Capítulo cuarenta y dos

Lo primero que vio Jan cuando los dos guardias lo arrastraron fue una mujer alta vestida de rojo y con largo cabello negro. Ella estaba frente a la pared. Vio a Karadzic a la izquierda, con una siniestra sonrisa a la luz de la vela. Entonces la mujer se hizo a un lado y él vio a Helen.

La habían atado a una gruesa cruz de madera. La cabeza le pendía a un lado, y tenía la mirada fija en el salón, inexpresiva. No lo había visto.

Había sangre en el cuello de Helen. Y las rodillas… ¡Oh, querido Dios! Las rodillas estaban totalmente ensangrentadas. Jan se llenó entonces de pánico. Refunfuñó y se lanzó hacia adelante.

Su intento fue recompensado con un fuerte golpe en el costado de la cabeza. Cayó entre los guardias, y la imagen de Helen se le movió en la visión. Ella lo estaba mirando ahora. Lentamente a la muchacha se le formó una sonrisa en la boca. ¡Amada Helen! ¡Mi pobre Helen!

Su esposa tenía extrañamente dislocados los dedos índices. Náusea recorrió por el estómago de Jan. Apartó la mirada de Helen y vio en las sombras un cuerpo doblado sobre sí. Era una mujer, inerte, vestida en…

¡Era Ivena! Esa era Ivena tendida en el rincón y con la cabeza ensangrentada. ¡Oh, querido Dios! ¡Amado Dios!

Jan cerró los ojos e inclinó la cabeza. Tristeza le surgió del pecho y le brotó por los ojos como si hubieran roto una represa dentro de él. Colgaba de los brazos entre los guardias y lloraba.

—¿Te gusta lo que ves, Janjic? —preguntó tranquilamente Karadzic.

¡Cállate! ¡Cállate, demonio del infierno!

—No lo escuches, Jan. Escúchame.

¡Era la voz de Helen!

Él levantó la cabeza y parpadeó.

—¡Cállate! —gritó Karadzic.

Pero Jan estaba mirando dentro de los ojos de Helen, y vio algo en ellos. Algo nuevo. Algo que le llegaba hasta el pecho y le oprimía el corazón. Era la manera en que él se había sentido en el restaurante durante la primera cita de ellos, la misma sensación que le había debilitado las rodillas en el jardín bajo una luna llena. Era el mismo golpeteo del corazón que le martilleara en los oídos mientras revisaba la cafetera y ella se le inclinó en el hombro.

Y sin embargo venía del corazón de ella, no solo del suyo. Él pudo ver el amor en los ojos de Helen y en las líneas alrededor de los labios. Ella apenas parecía consciente de sus huesos destrozados. Estaba flotando en una nueva dimensión.

Jan comenzó a llorar, y los guardias lo sostuvieron torpemente de pie.

—Jan.

Era Helen otra vez, débil pero pronunciando su nombre. El cuerpo de Jan temblaba.

—Jan. Te amo.

Él levantó la cabeza hacia el techo y empezó a gemir en voz alta. Oleadas de alegría le inundaban los huesos.

Los guardias lo soltaron súbitamente y entonces se estrelló en el suelo. Apenas sintió la fuerza de la caída. ¡Ella lo amaba! Querido Dios, ¡Helen lo estaba amando!

Quiso levantar la mirada hacia ella y decirle que también la amaba. ¡Que daría cualquier cosa por volver a oírle pronunciar esas palabras! Que moriría por ella.

Los labios de Jan presionaron contra el piso de piedra y las lágrimas se le encharcaron. Rodó hacia el costado e intentó levantarse. No pudo. Pero debía hacerlo. Tenía que pararse, correr hacia Helen y besarle el rostro, los pies, las rodillas lastimadas, y decirle cuán terriblemente la amaba.

Karadzic estaba gritando algo. Jan abrió los ojos y vio que el hombre había colocado una pistola en la mejilla de Helen. Pero la mirada de Helen estaba puesta en Jan.

Ella pareció no importarle la pistola. Y a Jan se le ocurrió que a él tampoco. En realidad, todo parecía más bien absurdo; este hombre corpulento presionando su pistola negra contra Helen, como si con esto pudiera hacerla poner de rodillas. Estaba atada, ¿cómo podría caer de rodillas? Se hallaba amarrada a la cruz, sangrando, y sonreía.

Una carcajada escapó de los labios de Jan.

Por un prolongado e incómodo momento se hizo silencio en el salón. Karadzic y su mujer se quedaron temblando, mirando al prisionero, atolondrados. Helen miraba al interior de los ojos de Jan.

Karadzic giró repentinamente, agarró la pistola en ambas manos y apretó el gatillo. Una ensordecedora detonación resonó por el salón.

La bala destrozó el lado de Jan, quemándolo como si alguien lo hubiera aguijoneado con un hierro con que se marcan reses. Gimió y se agarró firmemente el costado.

—Amado Padre, sálvanos —susurró la voz temblorosa de Helen; la barbilla le reposaba en el pecho—. Ámanos. Déjanos oír tu risa.

—¡Silencio! —gritó Karadzic.

De repente se abrió ruidosamente la puerta y un fantasma del pasado se paró allí, enorme, blanco y con ojos desorbitados. Era Glenn. Y un momento más tarde Jan supo que era él en persona. ¡Glenn Lutz estaba aquí!

Helen había levantado la vista y miraba directamente a Glenn.

—Muestra tu mano. Muestra el poder de tu amor. Haznos oír tus risas. Ya hemos muerto, ahora haznos vivir.

En oración ella imploraba la risa.

Karadzic se había vuelto hacia Glenn, quien estaba boquiabierto, mirando a Helen en la cruz.

Se hizo un escalofriante silencio en el salón.

—Mátala —ordenó Glenn con voz convulsionada; de repente el rostro se le contorsionó de odio, y el hombre se paró entre Karadzic y Vahda—. Mátala.

La voz subió de tono y el gordinflón comenzó a estremecerse.

—¡Mátala! —gritó.

Karadzic permaneció pegado al suelo.

El sonido llegó como burbujeante fuente, fluyendo a raudales de la roca. Era risa. Era la misma risa de la visión. Pero esta no era de la visión. Era de Helen. Helen había levantado la cabeza y estaba riendo boquiabierta.

¡Je, je, je, je, ja, ja, ja, ja, ja, ja!

Jan contuvo la respiración por lo repentino de la situación. Era la imagen de la portada de La danza de los muertos, solo aquí, pintada en Helen.

Si los nervios de Glenn no habían sufrido una crisis, lo hicieron en ese instante. El grandullón rugió e hizo oscilar un enorme puño hacia el rostro de Karadzic. Hueso dio contra hueso con un áspero golpe seco y Karadzic retrocedió tambaleándose. Como un tigre desencadenado, Glenn se abalanzó sobre Karadzic mientras este aún se hallaba fuera de equilibrio. Pero Karadzic se afirmó y los dos corpulentos hombres chocaron.

Glenn temblaba ahora como una hoja, los labios presionados y blancos por la desesperación. Con un atronador rugido quitó la pistola del control de Karadzic y saltó hacia atrás.

La risa de Helen resonaba por el salón, y Glenn apuntó la pistola hacia ella con furia ciega.

La pausa era lo que Karadzic necesitaba. Agarró otra pistola que tenía en la espalda y la niveló hacia Glenn. Pero la pistola del estadounidense ya estaba estabilizada.

Una detonación explotó en el salón. El corazón de Jan dejó de palpitar. ¡Oh, Dios! Apretó con fuerza los ojos. ¡Oh, querido Dios!

Risas resonaron alrededor de él. Risas de Helen. ¿En la muerte? Ella se había unido a Ivena y…

Jan abrió bruscamente los ojos y miró a Helen. Ella tenía los ojos cerrados y la boca abierta, y seguía riendo.

Entonces el enorme cuerpo de Glenn cayó, como un pedazo de carne. La cabeza rebotó en el concreto a treinta centímetros de Jan. Los ojos estaban abiertos y tenía un hoyo en la sien derecha.

Helen aún seguía riendo, aparentemente ajena a la pelea alrededor de ella. La boca estaba abierta con gozo y lágrimas le humedecían las mejillas.

Karadzic la enfrentó, la piel del criminal derramaba sudor. Dio un paso atrás y los ojos le saltaban. Jan creyó que el tipo estaba aterrado. El corpulento individuo abrió la boca en un quejido.

Jan volvió a mirar el torso de Glenn, y esta vez logró ver la negra empuñadura por debajo del hombro. ¡La pistola!

Levantó la mirada hacia Karadzic. El hombre apuntaba al frente su vacilante pistola, como si luchara contra una fuerza invisible. Ya antes habían vivido esto. Solo que esta vez no era la risa del sacerdote la que acallaría Karadzic. Esta vez era la esposa de Jan. La mente le hizo comprender esto, y creyó que se le iba a explotar el pecho. Pero Helen no dejaba de reír.

Jan estiró la mano derecha y agarró la pistola de debajo del cuerpo de Lutz, sin dejar de mirar a Karadzic, quien estaba perturbado por la condición de Helen. En cualquier instante se agitaría la pistola que el tipo tenía en la mano.

La mano de Jan agarró el acero helado. El mundo le dio vueltas. Encontró el gatillo y extrajo la pistola en un veloz movimiento. Un rugido le brotó de la garganta y levantó el arma en dirección a Karadzic. Jaló el gatillo.

¡Bum!

La bala le pegó a su antiguo comandante en alguna parte debajo de la cintura, pero Jan siguió apretando el gatillo. ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum!

Clic. La pistola estaba vacía.

Karadzic retrocedió tambaleándose, asombrado, sin haber disparado su propia arma. Miró a Jan, bamboleándose sobre sus pies. Varias manchas de rojo se le extendían sobre la camisa. Tenía retorcida la nariz y le sangraba.

El hombre cayó de bruces sobre el concreto y quedó inerte.

El salón quedó en silencio.

La mujer de Karadzic estaba pálida. Se fue en dirección a la puerta, miró por última vez la figura inerte de Karadzic y salió corriendo del salón. Uno de los guardias se fue detrás de ella, parpadeando con incredulidad.

Solo entonces, con Helen colgando de la cruz, el último guardia agazapado contra la pared del fondo, y él tendido en un charco de su propia sangre, Jan se dio cuenta que estaban vivos.

Soltó la pistola y se levanto en un codo. Vio a Helen mirándolo en silencio, e inmediatamente cayó de lado. Dolor le subió por la columna y gimió.

—Por favor, por favor —suplicó Helen mirando al restante guardia, quien aún estaba temblando—. Ayúdenos, por favor.

De repente el guardia atravesó corriendo el salón con una navaja en la mano, y el pulso de Jan lo inundó de pavor. El hombre corrió a la cruz y la navaja resplandeció. Cortó las cuerdas. Helen cayó libre. El guardia la agarró, bajándola rápidamente al suelo, y huyó del salón.

El mundo de Jan comenzó a dar vueltas. El universo había sido creado para momentos como estos, pensó. Fue un pensamiento extraño.

Jan sintió que le levantaban la cabeza y abrió los ojos. Helen se las había arreglado para arrastrarse hasta él y levantarle la cabeza en los brazos. Ella estaba sollozando.

—¡Perdóname! Lo siento mucho, Jan. Perdóname, perdóname, perdóname. Yo estaba muy equivocada. Estaba muy, pero muy equivocada.

Las palabras flotaban en el aire. Ella nunca había dicho tales cosas, pero nunca antes había sido quien ahora era. El cuerpo de Jan temblaba, pero esta vez con un gozo inenarrable. Los frutos del amor. El universo fue creado de veras para momentos como estos.

Él la miró, una tonta sonrisa se le dibujaba en el rostro.

Helen se inclinó sobre la cara de su marido, quien sintió las lágrimas calientes que le caían en la mejilla; luego los labios cálidos de ella en los suyos. Y en la nariz.

—Te amo, Janjic.

Ella lo volvió a besar, alrededor de los ojos.

—Te amo, Jan Jovic. Te amaré por siempre. Con el amor de Cristo, te amo.

Ella comenzó a llorar de nuevo y Jan perdió el conocimiento, en los brazos de un ángel. En el abrazo del verdadero amor.