Janjic observó el cuerpo sollozante del sacerdote en esa cruz, y de modo vacilante se puso de pie. Nada le importaba ahora excepto que el sacerdote fuera liberado. Si había necesidad, él mismo moriría, mataría o renunciaría a Cristo.
Pero con una simple mirada a los ojos de Michael, Janjic supo que el sacerdote quería morir ahora. El mártir había encontrado algo de mayor valor que la vida. Había hallado este amor por Cristo.
Karadzic zarandeaba la pistola hacia el cura, mirando a los aldeanos, tratando de obligarlos a apostatar y continuando con su plan como si creyera que todo el asunto fuera una agradable broma. Pero el sacerdote había dirigido bien a su rebaño. Ellos no parecían capaces de negar a su Cristo, a pesar de lo que esto significara para el sacerdote.
—¡Hablen ahora o lo mataré! —gritó Karadzic.
—Yo hablaré.
Janjic levantó la cabeza. ¿Quién había dicho eso? Un hombre. ¿El clérigo? No, el clérigo ya no tenía la fuerzas.
—Yo hablaré por mis niños.
¡Era el sacerdote! Era el sacerdote, levantando la cabeza y mirando de lleno a Karadzic, como si hubiera recibido una inyección de energía.
—Su amenaza de muerte no nos asusta, soldado —pronunció en tono bajo, sin ira, a través de lágrimas que aún le recorrían el rostro—. Hemos sido comprados por sangre, vivimos por el poder de esa sangre, moriremos por esa sangre. Y nunca, nunca, renunciaremos a nuestro amado Cristo.
La voz se le hizo ronca.
—Él es nuestro Creador, señor.
El padre Michael volvió la mirada hacia las mujeres, y lentamente se le formó una sonrisa en los labios.
—Hijas mías, por favor. Por favor…
El rostro se le contrajo con desesperación. La sangre se le enmarañaba en la barba y apenas podía hablar ahora debido a todas las lágrimas.
—Por favor —logró expresar ahora en voz baja—. Déjenme ir. No me retengan… Amen a todos aquellos que se les crucen por el camino, todos son hermosos. Muy… muy hermosos.
Ni un alma se movió.
Una torcida y lejana sonrisa surcó los labios del sacerdote, quien exhausto bajó la cabeza. Un aleteo batió el aire. Era la paloma blanca, volando hacia ellos. El ave se mantuvo por encima del padre Michael, luego se posó suavemente en la cruz, mirando al hombre sangrante a un metro debajo de sus delgadas patitas.
El sonido llegó suave al principio, como un tren lejano esforzándose por trepar una colina. Pero no era una locomotora; era el sacerdote, y estaba riendo. La cabeza le colgaba y el cuerpo se le estremecía.
Janjic retrocedió instintivamente un paso.
El sonido se hizo más fuerte. Tal vez el hombre había enloquecido. Pero Janjic sabía que nada podía estar más lejos de la verdad. El sacerdote era quizás el hombre más cuerdo que alguna vez había conocido.
De pronto el cura levantó la cabeza y habló… no, no habló, cantó. Con moco saliéndole por las fosas nasales y lágrimas humedeciéndole las mejillas ensangrentadas, y además portando una alegría sobrenatural en el rostro, echó la cabeza hacia atrás y cantó con voz áspera y forzada.
—Canta oh hijo de mi amor…
Entonces comenzó a reír.
El panorama de contrastes conmovió el pecho de Janjic y le quitó el aliento. El calor le estalló en el cráneo y se le extendió por la columna.
La risa resonó ahora en la plazoleta. Karadzic tembló, paralizado en el suelo. Ivena miraba al sacerdote, llorando con las demás mujeres. Pero no era terror o ni siquiera tristeza lo que se había apoderado de ella sino algo más, algo totalmente distinto, similar a anhelo. Algo…
Un disparo le resonó a Janjic en los oídos, y él se sobresaltó. Un espiral de humo surgió de la amenazadora pistola de Karadzic.
El resonante estallido dejó absoluto silencio a su paso, sofocando la risa. El padre Michael se desplomó en la cruz. Si no estaba muerto, lo estaría pronto.
Entonces Janjic corrió, moviéndose de un lado a otro, consciente solo del calor que se le filtraba por el cuerpo. No pensó en correr, solamente corrió. Sobre piernas no más firmes que motas de algodón, huyó del pueblo.
Cuando finalmente lo alcanzó la mente, esta le dijo que él también había muerto.
Janjic no supo cuánto tiempo corrió, solo que el horizonte ya había oscurecido cuando cayó él al suelo, acabado, casi muerto. Cuando le llegaron momentos de claridad él mismo se recordó que su huida de la aldea le significaría la muerte. Los miembros de la resistencia no trataban con amabilidad a los desertores, y Karadzic se complacería en resaltar el punto. Allá atrás había trazado una línea en la arena con el comandante. No había manera de evitar la ira de Karadzic.
Pero entonces recordó que ya estaba muerto… un fantasma que camina. Eso fue lo que había aprendido en la aldea al ver reír al sacerdote en la cruz.
¿Y qué con respecto al hecho de que el corazón le bombeaba sangre por las venas? ¿Qué acerca de estos pensamientos que le daban vueltas en el cerebro como perdigones rebotadores? ¿No revelaban vida? Quizás en una realidad mundana y banal. Pero no en la misma forma en que la acababa de presenciar. No como esa vida que pertenecía a los aldeanos. A pesar de la niña cuya vida había sido cegada a sangre fría; a pesar del martirio del clérigo, los pueblerinos poseían vida. Tal vez debido a eso mismo. ¡Y qué vida! Reír frente a la muerte. ¡Él nunca había siquiera oído de esa clase de fe! ¡Nunca!
Por eso tenía que volver allá.
Janjic pasó la noche acurrucado en el frío y sin una fogata. El cuello le dolía donde la pistola de Karadzic le había hecho un profundo corte exactamente detrás de la oreja, que le recorría hasta el hombro. Imágenes de la aldea le venían de la oscuridad, como susurros del otro lado. Una jovencita vestida de rosado cayendo al concreto, con horquillas amarillas y un pequeño agujero en la sien. Un sacerdote suspendido de una cruz de cemento, riendo. La niña le había preguntado al cura: ¿Me oíste reír? Risas. Esas risas parecían haber embrujado a ambos. Difusión de vida en el más allá; y fue la risa la que había hecho de la matanza un suceso realmente aterrador. Enfréntalo, Jan, antes has visto peores cosas y has salido encogiéndote de hombros. Pero esto. ¡Esto le había ingresado al pecho y había hecho que le explotara una granada!
Había tenido un sueño al caminar sin rumbo. Se hallaba en un calabozo oscuro, atado a una viga. Quizás una cruz. No logró ver nada, pero su propia respiración resonaba sobre él, increíblemente fuerte en el sombrío espacio. Esto lo aterró. Entonces el mundo se le iluminó con un relámpago y vio un fabuloso campo blanco.
Entonces había despertado, sudando y jadeando.
En algún momento después de la medianoche Janjic se levantó y regresó por el camino en que había venido. No tenía idea qué iría a hacer una vez allá, pero sabía que al huir se había comprometido a regresar.
Llegó a la aldea al amanecer, pasando por la misma colina desde donde divisaran por primera vez este apacible valle. Se detuvo, respirando firmemente por las fosas nasales. En lo alto, y como un manto perfecto, nubes grises marchaban hacia el horizonte. El ambiente estaba tranquilo y silencioso excepto por el gorjeo de un gorrión cercano. La iglesia se levantaba allá abajo como una enorme lápida, rodeada por viviendas cuidadosamente ubicadas. Una delgada niebla se movía por el perímetro norte. De las chimeneas de varias casas salían espirales de humo. En cualquier otro día Janjic podría haberse topado con la escena y haberse imaginado el calor de fogones crepitando en el interior de esas casas.
Pero hoy Janjic no podía imaginar fogones. Hoy solo pensaba en la fría muerte. Un nudo se le hizo en la garganta. El cementerio estaba envuelto por una docena de enormes álamos. Detrás de esas mustias hojas había una cruz elevada. Y en esa cruz…
Janjic descendió la colina, con el corazón golpeándole como un gato. Ahora las fuerzas invisibles que lo habían expulsado de la aldea le penetraron a los huesos, poniéndole la carne de gallina a lo largo de los brazos. Una vez había oído a un sacerdote ortodoxo orar pidiendo protección. «Aun si voy por valles tenebrosos, no temo peligro alguno porque tú estás a mi lado». Janjic susurró tres veces la oración mientras se acercaba a los altos árboles.
Luego se encontró detrás de estos, y se detuvo.
La gris cruz permanecía elevada más allá de docenas de cruces más pequeñas. Un perro negro olisqueaba la tierra en la base. Pero el cuerpo… el cuerpo ya no estaba. Por supuesto. ¿Qué había esperado él? Sin duda no irían a dejar el cuerpo para las aves de rapiña. No obstante, ¿dónde habían dejado el cuerpo? ¿Y el de la niña?
Janjic siguió a tropezones, de repente con ansias por encontrar al sacerdote. Lágrimas le hacían borrosa la visión, y se pasó las muñecas por los ojos. ¿Dónde estás, sacerdote? ¿Dónde estás, mi sacerdote?
Habían revuelto la tierra al pie de la cruz; amontonada en un suave montículo exactamente del tamaño de un cuerpo. Un cuerpo grande. Y a continuación un montículo más pequeño. Habían enterrado al sacerdote y a Nadia al pie de la cruz.
Janjic corrió hacia las tumbas, de repente conmovido por todo. Por la guerra y los monstruos que esta había engendrado; por imágenes de mujeres pacíficas y niños alegres; por una escena de la niñita desplomándose y el sacerdote colgando. ¡Por los ecos de esa risa y el atronador estruendo final!
Las lágrimas eran tan profusas en los ojos del soldado que en los últimos metros solo pudo ver vagas figuras. El perro huyó y Janjic dejó caer el cuerpo al instante en que los pies sintieron la tierra recién removida. Cayó bocabajo sobre la tumba del cura, sollozando ahora desde el estómago, agarrando firmemente la tierra.
Quería implorar perdón. Quería deshacer de algún modo lo que había hecho al visitar este pacífico pueblo. Pero no logró formar las palabras. Jadeó hondo, apenas consciente ahora de la tierra en la boca. Cada músculo en el cuerpo se le contrajo, y creyó que las rodillas se le levantaban debajo de él. Sintió algo como la muerte y la recibió con agrado, totalmente ajeno ahora al mundo. Golpeó el suelo con el puño y sollozó.
Perdóname, ¡perdóname! Oh, Dios, ¡perdóname!
Janjic se quedó allí por prolongados minutos, los ojos apretados debido a un ataque de imágenes. Y suplicaba. Suplicaba que Dios lo perdonara.
—Janjic.
¿Su nombre? Alguien estaba pronunciando su nombre.
—Janjic.
Levantó la cabeza. Ellos se habían reunido en un semicírculo a la entrada de la plaza, a diez metros de distancia, las mujeres y los niños. Todos ellos.
La madre de Nadia estaba ante él.
—Hola, Janjic —saludó ella con una lívida sonrisa en los labios.
Él se puso de rodillas, y luego se levantó sobre temblorosas piernas. El mundo aún le daba vueltas.
—Así que has vuelto —expresó Ivena; su sonrisa había desaparecido—. ¿Por qué?
Janjic miró alrededor de los aldeanos. Los niños agarraban las manos de sus madres, mirándolo con ojos bien abiertos. Las mujeres miraban fijamente sin moverse.
—Yo… —titubeó Janjic, y carraspeó—. Yo…
Estiró las manos, con las palmas hacia arriba.
—Por favor…
—El sacerdote no murió enseguida —comunicó Ivena dando un paso al frente—. Vivió un buen rato después de que se fueron los otros soldados. Y nos dijo algunas cosas que nos ayudaron a comprender.
Una profunda tristeza le trepó a Janjic por la garganta.
—No podemos condenarte —expresó ella, pero empezó a llorar.
Janjic creyó que el pecho se le podría explotar.
—Perdónenme. Perdónenme. Perdónenme por favor —imploró.
Ivena abrió los brazos y Janjic se metió entre ellos, sollozando ahora como un bebé. La madre de Nadia lo abrazó y le palmeó la espalda, consolándolo y llorándole sobre el hombro. Unas doce mujeres más se acercaron y les pusieron las manos encima, hablando quedamente en compasión y orando con armoniosas voces.
—Señor Jesús, sana a tus hijos. Consuélanos en este momento de oscuridad. Báñanos con tu amor.
Y el Señor Jesús de esta gente los bañó en su amor, pensó Janjic, quien siguió temblando y sollozando, un hombre alto rodeado por un grupo de mujeres, pero ahora las lágrimas de él estaban mezcladas con afabilidad.
Cuando estuvieron juntos lo suficiente como para dejar de llorar, ellas hablaron en cortas y dispersas frases, condenando lo que había ocurrido, y consolándose entre sí con palabras de amor. El amor de Nadia; el amor del padre Michael; el amor de Cristo.
Cuando dejaron de hablar, Janjic caminó hasta la cruz. Manchas de sangre ensombrecían el concreto gris. Se agarró a la cruz con ambas manos y la besó.
—Juro en este día seguir al Cristo de ustedes —enunció y volvió a besar la cruz—. Lo juro con mi propia vida.
—Entonces él tendrá que ser tu Cristo —expresó Ivena.
Ella agarró de manos de Marie una botellita del tamaño de un puño. Una botella de perfume, quizás, con la parte superior puntiaguda y la base plana.
—Sí. Él será mi Cristo —confesó Janjic.
Ella le pasó la botellita. Era de color rojo oscuro, sellada con cera. Janjic la agarró con cuidado y la analizó.
—Tómala en recuerdo de la sangre de Cristo, la cual compró tu alma —dijo ella.
—¿Qué es?
—Es la sangre del sacerdote.
—¡La sangre del sacerdote! —exclamó Janjic, y casi deja caer el envase.
—No te preocupes —anunció alguien más—. Está sellada; no te picará. Solo tiene valor para hacernos recordar. Piensa en ella como una cruz: un símbolo de muerte. Acéptala por favor y recuerda bien.
Janjic cerró los dedos alrededor del cristal.
—Lo haré. Nunca olvidaré. Lo juro —prometió, y un gran consuelo le recorrió el cuerpo; levantó las manos y miró al cielo—. ¡Lo juro! Y también entregaré mi vida por ti. Recordaré tu amor demostrado este día por medio de estos, tus hijos. Y retornaré ese amor mientras viva.
La oración del soldado resonó por toda la plazoleta como una campana sonando desde las torres. Los aldeanos miraron en silencio.
Entonces en alguna parte, detrás de las faldas de una de las madres o debajo de los rosales de la hermana Flouta, un niño pequeño río. Era un sonido absurdo y extraño en el cargado momento. Era un sonido inocente que danzaba sobre cuerdas desde el cielo. Era un sonido hermoso, encantador y divino que produjo en los huesos del soldado un placentero estremecimiento.
Era un sonido que Janjic nunca, pero nunca, olvidaría.
Ivena cerró el libro y sonrió. ¡Gloria a Dios!
El teléfono sonó en la cocina por tercera ocasión en esa hora, y esta vez ella corrió a contestar. Agarró de la pared el auricular al quinto timbrazo.
—¿Sí?
—Ivena. ¿Estás bien?
—Desde luego que estoy bien.
—Llevo una hora llamándote.
—¿Crees que me he muerto porque no contesto el teléfono, Janjic?
—No. Pero me preocupa. ¿Te gustaría que pase por ti?
—¿Por qué pasarías por mí?
—La recepción —contestó Janjic—. No me digas que la olvidaste.
—¿Es esta noche? —preguntó ella.
—A las cinco y media.
—Y vuélveme a decir por qué debo asistir. Sabes que no me entusiasma…
—Es tanto en tu honor como en el mío, Ivena. También es tu historia. Y tengo una sorpresa. Me gustaría compartirla contigo.
—¿Una sorpresa? ¿No me la puedes contar?
—Entonces ya no sería sorpresa.
Ella no insistió.
—Y por favor, Ivena, saca lo mejor de esto. Algunas de las personas allá serán muy importantes.
—Sí. Ya me has dicho. No te preocupes, Janjic; ¿qué podría decir una vieja como yo que contraríe a hombres importantes?
—Incluso el hecho de que hagas la pregunta debería ser suficiente.
—Pasa por mí entonces.
—¿Estás segura?
—Por supuesto.
—¿A las cinco?
—A las cinco está bien. Adiós, Janjic.
—Adiós.
Ella colgó.
Sí, de veras, Janjic Jovic había escrito un libro brillante.