Las palabras de Ivena quemaron esa noche el alma de Janjic. Él estaba recién comprometido, por Dios, cantando el cántico del verdadero amor, e Ivena tuvo la audacia de sugerir que las palabras de él hablaban más fuerte que su vida misma. Lo irritaba la resonante verdad de esa sugerencia.
El día siguiente no empezó mejor, y Jan decidió sacar una hora en el parque para poner en orden la mente antes de que Karen volviera a la oficina después de la reunión matutina. Ella estaba evidentemente absorta en discusiones con el editor respecto de la próxima edición, y como siempre prefería conducir personalmente los detalles. Esta vez el editor había venido a Atlanta y Jan ni siquiera se molestó en sugerir que asistiría a la reunión. Jan era escritor, no hombre de negocios.
Fue entonces, sentado en un banco en el parque Piedmont, que la vio por primera vez. Ella era aún una figura que brillaba débilmente en el perímetro del parque, un fantasma anónimo en el calor del mediodía. Se veía pequeña y delicada bajo los enormes sauces llorones que se balanceaban con el viento. Él no sabía por qué ella le atrajo la mirada, pues sin duda no ocurrió así con la mente; esta estaba ocupada lidiando con los crecientes dilemas que parecían haberle contagiado el alma desde que Ivena lo honrara con sus palabras. Tal vez fue la directa resolución de la mujer lo que lo atrajo; o quizás la energía con la que ella caminaba, apenas haciendo oscilar los brazos, pero sin embargo a un buen ritmo.
Jan volvió a recordar las palabras de Ivena.
Las personas habían comprado La danza de los muertos como pirañas al ataque, desesperadas por encontrar significado en un mundo cambiante. Era como si una generación hubiera decidido en masa meditar en sus pecados pasados, y hubiera escogido este libro en el cual buscar absolución. La historia del joven soldado serbio que había hallado significado por medio de la brutalidad de la guerra y de su encarcelamiento después de esa guerra. Había una sensibilidad en la historia de Jan que atraía a las personas. Como curiosos espectadores en una exhibición de Pie Grande.
En términos audaces él había manifestado en todo recinto universitario, en toda firma de autógrafos en libros, y en todo programa radial que La danza de los muertos era en primer lugar, y por sobre todo, una historia acerca del amor desesperado de los mártires por Cristo, no de la redención de Jan Jovic. Ellos principalmente asentían con miradas vidriosas y preguntaban por la niña o por la terrible experiencia de él en la prisión a causa de los crímenes de guerra, después de ese fatídico día. Él contaba lo que pedían, y eso provocaba lágrimas en los ojos de la gente. Pero no caían de rodillas ni imploraban perdón como él había hecho. No renunciaban a sus vidas por Cristo como Nadia había hecho. No trepaban a sus cruces ni reían con alegría como había hecho el sacerdote.
Allí yacía parte del problema, pensó Janjic. Su vida se había convertido en un espectáculo. Una exhibición. Pero al final todos se alejaban de la exhibición, meneando la cabeza por el asombro, sin deseos de trepar para unirse a Pie Grande en su búsqueda solitaria de identidad.
Y ahora la pequeña exquisitez de autenticidad expresada por Ivena: Quizás él mismo había atisbado la exhibición sin trepar. Tal vez él mismo no había aprendido tan bien como esperaba que su audiencia aprendiera.
La mujer seguía acercándose a paso firme. Una mujer estadounidense moviéndose aprisa por un parque, vestida con pantalones oscuros y camiseta blanca, apurándose hacia ninguna parte, como aseguraba el cliché. Él se inclinó hacia atrás y la observó distraídamente.
La danza de los muertos. En la aldea del clérigo había sido una danza de éxtasis, que suplicaba a los presentes que se le unieran. Un gran despertar hacia el otro lado. Pero aquí en Estados Unidos eso era inevitablemente distinto. Les interesaba más tener comezón de oídos que cambiar el corazón. Quizás después de todo él podría escribir otro libro, uno que caracterizara estos nuevos pasos enseñados aquí en las iglesias. Lo llamaría La muerte de la danza. Produciría una rebatiña entre los editores.
Jan se inclinó y apoyó los codos en las rodillas. La mente le regresó a ese día. Fue el amor de Cristo lo que le había perforado el alma en la aldea. El sentimiento le creció en el pecho y se le subió a la garganta. Querida y preciosa Nadia. ¡E Ivena! Él aún no podía imaginar el dolor de la pérdida que ella sufriera. Fue en parte debido a la insistencia de él que ella vino también a Estados Unidos, y él supuso que eso era algo bueno. Solo ella entendía realmente.
—Oiga, usted.
Jan se irguió de súbito, asombrado por la voz. ¡Era la mujer! En medio de la perplejidad de la situación, ella había ido derechito hacia él y ahora se hallaba a menos de dos metros, intentando sonreír.
—¿Sí?
Ella miró por detrás del hombro y él le siguió la mirada. Nada más que parque vacío y una pareja de ancianos que caminaban con un perro. Ella aspiró profundamente y se volvió otra vez hacia él. Un leve estremecimiento pareció abrirse paso por el cuerpo de la mujer, e intentó sonreír de nuevo. Una plana sonrisa se le formó en los pálidos labios. Los ojos centelleaban un azul brillante, pero por lo demás el rostro parecía sin vida. Oscuras ojeras le colgaban debajo de cada ojo, y las mejillas parecían empolvadas de blanco aunque él pudo ver que ella no llevaba maquillaje. El cabello rubio le caía en cortas y grasientas marañas.
Lo menos que Jan pudo hacer fue mirar lentamente a la mujer. La sencilla camiseta blanca estaba arremangada en los brazos, demasiado pequeña incluso para la delicada estructura de ella. Los jeans azules le colgaban por sobre las sandalias hasta el suelo donde se deshilachaban.
Ella se llevó una mano a los labios y se mordió una uña raída. Ahora, medio oculta por la mano, la sonrisa cobró vida en la mujer.
—Lo siento. Espero no haberlo asustado mucho —expresó—. De ser así, me podría ir. ¿Quiere usted que me vaya?
Lo dijo con tono de burla en la voz. Si él no estaba totalmente confundido, ella era una drogadicta, nerviosa o afligida, o haciendo cualquier cosa que hacían los adictos. Casi le dice entonces que lo dejara tranquilo. Que saliera de allí. Que encontrara al proxeneta, jíbaro o quien sea que ella estuviera buscando en algún lugar. Él era escritor, no jíbaro. Casi le dice eso.
Casi.
—Ah… No. No, hay problema. ¿Está usted bien?
—¿Por qué? ¿Parezco bien hoy?
—En realidad no. Usted parece… nerviosa.
—Y usted tiene un lindo acento. ¿Cuántos años tiene?
Él miró alrededor. El parque aún estaba vacío.
—Tengo treinta y ocho.
—Me alegra conocerlo, treinta y ocho —expresó ella, alargándole una mano—. Yo tengo veintinueve.
—En realidad, me llamo Jan —explicó él riendo—. Jan Jovic.
—Y yo soy Helen.
—Es un placer conocerla.
—Lo mismo digo, Jan Jovic —manifestó la mujer, lanzando una rápida ojeada hacia atrás. Jan vio un destello de preocupación en esos ojos.
Pero entonces ella se recuperó al instante y lo miró, otra vez con esa lánguida sonrisa en los labios. Echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos, y se pasó los dedos por el cabello. Entonces, mientras la barbilla femenina señalaba al cielo, a él le impactó el hecho de que Helen era una mujer hermosa. Incluso en este anémico estado ella tenía una débil cualidad angelical. La joven dio unos pasos a la izquierda y luego regresó al claro directamente delante de él, como si cavilara en alguna profunda inquietud.
—¿Seguro que está bien?
Ella lo miró, aún con esa misteriosa sonrisa.
—A usted se la ve como si tuviera algo en mente —dijo Jan encogiendo los hombros—. Y se la pasa mirando hacia atrás.
—Bueno, para ser sincera, estoy pasando dificultades. Pero no tiene nada que ver con usted. Problemas de novios —confesó ella y encogió los hombros como disculpándose—. Usted sabe cómo es el amor… un día encendido, al siguiente apagado. Así que hoy está apagado.
Ella aspiró profundamente y volvió a mirar hacia atrás.
—Yo no estaba consciente de que el amor se prendiera y se apagara con tanta facilidad —comentó él—. ¿Por qué se me acercó usted?
—Entonces usted no ha tenido amante últimamente. Y me le acerqué porque me pareció un hombre decente. ¿Tiene algún problema con eso?
—No. Pero mujeres como usted no se acercan a hombres como yo porque parezcamos decentes.
—¿Mujeres como yo? ¿Y qué clase de mujer soy?
Ella tenía un juicio rápido… las drogas aún no se lo habían arruinado.
—Mujeres que tienen problemas de novios —contestó él.
—Um. Usted no tiene, ¿verdad?
—¿Qué no tengo?
—No ha tenido una amante últimamente.
Él sintió un calor que le inundaba el rostro y esperó que no le asomara como un sonrojo.
—En realidad no me he casado. Pero estoy… —¿Y sin amantes?
—Soy algo así como un ministro. De modo que no ando tras amantes. Si hay un amor en mi vida, es Cristo.
—¿Oh? Un ministro —se asombró ella, arqueando una ceja—. Un reverendo, ¿eh?
—No. En realidad soy escritor y conferencista que habla del amor de Dios.
—Santo Cristo. ¡El papa mismo!
—No soy católico —afirmó Jan riendo—. ¿Y qué hace usted, Helen?
Supongo que no es monja.
—Muy observador, Reverendo.
—No soy reverendo. Se lo dije, soy escritor.
—Como sea, Reverendo, usted es un hombre que busca salvar almas perdidas, ¿no es así?
—Supongo que sí. Sí. O al menos las llevo a un lugar seguro. ¿Qué hace usted?
Ella respiró hondo.
—Soy… soy una amante —confesó la joven con una amplia sonrisa.
—Usted es una amante. ¿Una amante que enciende amor con un interruptor y huye de novios? ¿Es usted una… cómo lo diría usted? Una ca…
—No, ¡no soy una prostituta! Nunca he caído tan bajo —expuso, y los ojos le centellearon—. ¿Le parezco una prostituta?
Él no respondió.
—Es probable que usted no reconocería una prostituta aunque se le sentara en las rodillas, ¿verdad? No, porque es un hombre que hace proselitismo del amor de Dios. Desde luego, qué tonta soy.
—Lo siento. No quise ofenderla.
—No me ha ofendido, Reverendo —afirmó la joven, quien usaba el título de manera deliberada, con una ligera sonrisa, y Jan pensó que si ella se había ofendido, ya lo había superado—. Usted es puro y virginal, ¿no es cierto? Probablemente nunca tuvo tanta mugre debajo de las uñas.
—Si usted conociera la historia de mi vida no diría eso —expuso él.
La mujer pestañeó, no muy segura de qué hacer ante ese comentario. El aire de defensa desapareció en Helen. Él observó más allá de ella. Dos sujetos entraban al parque desde la dirección en que ella había venido, caminando de prisa. Helen vio la mirada de él y se volvió. Giró hacia atrás y apretó la mandíbula.
—¿Sabe? Tal vez usted podría ayudarme —pidió mordiéndose el labio, y una sombra de temor le pasó por los ojos.
Jan volvió a mirar a los hombres. Andaban juntos a grandes zancadas, vestidos en trajes oscuros, con claras intenciones de atravesar el parque.
—¿Qué pasa? ¿Quiénes son esos tipos?
—Nada. Nadie. Quiero decir, no quiero involucrarlo —contestó ella mirando otra vez rápidamente hacia los hombres; el temor le aumentaba en la joven, pensó él.
Jan miró hacia la banca del frente del parque. Ellos venían tras Helen. Lo pudo ver en la actitud de las cabezas y en la longitud de las zancadas. En su patria él había visto miles de veces individuos plagados de malas intenciones; había llegado a reconocerlos de una sola mirada. Estos dos que ahora se acercaban a grandes zancadas querían hacer daño a Helen.
Ella volvió a enfrentarlo y esta vez la valentía la había abandonado. Cayó sobre una rodilla, en posición de propuesta; con ojos arrugados, suplicantes. Le agarró la mano derecha entre las suyas.
—¡Lo siento! ¡Usted tiene que ayudarme! Glenn juró matarme la próxima vez que lo abandonara. Me han estado siguiendo todo el día. ¡Juro que me matarán! ¿Tiene usted auto?
Las manos de la mujer estaban frías sobre la de él y le imploraba con el rostro. Tenía la expresión de una víctima… él había visto cien mil de esos rostros en la guerra, los que aún lo perseguían.
—¿Glenn? —musitó él, levantándose.
Pero la mente de Jan no preguntaba por el Glenn de ella; estaba sopesando el mundo en las balanzas de la justicia, equilibrando el contacto con estos delincuentes contra un sombrío sentido de corrección que se le había alojado en la mente.
Podía oír ahora a Karen en la oficina. ¿Qué hiciste qué?
Él parpadeó. Hoy rescaté a una drogadicta de manos de dos matones.
—Glenn Lutz —informó Helen—. ¡Por favor! No tengo adónde ir.
Ella giró la cabeza para ver a los hombres que se aproximaban. La vivaz y confiada mujer se había deshecho en desesperación.
Ahora los tipos se hallaban a menos de treinta metros, dirigiéndose directamente hacia ellos.
¿Qué hiciste qué?
Hoy rescaté a una drogadicta de manos de dos matones, y eso me hizo sentir vivo.
Jan salió disparado de la banca, halando a tropezones a Helen tras él.
—¡Vamos! ¿Están armados?
—¿Tiene usted un auto?
Él miró hacia atrás. Los hombres habían prescindido de sus fachadas profesionales y se apresuraban tras ellos. Ambos tenían pistolas que movían bruscamente mientras corrían.
—¡Rápido! ¡Por la esquina! —gritó Jan asombrado.
Los hombres se acercaban y de pronto Jan pensó que había cometido una equivocación. El corazón se le aceleró tanto por la embestida de adrenalina como por la carrera.
Ella corría ahora al lado de Jan, dando dos pasos por cada uno de él, pero no obstante igual de rápido.
Sin embargo los hombres ganaban terreno. Y el auto aún no se veía.
La próxima vez que viera a Karen muy bien podría ser desde una cama de hospital, hablándole detrás de un rostro vendado.
¿Qué hiciste qué?
Él parpadeó. Hoy traté de rescatar a esta drogadicta…
—¿Dónde está el auto? —quiso saber Helen jadeando casi con pánico.
Ahora se hallaban en la acera. Jan movió una mano al frente, señalando. Detrás se oía el taconeo de zapatos sobre el concreto. Entonces uno se detuvo. ¿Arrodillándose para disparar?
—¿Dónde está?
De repente un Cadillac blanco arrancó desde el bordillo y rugió a toda máquina hacia ellos, centelleando las luces. Helen se paró al lado de Jan y él la jaló de la mano.
—¡Vamos!
El Cadillac rechinó al detenerse al lado de ellos.
Jan abrió la puerta, dio la vuelta alrededor de Helen y la empujó al asiento trasero. Lanzó una última mirada al costado y vio que ambos hombres se habían detenido y ocultaban las pistolas. Subió tras Helen.
—¿Es este su auto? —preguntó ella mirando a sus perseguidores por la ventanilla ahumada, jadeando y eufórica.
—Sí. Gracias a Dios, ¡Steve!
—¡Vaya, Jan! ¿Qué diablos fue eso? —inquirió Steve haciendo un rechinante giro en U y empujando el acelerador hasta el piso.
Jan no contestó directamente.
—¿Está usted bien? —le preguntó a Helen.
—Sí.
—¿Qué fue eso, Jan? —volvió a preguntar el chofer, mirando una y otra vez por el espejo retrovisor—. ¿Qué diantres fue eso?
Jan empuñó la mano para calmar el temblor y rió tontamente.
Fue una risita corta de alegría, pero era la primera vez que había reído en mucho tiempo.
—¡Uuupaaa! —aulló—. ¡Lo logramos!
Steve sonrió de oreja a oreja, contagiado por el alivio de Jan.
—¡Yiiiijaaa! ¡Qué bien, lo logramos! —exclamó Helen en victoria, dándole a Jan una palmada en el muslo—. ¡Vaya! ¡Lo hicimos!
Dieron la vuelta en una esquina.
—Jan, ¿qué diablos fue eso? —volvió a preguntar Steve.
—No sé, Steve —contestó Jan mirando a Helen con una ceja arqueada—. De veras que no lo sé.