Capítulo cinco

Ivena leía ahora en medio de lágrimas, secándose los ojos con el dorso de la mano, gimoteando y tratando de mantener la página con suficiente claridad para poder leer. La tristeza se sentía como un profundo bálsamo sanador mientras le bañaba el pecho en incesantes olas.

¡Lo sintió de ese modo porque ella sabía lo que venía a continuación y apenas podía esperar para llegar allí! Los dedos mantenían un ligero temblor mientras pasaba esas pocas páginas, cuyas esquinas estaban desgastadas. El libro establecía por todas partes que no se podía hallar montañas sin pasar por valles. Con toda sinceridad ella no sabía si la muerte de Nadia fue una montaña o un valle. En realidad dependía de la perspectiva.

Y realmente la perspectiva estaba a punto de cambiar.

Janjic miró fijamente, con ojos desorbitados y que le ardían. Por todo su ser le gritaban voces de tormento; una salvaje confusión estalló en el piso de la plazoleta. El padre Michael se halla boca abajo, con la cabeza a menos de quince centímetros de los blancos y brillantes zapatos de cumpleaños de la niña.

Karadzic estiró la mano y agarró a otro niño por el cuello. La madre del chico gimió en protesta, empezando a caminar hacia el frente y luego deteniéndose cuando el comandante apuntó la pistola hacia ella.

—¡Silencio! ¡Silencio! ¡Todo el mundo! —gritó el hombre.

Janjic ya estaba corriendo antes de que la mente le procesara la orden de correr. Directo hacia el sacerdote. O tal vez directo hacia Karadzic, no supo hacia cuál de los dos hasta el último segundo posible. Era necesario detener al hombre.

Janjic no supo cómo el cabecilla se las arregló para girar la pistola tan rápido, pero la negra Luger dio allí la vuelta y le asentó un enervante golpe en la mejilla.

El dolor se le extendió por todo el cráneo. Sintió como si hubiera chocado contra un bate impulsado hacia él. La cabeza se le echó bruscamente hacia atrás y las piernas le volaron por delante, levantándolo en vilo. Janjic aterrizó pesadamente sobre la espalda y rodó, gimiendo. ¿Qué estaba haciendo él? Deteniendo a Karadzic… eso es lo que estaba haciendo.

Arrastrándose, Janjic se alejó del comandante, estimulado por la patada de una bota en el muslo. La mente le dio vueltas. El mundo pareció bajar la velocidad. A metro y medio de distancia se hallaba en el piso una niña que acababa de dar la vida por su sacerdote. Por el Dios de ella. Por el amor de Cristo. Y Janjic había visto en los ojos de la muchacha una mirada de absoluta seguridad. La había visto sonreír al sacerdote. Había visto el guiño. Un guiño, ¡por amor de Dios! Algo había cambiado con ese guiño. Él no estaba seguro qué significaba, excepto que algo había cambiado.

Querido Dios, ¡ella había tarareado! ¡Había guiñado!

—Puzup, levántalo —ordenó Karadzic por sobre el barullo.

Puzup pasó como un vendaval y de un jalón levantó al sacerdote. Paul miraba boquiabierto la escena, con expresión imposible de descifrar. Janjic se puso de pie con mucho esfuerzo, haciendo caso omiso al dolor que le trepidaba en el cráneo. Sangre caía al concreto desde una herida detrás de la oreja. Se volvió otra vez hacia el comandante y se quedó temblando. Ahora los separaban tres metros.

El clérigo se puso en pie tambaleándose, enfrentando a Karadzic. Si el padre Michael había perdido el conocimiento en la caída, ellas lo habían despertado. El niñito que el jefe había jalado de los escalones estaba de pie temblando y gritando. Karadzic presionó la pistola contra la oreja del pequeño.

—¿Qué dices, sacerdote? ¿Cuál es el valor de este amor tuyo? ¿Debo sacar del sufrimiento a otro de tus niños? —inquirió el comandante con ojos como rocas detrás de cejas pobladas, como lápidas grises opacas; estaba sonriendo—. ¿O renunciarás a tu estúpida fe?

—Máteme —pidió el padre Michael con voz temblorosa.

Janjic ya no trató de entender la demencia que se había apoderado de este sacerdote y su rebaño de ovejas. Eso estaba más allá de los alcances de la mente.

Pero se extendía hacia él con largos dedos de deseo.

—Tome mi vida, señor. Por favor, deje al niño.

La sonrisa se desvaneció del rostro del comandante.

—Renuncia entonces a tu fe, ¡imbécil! ¡Son palabras! ¡Solo palabras! Dilas. ¡Dilas!

—Son palabras de Cristo. Él es mi Redentor. Él es mi Salvador. Él es mi Creador. ¿Cómo puedo negar a mi propio Creador? Por favor, señor…

—¿Es él tu Redentor? ¿Es también el redentor de ella? —preguntó Karadzic señalando a la niña en el suelo—. Ella está muerta, idiota.

El clérigo permaneció temblando por unos momentos antes de responder.

—Ella ahora lo ve a usted. Está riendo.

Karadzic miró al padre Michael.

Las mujeres habían dejado de llorar y los niños estaban callados, con los rostros hundidos en las faldas de sus madres.

—Si usted debe cobrar otra muerte, que sea la mía —añadió el sacerdote.

Entonces las reglas del juego cambiaron una vez más.

La madre de la niña, Ivena, quien se había calmado de manera inquietante, luchó de repente por soltarse de Molosov pero no para volver a correr hacia el comandante. Molosov la agarró de un brazo, pero dejó que se apartara.

—No —manifestó Ivena en tono bajo—. Deje que sea yo. Máteme en vez del niño.

Ella permaneció imperturbable, como una estatua de piedra.

Ahora Karadzic tenía la pistola contra la oreja del lloroso niño, entre un hombre y una mujer que le pedían que los matara en lugar del muchacho. El jefe se apoyó en el otro pie, inseguro de cuánto poder tenía en realidad sobre esta escena.

Otra mujer dio un paso adelante, con el rostro contraído de pena.

—No. No, máteme a mí en lugar de él. Moriré por el niño. El sacerdote ya ha sufrido demasiado. E Ivena ha perdido a su única hija. No tengo hijos. Tome mi vida. Me uniré a Nadia.

—No, que sea yo —afirmó otra mujer, dando dos pasos al frente—. Tú eres joven, Kota. Yo soy vieja. Por favor, este mundo no presenta ningún atractivo para mí. Me sería bueno pasar a estar con nuestro Señor.

La mujer parecía estar en sus cincuenta.

—¡Silencio! —gritó Karadzic tajando el aire con la pistola—. ¡Tal vez debería matarlos a todos ustedes! Estoy matando aquí, no jugando. ¿Quieren que los mate a todos?

Janjic había conocido al hombre por suficiente tiempo como para reconocerle el titubeo, pero también había algo más. Un atisbo de turbación que le destellaba en esos ojos grises. Como una perra en celo.

—Pero en realidad debería ser yo —expuso una voz; Janjic miró hacia las gradas donde otra niña estaba parada enfrentándolos con los talones juntos—. Nadia era mi mejor amiga. Yo debería unirme a ella. ¿Hay realmente música allá, padre?

El sacerdote no podía contestar. Lloraba de modo incontrolable. Destrozado por esta muestra de amor.

La pistola tronó y Janjic se estremeció.

Karadzic sostenía el arma sobre la cabeza. Había disparado al aire.

—¡Basta! ¡Basta!

Empujó al niño que cayó sentado en mala manera. Los gruesos labios del caudillo le brillaban con baba. La pistola le temblaba en los regordetes dedos, y por encima de todo, los ojos le resplandecían con creciente agitación.

Retrocedió y volvió la pistola hacia la madre de Nadia. Ella simplemente cerró los ojos. Janjic comprendió hasta cierto grado la motivación de la mujer: Su única hija yacía a los pies. Ella buscaba la muerte con la mente devastada por el dolor.

Janjic contuvo el aliento ante la posibilidad de un disparo.

Karadzic se lamió los húmedos labios y giró bruscamente la pistola hacia la mujer más joven que había dado un paso adelante. Ella también cerró los ojos. Pero el comandante no disparó; giró hacia la mujer mayor. Mirándolas a todas ahora, Janjic pensó que cualquiera de ellas podría dar la vida por el niño. Este era un momento que no se podía entender en el contexto de la experiencia humana normal. Un gran amor espiritual se había posado sobre todas ellas. Karadzic era más que capaz de matar; en realidad estaba ansioso de hacerlo. Y sin embargo las mujeres permanecían ahora con los hombros erguidos, animándolo a jalar el gatillo.

Janjic se balanceó en débiles piernas, embargado por la demostración de sacrificio personal. Los cuervos graznaban en lo alto y él miró hacia el cielo, tanto por un indulto como en respuesta al llamado de las aves. Al principio creyó que los cuervos se habían ido; que una nube negra se había asentado sobre el valle en lugar de ellos. Pero entonces vio ir y venir a la nube, y comprendió que se trataba de un círculo singular de aves: cien o más, deslizándose en lo alto y haciendo su extraño llamado. ¿Qué estaba sucediendo aquí? El soldado bajó la mirada hacia la plazoleta y parpadeó a causa del zumbido que había superado al martilleo en el cráneo.

Karadzic sopesó su decisión durante un prolongado y silencioso minuto, los músculos se le estiraron hasta casi desgarrarse, sudando profusamente y respirando con dificultad.

Los aldeanos no se movieron; lo traspasaban con fijas miradas. El sacerdote parecía flotar dentro y fuera de la conciencia, balanceándose sobre los pies, abriendo y cerrando los ojos de manera periódica. El rostro le pasaba por una gama de expresiones: en un instante los ojos abiertos y la boca combada de dolor, al siguiente los ojos cerrados y la boca abierta en asombro. Janjic lo analizó, y el corazón se le conmovió por el hombre. Deseó llevar al pacífico cura a una cama y vendarle las heridas. Bañarlo en agua caliente y aliviarle el hombro apaleado. El rostro del religioso nunca volvería a ser igual; el daño parecía demasiado grave. Probablemente quedaría ciego del ojo derecho, y por algún tiempo le sería muy difícil comer. Pobre sacerdote. Mi pobre, pobre sacerdote. Juro que te cuidaré, mi sacerdote. Vendré y te serviré

¿Qué era esto? ¿Qué estaba pensando? Janjic se contuvo. Pero era verdad. Lo supo entonces como jamás había sabido algo. Amaba a este hombre. Apreciaba a este individuo. El corazón se le mareó por este ser.

Vendré y te serviré, mi sacerdote. Un nudo se le hizo a Janjic en la garganta, sofocándolo. En ti he visto amor, sacerdote. En ti, en tus niños y en tus mujeres he visto a Dios. Vendré

Una risita le interrumpió los pensamientos. El comandante estaba riendo. Mirando alrededor y riéndose. El sonido engendraba terror. ¡El hombre había enloquecido por completo! De pronto bajó la pistola y analizó a la multitud, asintiendo ligeramente, saboreando un nuevo plan en su gruesa lengua.

—Lleven a este sacerdote a la cruz grande —ordenó; nadie se movió, ni siquiera Molosov, quien estaba detrás de Ivena—. ¿Estás sordo, Molosov? Llévalo. Puzup, Paul, ayuden a Molosov.

Miró entonces la enorme cruz de piedra frente al cementerio.

—Les daremos lo que desean.

El padre Michael recordaba el golpe contra el concreto, el empujón por detrás. Recordaba haber tropezado y caído de rodillas una vez, y que lo levantaron por debajo de los brazos. Recordaba el dolor que le atravesaba el hombro y haber creído que alguien le había desgajado el brazo. Pero este aún le colgaba suelto al costado.

Recordaba los gritos de protesta de las mujeres.

—¡Deje al padre! Le suplico… Él es un buen hombre… Tómenos a una de nosotras. ¡Se lo imploramos!

El mundo giró patas arriba a medida que se aproximaban a la cruz. Levantaron a la niña que yacía en el concreto en un charco de sangre. Nadia… Nadia, dulce niña. Ivena se arrodilló al lado de su hija, llorando otra vez con gran desasosiego, pero un soldado la pinchó con el rifle, obligándola a seguir a la multitud hacia el cementerio.

Gris y marcada con figuras, la elevada cruz de piedra resaltaba contra un blanco cielo. La habían erigido cien años atrás. Decían que era de piedra, pero la cruz de cuatro metros en realidad fue fundida en concreto, con grabados de capullos de rosas en lo alto y en la intersección de las vigas. Cada extremo brillaba como una hoja de trébol, dando al instrumento de muerte una rara sensación de delicadeza.

El dolor en el costado derecho del religioso le penetraba hasta los huesos; algunos se habían roto. Oh, Padre. Querido Padre, fortaléceme. La paloma aún se hallaba posada en el alero del techo y los miraba con mucha atención. La fuente gorgoteaba sin cesar, totalmente ajena a esta traición.

Llegaron a la cruz, y un repentino y brutal dolor le recorrió a Michael por la columna. El mundo se le desvaneció.

Cuando la mente volvió a ingresarlo a la conciencia lo saludó un llanto. La cabeza le colgaba, inclinada sobre los hombros, de cara al suelo. Las costillas le sobresalían como palos debajo de piel estirada. Estaba desnudo excepto por blancos calzoncillos bóxer, ahora manchados de sudor y sangre.

Michael pestañeó y se esforzó por orientarse. Intentó levantar la cabeza, pero el dolor le recorría por los músculos. Las mujeres estaban cantando, prolongados gemidos de congoja sin tono. ¿Llorando la pérdida de quién? Por ti. ¡Están llorando por ti!

¿Pero por qué? Recordó entonces. Lo habían llevado hasta la cruz y lo habían amarrado a ella con una cuerda de cáñamo alrededor de la sección media y los hombros, dejando que los pies le colgaran libremente.

Levantó poco a poco la barbilla y se estiró para ver, haciendo caso omiso a las punzadas de dolor que le bajaban por el costado derecho. El comandante se hallaba a la derecha, con el cañón de la pistola frente a Michael como un pequeño túnel oscuro. El hombre miraba a las mujeres, la mayoría de las cuales había caído de rodillas, suplicando.

—Él es nuestro sacerdote —hasta Michael llegaron las palabras de una mujer—. Es un siervo de Dios. ¡Usted no puede matarlo! No puede.

Era Ivena.

Oh, ¡querida Ivena! ¡Tu corazón está hilado de oro!

El sacerdote sintió un estremecimiento en el cuerpo mientras lentamente enderezaba la pesada cabeza. Logró levantarla hasta que quedó erguida y luego la dejó caer hacia atrás. Entonces se dio contra la cruz de concreto con un amortiguado golpe.

Los gemidos cesaron. Ellas habían oído. Pero ahora él miraba hacia el ennegrecido cielo arriba. Un cielo blanco y nublado, cubierto con aves negras. Dios mío, debe haber cientos de aves volando en círculos allá arriba. Inclinó la cabeza hacia la izquierda y la dejó colgar para que reposara sobre el hombro bueno.

Ahora los vio a todos. Las mujeres arrodilladas, los niños observando con ojos desorbitados, los soldados. El cabecilla levantó la mirada y sonrió. Respiraba con dificultad, y tenía los ojos grises inyectados de sangre. Un largo hilillo de baba le bajaba por la húmeda barbilla hasta quedar colgándole. Este tipo estaba extremadamente loco. Loco o endemoniado.

—Una de ustedes —informó el lunático volviéndose a las mujeres—. ¡Eso es todo! ¡Una, una, una! Una sola oveja descarriada. Si una de ustedes renuncia a Cristo, ¡los dejaré vivos a todos!

El padre Michael sintió que el corazón se le hinchaba en el pecho. Miró a las mujeres y en silencio rogó que permanecieran calladas, pero dudó que ellas le vieran la consternación… los músculos habían perdido la mayor parte del control.

¡No renuncien a nuestro Señor! ¡No se atrevan a hablar por mí! ¡Ustedes no pueden quitarme esto!

Trató de hablar, pero solo salió un débil gemido. Eso y un hilo de saliva, que le cayó en el pecho. Movió la mirada hacia Ivena. No se los permitas, Ivena. ¡Te lo ruego!

—¿Qué pasa con ustedes? ¿No pueden oír? ¡Dije una de ustedes! Sin duda ustedes tienen una pecadora en su hermoso pueblecito, ¡con deseos de hablar para salvarle el miserable cuello a su precioso sacerdote! ¡Hablen!

Luz brillante llenó la mente de Michael, encegueciéndolo hacia el cementerio.

¡El campo! Pero algo había cambiado. ¡Silencio!

Absoluto silencio.

El hombre se había detenido, a treinta metros de distancia, las piernas clavadas en las flores, las manos en las caderas, vestido con una túnica como un monje. Por sobre la cabeza la luz del horizonte aún se reflejaba. Y silencio.

Michael parpadeó. ¿Qué…?

Canta oh hijo de Sion; canta oh hijo de mi amor.

Regocíjate con todo el corazón, el alma y la mente.

Las palabras del hombre resonaban sobre el campo.

¡Hijo de mi amor! Los labios de Michael se contrajeron en una ligera sonrisa. Regocíjate con todo…

Súbitamente el hombre extendió los brazos a cada lado, levantó la cabeza hacia el cielo, y cantó.

Cada lágrima que derramaste se ha enjugado en la palma de mi mano.

Cada hora solitaria la pasaste a mi lado.

Cada ser amado perdido, cada río cruzado.

Cada momento, cada hora estaba señalando hacia este día.

Anhelando este día

Porque finalmente estás en casa.

Michael sintió como si pudiera desmayarse por el puro poder de la melodía. Deseó correr hacia el hombre. Quiso estirar sus propios brazos e inclinar la cabeza hacia atrás, y también ulular el mismo cántico desde lo más profundo del pecho. Unas pocas notas lograron atravesarle los labios, incontroladas. La da da da la…

A la izquierda oyó el débil sonido de una risita. Se dio la vuelta.

Ella saltaba hacia él en largos brincos. Michael contuvo la respiración. No lograba verle el rostro porque la barbilla de la niña estaba echada hacia atrás de modo que miraba al cielo. Saltaba por el aire, aterrizando descalza sobre blancos pétalos cada diez metros, bombeando los puños cada vez que aterrizaba sobre los pies. El vestido rosado le ondeaba en el viento.

Ella repetía ahora la melodía del hombre, no como lo había hecho Michael, sino de modo perfecto en tono y luego en armonía.

El padre Michael supo entonces que esta muchacha que se lanzaba hacia él era Nadia. Y a su paso la seguían otros mil niños, soltando una carcajada que crecía con la música.

La canción lo envolvió ahora por completo. Todos ellos cantaban, guiados por el hombre. Era imposible discernir las risas de la música… todos eran una y la misma melodía.

Nadia bajó la cabeza y le lanzó una penetrante mirada mientras se le acercaba a través del viento. Los ojos azules le centelleaban con picardía, como invitándolo a ir tras ella.

Pero había una diferencia respecto de Nadia. Algo tan asombroso que el corazón de Michael le dio un vuelco.

¡Nadia era hermosa!

Se veía exactamente como era antes de morir. Las mismas pecas, iguales trenzas, similares rasgos faciales regordetes. Pero en esta realidad él descubrió que esas pecas, ese rostro regordete, y todo lo que antes la había hecho poco atractiva, ahora la hacía ver…

Hermosa. Casi tonificante. ¡La propia perspectiva de Michael había cambiado!

Él dio un paso involuntario al frente, anonadado. Y en ese instante supo que había interpretado en forma errada la lástima que sentía tanto por el aspecto de Nadia como por la muerte de ella.

Nadia era hermosa desde el principio. Físicamente hermosa. Y la muerte también le conservaba la propia belleza.

¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?

Por primera vez los ojos de él la veían como ella realmente era. Antes la vista se le había velado con una preocupación por la realidad que ahora parecía ridícula y lejana en comparación. Como pasteles de lodo al lado de deliciosos montones de helado.

Corrió un viento, lleno con la risa de mil almas. Los blancos pétalos de flores remolineaban al paso de estos seres. Michael no logró ahora contener las carcajadas. Le sacudieron el pecho.

—¡Nadia! —llamó—. ¡Nadia!

Ella desapareció en el horizonte. Él miró hacia el hombre.

¡Desapareció!

Pero la voz aún llenaba el cielo. Michael sentía los huesos como de masilla. Nada más importaba ahora. Nada.

De repente todos volvieron a él, como un rayo por la izquierda, guiados por esta hermosa niña que él una vez creyó que era fea. Esta vez ella tenía la cabeza inclinada. Lo traspasó luego con una mirada centelleante y pícara mientras aún estaba lejos.

Esta vez él anheló unírsele en el séquito. Entrar de un salto en ese festejo y volar con Nadia. Él estaba planeando exactamente hacer eso. Todo el cuerpo se le estremecía por este viaje lleno de júbilo al que ella se atrevía a invitarlo. El deseo le inundó las venas, y se tambaleó dando un paso al frente.

¡Se tambaleó! ¡No voló como ella volaba!

Nadia corrió hacia él, luego viró hacia el cielo con un solo salto. La boca del sacerdote se abrió. Ella se dirigía hacia la luz brillante en lo alto. Las risitas de esos seres crecieron hasta convertirse en una escandalosa carcajada y él oyó que la niña lo llamaba, tan claro como el cristal.

—¡Ven, padre Michael! ¡Ven! ¿Crees que esto es bueno? ¡Esto no es nada!

El sonido retumbó a través del desierto. ¡Esto no es nada!

¡Nada!

La desesperación llenó a Michael. Dio otro paso adelante, pero el pie parecía lleno de plomo. El corazón le golpeaba en el pecho, inundándole las venas con temor.

—¡Nadia! ¡Nadia!

El blanco campo se apagó como si alguien hubiera halado un enchufe.

Michael comprendió que estaba llorando. Se hallaba otra vez en la aldea, colgando de una cruz ante sus parroquianos… llorando como un bebé.