno de la familia de Abraham.

Con ademanes suaves, levantó a la niña para que todos la pudieran ver. Ella también les miraba, con cierta preocupación. ¿Qué impresión le causaba todo aquello, el encontrarse en brazos de un extraño, la multitud de miradas puestas en ella?, se preguntó María.

—Dice el proverbio de Salomón: «Los hijos son un regalo de Dios». Y, ciertamente, lo son. Todos los hijos, no sólo los varones. Aunque el libro de Sirac contiene algunas observaciones acerca de las niñas. «Una hija es un tesoro que quita el sueño al padre, y la preocupación por su suerte perturba a su reposo». —Siguió hablando con voz jocosa de los problemas derivados de las hijas: El peligro de que sean seducidas siendo aún vírgenes, que sean estériles o infieles una vez casadas, que traigan la deshonra a su padre. Y concluyó—: No pierdas de vista a tu hija. Asegúrate de que no haya celosías en su habitación. Es preferible la rudeza del hombre a la permisividad de la mujer, y una hija temerosa es mejor que cualquier desgracia. —Todos se rieron obedientemente; la mayoría se sabía aquellas citas de memoria.

¡No tiene gracia! Los lazos solidarios recién inaugurados con la hija hicieron que María se indignara al escuchar aquellas palabras, palabras que conocía desde pequeña y que siempre había aceptado para sí. ¡Una hija es sólo un objeto a vigilar estrechamente, para que no le traiga deshonra al hombre! ¿Y qué decir de las situaciones que ha descrito tan a la ligera? Cada una de ellas resulta dolorosa para una muchacha, pero eso ¿a quién le importa?

—Dice el profeta Isaías: «El Señor me llamó antes de que naciera; desde mi nacimiento hace mención de mi nombre». ¿Qué nombre habéis elegido para esta hija de Israel?

Fue Joel quien respondió:

—Eliseba.

—Un nombre de dios —asintió el rabino.

—Significa «Dios es su voto» —dijo María desde el fondo.

Por un instante, una expresión de enojo cruzó el rostro del rabino, pero la reprimió enseguida.

—Sí, hija. Conozco bien el significado del nombre. Te doy las gracias.

—Yo… —De repente, María sintió un dolor agudo en el pecho, que la dejó sin aliento. Las palabras murieron en su garganta y el rabino prosiguió.

Recitó plegarias y bendiciones antes de devolver la niña a Joel. Él la levantó en lo alto y dijo:

—¡Dichoso yo, de tener una hija bendita! ¡Celebremos! —Señaló la mesa, cubierta de comidas y bebidas, y todos se arremolinaron alrededor de ella. Los más devotos se acercaron primero al bebé, le tocaron la frente y le dieron sus propias bendiciones.

Joel buscó con la mirada a María, esperando que se reuniera con él. Pero el dolor seguía como un puñal en su pecho y no podía respirar. Se aferraba a una silla, asida al respaldo de madera con todas las fuerzas que le quedaban.

No alcanzaba a entender qué le ocurría.

Viendo la expresión de su cara, Joel devolvió el bebé al rabino y se le acercó aprisa.

—¿Qué te pasa? —preguntó.

María sólo pudo menear la cabeza, incapaz de responder. Aquel dolor era realmente extraño e inquietante. Pero pasaría. Tenía que pasar.

—¿Estás enferma? —susurró Joel. Hasta el momento, los invitados estaban distraídos mirando al bebé y probando las comidas. Nadie prestaba atención a la madre, aunque eso podía cambiar en cualquier momento.

—Es que… Yo… —Lentamente consiguió recobrar el aliento, como si algo se relajara en su interior—. Es sólo que… —Meneó la cabeza—. No sé qué ha sido. Estoy bien. —En el momento mismo de pronunciar las palabras, otro dolor le apuñaló el estómago. Pero, aferrada siempre al respaldo de la silla, María se limitó a sonreír.

—Ven, todo el mundo quiere felicitarnos —la instó Joel. Hizo el esfuerzo de caminar hasta la mesa, sintiendo siempre el puñal en las entrañas.

Entonces, por encima del alboroto feliz de los invitados, distinguió una voz muy cerca de su oído:

—Te dije que este bebé es mío. Te lo di como regalo personal. Y ahora tú te burlas y me desafías bautizándolo y declarando que pertenece a Yahvé. Has sido muy estúpida. Ahora pagarás el precio. Desde ahora serás doblemente mía, para compensarme por tu hija.