Capítulo cuarenta y uno

Helen sintió manos que la movían, dándole empujones, pero la mente aún le flotaba en perezosos círculos. La habían cambiado de posición, de eso estaba segura, y ahora agarraba los hilos del mundo real. El cuarto con todas sus coloridas luces y plumas no se distinguía fácilmente de los sueños que había tenido.

Estaba de pie, o acostada de espaldas. No, de pie, con los brazos estirados a cada lado, inmóviles. Extraño. Helen cambió lentamente la posición de la cabeza y cerró los ojos debido a los débiles rayos de luz. Los cirios parecían luciérnagas que pasaban rozando a lo largo del horizonte. Gimió. Cuando se le aclararon las punzadas detrás de los ojos volvió a mirar, y logró tener un débil enfoque del salón.

Las negras paredes centelleaban con el brillo de varias docenas de velas blancas escalonadas a distintas alturas, sus llamas titilaban como bailarinas luciéndose. Un par de figuras se movían en las sombras pero ya no estaba presente la mayor parte de los otros que ella había visto. Helen trató de cambiar de pie para deshacerse de un hormigueo, pero descubrió que no podía. Inclinó la cabeza y analizó los pies desnudos. Sí, estaban desnudos. Y presionados uno al lado del otro, colgando flácidamente. Separados del suelo.

El último detalle le aclaró la mente y pestañeó. Los pies estaban atados juntos, ¡suspendidos en el aire! Los brazos… levantó rápidamente la cabeza y se miró el brazo derecho. Una soga de media pulgada de grueso estaba envuelta alrededor del antebrazo y de una viga transversal. Giró la cabeza. Tenía el brazo izquierdo atado a la misma viga.

Un escalofrío le subió por la columna. ¿Qué le estaba sucediendo? Intentó librarse de las ataduras, pero estas no cedieron, y la cabeza le dolió por el esfuerzo. Le habían rasgado los pantalones habanos de algodón desde las rodillas, dejándole desnudas las pantorrillas. El blanco de la blusa estaba manchado de mugre, y las mangas destrozadas en las axilas.

¿Qué está sucediendo?, comenzó Helen a gimotear, no porque quisiera hacerlo sino porque deseaba preguntar y nada más le salía de la boca. Con desesperación examinó el espacio y se topó con las miradas de los dos hombres, pero estos solo miraban, fijamente.

—Au… auxilio —tartamudeó, pero el grito rechinó como un juguetito patético, y entonces la muchacha comenzó a llorar en tono bajo a través de labios temblorosos—. Ayúdenme por favor.

Pero el salón estaba vacío excepto por esos dos individuos que la miraban con calma.

Helen se dio cuenta que su vida estaba a punto de acabar. Había en el aire una sensación como nunca antes había sentido. Un escalofrío cortante pero caliente, tanto que la piel le brillaba por el sudor. Se estremeció. El cuarto olía a carne podrida, pero matizada con un olor medicinal que reconoció como heroína. Maldad llenaba esta mazmorra, sombría y acechadora, pero muy viva. Y ella había venido aquí ávidamente.

El cuerpo de Helen temblaba de miedo y vergüenza. Oh, Jan, querido Jan, ¿qué he hecho? Lo siento mucho.

¿Cuántas veces había dicho eso?

Se mordió el labio, con tanta fuerza que sorbió el picante sabor de la sangre.

La puerta se abrió a la izquierda y una elevada figura se paró en el marco; las luces anaranjadas del pasillo la iluminaban por detrás. Karadzic.

De pronto ella supo quién era este hombre. ¡Era Karadzic! ¡El Karadzic! ¡Era el comandante en el libro de Jan!

Forzaron a empujones a que una mujer se le adelantara al tipo, pero esta tropezó y cayó de rodillas. Tenía desgarrado en un costado el vestido, el que parecía vagamente conocido. Los dos hombres que habían estado en el salón dieron un paso al frente y obligaron a la mujer a ponerse de pie.

Helen le vio el rostro, surcado de sangre de tal modo que parecía que le hubieran cortado irregularmente una línea. La muchacha contuvo la respiración.

¡Era Ivena! ¡Ivena estaba aquí!

—¡Ivena!

La anciana giró lentamente la cabeza y miró a Helen. Entonces los ojos se le desorbitaron y al instante se arrugaron con empatía. La boca se le separó en un silencioso llanto.

—Querida Helen… Oh, querida Helen, lo siento mucho.

Helen se volvió hacia la puerta donde Karadzic aún estaba parado en las sombras.

—¿Qué le está usted haciendo a ella? Es una anciana. Usted no puede…

—No te preocupes por mí —manifestó Ivena, ahora con suavidad en la voz.

Helen la miró. Había un brillo en los ojos de Ivena y no era por la luz de la lumbre.

—Temo por ti, querida Helen. Por tu alma, no por tu cuerpo. No permitas que se apoderen de tu alma.

Una luz blanca iluminó la mente de Helen con esa última frase, como si hubieran encendido un estroboscopio. Levantó bruscamente la cabeza.

El salón había desaparecido. La muchacha jadeó.

Un campo de flores blancas se extendía ante ella, rodeado por un brillante cielo azul.

La visión de la joven volvió rápidamente al salón, donde el voluminoso individuo, Karadzic, estaba entrando seguido por la mujer vestida de rojo. Reían como payasos.

Pero Helen permaneció aquí menos de un segundo, antes de que el mundo blanco volviera a cobrar vida como el destello de un flash. Las flores se balanceaban con delicadeza en la brisa, inclinándose ante una figura bocabajo a menos de tres metros de distancia. Helen oyó lo que parecía un niño sollozando en silencio, y rápidamente examinó el cielo surrealista. Ahora era de color turquesa y fluía como un río hacia el horizonte.

Ella bajó la mirada. La mujer en el suelo tenía puesto un vestido rosado con flores pequeñas y…

¡Era ella! ¡Era ella, Helen!

Los suaves sollozos se detuvieron por un breve segundo, dejando solo un silencio sepulcral. El mundo se había paralizado con Helen allí, parada boquiabierta, y tendida casi muerta.

Entonces empezó el grito. Cien mil voces gimieron a la vez, desesperadas en agonía. En la imaginación Helen se cubrió los oídos y se inclinó. El sonido le desgarraba los nervios como una navaja de afeitar. Estaban llorando por esa figura bocabajo. ¡Por ella!

—Dios, querido Dios, ¡perdóname!

Al instante Helen estuvo de vuelta en el oscuro salón, con el último grito resonándole alrededor. Karadzic y su mujer de cabello negro la miraban, ahora ya no sonreían. La habían oído.

—Dios no te puede oír, ¡tonta!

El fornido individuo vestía una túnica negra y la mujer de rojo lo agarraba del brazo. Otros dos sujetos que los habían seguido se colocaron a la derecha de Helen. Entonces Karadzic caminó hasta el centro del salón y la enfrentó.

—¿Crees que clamar a Dios te salvará? No salvó al sacerdote, y él era mejor que tú.

Los dos hombres que habían esperado cerca de la parte posterior agarraron ahora a Ivena por los brazos. La movieron bruscamente hacia el costado donde la pusieron de pie mirando a Helen. Pero el brillo en los ojos de Ivena no desaparecía.

Las velas llameaban intermitentemente. Helen se combó desde la cruz, exhalando con emoción. Pero en realidad no por la locura en este salón, ¿verdad? Era por la visión. Esta se había ido de la vista, pero el llanto aún le inundaba el corazón.

Karadzic se acercó a la muchacha, otra vez con una retorcida sonrisa. El tipo era muy alto, tanto que el rostro le llegaba al nivel del de Helen. Él levantó una gruesa mano y recorrió los dedos por la mejilla de Helen.

—Qué piel tan suave. Es una lástima, de veras —manifestó en voz muy baja, enjugando las lágrimas de la mejilla de la prisionera.

Esto surtió muy poco efecto; lágrimas frescas brotaban en silenciosos torrentes. Karadzic se le acercó más, y Helen le pudo oler el apestoso aliento.

—Hoy morirás. Sabes eso, ¿no es así? —susurró él.

Los ojos de Karadzic no estaban ahora a más de diez centímetros de los de Helen, y se movían en las órbitas escudriñando el rostro de la joven. Suavemente el hombre se pasó la gruesa lengua por sobre los dientes; sudor le brillaba en el labio superior.

—Estarás muerta en una hora. Después de que nos hayamos divertido. Pero tú misma te puedes salvar. Ahora vas a decidir si quieres seguir viva o no. ¿Entiendes?

El tipo miró a la muchacha a los ojos, esperando.

Helen asintió; una exhalación de aire se le escapó de la garganta. Temor se le extendió por todos los huesos, reemplazando a la tristeza causada por la visión. Miró por encima a Ivena, quien la contemplaba con aquel fuego en los ojos.

—Helen —susurró Karadzic; la boca del comandante hizo un pequeño sonido al separarse los labios y la lengua—. Qué nombre más hermoso. ¿Quieres seguir con vida, Helen? ¿Um? ¿Quieres regresar a tu amante?

Ella asintió. Miró por sobre el hombro de Karadzic y vio que los otros sujetos no se habían movido. El débil sonido silbante de pabilos ardiendo jugueteaba en el pensamiento de la joven. El hombre respiraba resueltamente por las fosas nasales.

—Dilo, amorcito mío. Dime que deseas permanecer con vida.

—Sí —pronunció Helen; pero le salió como un quejido.

—Sí —repitió Karadzic sonriendo—. Entonces recuerda eso, porque si no, voy a dejar que Vahda te rompa los dedos, uno por uno. Sonará muy fuerte en este salón. Creerás que te están disparando, pero solo será el fuerte sonido de tus huesos al romperse.

Entonces, en algún momento, desapareció la sonrisa del hombre.

Helen se percató de que ella ya no exhalaba.

Karadzic se volvió y retrocedió. En el cinturón tenía una pistola, grande y negra. La respiración de Helen salió en repentinos y cortos jadeos. Escalofríos le bañaban la cabeza. ¡Oh, Dios! Sálvame, por favor. ¡Haré cualquier cosa!

Karadzic se volvió hacia la mujer, Vahda, y por un prolongado momento los dos miraron a Helen, inmóviles. Sombras titilaban con las llamas de las velas, danzándoles por los rostros.

El comandante alargó la mano hacia el guardia a la derecha y le arrebató un revólver. El corazón de Helen se le atoró en el cuello. La respiración se le acortó… estaba hiperventilando. Los ojos de Glenn eran negros. No, este era Karadzic, y sus ojos eran como huecos. ¿Por qué estaban haciendo esto? ¿Qué había hecho ella para enojarlos?

—Bueno, Helen, te trajimos aquí para matarte. Y lo vamos a hacer —declaró él en voz muy baja, de forma muy realista—. Pero ya que tu marido fue tan amable al contar mi historia al mundo y darme tanta fama, he decidido brindarte una oportunidad. Leíste el libro, ¿verdad?

Ella no respondió. No pudo.

—Bien. Entonces recordarás que le di una oportunidad al sacerdote. ¿Lo recuerdas? —manifestó Karadzic y dio un paso al frente—. Mírame, Helen.

Ella lo miró, temblando todavía.

—He aquí tu oportunidad. Es bastante sencilla. Si renuncias a tu amor por Janjic, te dejaré libre.

Ella parpadeó hacia el hombre. ¿Renunciar a su amor? ¿Por Janjic? Ella podía hacer eso fácilmente… solo eran palabras.

—¿Comprendes? Dime que no lo amas… que lo maldecirías si estuviera aquí, y te dejaré libre. ¿Entiendes?

Ella asintió impulsivamente.

No puedes renunciar a tu amor, Helen.

Por supuesto que puedo. ¡Tengo que hacerlo! Helen se negó a mirar a Ivena, pero podía sentir la mirada de la mujer.

—Muy bien.

—Usted… ¿no le hará daño a él? —inquirió Helen.

—¿Hacerle daño? ¿Qué importará, si lo rechazas? De todos modos estará muerto para ti.

La cabeza de Helen empezó a dolerle. Cerró los ojos, desesperada por despertar de esta pesadilla.

—Helen.

Ella abrió los ojos. Karadzic había levantado la pistola y se había puesto el cañón en la mejilla. El criminal inclinó la cabeza, y miró a la joven por sobre las tupidas cejas.

—Sabes lo que le sucedió al sacerdote. Sé que lo sabes. Lo maté.

Ella no se movió. El aire se sentía muy quieto.

—Pero quiero asegurarte que haré lo que digo. Quiero que sepas que cuando afirmo que voy a matar a alguien, lo mataré —advirtió, y la boca se le abrió en una leve sonrisa—. Mira a Ivena, Helen.

Helen se volvió hacia Ivena. La mujer mayor la observaba directamente con ansiedad en los ojos y una leve sonrisa en los labios. No había temor; solo esta absurda confianza que resplandecía en ella. Una fresca oleada de lágrimas brotó de los ojos de la muchacha.

Los guardias se hicieron a un lado e Ivena se puso de pie, vacilante.

—No llores por mí, Helen. El llanto es por ti —reveló Ivena.

Desde el rabillo del ojo Helen vio que Karadzic levantaba el brazo hacia Ivena. Contra la cabeza de la anciana chocó un ¡pum!, y esta salió empujada de espaldas. El cuello de Ivena se lanzó hacia atrás. El costado de la cabeza había desaparecido. La mujer cayó al suelo como un saco de harina.

Entonces la mente de Helen empezó a explotar con pánico. Había risas, pero ella no podía quitar la mirada del cuerpo inerte de Ivena para ver de dónde venían: quizás de Karadzic y su mujer. Quizás de ella.

¡Ivena! Amado Dios, ¡Ivena estaba muerta!

Oh, Dios, ¡sálvame por favor! ¡Te ruego que me salves! ¡Por favor, por favor!

Jan se tensionó contra las cuerdas, haciendo caso omiso al dolor en las articulaciones. Se dio cuenta que la situación había empezado. Pudo sentir la tensión en el estómago, lo que le produjo náuseas.

Querido Padre, te lo ruego, sálvala. ¡Te lo suplico!

Oyó una lejana detonación: un disparo a mucha distancia. ¿Le habían disparado a ella? Jan dejó caer la barbilla hasta el pecho y gimió con fuerza. La garganta se le llenó de bilis, y vomitó. Escupió el amargo sabor de la boca y volvió a gemir. Esto había pasado de castaño oscuro.

Karadzic haría cualquier cosa para animar a Helen a renunciar al amor, aunque esto significara hacerle daño. E Ivena, ¿qué le haría a Ivena? Pensar en ese batracio tocando a Helen hizo que se le revolviera el estómago, en realidad le hizo temblar el cuerpo en las ataduras.

Dejó colgando la cabeza y rogó a Dios para que los momentos pasaran con rapidez. Si ella renunciaba a su amor, se habría ido para siempre y Jan pensó que él también moriría sin ella. Lo cual era precisamente lo que ocurriría. Karadzic lo asesinaría.

¿Pero y si en vez de eso Helen decidía morir? Karadzic podría incumplir su promesa y matarla. Pero no había más opciones. Al menos morirían como uno: como enamorados.

Padre, no puedes permitir que ella muera. Ella es tu Israel; es tu iglesia; es tu novia.

Una imagen de los Salmos, de una gigantesca águila chillando desde el cielo para proteger a sus crías, le dio vueltas en la mente. Tienes que acabar con esta locura, Padre. Sálvanos ahora. Me has convertido en Salomón, desesperado por la doncella; me has convertido en Oseas, amando con tu corazón. Muéstrame ahora tu mano.

Silencio.

Jan colgaba de las ataduras, deseando morir. Apenas lograba pensar en el dolor. Si Karadzic le liberaba las manos, ¡le sacaría los ojos! El preso hizo rechinar los dientes. Golpearía duramente ese rechoncho rostro. ¿Cómo se atreve él a tocar…?

El mundo titiló abruptamente de blanco.

¡La visión!

Risas le llegaron desde todos lados. El campo florido y estas hilarantes risas. Una oleada de alivio le envolvió el pecho, y rió súbitamente. Entonces el sentimiento le retumbó por el cuerpo y no pudo contenerlo. Era placer. ¡Placer crudo que le hervía de los huesos en burbujas de gozo!

Jan se encorvó, tanto como se lo permitieron los brazos atados, y rió. El salón resonó con los sonidos de un demente, y el prisionero no pudo evitar pensar en que finalmente había perdido la cordura. Pero a la vez comprendió que él no podía estar más cuerdo. Estaba bebiendo vida y esto lo hacía reír.

Cada fibra en el cuerpo imploraba morir en ese instante; unirse para siempre a esa risa. Rodar por el campo y viajar por el cielo azul con el padre Michael y Nadia.

La visión desapareció.

Jan parpadeó en la oscuridad. Sabes que Nadia habló de risas, Janjic. Sabes cómo rió el padre Michael. Y luego ambos murieron. La risa precede a la muerte.

Entonces déjame morir, Padre.

Pero salva a Helen. Te lo ruego.

Habían salido del salón por un rato, para dar a Helen tiempo de pensar detenidamente en la situación, había dicho la mujer. El cuerpo de Ivena yacía en un charco de sangre a la derecha de la muchacha, inmóvil e inerte con los ojos abiertos. Las velas irradiaban bamboleantes sombras a través del salón. Helen miraba con ojos bien abiertos, un brillo de sudor le resplandecía en la piel, respirando en violentas sacudidas.

Ya se había desmayado una vez, por hiperventilación, pensó. Cuando ocurrió, ella se preguntó si todo el asunto había sido un mal sueño, pero entonces vio el cadáver y empezó a llorar otra vez.

El problema era bastante sencillo. No quería renunciar a su amor por Jan. La mente le volvía a recordar la increíble amabilidad y la pasión de él. Renunciar a su amor muy bien podría ser muerte por mérito propio. Lo menos que ocurriría es que nunca podría volver a mirarlo al rostro.

Pero entonces Helen no deseaba morir. No, nunca permitiría que ellos la mataran.

La puerta se abrió de golpe, y Karadzic entró con la mujer y dos guardias. Uno de ellos fue hasta el cadáver de Ivena y comenzó a empujarlo hacia el costado.

—¡Déjalo! —gritó el comandante.

El guardia soltó el cuerpo y se unió a su compañero a la izquierda de Helen.

Karadzic tomó posición frente a la muchacha, como un verdugo ansioso de cumplir su misión. Vahda se mordía una uña, obviamente emocionada. La miraron en silencio por un momento.

—Ahora, Helen —habló Karadzic con voz cavernosa—. Vamos a empezar a romperte los dedos. Prefiero la navaja y podríamos llegar a eso, pero Vahda me ha convencido que una mujer hará cualquier cosa por conservar los dedos.

Helen comenzó a temblar de nuevo. Los clavos en la viga que le topaban la espalda chirriaban con el temblor de la joven; un sonido espantoso que le enviaba escalofríos a las piernas.

—¡Oh, Dios! —gimió—. ¡Por favor, Dios!

—¿Dios? —exclamó Karadzic con las cejas arqueadas—. Te lo dije, Dios no está oyendo. Creo que tu Dios…

Eso fue todo lo que ella oyó. Porque el mundo le explotó otra vez. Fulguró de blanco.

¡Ella estaba de vuelta en la visión!

Solo que esta vez el campo de flores blancas flotaba en la risa de niños. Helen contuvo la respiración. Había otro sonido allí con los niños… ella lo reconoció de inmediato. ¡Era Ivena! Riendo con ellos. Histérica.

Y la figura bocabajo había desaparecido. Y eso era cómico, pensó Helen. No, eso era encantador. ¡Era perfectamente increíble! Eso era mejor que todo lo que pudo haber imaginado.

Helen oyó su propia risa, uniéndose al coro. No porque fuera muy divertido, en realidad divertido era una palabra atroz para describir esta emoción que le saltaba desde el estómago. Sintió como si la hubieran halado bruscamente de un baño de ácido y la hubieran clavado en una piscina de éxtasis. Este mundo embriagador de inmenso placer.

Este es el cielo.

—¡Basta!

La voz hizo volver bruscamente a Helen al salón.

—¡Basta! —gritó Karadzic temblando—. ¿Crees que es divertido?

Helen reía entre dientes, colgando de la cruz, cubierta en su propio sudor y temblando como una hoja. Un momento antes había habido terror crispándole esos músculos; ahora había risa.

La escena daba vueltas en la mente de Karadzic como una broma obsesiva. Había visto esto antes. En una pequeña aldea a no mucha distancia, hace veinte años.

—¡Cállate!

Helen se contuvo y miró alrededor como una imbécil, como insegura de dónde estaba. Lo absurdo de este repentino cambio en el comportamiento de ella produjo escalofrío en los huesos de Karadzic. ¿Qué creía ella estar haciendo en el nombre de Dios?

—¡Vuelves a reír de ese modo y te meto una bala en el estómago! ¿Me oyes?

La muchacha asintió con la cabeza. Pero los ojos ya no estaban redondos y abiertos. Miraban a Karadzic con simple curiosidad. Él tendría que volver a poner temor en ella. Le rompería dos dedos, uno en cada mano. Los dedos índices.

El comandante dio un paso al frente, observando que sus propias manos aun le temblaban. Las empuñó.

—Veremos cómo te sientes después de…

—Ya tomé mi decisión —lo interrumpió ella tranquilamente.

—¿De veras? ¿La tomaste? —preguntó él, parpadeando.

—Sí.

—No tan rápido —advirtió; esto no parecía bueno—. Tengo a Janjic. ¿Sabes eso?

La inflexión en la voz del hombre se había elevado, pero no le importó.

—Usted… ¿tiene usted a Janjic? —inquirió Helen tragando saliva, y por un momento el comandante creyó que ella estallaría otra vez en lágrimas—. Yo lo amo.

—Eres una tonta —musitó Karadzic a través de dientes apretados.

—Moriré antes de renunciar a mi amor por Jan.

¡Esto era imposible!

—¡No solo morirás! Tendrás rotos todos los huesos, uno por uno, ¡pequeña cobarde!

Los ojos de Helen lo miraron fijamente. Lágrimas brotaban de cada uno, dejándole frescos rastros en las mejillas. Pero ella no pestañeaba.

—Si usted cree encontrar alguna pervertida satisfacción en hacer daño a una mujer inocente, entonces hágalo —juzgó Helen.

—¿Te crees inocente? ¿Te arrastré aquí? Mataste a tu propio amado al venir acá.

Las mejillas de ella se pandearon.

—Janjic morirá, y solo tú puedes salvarlo —continuó rápidamente Karadzic—. Renuncia a él, estúpida. ¡Solo son palabras! No seas imbécil.

—¡No! —gritó ella—. No.

Helen lloró de nuevo. Se iba a quebrantar. El rostro se le frunció de dolor. Karadzic logró presentir el cambio en ella y se animó levemente.

—Sálvate tú —expresó—. Renuncia a él.

La prisionera inhaló abruptamente y se adaptó poco a poco contra las cuerdas. Miró directo a los ojos del hombre, y este tragó saliva. Había una nueva mujer detrás de esa mirada, y era más fuerte de lo que él había creído.

—Usted sabe que no puedo hacer eso —explicó ella con calma—. Máteme. Moriré por él… eso lo debí haber adoptado hace mucho tiempo.

El temblor empezó en la cabeza de Karadzic y se le abrió paso hacia abajo hasta los talones. De no haber quedado inmovilizado en el acto, pudo haber levantado la pistola y haberle disparado a la mujer.

Vahda no estaba tan paralizada. Emitió un chillido y pasó volando a Karadzic con las uñas extendidas. Clavó los dedos en el cuello de Helen y bajaron hasta el pecho dejando rastros de sangre en la joven.

Karadzic dio un paso adelante y golpeó la cabeza de Vahda con un fuerte manotazo. La mujer cayó al suelo en mala manera.

—¡Es mía! —gritó él—. ¿Te dije que hicieras esto?

El comandante retrocedió, tratando desesperadamente de controlarse. Estaba perdiendo el control de la situación, lo único que ningún buen adalid podía permitirse. La respiración se le hizo pesada y lenta. Blancas manchas le flotaban en la vista. Vahda se puso de pie.

—Así que te crees muy lista al escoger tu muerte —expresó Karadzic enfrentando a Helen—. Pues bien, te mataré. Y dejaré que Vahda te rompa los huesos. Pero no morirás hasta que hayas presenciado la muerte de tu amado.

¿Te gustaría eso?

La joven no reaccionó.

—Dije: ¿te gustaría eso? —gritó él.

Ella pestañeó. Pero aparte de eso únicamente lo miró. El cuello le sangraba de mala manera debido a las uñas de Vahda.

—Traigan al prisionero —ordenó bruscamente Karadzic.

Dos guardias salieron rápidamente para ir por Janjic.

—Vahda, querida. Recuerda: este es mi juego, no el tuyo. Debes recordar eso —advirtió él; la mujer no se dio por enterada—. Por tanto ahora puedes quebrarle dos dedos, pero solo dos.

Ella se volvió hacia él con un brillo en los ojos.

—Sí, querida. Puedes. Y también las rodillas.