Tiberio no murió enseguida aunque, según rumores que llegaban hasta los oídos de la gente común de Galilea, se comportaba de un modo cada vez más irascible y errático. Lo mismo ocurría, más cerca de casa, con Herodes Antipas, que aún mantenía relaciones con la esposa de su hermano.
—¿Qué locura se apodera de esa gente? —se preguntaba María en voz alta ante Joel—. Está poniendo su trono en peligro.
—Dicen que el amor es una forma de locura —respondía su esposo.
Una locura que nunca he conocido, pensaba María. Me pregunto si me gustaría. Miraba su hogar confortable y no se podía imaginar arriesgándose a perderlo.
María cuidaba mucho de su hogar —tanto más cuanto invertía en su limpieza las energías frustradas de la maternidad— de modo que, cuando le tocó el turno de organizar la celebración de la Pascua judía para su familia, le costó menos que a otras mujeres transformarlo en una casa ceremonialmente pura. Desde luego tuvo que limpiarla más a fondo que de costumbre, fregando con diligencia cada centímetro de la superficie. Sacó la vajilla de Pascua y la lavó, encargó el cordero por adelantado —un cordero grande para los diecisiete comensales— y buscó los restos de pan hecho con levadura para destruirlos o venderlos a los gentiles. María, por lo general, prefería destruirlos; nunca quedaban muchos y, por alguna razón, el subterfugio de la venta legal no le resultaba satisfactorio.
Limpió con ahínco, como si una migaja de levadura pudiera esconderse en las rendijas del suelo, entre las fibras de la alfombra o detrás de cualquier jarrón. Fregando con afán, conseguía sentir que también purificaba su alma y su vida. Decidió abrir todas las cajas y baúles para purgar su contenido.
En una caja de madera encontró unos mantos de lana olvidados. Podría regalarlos a alguna familia necesitada.
Otra caja contenía objetos de la infancia: los cuadernos con sus lecciones, algunas flores —quebradizas y descoloridas— cultivadas en su primer y pequeño jardín, y su ropa de bebé. Mirándolos, se sintió descorazonada. Debería regalarlos también, es como si se burlaran de mí, pensó.
En el interior de una bolsa encontró otro objeto, envuelto en trapos. Lo sacó y desenrolló lentamente la tela, hasta que el rostro del ídolo de marfil le dirigió su antigua sonrisa.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo.
Asara. Aquí estás de nuevo. Ese nombre, el nombre que con tanta facilidad volvió a su memoria, le trajo recuerdos de deseos juveniles de belleza y, a la vez, una descarga de temor. Pero aquello había ocurrido hacía mucho tiempo, antes de que se casara. Sus sueños de seducción irresistible no se habían materializado, aunque sí habían desaparecido sus inquietantes tormentos. Se lo debió de imaginar todo. Ya no tenía sueños deprimentes, ni se sentía confusa, ni reinaba el frío en su alcoba, ni amanecía cubierta de arañazos y laceraciones. Sus esperanzas de dejarlo todo atrás se habían cumplido, y ahora le parecía una extraña enfermedad de la adolescencia.
La bella Asara. María le habló con el pensamiento: Y pensar que hubo un tiempo en que te reverenciaba tanto que te creía capaz de hablarme… ¡Habla, Asara! Le ordenó. ¡Habla, si puedes!
La efigie permaneció callada, incluso en su pensamiento. Sencillamente yacía en su mano, mirándola.
La dejó en el suelo y prosiguió sus tareas de limpieza. No volvió a guardarla, para así mostrársela a Joel, como había sido su intención —ahora lo recordaba— antes de que se casaran. Bien, pensó, se la enseñaré esta misma noche. El sol se estaba poniendo y la luz declinaba. Había llegado el momento de terminar los trabajos. Fue a encender una lámpara y vio la talla en el suelo, esperando la llegada de Joel.
Entonces, sintiéndose extrañamente atraída por ella, la recogió y examinó con atención las perfectas facciones de marfil, los seductores ojos entornados, la curva de los labios, el cabello ondulado. Es la personificación de la feminidad, pensó María. Es todo lo que debería ser una mujer. Lo que quise ser como esposa, se dijo. Ahora tengo necesidades más importantes.
—¡Dame un hijo! —le ordenó—. ¡Dame un hijo, si de verdad tienes poderes!
Volvió a depositarla en el suelo con aire de satisfacción. Con esto ya desaparecerían los restos de su influencia. Ni siquiera sabía por qué había formulado el deseo, pero así pondría fin a la larga fascinación que sentía por el ídolo. Lo había retado con el único propósito de desacreditarlo.
Algunos días después —días de intensos preparativos en todos los hogares de Israel— el sol declinaba hacia el horizonte, hacia el crepúsculo que marcaría el inicio del período de ocho días de festividades dedicadas a la Pascua. La casa de María y Joel resplandecía. Habían juntado varias mesas para crear una larga, y todo estaba a punto. Los padres de María llegaron para la cena.
—Debemos esperar un poco a que lleguen los demás antes de buscar la levadura —dijo su padre—. ¡Que se den prisa!
Se trataba de un ritual que encantaba a los niños: buscar por toda la casa, por si a María se le hubiera escapado algún trocito de levadura. La sustancia prohibida sería descubierta y destruida, y ¡ay del hogar que no pudiera proporcionar la levadura «olvidada»! María había dejado trocitos a plena vista sobre la mesa de la cocina, además de esparcir otros por distintos lugares para aumentar la emoción.
—¡Queridísima, qué hermosa está tu casa esta noche! —Dina entró cargada con sus muy apreciados bizcochos de miel sin levadura. La seguían sus tres hijos varones, luciendo sus mejores túnicas de lino. Llevaba a la pequeña Ana en brazos, y también la niña lucía un lazo especial en su vestidito. Tras ellos entró Eli con un plato especial para la mesa: sus hierbas amargas.
Acto seguido, llegaron Silvano y Noemí con sus dos hijos y la pequeña, y con su propia contribución a la cena: el charoset, hecho de manzanas, nueces y vino, símbolo de la argamasa que tuvieron que utilizar los hijos de Israel para fabricar los ladrillos del faraón.
—Hijos míos —dijo Natán—, vuestra tía sin duda habrá olvidado algunos trozos de levadura por la casa. Dios jamás nos lo perdonaría. ¡Buscad con atención, aseguraos de que no queda rastro de levadura aquí dentro! Bendito seas, oh Dios, nuestro Señor, Rey del Universo, Tú que nos santificaste con Tus mandamientos y nos encomendaste la destrucción de la levadura. —Tocó palmas y los niños salieron corriendo. El pequeño Idbás encontró enseguida los trozos dejados a plena vista, pero los demás se dispersaron por toda la casa, registrándola palmo a palmo con tanta diligencia como cualquier soldado romano en busca de un enemigo oculto.
Mientras estaban así ocupados, los adultos esperaban conversando. Pronto los niños reaparecieron en tropel, llevando en triunfo pequeños trozos de pan hecho con levadura.
—¡La hemos encontrado! ¡La hemos encontrado! —gritaban.
—Y también esto. —Yamlé tendió el ídolo de marfil a su padre.
El corazón de María casi dejó de latir. Había dejado el ídolo fuera de la caja, aunque para mostrárselo a Joel, no a toda la concurrencia.
Eli lo estudió con atención. María pudo distinguir la expresión de alarma en sus ojos, aunque él trató de disimularla.
—No puedo imaginar cómo ha llegado este objeto a esta casa —dijo finalmente—. Es un… Es un… —Las palabras «ídolo pagano» no le salían—. Una talla antigua de los pueblos que habitaban esta tierra en el pasado —dijo al final—. De los canaanitas, seguramente.
—Déjame ver. —Dina se lo arrancó de las manos. Lo observó con atención—. Sea lo que sea, cualquier representación de la figura humana nos está prohibida. Es un ídolo. Joel, encontrar algo así en tu casa, ¡y en plena Pascua! Es peor que la levadura.
Joel miraba la talla.
—Nunca la había visto.
—Es… algo que pensaba enseñarte —dijo María—. Lo encontré tirado. —No dijo cuántos años atrás—. Quería que lo vieras.
—¿Por qué? —preguntó Eli.
—Por si tiene algún valor. O… se me ocurrió que podría indicarnos quiénes vivían aquí antes que nosotros. —De pronto, sintió una gran necesidad de defender la efigie. Si era necesario destruirla, lo haría ella misma, y no porque un niño irrumpiera en su dormitorio y la encontrara por casualidad.
—No deben importarnos los que existían antes —resopló Eli—. Dios nos ordenó que los destruyéramos por completo, o se nos clavarían como espinas y acabarían destruyéndonos a nosotros.
—Aquello fue hace mucho tiempo —repuso Silvano—. Ahora compartimos esta tierra con otros pueblos y debemos vivir en paz con ellos.
Joel levantó las manos y recitó las palabras rituales:
—La levadura que quede en mi casa sin mi conocimiento, escuchad, es nula como el polvo en la tierra.
—¡Destruyamos la levadura y el ídolo pagano! —exclamó Yamlé—. ¡Echémoslos al fuego! —Y lanzó a las llamas la levadura que llevaba en las manos. El fuego ardió con voracidad—. ¡Y esto también! —Tiró la talla de marfil. La efigie resbaló a un lado del fuego, pero las llamaradas la ocultaron y nadie se dio cuenta.
—¡Comencemos la festividad! —Joel señaló las mesillas y los cojines en los que tenían que reclinarse, de acuerdo con la costumbre rabínica de la ceremonia inicial. Se envolvió en su capa de viaje y sostuvo el báculo, como ordenan las escrituras: «Así debes comer: con la capa ceñida en el cinturón, las sandalias puestas y el báculo en la mano. Come aprisa: es la Pascua del Señor».
Natán, cabeza de toda la familia, pronunció la bendición sobre la primera copa de vino. Luego pasaron unos a otros una palangana con agua y una toalla. Según la tradición, debían realizar este ritual mientras estaban recostados.
Una vez finalizada la ceremonia inicial, se retiraron a las mesas ya servidas. Joel cogió el plato de hierbas amargas —berros, rábanos y perifollo— y lo hizo pasar, seguido por el charoset. Cuando todos se habían servido una porción, retiraron los platos y sirvieron la segunda copa de vino. Luego el hijo varón más joven, en este caso, Ebed, de cuatro años, hizo a su padre las cuatro preguntas de la Pascua.
—Padre, ¿por qué es esta noche distinta a todas las demás? Cualquier noche podemos comer pan con levadura o pan ácimo, pero esta noche sólo se nos permite comer pan ácimo.
Eli respondió con solemnidad, explicando que los israelitas tuvieron que abandonar Egipto tan de repente que no hubo tiempo para que creciera la masa de su pan.
—Padre, cualquier noche podemos cenar cualquier tipo de hierba. ¿Por qué esta noche sólo se nos permiten las hierbas amargas?
De nuevo, Eli explicó que el ritual simbolizaba la amargura de la esclavitud y del yugo impuesto por los faraones.
—Padre, cualquier noche podemos cenar carne rustida, guisada o hervida. ¿Por qué sólo se nos permite la carne rustida esta noche?
—Porque así se lo dijo el Señor a Moisés —respondió Eli.
—Padre, cualquier noche mojamos las hierbas sólo una vez. ¿Por qué debemos hacerlo dos veces esta noche?
Cuando hubo contestado todas las preguntas, Eli había impartido una breve lección de la historia del pueblo de Israel, su liberación de la esclavitud en Egipto y la recepción de la Ley en el monte Sinaí.
Trajeron nuevos platos a la mesa, bebieron la segunda copa de vino y se lavaron las manos de nuevo. Partieron dos bizcochos sin levadura y mojaron los trozos en el charoset.
Antes de mojar su trozo, Natán dijo en tono solemne:
—Éste es el pan de la aflicción que nuestros padres comieron en la tierra de Egipto.
A continuación, sirvieron el cordero, el plato central del ágape. La carne era jugosa y exquisita, y todos la elogiaron con exclamaciones de aprobación.
Sirvieron y bebieron la tercera y la cuarta copa de vino, siempre de acuerdo con el ritual. Entonaron los himnos tradicionales y las antiguas estrofas —«Cuando Israel salió de Egipto, la casa de Jacob de un pueblo de lengua extraña, Judea fue el santuario de Dios, Israel su dominio»— llenaron a los presentes de alegría y recuerdos. Luego sirvieron un poco de vino en una copa especialmente fina, para Elías.
María contempló la copa. Qué sorpresa para todos si Elías apareciera de repente, levantara la copa y bebiera el vino, pensó. Sin embargo, yo vi a Raquel y a Bilhá en esta misma cocina, se dijo. ¿Por qué no Elías?
—A Elías —dijo Natán de pronto, como si le hubiera adivinado el pensamiento—. ¡Ojalá viniera de nuevo!
—Me pregunto si le reconoceríamos —dijo Joel—. Supongo que tendrá otro aspecto y no vociferará contra Ajab y Jezabel.
—Oh, sí que le reconoceríamos —le aseguró Eli—. Le daríamos una alegre bienvenida.
—¿Cuánto tiempo lleva muerto? —preguntó Yamlé sin rodeos.
—Vivió hace más de ochocientos años —respondió Dina—. Pero no murió, no, ascendió al cielo en un carro de fuego.
Yamlé no pareció convencido.
—¿Alguien le vio hacerlo?
—Oh, sí —intervino Noemí—. Muchas personas. Por eso esperamos su regreso. Sólo hubo otro hombre que fue llevado a Dios sin morir, y ése fue Enoc.
—¿Por qué no esperamos nosotros su regreso también? —quiso saber Idbás.
—No se sabe mucho de él —admitió Noemí—. Sabemos mucho más de Elías y, casi siempre, uno espera que regresen las personas que conoce, no las que son sólo nombres. Los amigos, por ejemplo. O el Mesías. No conocemos al Mesías pero sabemos de él, de modo que sabemos a quién esperar.
—Hummm. —Yamlé consideró la cuestión seriamente.
Mientras la atención de todos estaba puesta en Noemí, en el otro extremo de la mesa, Natán apuró la copa de vino y la dejó de nuevo sobre la mesa.
—¡Mirad! ¡Él vino mientras mirábamos al otro lado! —exclamó.
Yamlé se sintió confuso y frustrado. A sus ocho años, le costaba creerlo, pero tampoco podía estar seguro.
—El próximo año tendrás que vigilar mejor, Yamlé —le dijo su abuelo.
Cuando se fueron sus invitados, María y Joel se sentaron en medio del desorden de la sala, sintiendo la profunda satisfacción que sigue a una reunión exitosa.
—No hay nada más agradable que una casa después de una celebración —dijo Joel acercándose a María y estrechándola contra sí.
—No —admitió ella. Estaba orgullosa de la velada, le gustaba ser la anfitriona en la celebración de la Pascua.
—¿Te he dicho alguna vez que eres una esposa maravillosa? —preguntó Joel—. Y no lo digo sólo por la cena de Pascua.
—Sí. —A diferencia de muchos maridos, Joel siempre le mostraba lo mucho que la apreciaba.
¡Qué pena que tu esposa no sea completa!, se dijo María con crueldad. Malgastas tu afecto y tu devoción. Odiaba su esterilidad tanto por el dolor que le producía a ella como por Joel. Era una deshonra para él. Aunque jamás debería pronunciar estas palabras.
Un poco más tarde se fueron a acostar, abrazados.