Seis meses después
Una leve brisa de Nueva Inglaterra se movía sobre los negros acantilados que mantenían acorralado al Océano Atlántico, y levantaba el cabello de los hombros de Helen. Ante ella, hasta donde lograba ver, olas de cresta blanca salpicaban el mar azul. Vegetación verde alfombraba las colinas en cada dirección. Era el ambiente ideal para convalecer, pensó ella. Hermoso, saludable y perfectamente pacífico.
Se hallaba sentada contra la pequeña mesa de cristal en el mirador, frente a Jan, respirando profundamente el aire salado en los pulmones. Él estaba en su silla de ruedas mirando el océano, usaba una camisa suelta de algodón y lucía asombrosamente apuesto.
La casa blanca colonial se erguía impávidamente sobre la grama a cincuenta metros detrás de ellos. Helen estaría dentro preparando la cena si no fuera por las rodillas. Pero habían contratado a Emily para que hiciera más que cuidarlos hasta que sanaran, insistía Jan. En un día tan radiante como hoy era probable que Emily les sirviera en la extensa terraza.
—Te amo, Jan —expresó Helen mirando a su esposo.
Jan se volvió hacia ella y los ojos color avellana de él reflejaban el verde del mar y sonreían en medio de sus arrugas.
—Y yo estoy loco por ti, amada mía —dijo él, entonces extendió una mano y acarició el vientre embarazado de ella—. Y por ti, Gloria.
Ya habían determinado que sería niña y que la llamarían Gloria, por la gloria que los había liberado.
—Gracias por volverme a traer —manifestó Helen sonriendo.
—¿A Estados Unidos? —objetó él riendo en voz baja—. ¿Tenía alternativa?
—Claro que sí. Pudimos haber sobresalido en Bosnia —respondió ella y miró hacia el mar—. Desde luego, no habrías obtenido el contrato del nuevo libro Cuando el cielo llora. Ni la película.
Ella sonrió.
—Y yo no habría tenido el lujo de vivir en paz con mi esposa y mi niña —añadió él—. Como dije: ¿tenía alternativa?
—No, supongo que no.
—Lo único que lamento es que no estés suficientemente bien para atenderme de pies y manos —expresó él sonriendo de oreja a oreja—. Una celebridad no merece menos, ¿no crees?
—Jan Jovic, ¿cómo podrías decir algo así? No te preocupes, mis rodillas están mejor durante el día. Estaré siempre a tu entera disposición antes de que te des cuenta —contestó ella, y los dos rieron.
Helen se paró y se puso detrás de él. Las flores rojas y blancas de Ivena caían en cascada sobre el techo de paja, esparciendo su agradable y aromatizada fragancia. Seis meses antes trajeron un retoño y lo plantaron a lo largo de la pared sur de la casa, y aquí en el mirador. Solamente el Jardín del Edén de Joey exhibía también la nueva especie de lirio, y allí casi se había apoderado del muro oriental del jardín botánico.
—Eres tú de quien me preocupo, amado mío —continuó Helen echando para atrás el cabello de Jan y besándolo detrás de la oreja—. No sé qué haría sin ti.
—Entonces asegurémonos de que no tengas que vivir sin mí —expresó él—. Ya viví lo peor. ¿Crees que me detendrá una perforación en el hígado?
Jan lo dijo con valor y ella sonrió.
—Bueno, prometo amar a mi soldado herido hasta el día en que yo muera —expuso Helen inclinándose y besándole la otra oreja—. Y no tengo intención de irme en algún momento cercano.
Ella colocó la cabeza sobre el cabello de él y cerró los ojos. ¿Cómo fue posible que traicionara a este hombre? El recuerdo de la traición se le asentó en el fondo de la mente como un dolor lejano: siempre allí pero incomprensible. Un insaciable amor por este hombre había reemplazado totalmente su adicción.
Los detalles de los últimos meses estaban escritos en blanco y negro para que el mundo los leyera en el nuevo libro de Jan. Ahora no era importante el hecho de que los herederos de Glenn tuvieran los derechos legales de La danza de los muertos. El antiguo libro de Jan no era la historia completa, sino Cuando el cielo llora. Él había establecido esto con claridad en la conferencia de prensa. Y como nueva propiedad no estaba bajo las limitaciones del antiguo contrato que había firmado con la compañía de Glenn.
Tampoco Roald ni el consejo podían discutir con eso. Jan había omitido elegantemente los momentos más horribles de la historia vivida. Pero no a la mujer que ellos despreciaran. No a Helen. Jan había puesto casi en cada página tanto la fealdad como la belleza de Helen. Principalmente la belleza, creía ella.
Helen le besó la coronilla de la cabeza.
—Ven acá —declaró él halándola de la mano.
Ella se acercó a la silla y se le sentó en el regazo.
—Eres todo para mí —expresó él acariciándole el mentón y mirándola profundamente a los ojos—. Eres mi esposa. Me hiciste compasivo el corazón y débiles las rodillas. ¿Crees que dejaría eso para la tumba?
—No. Pero quizás para la risa.
—Ya tengo la risa. La cargo en el corazón, y es para ti.
Helen sonrió y se inclinó hacia adelante.
—Eres muy dulce, mi príncipe —dijo, besándolo suavemente en los labios y retrocediendo luego; los ojos de él estaban encendidos de amor.
—Te amo. Más que a la vida —respondió él.
—Y yo te amo. Más que a la muerte.
Ella lo volvió a besar en los labios. No se podía contener. Este amor de ellos, este amor de Cristo, era esa clase de amor.