La primavera en Galilea es la más gloriosa de todo Israel. Los desiertos del Néguev y de Judea florecen a su manera fugaz y parca, y tanto la costa como las llanuras lucen sus flores especiales, pero sólo en Galilea la primavera es realmente espectacular. Los campos, los jardines y los huertos se llenaban de color, rodeados del verde deslumbrante de la hierba nueva que brotaba en los prados y en las laderas. Después de la primera floración nívea de los almendros, las demás plantas entraban en la competición, floreciendo aprisa y en profusión: anémonas y amapolas rojas, jacintos y lirios púrpura, caléndulas y ranúnculos amarillos, azucenas blanquísimas en rincones ocultos. Vista desde Magdala, la orilla del lago parecía resplandecer como cargada de joyas, y, a la menor oportunidad, la gente se escabullía de sus tareas urbanas para vagar por los campos y las colinas.
María, entre ellos. Emprendía caminatas solitarias por las laderas florecidas y se sentaba a descansar en las hermosas pendientes. Contemplando la superficie azul del lago, le resultaba difícil remover su habitual desesperación por su situación. Puede que esté empezando a aceptarla, pensaba.
Los halcones volaban en lo alto y, un poco más lejos, los buitres negros planeaban sobre las cálidas corrientes de viento, girando lentamente en un gran círculo. De repente, María se sintió invadida de una extraña somnolencia, como si hubiese tomado una poción mágica. Sus ojos se cerraron, y el cielo, con sus buitres y halcones, desapareció.
Cuando despertó, débil y temblorosa, era casi de noche. Se incorporó sobre un codo trémulo. ¿Qué le había pasado? Se estaba levantando viento y ya podía ver la primera estrella en el cielo sobre el lago.
Medio mareada, se puso de pie. Tenía que volver aprisa, antes de que oscureciera del todo y no pudiera distinguir el camino. Avanzó trastabillando y casi había llegado a su casa antes de que se aclarara su cabeza.
La extraña somnolencia la embargó en muchas más ocasiones —algunas no tan convenientes— a lo largo de las semanas siguientes. Pronto aparecieron otros síntomas extraños, desarreglos estomacales, debilidad en las piernas, hormigueo en los brazos. El médico a quien Joel solía consultar se sintió perplejo; sólo una vieja comadrona supo diagnosticar lo obvio.
—Estás esperando un hijo —dijo, divertida con la estupidez de los demás, que pasaban por alto la explicación más obvia—. No hace falta ser médico para verlo.
Aquellas palabras, tan largamente anheladas, a María le parecieron falsas. No podía ser. Ella era estéril. El hecho era incontrovertible.
—¿No estás contenta? —La vieja escrutó su cara.
—Claro que sí —respondió María de manera mecánica.
—Calculo que te quedaste embarazada cerca de Pascua —prosiguió la comadrona—. Esto significa que el niño nacerá en torno al Januccá. Más o menos. No es fácil preverlo con exactitud.
—La Pascua —repitió María estúpidamente.
—Sí, la Pascua. —La mujer la observó. ¿Era una idiota?—. Podrías darle un nombre apropiado, algo que signifique «libertad» o «liberación». O, simplemente, Moisés.
—Sí. Gracias. —María se puso de pie, recogió su canasta y buscó algunas monedas con las que pagarle.
Salió tambaleante a la calle. Estaba embarazada. ¡Sus plegarias habían sido atendidas!
¡Dios Bendito, perdona mi falta de fe! ¡Perdona mi desesperación! ¡Perdona mis dudas!, gritaba en sus pensamientos. Echó a correr hacia casa, para darle la noticia a Joel.
—¡Oh, Joel! —Se lanzó en sus brazos—. ¡Nunca lo creerás! ¡Es imposible, es maravilloso, pero ha ocurrido!
Él se retiró y la miró desconcertado.
—¡Estoy embarazada! ¡Vamos a tener un hijo, por fin, después de tanto tiempo!
Una sonrisa dubitativa le iluminó el rostro, como si no se atreviera a creer en sus palabras.
—¿Es eso cierto? —preguntó él finalmente, con la voz dulce y suave que sólo empleaba en la oscuridad de la alcoba.
—Es cierto. La comadrona me lo ha confirmado. Oh, Joel… —Le abrazo y hundió la cara en su pecho para detener las lágrimas. Por fin tendrían un hijo—. Vendrá en invierno, con las primeras tempestades. Nuestro hijo…
Aquella noche yacieron abrazados en la cama, incapaces de dormir. ¡Un hijo! Concebido en Pascua y que habría de nacer en Januccá. ¿Qué mejor auspicio podrían esperar?
Al fin, a juzgar por su respiración, María supo que Joel se había quedado dormido. Ella seguía desvelada pero no le importaba. ¿Qué importancia tenía el sueño? Sus oraciones habían sido atendidas. Dios era bueno.
Los pensamientos danzaban en su mente como un lento remolino de hojas, y ella se recreaba siguiéndolos. Atravesaban los estratos de su conciencia y se aposentaban dulcemente en el fondo. La esterilidad… La soberanía de Dios… Todo aquello que fecunda las entrañas, me pertenece, dice el Señor… Y viste cómo Dios, tu Señor, te llevó, como un padre lleva a su hijo, hasta el final del camino.
Dios, me llevaste y yo no supe verlo. Perdóname, pensó María. Pero su corazón estaba tan henchido de felicidad que hasta el arrepentimiento le resultaba agradable.
«¡Necia incorregible! —Una voz áspera y maliciosa irrumpió en sus pensamientos, en un tono agudo, del todo distinto al que podría atribuírsele a Dios—. Dios, Yahvé, o como quieras llamarle nada tuvo que ver en el asunto. Él te lo había negado. Soy yo, Asara, la diosa poderosa, quien te escuchó y respondió a tu llamada. ¿Acaso no me suplicaste que te diera un hijo? Te concedí tu deseo. Ahora me perteneces».
La voz desagradable la sorprendió tanto que casi se incorporó de un salto. Sonaba como si estuviera allí mismo, en la alcoba.
Pero permaneció inmóvil, rígida, tratando de formular una respuesta. El silencio de la noche era profundo. No se oían los grillos, ni el murmullo de las olas en la orilla, ni el crepitar del fuego. Era la hora más quieta del día.
Mientes, respondió María al final. Nada tuviste que ver con eso. Tú… ni siquiera existes.
Como respuesta, sonó una risa aguda.
«Pon las manos sobre tu vientre y repite que no existo. Me pediste un hijo y te lo he concedido. ¿Niegas mi intervención? Muy bien. Puedo quitártelo con la misma facilidad con que te lo di».
María cubrió su vientre con un gesto protector. Aquello era una locura. La pequeña efigie nada tenía que ver con su embarazo. La voz sólo existía en su imaginación. Era una voz… diabólica. Sí, una manifestación del Maligno. La desafiaría, demostraría su impotencia y que no existía.
Las palabras que pensaba pronunciar, sin embargo, murieron en su garganta, en su mente. Era cierto que había pedido un hijo a Asara, aunque sólo fuera para ponerla a prueba. ¿Se atrevería ahora a pedir la anulación de su deseo? ¿Estaba dispuesta a arriesgarse tanto?
—No —le respondió su propia voz en un murmullo.
«Ya me parecía —dijo la otra voz con tono de suficiencia—. Muy inteligente de tu parte».
Pero estás… estabas… María recordó que Yamlé había tirado el ídolo en el brasero.
La risa brusca y áspera sonó de nuevo.
«¿Crees de veras que algo así puede destruirme? Le guié la mano e hice que fallara. Y, aunque me hubiesen consumido las llamas, tú ya habías hecho un trato conmigo. Seguiría vigente, a pesar de todo».
¿Qué le había ocurrido a la efigie? María pensó febrilmente. Joel había limpiado el brasero. ¿La había encontrado? ¿Qué había hecho con ella?
«¡Levántate! —ordenó la voz, y ella obedeció, sumisa—. Ve a la cocina, donde podemos conversar. Donde podrás responderme en voz alta».
María buscó a tientas el camino a la cocina. La casa estaba oscura y fría, el fuego se había apagado. Quedó allí de pie, temblando, sintiéndose pequeña y muy asustada.
—Bien, pues. —La voz de Asara sonó al fin, rompiendo el silencio de la noche. ¿Hablaba de verdad o sólo la oía en su mente?—. Yo te di lo que deseabas, lo que Yahvé te estaba negando. ¿Por qué te lo negaba? Nadie lo sabe. ¡Extraño dios, el que castiga a los que le aman y le sirven! Es lógico que la gente haya buscado siempre otros dioses, más amables. —Ahora María oyó claramente la risa burlona de la diosa—. ¡Entonces, él se enfada y lo utiliza como pretexto para castigar! Un castigo exagerado; la destrucción y el exilio. Tu dios no es justo. Admítelo.
María, sin embargo, mantuvo la boca cerrada. No sabía cómo responder. Además, temía hacerlo, como si su respuesta pudiera hacer la voz más real, más poderosa.
—Piensa en todos los dioses que han adorado los israelitas: Baal, Astarté, Moloc, Dagon, Melcar… y yo. Si Yahvé se hubiese comportado como un verdadero dios, ¿por qué sentir la necesidad de recurrir a otros? La culpa es de él, no tuya.
María sabía que aquella era la voz de la blasfemia, de la tentación y, no obstante… ¿Podía un dios blasfemar contra otro dios? De pronto se sintió fulminada por una culpa aún mayor. Acababa de admitir que Asara era una diosa.
—¿Estás dispuesta a obedecerme? ¿Estás dispuesta a someterte? —La voz era inclemente.
El niño. No podía renunciar a él. María asintió, afligida. No podía hablar. En la cocina reinaban las tinieblas; ¿podría Yahvé ver su pequeño gesto de asentimiento?
—Acepto tu devoción —dijo la voz—. De hecho, cuento con ella desde tu infancia, desde el día en que me encontraste y no pudiste deshacerte de mí. —De nuevo la risa áspera—. ¡Tuvo que ser un niño de ocho años quien tuviera el coraje de tirarme al fuego! Pero sólo porque a él no le hablé.
No, fue porque Yamlé no supo ver la belleza del ídolo, pensó María. Bendita inocencia, la de los ojos ciegos. Y, sin embargo, ser ciego a esta belleza implica ser ciego a toda belleza. Los diferentes tipos de hermosura no se pueden separar.
Debí obedecer a mi conciencia y tirarlo en el Templo, pensó María. Debí hacerlo entonces.
Pero… el niño. ¿Cómo deshacerme del pecado conservando, al mismo tiempo, sus efectos beneficiosos?
No puedo correr el riesgo, pensó. No soy capaz de hacerlo. Ya habrá tiempo para abjurar del ídolo de Asara, renunciar a ella, arrepentirme. Reprimió la idea enseguida para evitar la ira de la diosa.
—¡Habla claro! —le ordenó la voz—. Quiero oírte decirlo. ¡Quiero que tu dios te oiga decirlo!
—Te… doy las gracias —titubeó María.
—Las gracias, ¿por qué? ¡Dilo!
—Por… darme este niño. —Lo dijo en un susurro pero, aun así, las palabras quedaron suspendidas en el aire.
La envolvió el silencio. La voz obstinada callaba en su mente, Dios —¿la habría oído?— callaba también.
El pacto fue sellado y respetado. Asara no volvió a hablar, el verano transcurrió y María llegó a preguntarse si se lo había imaginado todo: la voz, las órdenes, la certeza de la implicación de Asara y de la traición a Dios. El niño crecía pacíficamente en su vientre, y ella hacía todo lo posible por asegurar su salud: reposaba durante las horas más calurosas del día, comía sólo sopas y cereales, y evitaba las grandes emociones. Trataba de albergar pensamientos buenos y alentadores, rechazando al instante cualquier insinuación del mal.
Joel debió de tirar las cenizas del ídolo, se decía para reconfortarse. Ha salido de nuestra casa y de nuestras vidas, se repetía con severidad. Así tenía que creerlo.