Capítulo treinta y nueve

Helen había salido cuando Jan entró para anunciarle la acertada transacción con el tío Ermin: ningún dinero durante treinta días, y si el vehículo aún funcionaba tendría que pagar cien dólares mensuales durante seis meses. Era un buen negocio, dado el temor de que la ruidosa trampa mortal se desbaratara en cualquier momento.

Pero Helen no estaba en el apartamento. La emoción en el pecho de Jan tendría que esperar hasta que ella regresara del mercado. Afuera caía la oscuridad, y ella no bajaba a menudo a la calle después de la puesta del sol. Tampoco había cocinado aún.

Jan se sentó a la mesa y con desgano agarró la máquina de escribir. Estaba casi al final del libro. Un capítulo más y estaría listo para el corrector de textos. No que tuviera un corrector. No tenía editor, ni corrector, ni siquiera un lector. Pero esta vez el libro era para él… para la literatura. Era un purgante para la mente, una catarsis para el alma. Y todo se reducía a este último capítulo. Ivena tendría que vivir con la realidad de que la historia de Jan ya estaba concluida. No su vida completa, por supuesto, sino que ahora estaba concluida esta encantadora historia de amor suya, que había hallado culminación aquí de regreso en Bosnia.

Miró el montón de páginas terminadas, apiladas nítidamente al lado de la máquina de escribir. El título se extendía a lo ancho de la portada. Cuando el cielo llora. Era un buen nombre.

Si había una verdadera salvedad, era simplemente comprender que él no sabía qué iba a escribir en este último capítulo. Hasta este momento el libro se había escrito por sí solo. Había salido a toda prisa de la mente de Jan y a duras penas los dedos habían mantenido el paso.

Helen no ha regresado, Jan.

Se levantó de la mesa y fue hasta la ventana. El mercado cerraba a las ocho, pero ya casi no había compradores. ¿Dónde estás, querida Helen? Jan se miró el reloj en la mano. Eran las siete y diez.

¿Y si ella se hubiera ido, Jan?

El pulso se le aceleró al pensar eso. No. Ya superamos eso. ¿Y adónde iría? Padre, por favor, te ruego por la seguridad de ella. Te pido que no permitas que reciba ningún daño.

Se dio cuenta que estaba sudando a pesar de la fría brisa. Se volvió de la ventana y salió a toda prisa del apartamento. Iría al mercado y la hallaría.

Tres minutos después entraba al mercado al aire libre, acallando recuerdos que le trajeron un cuchicheo a los labios. Caminó rápidamente por la calle, buscándola con el cuello estirado; buscando el inconfundible cabello rubio de ella. Por favor, Dios, permíteme verla.

Pero no la veía.

Se acercó al puesto de verduras de Darko, donde debido a la hora nocturna el corpulento individuo estaba ocupado llenando cajas con calabazas.

—¿Has visto a Helen, Darko?

—No —contestó el hombre levantando la mirada—. Esta noche no.

—¿Temprano, entonces? ¿Antes de oscurecer?

—Hoy no —dijo negando con la cabeza.

—¿Estás seguro?

—Hoy no, Janjic.

—Estaba en casa hace tres horas —expresó Janjic moviendo la cabeza de lado a lado y mirando alrededor.

—No te preocupes, amigo mío. Volverá. Es una mujer hermosa. Las mujeres hermosas siempre parecen hallar distracciones en Sarajevo, ¿verdad? Pero no te preocupes, ella está perdida sin ti. Se lo he visto en los ojos.

Una voz lejana chilló en la mente de Jan. Y si ella es hermosa, mantenla lejos de él. Era Molosov, quien de pronto se puso a reír. El calor envolvió la espalda de Jan. Rechazó una oleada de pánico. Se volvió hacia Darko, cuya sonrisa se suavizó ante la mirada de Jan.

—¿Conoces a Molosov? —le preguntó.

—¿Molosov? Es un nombre muy común.

—Un tipo corpulento —declaró Jan con impaciencia—. Cabello café oscuro. Del lado este de Novi Grad. Estuvo aquí ayer. Confesó que tenía un amigo en el mercado.

—No.

Jan golpeó la palma en la mesa del comerciante y refunfuñó. Darko lo miró sorprendido. Jan agachó la cabeza disculpándose y salió corriendo del puesto. Por favor, Padre. ¡No otra vez, por favor! No puedo soportarlo.

Se detuvo en el puesto siguiente y preguntó enérgicamente por Helen y Molosov, aunque en vano. Pero esa vocecita socarrona seguía susurrando en la cabeza de Jan. Corrió por el mercado, intentando mantener el control de la razón, desesperado ahora por encontrar a Helen o a Molosov. Por supuesto que solo era una corazonada, se mantuvo diciéndose. Pero la corazonada se le asentó como un tictac en el cráneo.

Si alguien conocía a Molosov, no hablaría fácilmente. A menos que se le preguntara al mendigo en el costado occidental del mercado.

—¿Conoce usted a Molosov? Un tipo corpulento con cabello oscuro del extremo oriental de…

—Sí, sí. Desde luego que conozco a Molosov —respondió el hombre con una sonrisa en el quisquilloso rostro.

—Dígame dónde puedo localizarlo.

—No puedo…

—¿Cree usted que estoy jugando? ¡Dígamelo, amigo!

—Tal vez un poco de dinero me afloje la memoria —declaró el pordiosero apartándole la mano a Jan.

Jan metió la mano al bolsillo y sacó un puñado de billetes, sosteniéndolo frente a los ojos cada vez más abiertos del menesteroso.

—Lléveme a él y esto será suyo.

Veinte minutos después Jan estaba ante Molosov en un pequeño rancho de lata con una docena de hombres que apostaban en un juego de cartas. Una escueta bombilla los iluminaba en lo alto. A la primera mención del nombre de Karadzic, Molosov agarró del brazo a Jan y lo llevó afuera.

—¿Estás intentando hacerme matar? —exigió saber.

—¡Tengo qué saber dónde está! Tú lo sabes… ¡debes decírmelo!

—¡Baja la voz! ¿De qué se trata?

Jan le contó, pero Molosov no estaba siendo muy comunicativo. El territorio de Karadzic no era de conocimiento común. Trató una y otra vez de alejar los temores de Jan, pero el rápido movimiento en los ojos le reveló los propios temores del ex combatiente. Al final Jan necesitó los mil dólares del auto que se había metido al bolsillo para convencer al fornido soldado.

—Tómalos —expresó Jan sacando el fajo y ofreciéndoselo al hombre—. Te servirá para comprar el pasaje a Estados Unidos. Dime dónde está.

—¿Y si ella no está allá? —objetó Molosov observando el dinero y mirando nerviosamente alrededor.

—Ese es un riesgo que estoy dispuesto a tomar. ¡Rápido, amigo!

Molosov agarró los billetes y se lo dijo, jurándole no contárselo a nadie.

Jan se volvió entonces y corrió en medio de la noche, al oriente hacia Rajlovac.

¿Y si Molosov tiene razón? ¿Y si Helen no está allá? ¿Qué entonces, Jan?

Entonces lloraré de alegría.

Pero el espanto le palpitaba en el pecho. No esperaba estar llorando de alegría. Llorando, quizás, pero no de alegría.

La calle sin salida a la que Molosov dirigiera a Jan estaba supremamente oscura cuando este llegó treinta minutos después. Se detuvo y se aferró las palmas al pecho como si haciéndolo pudiera calmarse el ardor en los pulmones. Su respiración era como berridos que resonaban desde las paredes de concreto.

Una bandera, había dicho Molosov. Con calaveras. Jan no lograba ver nada más que una oscuridad de mal augurio. Tambaleó hacia adelante y luego se detuvo cuando el contorno del estandarte se materializó encima de la puerta, veinticinco metros más adelante. Vio que sobre la acera yacían tres cuerpos amontonados. Otro en la cuneta, muerto o drogado.

Una imagen de Karadzic le llenó la mente, rígido y feroz, gritándole al padre Michael. Había batallado con esa imagen por veinte años hasta ahora. De repente pareció absurda la idea de que Helen estuviera allí con la bestia.

Jan siguió adelante. Y si él es inhumano, ¿qué es Helen?

Refunfuñó y corrió más aprisa. En la visión periférica le centelleaban luces; la guerra estaba volviéndole otra vez a la mente, y luchó contra el recuerdo. Abrió la puerta e ingresó a un pasillo oscuro. El débil ritmo de música se transportaba por las paredes. Se detuvo y entrecerró los ojos deseando ajustarlos; la respiración era demasiado lenta.

Al final del pasillo unas gradas subían a la derecha y otras descendían a la izquierda. Abajo. Con Karadzic sería abajo. Bajó lentamente los escalones y se topó con otra entrada. La música sonaba más fuerte, correspondiendo con las palpitaciones del corazón de Jan. Intentó abrir la puerta; estaba cerrada.

De pronto chirrió una ventanita, iluminándole el pecho con luz amarilla. Jan retrocedió. La puerta se abrió.

No perteneces aquí, Janjic.

No apareció nadie. Adelante había un túnel labrado en la roca, iluminado por luces de colores. Es muy probable que quien hubiera abierto la puerta estuviera detrás de ella, esperando. Jan dio un paso. La música ensordecía ahora.

En realidad no tuviste sensatez al venir aquí, Janjic.

La puerta se cerró detrás de Jan, quien giró alrededor. No logró ver a nadie. Otra puerta lo condujo a la pared detrás de la entrada, y él la examinó rápidamente. Estaba cerrada.

—¿Ha venido por su mujer el muchacho amante?

La voz resonó en la cámara y Jan se dio la vuelta. Padre, ¡por favor! Dame fuerzas.

—Janjic. Después de tanto tiempo el salvador ha vuelto a casa. Y para salvar a otra pobre alma, nada menos.

Esta vez no podía confundir la conocida y retumbante voz; la tenía grabada en la memoria. ¡Karadzic! Sensatez, Jan. Contrólate. Inhaló pausadamente y exhaló poco a poco. Se detuvo y empuñó las manos.

Oyó un leve crujido de pies que luego se detuvieron directamente frente a él. Dio un paso atrás en la oscuridad. De repente una pálida luz amarilla inundó el túnel.

La figura se erguía delante de Jan, la aparición de una pesadilla olvidada. El tipo era alto y musculoso, equilibrado en largas piernas y vestido de negro, con una malvada sonrisa dividiéndole una marcada mandíbula. Era Karadzic.

Dos urgencias diferentes impactaron la mente de Jan. La primera fue lanzarse contra el gigantesco individuo; matarlo si era posible. La segunda fue huir. Había enfrentado una vez a Karadzic y apenas vivió para contar la historia. Esta vez quizás no tendría tanta suerte.

Jan movió el pie unos centímetros y luego se quedó enraizado al suelo, tenso como la cuerda de un arco.

—Qué bueno volver a verte, amigo mío —expresó Karadzic en voz baja—. Y has venido muy rápidamente. Yo había esperado obligarte, pero ahora has saltado a mi regazo.

Jan se quedó sin habla. Solo podía mirar esta encarnación del terror. El hombre lo había atraído aquí con engaño. Había utilizado a Helen contra su voluntad para hacerlo venir, pensó.

—Usted siempre tuvo que ver con mujeres. Hace presa de los débiles porque usted mismo no es ni la mitad de hombre.

—Y tú aún tienes la lengua suelta, ¿no es así? —objetó Karadzic—. No traje aquí a tu mujer, pobre idiota. Ella vino a mí, tal vez en busca de un hombre. Puedo ver por qué te dejó.

—¡Usted miente! Ella no vino aquí por voluntad propia.

—¿No? En realidad yo había planeado atraerla con la anciana, pero no fue necesario.

¿La anciana?

De pronto un brazo tapó la boca de Jan, tirándole la cabeza hacia atrás. Él hizo retroceder el codo y fue premiado con un gemido. Una mano le golpeó los riñones, y Jan se entregó al dolor.

—¿Te gustaría tal vez ver a tu Helen?

Los brazos detrás de él le pusieron las manos en la espalda y le ataron las muñecas con una cuerda. Le embutieron un trapo en la boca, la cual taparon con una ancha cinta adhesiva. Karadzic caminó lentamente hacia él. Su antiguo comandante resollaba, con los labios separados y húmedos. Sudor le brillaba en la frente. Sin previo aviso, con el brazo asestó un golpe en la oreja de Jan, haciéndolo quejarse del dolor.

—Harías bien en recordar quién es el que manda —ostentó Karadzic en voz queda—. Siempre tuviste confusión en cuanto al poder de mando, ¿no es así?

Ahora sin sonreír, el criminal encaró a Jan. El aliento del hombre tenía el dulce aroma del licor.

—Esta vez desearás ya haber estado muerto.

Jan hizo un gesto de dolor. Karadzic lo volvió a golpear, esta vez en la mejilla.

El hombre dio la vuelta y se dirigió al túnel.

—Tráiganlo —ordenó.

Manos empujaron a Jan por detrás, y él caminó tambaleándose. Lo lanzaron rápidamente por el oscuro pasaje, hacia una puerta de acero más allá en la que Karadzic se había detenido. Entonces la puerta se abrió y Jan fue empujado con aspereza dentro del salón. Examinó el interior, respirando superficialmente, temiendo lo que pudiera ver aquí.

Una docena de pares de ojos lo miraban, inexpresivos en su estado de estupor. Cirios llameaban luz ámbar a través de la blanca neblina. La música parecía resonar en los oscuros muros de roca, como si se originara en ellos.

Entonces Jan vio el cuerpo moviéndose lentamente sobre el suelo a menos de tres metros de donde él estaba, y supo al instante que era Helen.

¡Helen!

¡Oh, amado Dios! ¿Qué has hecho?

Gritó a pesar del trapo en la boca, pero el débil sonido se perdió en el sordo golpeteo de la música. Se impulsó hacia adelante en contra de las manos que lo sostenían, luchando frenéticamente para liberarse. Oh, querida Helen, ¿qué has hecho? ¿Qué te han hecho? La visión se le hizo borrosa por las lágrimas y en una furia repentina se agitó violentamente de un lado al otro. Ella necesitaba ayuda, ¿no podían ver eso? Ella estaba tirada en el suelo moviéndose como un animal lisiado. ¿Qué clase de demonio le haría esto a su esposa?

Furiosos gritos se oyeron detrás de Jan y una cuerda se le enredó en el cuello. Lo arrastraron hacia atrás tensándolo contra la cuerda. La puerta se cerró de golpe y lo empujaron por el corredor. Jan tropezó y cayó torpemente de rodillas. Ella estaba sonriendo, Janjic. Contorsionándose en éxtasis y sonriendo de placer.

Lo pusieron de pie y lo empujaron a patadas. Helen, ¡amada Helen! ¿Qué te han hecho?

Le han hecho lo que merece, patético idiota. Le han dado lo que ha estado deseando todo el tiempo.

Lo obligaron a bajar por un largo túnel, y luego por otro que se bifurcaba a la derecha. El pasaje terminaba en una celda labrada en la roca sólida. A la luz de antorchas le ataron horizontalmente los brazos a una viga de treinta centímetros de ancho, sujeta con pernos al muro. Dos hombres lo dominaban mientras Karadzic observaba. Pero Jan había dejado de luchar y permitió que le jalaran las extremidades como quisieran.

Tenía la mente en Helen. Ella había vuelto a caer. La había traído tres mil kilómetros para escapar de los horrores de Glenn Lutz, y ahora se hallaba peor. Una sentencia de muerte para los dos. ¿Y por qué? ¿Por qué él no la había amado lo suficiente y de verdad? ¿O porque ella misma estaba poseída por el demonio?

Las palabras de Ivena le regresaron a la mente. «Helen no es diferente de cualquier persona», había dicho ella. Pero Jan no lograba imaginarse a cualquier persona, mucho menos a cada persona haciendo esto. Y si Ivena tenía razón y este era un juego motivado por el mismísimo Dios, entonces tal vez Dios había perdido el sentido del humor.

De pronto le arrancaron la cinta adhesiva de la boca y le quitaron el trapo. Sintió que le ardían los labios.

—En realidad no debiste haber intentado detenerme hace veinte años —advirtió Karadzic—. ¿Ves lo que te costó? Todo por un viejo sacerdote y un grupo de viejas.

—He pagado por mi insubordinación —contestó Jan—. Usted me quitó cinco años.

—¿Cinco años? Ahora pagarás con tu vida.

—Mi vida. ¿Y qué espera ganar quitándome la vida? ¿No fue suficiente matar a un inocente sacerdote? ¿No satisfizo su sed de sangre volándole la cabeza de los hombros a una niña inocente?

—¡Cállate! —exclamó Karadzic; aun en la tenue luz Jan podía ver que el rostro del hombre se hinchaba enrojecido de ira—. Nunca has entendido el poder.

—La verdadera guerra es contra el diablo, Karadzic. Y parece que usted no reconoce al diablo, aunque se le arrastra lentamente por dentro. Tal vez es usted quien no entiende el poder.

Karadzic no contestó, al menos no con palabras. Los ojos le centelleaban con furia.

—Usted no tiene el valor para depositar su ira en mí, cara a cara —desafió Jan—. ¡Usted se esconde detrás de una mujer!

El comandante miró a Jan por un momento y entonces se puso una mano en los labios y sonrió.

—Así que nuestro valiente soldado peleará por la vida de su amante. Se da cuenta que la voy a matar, y ahora usará cualquier medio a su disposición para persuadirme de lo contrario —pronunció Karadzic inclinándose hacia adelante—. Déjame decirte que no me inclino tan fácilmente en humillación, Janjic.

—¿No? Pero el sacerdote lo humilló, ¿no es cierto? Usted entró a la aldea tratando de sembrar terror y en vez de eso recibió risotadas. Nunca ha podido olvidarlo, ¿verdad? ¡Todo el mundo lo mira como un cobarde!

—¡Tonterías!

—Pruébese entonces. Deje libre a la mujer.

—Y ahora el soldado intenta la manipulación. Te digo que tu mujer está aquí por decisión propia. A tu madre, Ivena, la tomé a la fuerza. Pero no a la querida Helen.

—¿Ivena? ¿Tiene a Ivena? ¿Qué posiblemente podría querer usted con una inocente mujer? —preguntó Jan mientras le corrían náuseas por el estómago.

—Ella era para atraer a tu amante, amigo mío. Pero ahora servirá para otro propósito.

—Usted me tiene. Suéltelas, se lo suplico. Suelte a Ivena; suelte a Helen.

Karadzic rió.

—Tu Helen es demasiado valiosa para liberarla, predicador.

¿Predicador?

—Usted no tiene nada contra ella. Me tiene a mí. Le ruego que la deje ir.

—Sí, te tengo a ti, Janjic —afirmó ahora el voluminoso hombre soltando una risa ahogada—. Pero me ofrecieron cien mil dólares por la muerte del predicador y la amante. Esa sería tu Helen. Y tengo en mente cobrar este dinero.

¿Cien mil dólares? Jan estaba muy conmocionado como para reaccionar. Entonces comprendió todo en un instante.

¡Lutz!

De algún modo Glenn Lutz tenía el dedo puesto en esta locura.

—Lutz…

—Sí. Lutz. Veo que lo conoces.

Un gruñido se formó en el estómago de Jan y le subió hasta la garganta. Sintió la sangre caliente y espesa en las venas. Entonces perdió la razón y comenzó a gritar, pero las palabras le salieron en un desorden sin sentido. El corazón se le estaba destrozando; el corazón le rugía. Quería matar; quería morir. De repente se lanzó contra los que lo contenían, pensando que debía detener al criminal.

Karadzic le iba a matar la madre y la esposa.

Un porrazo se estrelló contra la cabeza de Jan. El puño de Karadzic. Jan se estremeció y se echó para atrás, en silencio. Una dolorosa bola se le hinchó entre las sienes.

Otro puño se le encajó en la mandíbula y estrellas le motearon la visión. Jan cayó hacia adelante y perdió la conciencia hacia la oscuridad.