Jan no podía decir si había recuperado la conciencia o si la negrura ante los ojos era aún la oscuridad de su mente. Pensó que había parpadeado algunas veces, pero ni siquiera entonces pudo estar seguro. Luego oyó irregulares jadeos al respirar y supo que se estaba oyendo a sí mismo.
Aún se hallaba atado a la viga, con las manos extendidas a lo ancho. Los hombros le dolían en gran manera y trató de quitar de ellos el peso del cuerpo. Una inmediata oleada de dolor le hizo cambiar de opinión. Se combó sobre la viga e intentó aclarar la mente.
El salón resonaba con los esfuerzos que él hacía por respirar. El sonido le produjo un escalofrío en los huesos, una sensación súbita de paramnesia que le hacía parar los pelos de la nuca.
Ya había vivido esto.
¿Cuándo?
Le llegó como un puño desde la oscuridad; ¡se hallaba en la mazmorra de sus sueños!
Por veinte años había soñado con este mismísimo lugar… supo que era el mismo. El mismo sonido, la misma viga en la espalda, la misma oscuridad total. Los detalles se habían ido a tenebrosas profundidades durante estos últimos meses sin soñar, pero ahora salían embravecidos a la superficie. Los sueños habían sido una premonición del propio fin que él tendría.
Al final de este viaje insensato esperaba la muerte. A él se le había dado amor… un injerto del corazón de Dios, había dicho Ivena. Y ahora él se había topado con la muerte. El precio del amor era la muerte. El pecho de Jan se le tensó con desasosiego. Qué tonto había sido al traer a Helen a Bosnia. ¡A Karadzic! Oh, amada Helen, ¡perdóname! Oh, Dios, ayúdame.
Una suave voz le susurró en la oscuridad. Esto solo es una sombra de lo que siento.
Jan recobró el aliento y levantó la cabeza.
No más que un débil susurro.
¡La voz era audible! Jan contuvo la respiración y examinó las tinieblas pero no vio nada. Estaba alucinando.
¿Sientes este sufrimiento?
Tu peor sufrimiento es como un eco distante. El mío es un chillido.
¡Esto no era alucinación! ¡No podía ser! Oh, ¡Dios mío! ¡Estás hablando! ¡Estoy oyendo la voz de Dios! Una lágrima se le deslizó por la mejilla. Jan se calmó y escuchó el esforzado inhalar y exhalar de su respiración. No podía ver nada más que tinieblas. Entonces habló en un susurro.
—¿Y mi amor por Helen?
Una pequeña muestra. Difícilmente podrías resistir más. ¿Te gusta?
¡Entonces era cierto!
—¡Sí! Sí, ¡me gusta! ¡Me encanta!
Una vocecita comenzó a reír detrás de la otra. Un niño que reía, incapaz de contener el regocijo. Cayó como un bálsamo de satisfacción sobre Jan. Dios y este niño estaban viendo la situación de manera diferente, y no era algo triste lo que veían. De los ojos de Jan salieron lágrimas a raudales. Empezó a temblar, sofocado en estas palabras que le susurraban a la mente.
De repente el mundo le empezó a centellear de blanco, y Jan resopló. Al principio creyó que podrían ser recuerdos de la guerra, pero al instante vio que no era así. El campo de blancas flores se extendía ante él, terminando en un brillante océano color esmeralda. El cielo se abalanzaba sobre el agua lejana, en corrientes rojas, azules y anaranjadas.
Cambió los pies de posición y miró hacia abajo. Había una gruesa alfombra de pasto comprimido entre los dedos de los pies, tan copioso y exuberante que parecía agua. A tres metros empezaba el lecho de flores blancas y rojas, bamboleándose suavemente con una ligera brisa. Eran las flores del invernadero de Ivena. La agradable fragancia de brotes de rosa le inundaba la nariz.
Pero el cielo se unía con el horizonte, como una puesta de sol fotografiada a intervalos prefijados pero sin final. Jan miró la escena surrealista y se le abrió la boca. Aquello no era de este mundo. Era del otro. Y era parte del sueño de él.
Oyó una débil nota en el aire, como el canturreo distante de un vendaval. Al verlo creyó que el sonido podría estar viniendo del campo, una sola línea oscura sobre el horizonte moviéndose hacia él.
La línea se estiraba hasta donde podía ver en cada dirección. Lentamente aumentaba de tamaño, moviéndose con una velocidad cada vez mayor. Jan contuvo el aliento. Diminutas figuras emergían de la línea sin rostro. Volaban hacia él, debajo del fluyente cielo, contra la corriente, como viajando en un tsunami aéreo.
Jan retrocedió en un brusco paso y se quedó paralizado, inseguro de qué hacer. Entonces la gran cantidad de figuras estuvo sobre él, andándole a toda prisa como a treinta metros por encima de la cabeza, en silencio a no ser por un gemido aerodinámico, como un poderoso viento repentino. Jan gritó y se agachó, pensando que las figuras podrían cercenarle la cabeza. Pero estas se hallaban a más de treinta metros sobre él. Era la enorme cantidad de ellas lo que proyectaba la ilusión de proximidad.
Jan miró estupefacto. En su mayoría eran niños. Les pudo ver los cuerpos borrosos corriendo sobre él en matices azules y rojos. Súbitamente de los niños estalló un débil sonido efervescente, subiendo y bajando por las escalas, como si con ellos se movieran mágicos repiques. Solo que no se trataba de un repique sino de risas. Cien mil niños soltando risitas ahogadas, como si moverse raudamente sobre él fuera una gran broma en que se deleitaban.
En la boca de Jan se formó una sonrisa. Una risita se le escapó de los labios.
Las risas aumentaron en respuesta. Y luego Jan reía con los niños.
De repente la línea terminó, y Jan vio que los cabecillas habían girado arriba hacia al cielo, como una ola encrespándose sobre sí misma. Al volver a pasar lanzaban alaridos. Un hombre con cabello largo guiaba el vuelo, y a la derecha una figura más pequeña le agarraba la mano, chillando con convulsiones de risa; esta vez los vio con claridad. Ellos lo miraron directamente, y los ojos les centelleaban de alegría. Jan los reconoció cuando pareció tenerlos al alcance de la mano.
¡Eran el padre Michael y Nadia!
De repente Jan deseó saltar y unírseles. Estaba parado sobre los pies. Reía con ellos, exactamente allí en el cuarto de piedra; supo eso porque los hombros sentían el dolor de los zarandeos del cuerpo. Pero en la mente, en este otro mundo, él saltaba y lanzaba las manos atrevidamente hacia arriba. ¡Debía unírseles!
Ellos volvieron a girar, pero esta vez se detuvieron en lo alto y revolotearon como una nube que cubría el cielo. El sonido se acalló.
Jan se empujó hacia arriba, asombrado. ¿Qué estaba sucediendo?
Entonces un suave sollozo cortó el aire. Y otro, y otro hasta que el cielo gemía con el sonido del llanto. Jan dio un paso atrás, atónito. ¿Qué había ocurrido?
Bajó la mirada hacia la pradera. Y vio lo que todos ellos veían. Un cuerpo yacía sobre las flores, como a tres metros de Jan, y él lo supo. Era Helen, y el cielo lloraba por ella.
Dos emociones chocaron. Alegría y dolor. Amor y muerte.
De pronto el mundo de Jan ennegreció, y él inhaló rápidamente. Estaba otra vez en el salón oscuro. Había desaparecido la visión celestial.
Ese era tu sueño, Jan. La mazmorra y luego el campo. Era esto. De algún modo has esperado este momento desde el día en que viste morir al padre Michael y a Nadia. Fuiste creado para esto. Esta es tu historia.
—¿Dios?
La voz de Jan resonó en la cámara. Estaba hablando como si Dios estuviera de veras en el salón.
Sí, era él. Es.
—¿Dios?
Pero solamente silencio le contestó.
Una sensación de impotencia le emergió del pecho. Un anhelo por la risa, por la voz de Dios, por la fragancia de las flores en el jardín de Ivena. Pero todo eso había desaparecido, dejándole tan solo el persistente recuerdo de Helen, tendida en el césped. Ella no reía. ¿Estaría muerta?
¿Y si así fuera? ¿Y si ese fuera el significado de esta visión? Karadzic la había matado y ahora el cielo lloraba. Jan se enderezó en sus ataduras, lleno de repentino pánico. Ese instante supo lo que haría.
—¡Karadzic! —gritó; la cabeza le dolió por el esfuerzo—. ¡Karaaadzic!
Fuego le ardía en los hombros. Pero tenía que hacer esto, ¿verdad que sí? Se trataba del más delgado de los hilos, pero podría ser la única esperanza para Helen.
—¡Karaaadzic!
Un puño golpeó la puerta.
—Silencio allí.
—Dígale a Karadzic que venga. Tengo algo que decirle.
—Él no quiere nada de usted —expresó la voz después de un momento de silencio.
—¿Y si usted se equivoca? Esto significará todo para él.
Sonó un refunfuño, seguido de un prolongado período de silencio. Jan llamó dos veces más, pero el guardia no contestó.
De pronto se oyó ruido de llaves en la puerta y luego esta se abrió hacia adentro. Rayos de luz amarilla chocaron de pronto contra el cuerpo de Jan, quien levantó la cabeza.
Karadzic estaba en la entrada, haciendo sonar las llaves en la mano derecha como si fuera una cachiporra, con las piernas abiertas.
—¿Así que después de todo quieres suplicarme por tu vida? —preguntó riendo entre dientes, y la voz resonó en la cámara.
—Ya no estoy interesado en mi vida. Solamente en la de Helen.
—Entonces eres un tonto y me compadezco de ti —expresó Karadzic.
—Helen fue siempre el premio. Por eso Lutz le ofreció dinero para que ella muriera. Si él no puede tenerla, entonces la matará. Pero créame, si ese cerdo inmundo creyera por un momento que podría tenerla como de su propiedad, voluntariamente, no la mataría.
—¿Es así, joven amante? —inquirió Karadzic con los labios retorcidos en una sonrisa.
—Lutz pagaría mucho más por Helen viva. Estoy seguro de eso.
—No intentes burlarte de mí, soldado —respondió Karadzic ya con la sonrisa atenuada.
—No me tome la palabra. Pregúntele a Lutz. Si él le está pagando cien mil dólares por nuestras muertes, entonces pagará doscientos mil por el corazón de Helen. Se lo prometo.
—Y no me interesan tus promesas. ¿Crees que tu astuta lengua jugará a tu favor?
—No estoy hablando de mis promesas, estúpido —insultó Jan; los ojos de Karadzic se entrecerraron—. Le estoy diciendo lo que Lutz dirá cuando usted le hable.
—¿Y qué te hace pensar que voy a hablar con él?
—La codicia que usted tiene se encargará de eso.
—Y tu estupidez se encargará de tu muerte.
—Usted sería un idiota si no llama a Lutz. Exija el doble por el regreso voluntario de Helen y él aceptará pagarle.
—Aunque tuvieras razón, ¿cómo propones que yo obligue a la mujer a volver a Lutz? Aseguraste que él es un cerdo.
Jan recobró la compostura y se enderezó contra el travesaño. Le dolían los hombros, como si le hubieran enterrado agujas en las articulaciones.
—Convenza a Helen a que renuncie sinceramente a su amor por mí.
Decir eso produjo náuseas en Jan.
—¿Que renuncie a su amor? —inquirió el comandante mirando como un idiota—. Estás manifestando chismes de mujeres.
—Si ella renunciara a su amor, esto le quebrantaría el espíritu. Por eso el sacerdote no renunció a su amor por Cristo. ¿No ha entendido eso aún? No eran solo palabras lo que él estaba negándose a darle a usted, sino el corazón. Si Helen renuncia a su amor por mí, no podrá vivir con la vergüenza. Volverá ansiosamente a Estados Unidos. Y en Estados Unidos solo está Lutz para ella.
¿Cómo podía él siquiera expresar esas palabras? Vivir con Lutz sería de por sí una muerte. Pero entonces Dios aún podría enamorarla, ¿verdad?
Karadzic no era tonto en el arte de doblegar mentes; la guerra le había enseñado bien. Los ojos se le movieron rápidamente de atrás para adelante.
—¿Propones por consiguiente que le destroce el corazón obligándola a renunciar a ti? ¿Crees que soy tan ingenuo?
—No, usted no puede obligarla —objetó Jan respirando hondo—. Ella debe hacerlo voluntariamente. Así que lleve a cabo uno de sus juegos, Karadzic. El que jugó con el sacerdote. Quizás así recupere la vergüenza que se le amontona en la cabeza.
Karadzic parpadeó rápidamente. Jan había tocado allí una cuerda sensible.
—Usted no puede obligarla, pero puede motivarla —continuó Jan rápidamente—. Dígale que la matará si no renuncia a su amor por mí.
Jan tragó grueso.
Karadzic se lamió los labios, entendiendo ya.
—Dígale eso, pero si ella decide morir en vez de renunciar a su amor por mí no la mate —siguió hablando Jan—. Suéltela. Y si ella renuncia a su amor, entonces libérela para Lutz. En uno u otro caso ella vive. De una u otra manera usted me matará.
Jan forzó una sonrisa.
—Es un juego de apuestas definitivas. Helen escoge vivir y usted se vuelve muy rico; escoge morir y usted aun así consigue su recompensa, pero no por ella. Solamente la mitad pagada por mí. Mi esposa queda libre.
—La decisión de ella de morir por ti la dejará libre —declaró Karadzic con un brillo en los ojos—. Pero la decisión de vivir la entregará a Lutz. O yo podría sencillamente matarlos a los dos y cobrar el dinero ya ofrecido.
—Usted podría.
Karadzic lo miró por varios segundos; luego salió retrocediendo del salón.
—Veremos —dijo, y desapareció.
La puerta se cerró y Jan se dejó caer en sus ataduras.
Karadzic entró al débilmente iluminado cuarto subterráneo y miró al corpulento estadounidense sentado con las piernas cruzadas en la silla de cuero. El hombre se puso de pie y lo enfrentó; parecía albino en la luz ámbar; muy blanco desde el cabello rubio hasta la pálida piel, este cerdo. Karadzic nunca había pensado que otro hombre pudiera hacerle bajar un escalofrío por la columna, pero Glenn Lutz sí, cada vez que viraba esos ojos negros como solía hacerlo. No le gustaba eso.
—¿Y bien? —preguntó Lutz.
—Él tiene una propuesta para ti —informó Karadzic dirigiéndose a su licorera.
—¿Sabe él que estoy aquí?
—No. Por supuesto que no. Cree que te voy a llamar.
—Él no está exactamente en posición de hacer propuestas, ¿no es así? ¿Qué es lo que propone? —exigió saber Lutz.
—Dice que me pagarás el doble por el corazón de la mujer.
Glenn respiró fuertemente en la cámara.
—No hice un viaje de treinta horas para salvar el corazón de ella. Vine a matarla. Simple y llanamente. Una vez muerta, no me importa lo que hagas con ella. Ese loco está desvariando.
—No está sugiriendo que yo le salve el corazón, sino que la haga participar en un juego —explicó Karadzic vertiendo whisky en un vaso y enfrentando al estadounidense—. El mismo juego que realicé con el sacerdote en la aldea.
Lutz miró estúpidamente. No estaba asociando las cosas.
—Te pagué por traerlos aquí. Cincuenta mil dólares estadounidenses por cada uno. Ahora voy a matar a ambos. No estoy interesado en juegos.
—¿Y si el juego te da otra vez a Helen? ¿Um? ¿Y si ella viniera a ti de manera voluntaria como tuya y solo tuya? ¿Qué pagarías por eso?
Como si fuera un fuelle viejo, Glenn inhaló y exhaló por las fosas nasales el aire viciado. Los párpados se le cayeron como persianas sobre esos ojos negros y luego los abrió repentinamente. Karadzic pensó que en algún momento el hombre había perdido parte de sí mismo.
—El tipo afirma que me pagarás doscientos mil dólares si puedo convencerla de que renuncie al amor que tiene por Janjic —continuó Karadzic—. Dice que si frente a la muerte ella renuncia al amor por él, perderá la voluntad para amarlo y volverá voluntariamente a ti.
Glenn miró a Karadzic por largo rato sin mover los ojos.
—¿Y si ella se niega? —preguntó al fin.
—Entonces la dejaremos libre. Mataremos solo a Janjic —dictaminó, y sorbió del vaso.
—Vine a matar a ambos —advirtió Glenn, pero ahora su convicción parecía moderada.
—Janjic tiene razón. El espíritu de la mujer quedará destrozado si renuncia al amor por él. Será tuya si quieres tomarla —opinó Karadzic y sonrió—. Pero de todos modos mataré al hombre. Tú la tendrás viva o muerta. Ganarás de todas formas.
—Pensé que el juego era liberarla si escogía morir.
—Esa fue la petición de Janjic. Pero si ella prefiere morir que renunciar a su patético amor por un hombre, entonces le concederemos ese deseo.
En realidad era parecido al sacerdote, ¿verdad que sí? Karadzic sintió que el pulso se le agitaba por las venas. Cierta clase de reivindicación.
—¿Y por qué debería pagarte…?
—Porque tú no podrías hacerlo —interrumpió el comandante, súbitamente irritado—. Ella nunca renunciaría a su amor si estás allí.
Él no sabía si eso era verdad o no, pero de pronto el dinero parecía muy atractivo. Y volver a realizar el juego llevaba consigo una justicia poética que empezaba a roerle el cráneo.
—De todos modos mataré a Janjic. Y te estoy ofreciendo la oportunidad de tener a tu mujer viva y dispuesta. Es decisión tuya. Cien mil por los dos muertos, o doscientos mil por Janjic muerto y Helen en tus brazos.
Glenn se volvió de él y se puso las manos en las caderas. Este tipo podría estar a punto de tratar de matarlo a él, pensó Karadzic. Lutz jalaría el gatillo sin pensarlo. Pero esto era Bosnia, no Estados Unidos. Aquí el estadounidense jugaría según las reglas de Karadzic. O moriría. De no ser por la promesa del dinero, el comandante ya habría matado al grasiento patán. Sería un placer ver morir al cerdo.
—Duplicaré mi pago por Helen —decidió Glenn, volviéndose—. Cien mil dólares por ella si puedes hacer que maldiga al predicador. Te pagaré nuestro acuerdo de cincuenta mil por el predicador. Eso da ciento cincuenta mil. No más.
Lo dijo todo como un hombre acostumbrado a la autoridad, y Karadzic casi le dice que se tragara su dinero. Pero no lo hizo. Más tarde podría hacer eso.
—Está bien —concordó, y se dirigió a la puerta—. Espero que cumplas tu promesa.
Lutz estaba atravesándolo con esos ojos negros cuando el comandante se volvió hacia él.
—No salgas de este cuarto —advirtió Karadzic, y se fue con un escalofrío de furia desgarrándole la columna.
Tal vez debería simplemente matarlos a todos ellos; cuando hubiera terminado esto y tuviera su dinero. Pero ahora jugaría. El pensamiento le produjo una sonrisa en los labios.
Justicia poética.