Capítulo cuatro

El padre Michael recordaba la discusión con el comandante; recordaba la culata del rifle de Karadzic destrozándole el cráneo a la hermana Marie; recordaba al otro soldado, el flacucho, ordenándole que se pusiera de pie y luego levantando el rifle para golpearlo. Incluso recordaba haber cerrado los ojos ante ese primer golpe en los riñones. Pero ese golpazo le inició el intermitente fulgor en la mente.

¡Puf!

La plazoleta desapareció en un destello de luz.

El blanco desierto se le estrelló dentro de su mundo. Rayos de luz surcaron desde el horizonte. La tierra se cubrió con las flores blancas. ¡Y con la música!

Oh, la música. La risa de los niños recorría los cielos, representando el cántico del hombre. El volumen había aumentado, intensificándose, obligando a Michael a unírseles en las risas. El mismo tono sencillo, pero ahora parecía que otros se habían unido para formar un coro. O quizás solo parecía un coro pero en realidad solamente era risa.

Canta oh hijo de Sion; canta oh hijo de mi amor

Regocíjate con todo el corazón, el alma y la mente

Michael estaba vagamente consciente de un estrellón al borde de su mundo. Era como si viviera en un adorno navideño y un niño lo hubiera golpeado con un bate. Pero él sabía que no era un bate; que tampoco era un niño, sino el soldado con un rifle, azotándole los huesos.

Oyó un fuerte chasquido. ¡Debo apresurarme antes de que el techo se derrumbe encima de mí! ¡Tengo que apurarme! Se me están rompiendo los huesos.

¿Apresurarse? ¿Apurarse adónde?

Apresurarse a reunirse con este hombre. Apurarse para encontrar a los niños, por supuesto. El problema era que aún no lograba verlos. Podía oírlos, correcto. Las risas de ellos ondeaban sobre el campo en largas e incontrolables sartas que le forzaron una sonrisa en la boca.

El personaje aún se hallaba lejos, ahora a treinta centímetros de altura en el horizonte, caminando directo hacia Michael, entonando el increíble cántico. El sacerdote habría esperado que le llegara música a través de los oídos, pero esta canción no se molestó con el desvío; pareció extendérsele directamente por el pecho y oprimirle el corazón. Amor, esperanza, tristeza y risa, todo enroscado totalmente en uno.

Abrió la boca sin pensar y entonó uno de los versos. Oh hijo mío… una ridícula sonrisa le hizo extender las mejillas. ¿Qué creía él estar haciendo? Pero sintió una creciente desesperación por cantar con el hombre, por hacer que el coro correspondiera con la melodía del hombre. ¡La da da, da la! ¡Mozart! Un ángel con la melodía más pura conocida por el hombre. ¡Conocida por Dios!

¡Y él quiso reír! Casi lo hace. Casi tira la cabeza hacia atrás y ríe. Sintió como si el pecho fuera a explotarle con el deseo. Pero no lograba ver a los niños. Y ese bate le golpeaba de manera horrible en los huesos.

Sin ceremonia, le fue arrebatado el mundo con todo el color, la luz y la música. Se halló de vuelta en la aldea.

Se oyó lanzar un grito ahogado. ¡Uhhh! Fue como si le lanzaran un balde de agua fría mientras tomaba una ducha caliente. Ahora se hallaba de pie, frente al cuerpo caído de Marie. La fuente gorgoteaba como si nada en absoluto hubiera pasado. Las mujeres estaban clavadas allí en el lugar. Los niños lloraban.

La angustia se extendía por la carne del clérigo como ácido filtrándose.

Oh, Dios. ¿Qué está sucediendo? ¿Qué les estás haciendo a tus hijos?

No sentía bien el hombro. Tampoco la mejilla.

Deseó volver a estar en el mundo de risas con los niños. Marie se agitaba en el suelo. El comandante gritaba ahora y las mujeres empezaron a moverse, como fantasmas en un sueño.

No. Los colores del mundo del padre Michael resplandecieron. No, no pertenezco a los niños que ríen. Pertenezco aquí con mis propios niños. Estos que Dios me ha encargado. Ellos me necesitan.

Pero no supo qué debía hacer. Ni siquiera estaba seguro de poder hablar. Así que oró. Clamó a Dios para salvarlos de este hombre malvado.

La plazoleta se había convertido en tierra yerma, pensó Janjic. Una tierra yerma llena de guardias paralizados, niños sollozando y mujeres gimiendo. Los cuervos planeaban ahora en un círculo cerrado, toda una docena. Una paloma solitaria observaba la escena desde su posición en la casa a la derecha del soldado.

Janjic tragó grueso, pensando que podría llorar. Pero se tragaría la lengua antes de permitirse lágrimas. Ya se había humillado bastante.

Molosov y los otros estaban de pie inexpresivos, respirando de manera superficial, esperando la próxima jugada de Karadzic en este absurdo juego. Una hora antes Janjic se había aburrido con la distracción del pueblo. Hace diez minutos él mismo se había horrorizado al golpear al cura. Y ahora… ahora estaba entrando en un estado de ira y apatía estimulado por las lentas pisadas cerca de él.

La muchacha con rostro aplanado y pecas, la cumpleañera con vestido rosado, se levantó de pronto. De pie en el tercer escalón miró al comandante por unos momentos, como para hacer acopio de resolución; iba a hacer algo. ¿Qué le había picado a esta chica? Ella era una niña, por amor de Dios. Una niña en guerra, no tan inocente como la mayoría a tan tierna edad, pero de todos modos una niña. Janjic nunca había visto una jovencita tan valiente como esta se veía ahora, parada con los brazos a los costados, mirando al comandante a través de la plaza.

—¡Nadia! —gritó jadeando una mujer; la madre de la muchacha, Ivena, quien se había detenido debajo de su pesada cruz.

Sin quitar la mirada del comandante, la joven bajó los peldaños y caminó renqueando hacia Karadzic.

—¡Nadia! ¡Regresa! ¡Vuelve a las gradas en este mismo instante! —gritó Ivena.

La muchacha hizo caso omiso a la orden de su madre y siguió caminando directo hacia el cabecilla. Se detuvo a dos metros de él y lo miró al rostro. Karadzic no le devolvió la amplia mirada, sino que se mantuvo contemplando algún punto invisible directamente adelante. Janjic vio que los ojos de Nadia estaban húmedos, pero no lloraba.

Janjic pensó que él había dejado de respirar. Como si en la plazoleta un vacío hubiera succionado el sonido y el movimiento. Se acallaron los lloriqueos de los niños. Las mujeres se pararon en seco. Ni un solo ojo parpadeaba.

—El padre Michael nos ha enseñado que lo único que importa al final es el amor. Amor es dar, no quitar —expuso la muchacha—. Hoy día mis amigos me estuvieron dando regalos porque me aman. Ahora usted está tomándolo todo. ¿Nos odia usted?

El comandante la escupió.

—¡Cállate, horrible mocita! ¿No tienes respeto?

—No tengo intención de irrespetar. Pero no me puedo quedar parada viéndolo acabar con nuestra aldea.

—Por favor, Nadia —suplicó Ivena.

El sacerdote se paró tambaleándose, la mitad del rostro triturado, los hombros desplomados de manera monstruosa, mirando a Nadia con su ojo sano.

Karadzic pestañeó.

—Lo siento, madre —habló Nadia muy quedamente volviendo el rostro hacia Ivena; luego miró a Karadzic directo a los ojos—. Si usted es bueno, señor, ¿por qué nos está haciendo daño? El padre Michael nos ha enseñado que la religión sin Dios es una insensatez. Y Dios es amor. ¿Pero cómo puede esto ser amor? Amor es…

—¡Cierra el pico! —exclamó Karadzic levantando una mano para golpearla—. Cierra tu pequeño pico, insolente…

—¡Deténgase! ¡Deténgase, por favor! —imploró Ivena tambaleándose tres pasos al frente desde el extremo opuesto, profiriendo cortos sonidos guturales llenos de pánico.

Karadzic miró a Nadia, pero no le asentó la mano.

Nadia no quitó sus abiertos ojos azules del comandante. El labio inferior le tembló por un momento. Por las mejillas le bajaron lágrimas en largos y silenciosos torrentes.

—Pero señor, ¿cómo me puedo callar si usted hace que mi madre lleve esa carga en la espalda? Ella no tiene tanta fortaleza. Dejará caer la cruz y entonces usted la golpeará. No me puedo quedar tranquila observando esto.

Karadzic hizo caso omiso a la chica y miró alrededor a las dispersas mujeres, agachadas, inmóviles, mirándolo.

—¡Marchen! ¿Les dije que se detuvieran? ¡A marchar!

Pero ellas no lo hicieron. Algo había cambiado, pensó Janjic. Ellas se quedaron mirando fijamente a Karadzic. Menos Ivena, quien seguía inclinada como una mula estacionada, temblando. Entonces lenta, pero muy lentamente, comenzó a enderezarse con la cruz en la espalda.

Janjic tuvo deseos de gritar. ¡Deténgase, mujer! ¡Deténgase, necia! ¡Inclínese!

—Se lo ruego, señor —habló Nadia, ahora en tono vacilante—. Deje por favor que estas madres bajen sus cruces. Déjenos tranquilos por favor. Esto no le agradaría a nuestro Señor Jesús. Esto no es el amor de él.

—¡Silencio! —bramó Karadzic, quien a continuación dio un paso hacia Nadia, le agarró una de las trenzas y la jaló.

La jovencita hizo un gesto de dolor, perdió el equilibrio detrás del hombre, y no cayó porque él la tenía asida. Karadzic la arrastró hasta el sacerdote, quien solo miraba, con lágrimas corriéndole ahora por las mejillas.

La cruz de Ivena se deslizó entonces de la espalda.

Solo Janjic volteó a mirar, y sintió el impacto a través de la bota cuando la cruz cayó al suelo.

La madre de Nadia corrió hacia el comandante. Había logrado dar tres largas zancadas cuando el sordo sonido hizo girar bruscamente la cabeza del comandante hacia ella. Ivena dio dos pasos más, a mitad de distancia de Karadzic, con la cabeza agachada y los ojos fijos, antes de pronunciar un sonido. Entonces la boca se le abrió por entero y chilló furiosa. Fue un rugido a plena garganta que llegó a la mente de Janjic como taladro de dentista al chocar con un nervio en vivo.

Karadzic azotó a la joven detrás de él como a una muñeca de trapo. Dando un paso adelante asentó un puño en el rostro de la mujer. El golpe la arrojó tambaleándose y sangrando abundantemente por la nariz. Ella se desplomó de rodillas, gimiendo.

Y entonces cayó otra cruz.

Y otra, y otra hasta que las cruces dieron contra el concreto en una lluvia de piedra. Las mujeres se esforzaron por enderezarse, todas ellas.

Un relámpago de miedo cruzó por los ojos grises de Karadzic, se dio cuenta Janjic. Pero precisamente ahora este no estaba pensando con mucha claridad. Se hallaba temblando bajo el peso de la situación. Una espesa atmósfera de demencia reforzada por la loca idea de que él debía detener esto. De que debía gritar en protesta, o quizás meterle una bala a Karadzic en la cabeza… lo que sea con tal de terminar esta chifladura.

El comandante sacó violentamente la pistola de la cintura y la colocó en la cabeza del sacerdote.

—¿Crees que tu Cristo muerto salvará ahora a tu cura? —le preguntó a la muchacha haciéndola girar hacia el sacerdote y soltándola.

—Señor…

La objeción salió de la garganta de Janjic antes de que este pudiera detenerla.

¡Alto, Janjic! ¡Cállate! ¡Retrocede!

Pero no lo hizo. Dio un solo paso al frente.

—Señor, por favor. Ya ha sido suficiente. Por favor, deberíamos dejar tranquilas a estas personas.

Karadzic le lanzó una mirada furiosa, y Janjic vio odio en esos ojos hundidos. El comandante regresó a mirar a la muchacha, quien a través de las lágrimas que le brotaban de los ojos observaba al clérigo.

—Creo que le dispararé a tu sacerdote. ¿Sí?

El padre Michael miró muy dentro de los ojos de la joven. Había una conexión entre las dos miradas: rayos de energía invisible. El sacerdote y la niña estaban hablando, pensó Janjic. Hablando con esa mirada de amor. Lágrimas les bajaban por las mejillas.

—Por favor, señor —volvió a implorar Janjic, sintiendo que un gran trozo de pánico le subía por la garganta—. Por favor, muéstreles bondad. Ellos no han hecho nada.

—A veces el amor se expresa mejor con una bala —decretó Karadzic.

La muchacha miraba dentro de los ojos del sacerdote, y esa mirada llenó de terror a Janjic. Deseó quitarla del rostro de la chica, pero no podía. Janjic sabía que se trataba de una mirada de amor en su más pura forma, un amor que él nunca antes había visto.

Nadia habló suavemente, mirando aún al cura.

—No mate a mi sacerdote —expuso con un susurro que se alcanzó a oír en toda la plazoleta—. Si tiene que matar a alguien, entonces máteme a mí en vez de él.

Un murmullo recorrió la multitud. La madre de la chica se levantó con piernas temblorosas, jadeando. Tenía el rostro contraído por la angustia.

—¡Oh, Dios! ¡Nadia! ¡Nadia!

Nadia levantó una mano para detener a su madre.

—No, mamá. Todo saldrá bien. Lo verás. Eso es lo que nos ha enseñado el padre Michael. Shh. Está bien. No llores.

¡Cielos, qué palabras! ¡De una niña! Janjic sintió lágrimas ardientes en las mejillas.

—Por favor, señor, ¡se lo suplico! —volvió a rogar el soldado dando un paso adelante. Lo que dijo le salió como un sollozo, pero ya no le importaba.

Los labios de Karadzic se retorcieron una vez, luego otra, hasta convertirse en una sonrisa. Entonces bajó la pistola apuntada hacia el sacerdote. Se la colgó en la cintura.

De repente la volvió a levantar y presionó el cañón contra la cabeza de la muchacha.

Se acabó la compostura de la madre, quien se lanzó contra el comandante, brazos al frente y uñas extendidas como garras, chillando. Esta vez el segundo al mando, Molosov, se anticipó al movimiento de la mujer. Corrió desde su posición detrás de Janjic tan pronto como Ivena se movió, y le asentó a la mujer una patada en la sección media antes de que alcanzara a Karadzic. Ella se dobló. Molosov le agarró los brazos por detrás y la hizo retroceder.

Nadia cerró los ojos y los hombros le empezaron a temblar en silencio.

—Puesto que tu rebaño no demostró su fe, tú renunciarás a la tuya, sacerdote. Hazlo y dejaré viva a esta pequeña —declaró Karadzic con voz que se abrió paso en medio del pánico; miró a las mujeres—. Renuncia a tu Cristo muerto y los dejaré vivos a todos.

Ivena comenzó a gimotear con cortos sonidos chillones que se obligaban a pasar por labios pálidos. Por un momento los demás parecieron no haber oído. El padre Michael se puso tenso; su rostro no denotó nada por varios y prolongados segundos.

Luego denotó todo: los destrozados pómulos se le habían hinchado de manera inconcebible, su enorme cuerpo comenzó a temblarle con sollozos, y el brazo inerte oscilaba suelto.

—¡Habla, sacerdote! ¡Renuncia a Cristo!

El teléfono sonó, e Ivena se levantó sobresaltada. El corazón le palpitaba en el pecho. ¡Oh, Nadia! ¡Oh, querida Nadia! Una lágrima ensombreció la página cerca del pulgar. Cerró los ojos y dejó que el libro se le cerrara sobre un dedo El teléfono volvió a sonar, desde la cocina.

Oh, Nadia, te amo tanto. Fuiste muy valiente. ¡Muy, pero muy valiente!

Ivena comenzó entonces a llorar; no lo pudo evitar. Ni quiso evitarlo. Inclinó la cabeza y sollozó.

Había hecho esto un centenar de veces; un millar de veces, y cada vez que llegaba a este punto pasaba lo mismo. La parte más difícil de recordar. Pero era también la parte más gratificante. Puesto que en momentos como este ella sabía que el corazón se le conmovía con el del Padre celestial, mirando la miseria humana; al leproso; a la prostituta; al transeúnte común en Atlanta; a Nadia. El dolor actual que Ivena sentía en el corazón no era distinto del dolor en el corazón de Dios por su creación descarriada, y estaba allí solo por amor.

Y ella amó a Nadia. Realmente lo hizo.

El teléfono sonaba de manera incesante.

Ivena sollozó, giró para levantarse, pero entonces se arrepintió. Fuera quien fuera podía esperar. Solo eran las diez y hoy no tenía entregas por hacer. Podrían llamar más tarde. De todos modos aquí ella ya casi había terminado, y no acostumbraba salir corriendo antes de tiempo. Nada importaba tanto como recordar. Excepto para seguir adelante.

La mujer tomó un sorbo de té helado y dejó que el teléfono sonara. Después se acomodó en la silla, volvió a sollozar, y entonces comenzó a leer.

El mundo del padre Michael se mantuvo titilando, prendiéndose y apagándose, alternando como estática intermitente entre esta espantosa escena aquí y el campo florido allá. Él iba y venía bruscamente con tal intensidad que apenas comprendía cuál escena era real y cuál era producto de su imaginación.

Pero así eran las cosas. Ningún mundo provenía de su imaginación. Ahora lo sabía con toda seguridad. Simplemente se le estaba permitiendo ver y oír ambos mundos. Los ojos y los oídos espirituales se le estaban abriendo de manera creciente, y él apenas lograba soportar el contraste. En un segundo esta aterradora maldad en la plazoleta, y al siguiente la música.

¡Ah la música! Imposible de describir. Energía viva que lo despojaba de todo menos del placer. El hombre estaba ahora a solo un centenar de metros de distancia, con brazos extendidos que dejaban que la túnica le colgara ampliamente. Una imagen de San Francisco, pero más. Sí, mucho más. Michael imaginó una amplia y traviesa sonrisa en el hombre, pero no lograba verla a la distancia. El individuo caminaba hacia él de manera firme y resuelta, cantando aún. Los sonrientes niños cantaban con él ahora en perfecta armonía. Una sinfonía que crecía poco a poco. La melodía le rogaba unírsele. Saltar dentro del campo, levantar los brazos y danzar riendo junto a los niños escondidos.

A través de la plaza, la elevada cruz que llevaba al cementerio se levantaba claramente contra el cielo gris del otro mundo. Él había señalado mil veces hacia esa misma cruz, enseñando a sus niños la verdad de Dios. Y les había enseñado bien.

—Ustedes podrían mirar esa cruz y creer que es una decoración gótica, grabada con rosas y esculpida con estilo, pero nunca olviden que representa la vida y la muerte. Representa las balanzas en que serán pesadas nuestras vidas. Es un instrumento de tortura y muerte… el símbolo de nuestra fe. Masacraron a Dios en una cruz. Y Cristo no resaltó ninguna de sus enseñanzas con tanta firmeza como nuestra necesidad de tomar nuestras propias cruces y seguirlo.

Nadia había levantado la mirada hacia él, entrecerrando los ojos debido al sol… él veía ahora aquello con gran claridad en los ojos de la mente.

—¿Significa esto que deberíamos morir por él?

—Si es necesario, desde luego, Nadia. Todos moriremos, ¿de acuerdo? De modo entonces que si desgastamos nuestros cuerpos en servicio a Cristo estaremos muriendo por él, ¿correcto? Como una batería que gasta su energía.

—¿Pero y si la batería aún es joven cuando muere?

Eso había acallado a todos los presentes.

Él se agachó y le acarició el rostro.

—Entonces serías muy afortunada de pasar rápidamente este simple mundo. Lo que espera más allá es el premio, Nadia. Esto —y diciéndolo levantó la mirada y estiró una mano a través del horizonte—, este mundo fugaz nos podría parecer el jardín del Edén, pero no es más que un anticipo. Dime… Y miró a los adultos reunidos allí.

—… en una fiesta de bodas recibes regalos, ¿verdad? Hermosos y adorables regalos… jarrones, perfumes y bufandas… todos agradables a nuestros ojos. Nos reunimos alrededor de los regalos y demostramos nuestro agrado. Qué maravillosa bufanda, Ivena.

Una carcajada recorrió la multitud.

—¿Pero crees que la mente de Ivena está en la bufanda? —otra serie de risitas—. No, creo que no. La mente de Ivena está en su novio, quien espera entrecortadamente en el salón contiguo. El hombre con el que se casará en una encantadora unión. ¿Verdad que sí?

—No recuerdo haber visto una cruz en la última boda —había expuesto Ivena.

—No, no en nuestras bodas. Pero la muerte es como una boda —la multitud calló—. Y la crucifixión de Cristo fue un grandioso anuncio de bodas. Este mundo en que ahora vivimos podría intentar ser un hermoso regalo de Dios, pero no olviden que esperamos con gran expectativa nuestra unión con él más allá de esta vida.

Él dejó que la verdad se asimilara por un momento en las mentes de ellos.

—¿Y cómo supones ahora que llegaremos a la boda?

—Morimos —contestó Nadia.

—Sí, hija —contestó él bajando la mirada hacia esos sonrientes ojos azules—. Morimos.

—¿Por qué entonces no deberíamos simplemente morir ahora? —preguntó Nadia.

—El cielo lo prohíbe, ¡niña! ¿Qué novia conoces que se quitaría la vida antes de la boda? ¡Nadie que comprenda lo hermosa que es la novia podría quitarle la vida antes de la boda! Esa es tal vez la más horrible de todas las cosas. Todos atravesaremos el umbral cuando el novio llame. Hasta entonces esperamos con ansiosa expectativa.

Una de las mujeres había suspirado en aprobación.

De algún modo, mirar ahora la enorme cruz de concreto no engendraba tal clase de regocijo. Miró abajo hacia la niña y sintió como si un dardo le hubiera atravesado el corazón.

Nadia, oh, mi querida Nadia, ¿qué estás haciendo? Te amo de tal modo, jovencita. Te amo como si fueras mía. Y eres mía. Lo sabes, ¿no es así, Nadia?

Ella lo miró con profundos ojos azules. Le amo, padre. Los ojos de ella le estaban hablando tan claramente como con palabras. Y él lloró.

—No mate a mi sacerdote. Si tiene que matar a alguien, entonces máteme a mí en vez de él —anunció una voz.

Él oyó las palabras como un eco lejano… ¡palabras! ¿Había dicho ella realmente eso? No seas tonta, Nadia.

Un destello de luz cobró vida alrededor de él. ¡Otra vez el campo blanco!

La música le inundó la mente y de pronto sintió deseos de reír con la melodía. La sintió tan… importante aquí, y tan… insignificante el ridículo juego otra vez en la plaza. Como un juego de canicas con todos los niños del vecindario reunidos, luciendo rostros severos como si el resultado muy bien pudiera decidir el destino del mundo. Si tan solo ellos supieran que el jueguito en que participaban se sentía tan intrascendente aquí, en este inmenso paisaje blanco que se mecía con risas. ¡Ja! ¡Si tan solo supieran! ¡Mátenos a todos! ¡Mátenos a todos! Ponga final a este tonto juego de canicas y déjenos continuar con vida, con risas y música en el campo blanco.

El mundo blanco titiló. Pero ahora el comandante tenía la pistola apoyada en la frente de Nadia.

—Renuncia a tu fe, sacerdote, ¡y dejaré vivir a esta pequeña! Renuncia a tu Cristo muerto y los dejaré vivir a todos.

El clérigo tardó un momento en cambiar de mundos… para que las palabras le presentaran su significado.

Y entonces las palabras cobraron significado, con la fuerza de un gran mazo en la cabeza.

¿Renunciar a Cristo?

¡Nunca! ¡Él no podía renunciar a Cristo!

Entonces Nadia moriría.

Comprender esto le atravesó los huesos como un puñal. ¡Ella moriría debido a él! El rostro de Michael le palpitaba de dolor; los músculos allí se le habían tensado como cuerdas de arcos. ¡Pero no! ¡No podría renunciar a su amor por Cristo!

El padre Michael nunca antes había sentido el tormento que descendió sobre él en ese momento. Fue como si una mano de lava líquida le hubiera entrado hasta el pecho y lo hubiera agarrado, cauterizándole nervios desgastados de modo que no pudiera respirar. La garganta intentó agarrar aire pero fue en vano.

¡Nadia! ¡Nadia! ¡No puedo!

—¡Habla, sacerdote! ¡Renuncia a Cristo!

Ella estaba llorando. Oh, ¡la pequeñita estaba llorando! La plazoleta esperaba.

La música le llenó la mente al cura.

Aire fresco le inundó los pulmones. Alivio, ¡qué dulce alivio! El campo blanco corría hasta el horizonte; los niños reían sin cesar.

—¡Contaré hasta tres, sacerdote!

La voz del comandante devolvió bruscamente al clérigo a la plaza.

Nadia lo estaba mirando. Había dejado de llorar. Tristeza volvió a caer sobre él.

—¡Uno! —espetó Karadzic.

—Nadia —manifestó el padre Michael con voz ronca—. Nadia, yo…

—No, padre —objetó ella en voz baja.

Los pequeños labios de la niña claramente formaron las palabras. No, padre. ¿No qué? ¡Esto de parte de una niña! Nadia, ¡querida Nadia!

—¡Dos!

Un gemido se levantó entre la multitud. Era Ivena. Pobre Ivena. Ella ejercía presión contra el enorme soldado que le sostenía las manos en la espalda. La mujer apretó los ojos, dejó caer la mandíbula, y ahora gritó su protesta desde la parte posterior de la garganta. El soldado le colocó una mano sobre el rostro, sofocándole el grito.

Oh Dios, ¡ten misericordia del alma de ella! Oh Dios

—Nadia…

El padre Michael apenas lograba balbucear, tan colosal le resultaba la presión en el pecho. Las piernas le temblaban debajo de él y de repente se le desmoronaron. Cayó de rodillas y levantó el brazo bueno hacia la muchacha.

—Nadia…

—Oí el cántico, padre.

Ella pronunció esto calmadamente. Le resplandecía luz por los ojos. Una débil sonrisa le suavizó los rasgos. La chica había perdido el miedo. ¡Por completo!

Nadia tarareaba con la boca cerrada, de manera apenas perceptible, en tono agudo, tan claro que todos pudieron oír.

Um um um ummm

¡La melodía! Amado Dios, ¡ella también la había oído!

—¡Tres! —gritó Karadzic.

—Lo vi allí a usted —expresó ella; y le hizo un guiño.

Los ojos de Nadia estaban totalmente abiertos, con un azul de otro mundo que penetraron los ojos del clérigo. De pronto la pistola se sacudió en la gruesa y nudosa mano del jefe.

¡Bum!

La cabeza de Nadia se echó bruscamente hacia atrás. Ella permaneció en el resonante silencio por un momento interminable, la barbilla señalando el cielo, mostrando ese frágil y pálido cuello. Entonces cayó a tierra como un saco de papas. Un saco pequeño, envuelto en un vestido rosado.

La mente del padre Michael comenzó a explotar. Su propia voz se unió a otras cien en un prolongado epitafio de angustia.

—Aaaahhhhhhh… —gritó a través de la garganta hasta que el último susurro de aliento le había salido de los pulmones.

Luego el grito comenzó otra vez, y con desesperación Michael deseó morir. Absolutamente nada quería más que morir.

La boca de Ivena se le abrió del todo, pero no emanó ningún sonido. Solo una respiración de terror que pareció golpear a Michael en el pecho.

El mundo del sacerdote empezó a girar y él perdió la orientación. Cayó de bruces, primero el rostro, consumido por el horror del momento. La cabeza golpeó el concreto y la mente comenzó a apagársele. Quizás estaba en el infierno.