«Qué horrible es que los niños vean muerte, dices tú. Nos hemos equivocado del todo. Si haces que a un niño le aterre la muerte, no la aceptará con mucha facilidad. Y es necesario aceptar la muerte si deseas seguir a Cristo. Oye las enseñanzas de él: “A menos que te vuelvas como un niño… y a menos que tomes tu cruz todos los días, no puedes entrar al reino de los cielos”. Lo uno no es valioso sin lo otro».
LA DANZA DE LOS MUERTOS, 1959
Jan pasó a las cinco por Ivena en la limosina, y rápidamente se hizo obvio que ella estaba de mal humor.
—No estoy segura de estar con el ánimo para sorpresas ridículas, Janjic.
—¿Ridículas? Espero que no te sientas de ese modo cuando la sepas.
Ella lanzó una mirada de inspección al traje negro de él, sin aprobar totalmente.
—Así que vuelven a honrar al famoso autor.
—No del todo. Tienes que esperar —objetó él, sonriendo al pensar en lo que había planeado.
En realidad el acontecimiento era más como dos eventos en uno. Idea de Roald. Los directores deseaban honrarlos, y él les tenía esta sorpresa. Sería perfecto.
—Esta mañana volví a leer la parte de la muerte de Nadia —comentó Ivena con la mirada al frente.
No había nada que decir. Janjic movió la cabeza de lado a lado.
—Todavía es difícil imaginar mi parte en…
—Tonterías. Tu parte ahora es el libro.
Luego viajaron en silencio.
La guerra había terminado a los dos meses de esa fecha tan aleccionadora. Los libros de historia afirmaban que las fuerzas revolucionarias de Tito liberaron a Sarajevo de la ocupación nazi en abril de 1945, pero la guerra dejó a Yugoslavia más ensangrentada que a cualquier otra nación involucrada en la brutal contienda. Un millón setecientos mil ciudadanos murieron; un millón de esos a manos de otros yugoslavos, yugoslavos como Karadzic y Molosov y, sí, yugoslavos como el mismo Janjic.
Él pasó cinco tortuosos años en prisión por su acto de rebeldía contra Karadzic. El encarcelamiento resultó ser más amenazador para la vida que la guerra. Pero sobrevivió, y había emergido como un hombre transformado de adentro hacia fuera.
Fue entonces cuando comenzó a escribir. Siempre había sido escritor, pero ahora las palabras le salían con asombrosa claridad. Tres años después tenía al lado de la máquina de escribir un montón de hojas de ocho centímetros de alto, y en confianza le había dicho a Ivena que nadie las publicaría. Sencillamente eran muy espirituales para la mayoría de editoriales. Y si no muy espirituales sin duda muy cristianas. Para aquellas editoriales que sí publicaban material cristiano, las páginas eran demasiado sangrientas. Pero contenían la verdad, aunque la verdad no fuera terriblemente popular en muchos círculos religiosos. Al menos no esta parte de la verdad. La parte que sugería que debemos morir si queremos vivir. Él dudaba que alguien publicara alguna vez la obra.
Pero siguió escribiendo. Y eso fue bueno porque estaba equivocado.
Terminó la obra en junio de 1956.
Fue publicada en 1959.
Encabezó la lista de éxitos de librería del New York Times en abril de 1960.
—Hay tiempos para olvidar, Ivena. Tiempos como hoy. Tiempos en que el amor nos dice que vale incluso la muerte.
—¿Así que tu sorpresa de hoy tiene que ver con el amor? —preguntó ella, volviéndose hacia él—. No me digas que vas a invitarla.
—No estoy diciendo tal cosa —respondió Janjic sonriendo, avergonzado de repente—. Entonces no sería una sorpresa, ¿de acuerdo?
—De modo que el amor está en el aire, ¿no es así? —objetó Ivena en tono burlesco, pero los labios se le curvaron en una pequeña sonrisa—. Caramba, caramba. Parece que no podemos escapar del amor.
—El amor siempre ha estado en el aire, Ivena. Desde ese primer día. Hoy empiezo un nuevo viaje de amor.
—Tienes mucho que aprender acerca del amor, Janjic —aseguró ella riendo ahora—. Todos debemos hacerlo.
Una hora más tarde el fabuloso salón del hotel estaba abarrotado de personas augurando buenos deseos, sorbiendo refrescos de fruta y sonriendo en pequeños círculos. Siete mesas con manteles blancos bordados y elevados cirios rojos ofrecían suficientes camarones y corazones de alcachofa para alimentar una convención. Tres enormes arañas de cristal colgaban del techo color vino tinto en forma de cúpula, pero era Karen quien resplandecía intensamente esta noche, pensó Janjic. Si no todavía, entonces en pocos minutos.
La observó relacionarse con los invitados como solo podrían hacerlo los mejores publicistas: de forma cortés y tierna, pero muy persuasiva. Ella usaba un elegante vestido rojo que le favorecía la esbelta figura. Los labios de Karen esbozaban una sonrisa por algo que Barney Givens había dicho. Ella estaba con los líderes en el grupo… siempre tendía a acercarse a personajes con poder, deslumbrándolos con su inteligencia. El brillo en los femeninos ojos pardos no lastimaba, desde luego; la delicada curva del suave cuello, alargado ahora por una carcajada, tampoco le dificultaba la influencia. Para nada.
Trabajando como publicista para una de las firmas editoriales más grandes de Nueva York, Karen había llegado a una de las presentaciones de Janjic en los estudios ABC, más por curiosidad que por cualquier otra cosa, había dicho ella. La imagen de la hermosa morena sentada en primera fila permaneció con él por semanas, quizás porque esa noche las preguntas de ella fueron las más inteligentes. Era obvio que la experiencia la impactó profundamente, y hasta muy tarde esa noche Karen había leído todo el libro. Se habían vuelto a encontrar exactamente un mes después, en una conferencia en el norte, ocasión en que entraron en juego las maquinaciones de Roald. Tres meses más tarde ella había dejado Nueva York para ir a Atlanta, decidida a encender un nuevo fuego bajo La danza de los muertos. La habían contratado como agente y publicista, trabajando por cuenta propia. La genial publicista cinco años más joven que Jan había brindado nueva energía a un decadente mensaje que lanzó al libro a su tercera edición. Luego a la cuarta, y la quinta y la sexta edición, cada una en expansión a fin de suplir la demanda que casi sin ayuda de nadie ella había creado para la historia de Jan.
Ivena tal vez tenía razón al sugerir que Karen era una mujer intelectual, según la había llamado, pero en muchos sentidos Jan debía su carrera a la brillantez intelectual de la joven.
Karen se volvió súbitamente y captó la mirada de él, quien se ruborizó y sonrió. Ella guiñó un ojo y se dirigió a Barney sin inmutarse. Esta vez tanto Barney como Frank a su lado echaron las cabezas hacia atrás en una carcajada.
Jan se apoyó en la cabecera de la mesa, admirando a Karen. En ocasiones como esta ella podría debilitarle las piernas, pensó él.
Ivena se hallaba al otro lado del salón hablando con la contadora del ministerio, Lorna, y usando un vestido sencillo con flores amarillas que le acentuaba el aire de abuela. Pero a Jan no lo engañaban el cabello blanco ni la sonrisa gentil de ella. Allá las mujeres no hablaban de bordado cruzado… Ivena nunca hablaba de esas insignificancias. Saboréale las palabras, Lorna.
A la derecha de él un equipo de cámara exploraba la audiencia; Roald los había invitado cuando Jan le confesó su idea. Su sorpresa.
—Es publicidad perfecta. Les encantará —había expresado.
—¿Eres ahora el publicista?
—No, ¡pero cómo no pudimos consultar con Karen!
—Todo el mundo lo sabrá —protestó Jan.
—Exactamente. De eso se trata. Tú eres la voz del amor. Muestra ahora algo de amor de tu parte. ¡Es perfecto!
—¿Quién entonces?
—ABC. Puedo hablar con John Mathews acerca de ponerlo en las noticias.
Jan no pudo haber convencido a Roald aunque hubiera querido hacerlo. El equipo de ABC estaba filmando, y añadiendo libremente sus comentarios. Era ahora o nunca.
Jan levantó un tenedor, respiró hondo, y tintineó el costado del vaso. El repique se abrió camino entre las dispersas conversaciones. Volvió a tintinear, y se acalló el barullo.
La cámara ya había girado hacia él.
—Gracias. Es un placer ver aquí esta noche a todos ustedes. Gracias por venir —empezó Jan; el corazón se le quería salir del pecho; Roald tenía razón: Los ojos del mundo estaban puestos en él.
Se volvió para mirar a Karen, quien sonreía sin sospechar nada al lado de Frank y Roald.
—Probablemente la mayoría de ustedes cree que mi libro, La danza de los muertos, ha cambiado mi vida para siempre. Y tendrían razón. Podrían creer que es la culminación de una vida, pero en eso estarían equivocados. Es solo un comienzo. Después de todo, aún soy un hombre joven.
Se oyeron risas en el auditorio. Jan captó la mirada de Ivena.
—Ivena me dice que tengo mucho que aprender del amor —expresó, guiñándole un ojo, y ella hizo una gentil reverencia—. Y ella tiene razón. Me paro ante ustedes, ante todos mis amigos, ante el mundo, con la esperanza de empezar esta noche un nuevo viaje al interior del amor. Un viaje que me hará completo.
Betty, la administradora de correspondencia, sonrió de manera maternal y lanzó una mirada hacia Karen. Algunos de ellos ya lo habían imaginado, por supuesto. Difícilmente eran secretos los sentimientos de Jan por su publicista.
—Karen vino a nosotros hace tres años. Es brillante y amable. Impresionante y sensacional. Pero más que cualquiera de esos atributos, ella me hace un hombre, creo. Y yo la hago una mujer.
Todos los compañeros de trabajo de Jan habían rogado por este momento durante más de un año. Con la periferia de la visión él les veía el brillo en los ojos. Entonces alargó una mano de invitación hacia Karen, quien se movió entre la multitud sin apartar de él la mirada. Ahora los ojos de la joven estaban nublados, pensó Jan. Ella estiró la mano hacia él, y él la agarró, luego se inclinó y se la besó ligeramente en el dorso.
Por sobre el hombro de Karen, Jan vio que hasta Ivena sonreía ampliamente.
—No puedo creer que estés haciendo esto —manifestó Karen en voz baja.
—Créelo —le contestó él tranquilamente.
Al erguirse, en la mano del serbio reposaba el pequeño estuche negro, sacado del bolsillo mientras se inclinaba. Lo abrió de un jalón. Un solitario diamante de tres quilates brillaba sobre el terciopelo negro. Alguien lanzó un gritito de asombro, quizás Lorna, quien se hallaba a menos de dos metros de la pareja. Sí, esto era más bien extravagante. Pero así también era Karen.
Ella sonreía ahora sin inmutarse.
—Karen, ¿harás un viaje conmigo? —le preguntó él sosteniendo el estuche y mirándola a los ojos—. ¿Me darás tu mano en matrimonio?
Un pesado silencio se apoderó del salón. El sonido de la cámara de ABC zumbaba firmemente.
—¿Me estás pidiendo que me case contigo? —inquirió ella con un centelleo iluminándole el rostro.
—Sí.
—¿Quieres pasar tu vida conmigo?
—Sí —contestó él, y tragó grueso.
Ella bajó la mirada al estuche y estiró la mano para agarrarlo. Jan vio que esa mano tenía un ligero temblor. Ella iba a…
De pronto él no supo lo que Karen iba a hacer. Nunca se sabía con ella, quien hizo caso omiso del anillo, emitió un pequeño chillido, y se lanzó hacia él. Le rodeó el cuello con los brazos y lo atrajo fuertemente hacia sí.
—¡Sí! Sí, sí quiero.
Él casi deja caer el estuche, pero se las arregló para encerrarlo en la palma de la mano. Karen besó deliberadamente a Jan en los labios… más como muestra ceremoniosa que como expresión de pasión. Ella retrocedió y le guiñó un ojo. De inmediato agarró el estuche del anillo, se volvió hacia la cámara y lo sostuvo de manera orgullosa. El salón estalló en aplausos, amablemente acentuados con silbidos y gritos de aprobación.
La siguiente media hora transcurrió en un confuso sueño para Jan. Todos los felicitaron, uno por uno. Se sostuvieron entrevistas y resplandecieron focos de cámaras. Karen estaba radiante.
Roald se les acercó, sonriendo de oreja a oreja a medida que se calmaban los turnos de felicitaciones.
—Yo no podría ofrecer más alegría, mis amigos —les dijo, poniendo una mano en los hombros de cada uno—. Es un día perfecto para la pareja perfecta.
—Gracias, Roald —dijo Karen, haciendo una reverencia con la cabeza; luego miró a Jan con un brillo en la mirada—. Yo misma no podría imaginarme más.
Roald rió.
—Bueno, si no te importa entretener a los invitados por unos minutos, Karen, a los líderes les gustaría hablar con Jan. No te lo quitaremos por mucho tiempo, lo prometo.
—No me abandones por mucho rato.
—¿Tú? ¿Abandonada? Las cámaras aún están aquí, Karen. Estoy seguro que hallarás una manera de usarlas.
—Enseguida estaré contigo, Roald —expresó Jan.
El presidente de la Asociación Evangélica titubeó y luego retrocedió.
—Tómense su tiempo —manifestó, y luego se alejó de ellos.
—Así que realmente estamos haciendo esto, ¿no es así? —inquirió Karen.
—Evidentemente —contestó Jan mirándola, sonriente—. ¿Cómo te sientes?
—Me siento como debería, creo. Tener las cámaras aquí fue un toque perfecto. ¿Idea tuya?
—De Roald.
—Así lo pensé. Buen tipo.
—Sí —asintió él mirando alrededor y viendo que la gente de la compañía estaba ocupada en su mayor parte; entonces se inclinó hacia delante y besó suavemente en los labios a la joven—. Felicitaciones.
Se quedaron en silencio por un momento. Ella alargó la mano y le enderezó la corbata, un pequeño hábito que realizaba de manera muy rutinaria.
—Eres un hombre muy atractivo. Estoy muy orgullosa de ti.
—Fue en serio lo que dije, ¿sabes? Cada palabra.
—Sí, lo sé, Sr. Jovic —contestó ella besándolo en la mejilla—. Y fue en serio lo que yo dije.
—¿Qué dijiste?
—Dije sí.
—Es verdad, lo dijiste —reconoció él sonriendo y asintiendo—. ¿Quieres ahora disculparme por unos minutos mientras me encargo de Roald y sus amigos?
—Tómate tu tiempo —asintió ella.
Jan la dejó y se dirigió al salón de reuniones al otro lado del pasillo. Roald lo interceptó. Ambos hombres pasaron frente a una docena de invitados, asintiendo con gentileza.
—Ya están esperando —le comunicó Roald—. No quise interrumpir el momento, pero Barney tiene un vuelo en dos horas, y Bob prometió a su nieto que esta noche lo llevaría al teatro.
—¿Ivena?
—Ella también está esperando —informó Roald con una sonrisa.
—Qué bueno —contestó Jan.
Entraron a la sala de reuniones y cerraron la puerta que daba al ruidoso pasillo.
Ivena estaba sentada al lado de Janjic, escuchando la escena que con un tumulto de monotonía se desarrollaba ante ella. Se hallaban alrededor de la mesa ovalada, siete íconos evangélicos canosos de todos los rincones del país, sobrios pero alegres a la vez, mirando a Janjic, el premio de ellos, quien se hallaba incómodo en la cabecera. Habían pasado la primera parte felicitándolo por el compromiso y ahora se estaban dedicando a lo realmente básico. Al menos así era como Ivena veía el ambiente.
Janjic conservaba un comportamiento distinguido… sabía introducirse en el perfecto lustre profesional cuando lo exigía la ocasión. Pero debajo de su nueva piel estadounidense difícilmente lograba esconder al serbio que ella había conocido. Al menos él no podía esconderse de ella. Ivena observó la forma en que con toda calma él se alisaba la ceja derecha cuando se hallaba impaciente, como ahora. Y el modo en que la boca se le curvaba en una sonrisa ligera pero decidida cuando discrepaba educadamente. Como sucedía ahora.
Había engordado con los años y siempre había sido mucho más alto que ella, pero bajo la dominante fachada aún era un hombre joven buscando escapar. El rostro estaba envejecido por treinta y ocho años… la guerra y cinco años en prisión eran los principales responsables. No importaba, aún era sorprendentemente bien parecido. Patas de gallo ya le arrugaban la piel alrededor de los ojos por la constante sonrisa. Tenía el cabello rubio oscuro peinado hacia atrás, con canas sobre las orejas y rizado en el cuello. Ivena pensó que las blancas camisas estadounidenses con sus corbatas siempre se veían un poco ridículas en Jan. Ella se preocupaba por nimiedades respecto a su amigo escritor, y era obvio que Karen discrepaba con esto.
Ivena observó a Janjic mover los ojos color avellana alrededor de la mesa, asimilando las miradas de todos. Roald Barns, presidente de la Asociación Evangélica Estadounidense, y el hombre que los había traído a esta nación cinco años atrás, se hallaba frente a él.
—Creo que lo que Frank quiere decir —enunció Roald, señalando al hombre de rostro cuadrado a su lado—, es que tenemos una obligación con la excelencia. La danza de los muertos se ha vendido más que cualquier libro religioso en este siglo. Excluyendo la Biblia, desde luego. Y eso significa que se ha convertido en una extensión del cristianismo, por así decirlo. En una voz hacia el mundo perdido. Es importante mantener pura esa voz. Estoy seguro que Jan estaría de acuerdo con eso.
—Sí, por supuesto —asintió Jan.
Estos líderes evangélicos habían venido para honrarlo y juzgarlo de un tirón, pensó Ivena… todos vestidos con camisas blancas almidonadas y corbatas negras. Dios prohibió a Janjic convertirse alguna vez en una copia al carbón de estos sujetos.
Ivena se había contenido suficiente tiempo mientras estos hombres disertaban durante sus rondas de sabiduría. Ella decidió que era hora de hablar.
—En realidad depende de qué voz están ustedes tratando de mantener pura, ¿no es así, Frank? —inquirió ella.
Todas las cabezas se volvieron hacia Ivena.
—El mensaje del libro —explicó Frank—. El mensaje del libro debe permanecer puro. Y las vidas de quienes proclamamos ese mensaje, desde luego.
—¿Y cuál es el mensaje del libro? —volvió a preguntar Ivena.
—Bueno, creo que ya conocemos el mensaje del libro.
—Sí, pero satisfágame. Janjic me dice que es tanto mi historia como la de él. Por tanto, ¿qué les dice esta historia acerca de la relación de Dios con el hombre?
Los líderes intercambiaron miradas, desprevenidos por el repentino desafío de la dama.
—Es la historia de un derramamiento de sangre inocente —opinó Bob Story a la izquierda de Ivena; el rechoncho y pequeño líder evangélico se movió en el asiento—. La muerte de mártires, que prefieren morir en vez de renunciar a Cristo. ¿No dirían eso?
—En parte sí, eso resume algo de lo que aconteció. Sin embargo, ¿qué les enseña la historia, caballeros? ¿Um? Quiero saberlo porque, a menos que me esté perdiendo el tono de los últimos diez minutos, ustedes están más preocupados por proteger la imagen de la iglesia que por extender el mensaje de los mártires. Pienso que ustedes creen tener un defectuoso portavoz en Janjic, y eso les aterra.
El salón se sintió súbitamente sin aire. Janjic la miró como si se hubiera vuelto loca. Pero ella tenía razón, y todos lo sabían. Les encantaba el éxito del libro, pero de vez en cuando ofendían al escritor.
—Verdad, ¿no es así? Janjic ha escrito un magnífico libro titulado La danza de los muertos y él ha sido aceptado por un mundo hambriento de la verdad no adulterada. Pero Janjic solo es un hombre común y corriente. Un excelente escritor, obviamente, pero un hombre con su parte de imperfecciones. Quizás un hombre con más que su parte de imperfecciones, considerando las cicatrices que la guerra le ha dejado en el corazón. Y ahora que ha sido elegido por el mundo como vocero del cristianismo de ustedes, están un poco nerviosos. ¿Me equivoco?
La miraron sin pestañear.
Un mesero del hotel entró a la sala de conferencias, tal vez para ofrecer postres, pero al mirar alrededor de la mesa lo pensó mejor y dio media vuelta. El aire acondicionado zumbaba detrás de Ivena, lanzándole aire frío por el cuello.
Roald fue el primero en recuperarse.
—Creo que puedo hablar por el grupo cuando afirmo que tenemos plena confianza en Jan. Pero tienes razón, Ivena. Él ha sido escogido por el mundo, como dices. Aunque no sin nuestra ayuda, podría agregar yo —manifestó, y todos rieron—. Y él es un portavoz para la iglesia. Frank está en lo cierto, por virtud de su propio éxito Jan tiene una serie única de normas, diría yo. No diferente de cualquier otro modelo de conducta… un héroe deportivo, por ejemplo. A todo el que se le ha dado mucho, se le exigirá mucho.
—Creo que Roald tiene razón —añadió Barney Givens después de aclarar la garganta—. No estamos cuestionando la obra de Dios en ninguna de las vidas de ustedes. Eso es algo maravilloso, más de lo que cualquiera de nosotros podría pedir. Tu libro, Jan, ha hecho tanto por la salud espiritual de esta nación como lo están haciendo las cruzadas de Billy Graham. No nos malinterpretes. Pero tienes que recordar que representas a la iglesia, hijo. Los ojos del mundo están puestos en ti. Tienes nuestra honra, pero también tienes nuestra advertencia.
—No pedí representar a la iglesia —objetó Janjic—. Tenía a Dios en mente cuando escribí el libro. ¿He ocasionado una ofensa específica, o solo estamos jugando con palabras? Estoy sintiendo que aquí me están disciplinando.
—Absurdo —refutó Frank—. Simplemente estamos advirtiéndote que cuides tus pasos, Jan. Tienes una maravillosa personalidad, jovencito, pero a veces tiendes a perder los estribos. Comprendo cuán difícil debe ser vivir con los recuerdos de la guerra; yo mismo sobreviví a los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial. Pero eso no cambia mi responsabilidad de mantener las más elevadas normas. Ahora es el momento de considerar peligros… no después de que hayas caído en ellos.
—¿Y cuántas mujeres y cuántos niños viste masacrados en tu guerra? ¿Cuántos años pasaste en prisión?
—No me estoy refiriendo al estrés de la guerra, y lo sabes. Estoy hablando de peligros morales, Jan. Cualquier apariencia cuestionable se reflejaría muy mal en la iglesia.
—Te estamos advirtiendo —agregó Ted Rund—. Se te ha conocido más bien como poco ortodoxo. A mí, por lo pronto, no me podría cautivar más lo que ha sucedido, amigo mío. Pero ahora estás hablando a nombre de la iglesia. Has estado prácticamente en todo programa de televisión en el país. Vivimos una época de cambios violentos. El estado moral de nuestra nación está bajo ataque de estrangulamiento total, y se empieza a escudriñar a la iglesia bajo una nueva luz. Eres uno de nuestros voceros más eficaces. Simplemente te estamos pidiendo cuentas.
Jan se echó hacia atrás en la silla y tamborileó los dedos en la mesa. Era obvio que no le estaban diciendo todo.
—¿Qué hice? Díganme cómo los ofendí —exigió saber.
Roald y Frank se miraron, pero fue Frank quien contestó.
—Lo que hiciste fue cuestionar nuestro carácter la semana pasada frente a dos millones de televidentes.
—¿El carácter de ustedes? ¿Quieres decir cuando estuve con Walter Cronkite? —inquirió Jan con incredulidad—. Él me preguntó si la iglesia de hoy entiende el amor de Cristo. Le dije que no. ¿Encuentran ustedes ofensivo eso?
—Creo que «no en absoluto» fueron las palabras que escogiste. Y sí, nuestro carácter. Nosotros representamos a la iglesia; la iglesia representa el amor de Cristo, y tú tienes la desfachatez de opinar en un programa nacional que nosotros no entendemos ese amor. ¿No crees que eso socave el liderazgo?
—Todavía no han respondido mi pregunta, caballeros —interrumpió Ivena tranquilamente—. ¿Cuál es el verdadero mensaje del libro de Janjic?
La miraron asombrados, como si la mente de ella no le funcionara de manera adecuada.
—Yo se los diré entonces —continuó la mujer—. El mensaje es que Dios ama de forma apasionada a la humanidad. Que un momento con Dios vale la pena la muerte. Él dio su propia vida por nada menos. No estoy segura que alguno de ustedes haya conocido aún la naturaleza del amor de Dios.
A no ser por el sonido de la cuchara de Bob Story tintineando en el café, se hizo silencio en la sala. Ellos habían venido de todo el país a una conferencia en Atlanta y apartado unas horas en honor a Janjic. Sin duda no habían esperado esto. Jan miró a Roald y le brindó esa sonrisa personal, como si dijera: «Ella tiene razón… sabes que así es». Roald le sostuvo la mirada a Jan por un segundo completo y luego miró a Ivena.
—Creo que Ivena tiene razón —manifestó—. Todos estamos aprendiendo acerca del amor de Dios. Ivena simplemente ha expresado esta verdad en una forma tan única como la historia de Janjic. Y por favor no nos malinterpreten; estamos emocionados por la obra que Dios ha hecho con La danza de los muertos. Creo que mi propio esfuerzo habla por sí solo. Simplemente te pedimos que tengas prudencia, Jan. Ahora estás entre los rangos superiores, por así decirlo. Muchas personas ven tu ejemplo. Solo cuida tus pasos, eso es todo. ¿Qué reza el dicho? «¿No muerdas la mano que te da de comer?»
Varios rieron. Ivena pensó en decirles que Janjic no necesitaba de las manos de ellos, pero se contuvo.
—Muy bien —contestó Jan asintiendo—. Se toma en cuenta el punto.
Eso pareció satisfacerlos.
—Propongo un brindis —planteó Roald subiéndose los anteojos—. Por La danza de los muertos. Que viva eternamente.
Bebieron a un coro de «amenes». Sin duda ellos debían saber que en realidad la vida de la famosa novela de Janjic se acercaba al final. Esta se había remontado alto y rápido, pero la historia había seguido su curso en los últimos cinco años, un hecho que dio a Ivena una pausa a la luz de la conversación que allí tenía lugar. ¿Por qué ahora les preocupaba tanto la imagen de Jan a Roald y a este grupo conservador?
La reunión se desintegró diez minutos después con firmes apretones de mano y una última serie de afirmaciones. Los líderes se fueron, dejando solos a Janjic e Ivena en la sala vacía. Los sonidos de carcajadas llegaban aún a través de la puerta abierta; la fiesta se iba apagando poco a poco.
—Me debo ir ahora, Janjic.
—¿Tan pronto? Si ni siquiera me has felicitado.
—Felicitaciones, mi querido serbio —expresó ella sonriendo y acariciándole la mejilla—. Estoy segura que Karen te hará muy feliz.
—Gracias. ¿Te gustaría que Steve te llevara a casa?
—Tomaré un taxi.
—Entonces te acompañaré.
Jan esquivó la fiesta y acompañó a Ivena hasta la calle. Solo una vez afuera la confrontó respecto del intercambio en el salón.
—¿Crees de veras que fue el mejor momento para cuestionarles las sensibilidades espirituales, Ivena?
—Tal vez ese era el único momento. No ando con ellos todos los días.
—Por supuesto, pero fuiste muy directa. En realidad no me debería quejar… creo que eso jugó a mi favor.
—¿Cómo así, Janjic?
—Comparado contigo me ven como una suave brisa. Quizás yo tenga breves períodos de desorientación y agarre el teléfono más cercano ante las ruidosas detonaciones del tubo de escape de un vehículo, pero al menos no me pongo a la altura de los máximos líderes religiosos de la nación para instruirlos en el amor de Cristo —expresó riendo y luego carraspeó.
—Ellos serán un recuerdo lejano cuando regresemos a Bosnia —opinó ella.
—Estoy feliz en Estados Unidos. Tú eres feliz en Estados Unidos. ¿Por qué te aferras a la ridícula idea de volver a la tierra que casi nos mata a los dos?
—Es una idea que no se disipará. Veremos, Janjic.
Ella no estaba segura si el presentimiento de que ellos alguna vez volverían a ver por última ocasión la tumba de su hija venía de sus propios deseos latentes, o si había algo más obrando allí, algo que tres años atrás ella había renunciado a tratar de discernir.
—No estoy seguro que Karadzic tome mi regreso con mucha amabilidad. Lo he convertido en un monstruo infame.
—Una reputación bien merecida —asintió ella.
Caminaron por la acera.
—Anoche volví a tener el sueño —comunicó él—. Y fue muy vívido.
Ivena lo miró. Él ya había tenido durante veinte años el mismo sueño cada ciertas noches hasta ahora… la pesadilla que los psiquiatras solían culpar a la guerra. Pero Ivena tenía sus propias ideas. Entonces se detuvo y se volvió hacia él.
—Cuéntamelo.
—Lo sabes. No hay nada nuevo.
—Cuéntamelo otra vez. Te ayudará.
—Está bien —asintió él tragando saliva—. Estoy en un salón muy oscuro, atado a una viga de madera detrás de mí. Es lo mismo: No logro ver nada, pero puedo sentirlo todo… las cuerdas enterrándoseme, el sudor bajándome por el cuerpo desnudo. Creo que me están crucificando.
Jan se detuvo y respiró hondo. Luego continuó.
—Puedo oír mi respiración, en jadeos largos e irregulares, resonando como si yo estuviera en una cámara. Eso es todo lo que logro oír, y me aterra. La situación perdura así por bastante tiempo, como si yo estuviera suspendido entre la vida y la muerte —dijo él, y parpadeó—. Entonces se encienden las luces. Y no estoy en una mazmorra; estoy mirando un campo blanco.
Se detuvo y bajó la mirada hacia Ivena.
—Y así es como siempre termina —declaró ella más como una afirmación que como una pregunta.
—Sí. Y no significa nada para mí.
Ella levantó la mano y le frotó el brazo. Él se pasó nerviosamente la mano por el cabello.
—Los médicos podrían tener razón; quizás solo sea que la mente me esté jugando bromas, fingiendo ser el padre Michael en la cruz.
—Esos médicos están llenos de tonterías. Hazme caso; el sueño tiene significado más allá de este mundo. Siento mucho que no pueda decirte de qué se trata, pero un día lo sabremos. Estoy segura de eso.
—Podrías tener razón.
—Quizás el sueño hable más de lo que no has experimentado que de lo que sí has vivido, ¿um?
—¿Queriendo decir qué?
—Queriendo decir que hay más que aprender acerca del amor, Janjic. Que La danza de los muertos solo cuenta parte de la historia. Dios sabe que tienes más que aprender del amor.
—Igual que todos —objetó él mirándola con leve asombro—. Sin embargo, ¿estás sugiriendo ahora que no he aprendido la lección del clérigo, ahora mismo al lado de Roald?
—No necesariamente. Pero sí me preocupo por ti a veces, Janjic. En ocasiones me pregunto si te has vuelto más como quienes te rodean que lo que ellos se han vuelto como tú. Defiendes la verdad con palabras enérgicas, pero tu vida está cambiando.
Ahora el leve asombro en él estaba acompañado de un parpadeo.
—¿Crees eso de veras?
—Vamos, Janjic. ¿Es en realidad tan secreto?
—No sé. Pero cambiar algunas cosas aparentemente no rehace a un individuo.
—No. No me estaba refiriendo a tu piel sino a tu corazón. ¿Dónde yacen tus sentimientos, Janjic?
—Mis sentimientos están con Dios. ¡Y también con Karen! Tal vez no lo apruebes, pero soy yo, no tú, quien se está casando con ella.
—¡Lo que estoy diciendo no tiene nada que ver con Karen! Estoy hablando de Cristo.
—Eres demasiado fuerte, Ivena. He escrito un libro sobre los sentimientos de Cristo, ¡por amor de Dios! Dame algo de crédito.
—Presenciaste una dramática expresión de afecto entre Dios y el hombre, y has consignado tus observaciones en un libro. Solo porque viste el amor del sacerdote no significa que hayas aprendido cómo vivir del mismo modo —expresó ella e hizo una pausa—. Quizás nos diga algo el hecho de que no hayas podido escribir después del libro.
Ella nunca había hablado tan claramente del asunto, y él la miró sorprendido.
—¡Dices eso con tal convicción! También pasé cinco años en prisión por oponerme a Karadzic. ¿Cuestionas sin embargo mi amor por Dios? ¿Y dices que eso me ha puesto un bloqueo como escritor?
—Tú comprendes el amor en maneras que la mayoría no entiende. No obstante, ¿lo has amado de ese modo? ¿Has amado a Cristo? O en realidad, ¿lo he amado yo? Te diré algo más: A menos que lo hagamos, no hallaremos paz.
Has visto demasiado, mi querido serbio.
El tráfico zumbaba en la calle. Janjic agitó la mano a un taxi que viró hacia ellos.
—Sí, tal vez he visto demasiado. Y tú también —comentó él mirándola—. Tienes razón, un día encontraremos nuestro camino a través de esto. Mientras tanto, por favor, no me prives del amor que tengo por Karen.
Él sonrió y le abrió la puerta.
—Dame al menos eso.
—No estés tan seguro de que no lo apruebo. No debes confundir prudencia con desaprobación, mi querido serbio —enunció ella, y subió al taxi—. Llámame pronto, Janjic. Ven a cenar cuando puedas.
—Lo haré. Gracias por venir.
—Para mí fue un placer —dijo ella, y cerró la puerta.
Ivena lo dejó allí parado solo, viéndola irse. Totalmente vestido con la ropa equivocada, pero de todos modos apuesto. Famoso y ahora comprometido para casarse. Tan sabio y tan tierno, pero a su manera perdido sin saberlo.
Su Janjic.