Glenn Lutz bajó la mirada a través del cristal ahumado en el piso treinta de las Torres Gemelas de Atlanta hacia la ciudad que se movía lentamente, haciendo caso omiso del sudor que le descendía por la nariz.
Allá abajo se veía verde y gris, cien mil árboles tupidos asegurados al concreto en una lenta batalla sobre el territorio. El gris ganaba poco a poco. A lo largo de las calles se arrastraban transeúntes, como hormigas correteando de arriba abajo en su prisa sin sentido. Si uno de ellos levantara la mirada y viera a través del reflejante vidrio que rodeaba a Glenn podría ver al famoso concejal de la ciudad con ceño fruncido, manos en las caderas, pies plantados abiertos, vestido con pantalones blancos y una camisa hawaiana, y pensaría que este sujeto se regodeaba con su poder.
Pero ahora mismo Glenn Lutz no apreciaba ninguno de los placeres de la riqueza. En realidad se sentía totalmente desnudo, destituido de su poder, despojado de su corazón. Como un hombre que acababa de enterarse que su contador había cometido una equivocación; que después de todo no era el individuo más rico de la ciudad; que en realidad estaba evidentemente quebrado; que ya no podía pagar el considerable arrendamiento de los tres últimos pisos de las torres más prestigiosas de Atlanta, y que debía salir en las próximas veinticuatro horas.
Glenn encajó los labios en sus torcidos dientes, los mordió y cerró los ojos por un momento. Se llevó los gruesos dedos al mentón y sacó la hirsuta mandíbula. El sudor le oscurecía la camisa en grandes manchas debajo de cada brazo… no se había bañado en dos días y esta vana búsqueda de Helen lo había dejado como un energúmeno. Tampoco se había lavado los dientes, y una ráfaga de su propio aliento le recordaba este hecho. Dos días de alcohol no habían debilitado del todo los fuertes olores a caries.
Glenn se volvió de la ventana y miró la pared opuesta. Era un espejo sólido desde la baldosa negra hasta el techo, y ahora la imagen de él le devolvió la mirada. Mostraba un tipo alto, de un metro noventa y dos centímetros y fornido como un toro. Tenía firme la carne; bastante blanca, velluda y con capas de celulitis quizás, pero sólida. Se le podría quitar un poco de estómago. Helen le había dicho eso solo tres días atrás, y él le había golpeado el rostro con la palma abierta. El recuerdo le hizo correr un escalofrío por los brazos. No importaba que ella hubiera estado abrazándolo alrededor de la cintura cuando hiciera el comentario.
La mente masculina se suavizó. Helen, querida Helen. ¿Cómo me pudiste hacer esto? ¿Cómo te pudiste ir dejándome tan vacío? Teníamos un trato, nena. Somos de la misma clase, tú y yo. ¿En qué pudiste estar pensando?
Glenn rechinó los molares. Luz indirecta irradiaba un suave tono etéreo sobre las paredes con espejos. Volvió a mirarse con sus propios ojos, ausentes, como dos huecos taladrados en la cabeza. Ese era el rasgo más extraordinario que él tenía, pensó. La licencia de conducir decía que sus ojos eran castaños, pero a más de tres metros cualquier alma razonable que se cruzara juraría que eran negros. De color negro azabache. Una semana después de graduarse del colegio había empezado a teñirse el pelo de un ligero rubio para resaltar los ojos. Ahora el cabello le colgaba casi blanco alrededor de cachetes con barba de tres días.
Levantó el mentón y frunció el ceño. La verdad es que si le pusieran una túnica negra sobre los hombros se parecería más a un brujo que a un magnate comercial. Obviamente eso haría maravillas con las mujeres. Por otra parte, olvidándose del abrigo, la imagen en el espejo bastaba para aterrar a la mayoría de mujeres como en realidad sucedía.
A la mayoría. No a Helen. Ella era especial. Era su diosa.
El hombre miró alrededor de la oficina. Aquí arriba en la torre comercial no había nada que mostrar sino un sencillo escritorio de roble sobre la negra baldosa brillante. La idea de la decoradora había sido crear una austera impresión, pero él la había despedido antes de concluir el trabajo. Menos mal que la malhablada muchacha había terminado la suite en la torre adyacente; él la llamaba el palacio. Eso había ocurrido tres meses atrás, exactamente antes de conocer a Helen, y sería quedarse absurdamente corto decir que el palacio era adecuado. Allí era o placer hasta la médula o dolor punzante. Éxtasis o agonía. Las cámaras de exóticos deleites. Lo cual era apropiado considerando el hecho de que fuera de la suite él dirigía una de las más grandes redes de drogas en la nación.
El teléfono sobre el escritorio sonó, y Glenn se sobresaltó. Lanzó una maldición y corrió hacia el negro objeto. Descolgó el auricular.
—¿Qué?
—Señor, en realidad tenemos que hablar. Usted tiene llamadas amontonadas y… —¡Y te dije que no me molestaras con esta basura!
—Algunas parecen importantes.
—¿Y qué podría ser tan importante? Estoy ocupado aquí, si es que no lo has notado.
—Sí, por supuesto que lo noté. ¿Quién no lo notaría? Y mientras tanto usted tiene un montón de asuntos legales acumulados a su alrededor.
Glenn sintió un calor ardiéndole en la nuca. Solo ella podía decir algo así. Respiró hondo.
—Ven acá —convino, y encajó el auricular en la base.
Beatrice entró pavoneándose y con la barbilla levantada. Usaba el cabello negro amontonado en un moño y los labios curvados hacia abajo, correspondiendo con el arco de su enorme nariz. Tenía cincuenta libras de sobrepeso, y el cinturón le exageraba los pliegues de gordura en el estómago. La relación con ella era de simbiosis. Si ella no supiera tanto la habría despedido mucho tiempo atrás.
—¿Qué es tan importante?
Ella se dejó caer en una silla color vino tinto para visitantes y levantó una libreta amarilla de taquigrafía.
—Para empezar, usted no asistió anoche a la reunión del consejo.
—Irrelevante. Dame algo que importe.
—Está bien. Las renovaciones de los pisos bajos del edificio Bancroft están teniendo problemas. El contratista está reclamando debido a…
—¿Qué tiene eso que ver conmigo?
—Usted es el dueño del edificio.
—Es verdad. Soy el dueño. No los construyo, los compro.
—Están afirmando que el presupuesto se ha sobrepasado en más de un millón de dólares.
—No me importa si se sobrepasa en dos millones. ¡Ahora mismo no importa si supera los cinco millones!
—Bien —contestó ella parpadeando ante al arrebato de ira—. Entonces imagino que tampoco estará interesado en los demás asuntos. ¿Qué son unos cuantos millones?
Ella estaba tratando de acosarlo.
—Así es, Beatrice. Y si alguien hace algo estúpido, trataré con ese individuo más tarde. Pero no ahora.
—Sí, ahora no —concordó ella desdoblando las piernas como si fuera a pararse—. Ahora está encargándose de asuntos más importantes.
—No pases sobre esa línea, Beatrice.
—Ella lo arruinará, Glenn.
—Ella es mi vida.
—Y será su muerte. ¿Qué le ha pasado con esta mujer?
Glenn no respondió. Esa era una buena pregunta.
Beatrice lo miró y meneó la cabeza.
—Las he visto ir y venir, Glenn, pero nunca como esta. Ella lo está controlando.
¡Cállate, bruja! Él se quedó en silencio mientras las palabras de Beatrice le daban vueltas en la mente. En cierto sentido ella tenía razón. Ni él podía entender su obsesión con Helen; ella había entrado con gran facilidad en su vida solo pocos meses antes, un fantasma del pasado, y ahora lo había poseído. Pero Helen… a Helen no se le poseía tan fácilmente, pues tenía ese poder sobre él, y el deseo de Glenn por ella le corría por la sangre como fuego, a pesar de (o quizás a causa de) que ella no se dejara poseer.
—La quiere solo porque no puede tenerla —osó decir Beatrice—. Helen no es nada más que un pedazo de basura, y usted está baboseando por ella como un perro. Vamos, Glenn. Está descuidando sus propios intereses. Mírese; parece un cerdo.
—Vete —gruñó él, temblando ahora.
Ella se puso de pie con una exclamación de desdén y se dirigió a la puerta. Era el único ser en el planeta que se atrevía a hacer tales comentarios. Glenn le observó el sobresaliente perfil y luchó con el deseo de saltar tras ella y lanzarla contra el piso.
—¿Cuándo fue la última vez que se bañó? —cuestionó ella volviéndose en la puerta.
—¡Vete! ¡Vete, fuera! —gritó él.
Ella lo fulminó con una aguda mirada y salió pavoneándose con la barbilla erguida y orgullosa, como si de algún modo lo hubiera enderezado.
Glenn asentó un puño en el escritorio y se fue furioso hacia la pared opuesta. Golpeó el cristal con ambas palmas y se estremeció bajo el porrazo. Uno de estos días el vidrio se rompería y lo haría caer revolcándose hacia la muerte. Presionó la frente contra el vidrio y contempló Atlanta, extendida como una ciudad de juguete. Nada allá abajo parecía haber cambiado en los últimos minutos. La ciudad aún era gris y tenía sus hormigas correteando.
—¿Dónde estás, Helen? —susurró—. ¿Dónde estás?
El Cadillac rodó por el distrito comercial oeste de Atlanta, silencioso excepto por la helada ráfaga del aire acondicionado. Pasaron una enorme y brillante fachada de un almacén Woolworth a la derecha; transeúntes andaban aprisa por la acera ataviados con oscuros trajes y atuendos de negocios. Jan pensó por un momento antes de volverse hacia Helen.
—Pues bien, ¿quiénes eran esos tipos?
Ella miró por la ventanilla.
—¿Conducen siempre autos tan costosos los predicadores?
—No soy predicador. Soy escritor. Escribí un libro que resultó bueno.
—Supongo que usted lo toma de cualquier modo que pueda conseguirlo. No es que no lo apruebe; lo hago. Solo que no esperaba que su brillante vehículo blanco apareciera volando como lo hizo, eso es todo.
—Me alegra haber podido servirle. Lo cual nos lleva de vuelta a mi primera pregunta. ¿Quiénes eran esos dos hombres?
Ella volvió a enfocar la mirada en la calle por la que pasaban.
—¿Adónde vamos?
—A casa de una amiga. Si no me equivoco, acabo de arriesgar allá el pellejo por usted. Lo menos que puede hacer es decirme por qué.
—Ellos eran dos de los hombres de Glenn.
—¿Y Glenn? Hábleme de él.
—Usted no querrá saber nada acerca de Glenn, Reverendo.
—Por favor, ya no me llame más Reverendo. Y repito, creo que me he ganado el derecho de saber acerca de Glenn.
—Sí, supongo que se lo ha ganado, ¿no es así? —asintió ella sonriéndole, un poco condescendiente—. Pero créame, usted no querrá saber acerca de Glenn. Él es como una prisión… solo porque se haya ganado una estadía allí no significa que quiera ir. Pero entonces es probable que usted nunca haya estado en prisión, ¿de acuerdo?
A Jan le vino a la mente la idea de golpearla en la cabeza con uno de sus libros. Luego le vino otro pensamiento: que un año antes el impulso ni siquiera le habría venido a la mente. Miró la copia de tapa dura de su libro alojado en el bolsillo del asiento frente a ellos. La imagen surrealista del rostro ensangrentado de un hombre extendiéndose sonriente contra un cielo rojo brillante incluso ahora parecía burlarse de él. Ivena tenía razón, él había visto demasiado.
—En realidad, he pasado tiempo en la prisión —confesó Jan sin quitar la mirada del libro—. Cinco años.
La sonrisa de ella se atenuó lentamente. Jan hablaría mientras tuviera la ventaja.
—Y sí, sí quiero saber acerca de cualquier hombre que me amenace la vida, sea cual sea la situación.
—¿Qué prisión?
—Contésteme.
—Se lo dije —expresó ella alejando la mirada—. Glenn Lutz.
Ahora estaban llegando a alguna parte.
—Sí, pero usted no me dijo quién es Glenn Lutz.
—No puedo creer que nunca haya oído hablar de Glenn Lutz —manifestó ella mirándolo con una ceja arqueada—. ¿El promotor inmobiliario? Hasta está en el consejo de la ciudad, aunque Dios sabe que no tiene nada que hacer allí.
—¿Y es la clase de individuo que tendría secuaces?
—Tiene dinero, ¿no es así? Cuando se ha conseguido dinero siempre se está manejando algo turbio. En el caso de Glenn él tiene todo un montón de dinero. Y si la gente supiera el lado sucio que controla… —comunicó ella, e hizo una pausa para que la declaración se asimilara—. Créame, predicador, usted nunca querrá conocer a ese tipo.
Helen se echó para atrás las grasientas marañas y se pasó los dedos entre el cabello en un vano intento de peinarlo. La suave piel de la joven era clara; el contorno de la mandíbula se le inclinaba hasta un hermoso cuello, como un delicado hueso de la suerte. Cerró los ojos, repentinamente seria por la explicación que diera de Glenn Lutz.
Si esta mujer era drogadicta, lo que seguramente era, no deseaba serlo, pensó Jan.
—¿Y qué tiene que ver este hombre con usted? —inquirió él.
—En realidad no quiero hablar de él, si a usted no le importa. Él quiere matarme, ¿no es eso suficiente?
La voz de ella titubeó, y de pronto Jan sintió remordimiento por haber hecho la pregunta.
—¿Es su novio? —indagó Jan.
—No.
Él asintió y miró a través del parabrisas. Ahora serpenteaban por una sección industrial de la ciudad, no muy lejos de la casa de Ivena. A cada lado pasaban edificios de ladrillo rojo. El reflejo de Steve le sonrió en el espejo. Él asintió y devolvió el gesto de apoyo del chofer.
¿Qué hiciste qué?
Rescaté en el parque a una drogadicta de manos de dos matones, pero ella en realidad no parece ser drogadicta. Realmente es bastante ingeniosa.
Y si no es drogadicta, ¿qué debería ser?
No sé.
Jan volvió a mirar a Helen.
—Usted dijo que Glenn quería…
—De veras, creí haber dicho que no quería hablar del cerdo ese —interrumpió ella con una mirada de disculpa—. ¿No dije eso? Es decir, no hace ni dos minutos, y podría jurar que le pedí que no habláramos del hombre.
Jan miró al frente. Steve había perdido la sonrisa.
—Mire, Reverendo. Sé que no se topa con gente de mi clase todos los días. Estoy segura que para usted esto es un horror… viajar en su Cadillac blanco al lado de una delincuente que huye para salvar la vida. Pero en mi mundo sencillamente no se puede andar conversando de todo lo que ocurre, o uno podría sufrir la parte mala de esas ocurrencias —advirtió ella, luego se le suavizó la voz—. Si usted supiera lo que he pasado en las últimas veinticuatro horas quizás no sería tan crítico.
—¿Y si usted supiera lo que yo he pasado en los últimos veinticuatro años quizás no sería tan defensiva? —contraatacó él volviéndose hacia ella.
Se observaron por un prolongado momento, cada uno atrapado en la mirada directa del otro. Los ojos de la joven estaban llenos de lágrimas y ella apartó la mirada. Tranquilo, Jan. Ella está herida. Tú sabes de heridas, ¿no es verdad? Tal vez ella no sea muy distinta a ti. El escritor aclaró la garganta y se acomodó en el asiento.
Continuaron en un incómodo silencio por unos cuantos minutos.
—Bueno —dijo finalmente él—. Ahora que le he salvado el pellejo, ¿hay algún lugar en particular al que le gustaría ir?
Los edificios de ladrillo quedaron atrás y ahora estaban en un barrio suburbano lleno de árboles.
—Él tiene ojos en todas partes.
—¿Glenn?
Ella asintió.
—Quizás entonces mi amiga pueda ayudar hasta que usted decida qué hacer.
—¿Es ella tan amable como usted?
—Sí, es muy amable.
—¿Su novia?
—No —contestó Jan riendo—. Cielos, no. Solo somos muy amigos.
—Entonces creo que estaría bien.
—Perfecto.
Ivena sabría qué hacer. Jan dejaría a Helen en casa de Ivena y le pediría que le diera a la chica un rumbo que la alejara de cualquier peligro inmediato. Tal vez que llamara a las autoridades si Helen lo permitía. Respiró hondo. Esto era algo que ponía a pensar, este extraño encuentro. En realidad algo en qué pensar.