Capítulo treinta y ocho

El día pareció seguir el compás del repique de la máquina de escribir de Jan, pero este se acalló al final esa tarde, cuando Jan aplaudió con satisfacción, se levantó de la mesa, y anunció orgullosamente que iba a salir. Su tío Ermin tenía un auto que deseaba venderles. Un vieja perola de tornillos, dijo Jan, pero el anciano lo había arreglado, dándole una nueva capa de pintura azul y ajustándole el carburador de tal modo que andaba de veras. Quizás tener un auto no sería mala idea. Así podrían salir al campo y ver la verdadera Bosnia. Incluso Ivena tenía acceso a un auto.

Jan avisó que estaría fuera un par de horas. El corazón de Helen ya le latía con fuerza.

La besó en la nariz, luego otra vez en la mejilla, y después de una corta pausa, de nuevo en la cabeza. Entonces salió por la puerta haciendo un guiño, dejándola sola en la cocina mientras ella le seguía con la mirada. El viejo reloj de pared, hecho de madera y con hojas de hiedra pintadas, decía que eran las cinco.

Bocinas sonaban por la ventana abierta a la derecha de Helen. Ella cerró los ojos y tragó grueso, tratando de quitarse de encima la voz que súbitamente le susurró en la mente. Después ya no le susurraba… le zumbaba, como una molesta mosca que negaba a irse.

Helen se reclinó en el mesón de la cocina. Sabes que si sacas esa tarjeta no te detendrás. Sabes adónde irás.

Por supuesto, ¡no iré! ¡Ir sería un suicidio! El corazón le latía con fuerza en el pecho. ¿Cómo era posible que tuviera estos pensamientos después de un mes de libertad? Eso es lo que había sido el tiempo en el raro país de Jan: libertad. Sin Glenn, sin drogas, sin ataduras. Y ahora un extraño que decía llamarse Anton salía de las sombras y le volvía a ofrecer cadenas. Qué necio el hombre al creer que podía simplemente entrar campante a la vida de ella y esperar que lo siguiera.

Helen hizo rechinar los dientes. ¡Qué necia era ella al creer que no lo seguiría!

—Dios, por favor…

Ahogó el débil intento de orar y dejó que la mente jugara con la tarjeta. Si salgo ahora podría ver este lugar en el distrito Rajlovac y estar de vuelta antes de que Jan regrese. Simplemente iría hasta allí y volvería. ¿Es pecado salir a caminar?

Pero no solo caminarás.

No seas tonta, ¡desde luego que solo caminaré! Eso es lo único que haré. Un arrebato de ansias le inundó las venas, se desprendió del mesón y se dirigió a la habitación.

¿Quieres las cadenas, Helen?

Extrajo la negra tarjeta de debajo del colchón y alisó rápidamente las cobijas. La mano le temblaba delante de los ojos. «Rajlovac», decía.

No seas tonta.

Pero de pronto le martilló en la mente el impulso de ir al menos hasta el lugar. Fue directo a la puerta frontal e ingresó al hueco de las escaleras, pensando que estaba siendo una tonta. Pero la columna le hormigueó al pensar en volar. Y ya se estaba odiando por haber llegado hasta aquí. ¿Por qué se atrevería aun a pensar algo así?

Suave y rápidamente bajaron los pies por las escaleras. Ella empujó la puerta de la calle y se deslizó hacia la agónica luz. Debía caminar hacia el oriente. Solo caminar.

Voces de advertencia susurraban por la mente de Helen, lanzándole inevitables razonamientos mientras los pies la transportaban al oriente. Pero a los diez minutos había rechazado a empujones la discusión, preocupada más bien con las miradas que parecían verla caminando. Solo se trataba de extraños, por supuesto, observando a la mujer occidental que caminaba enérgicamente con la cabeza agachada… ¿era evidente eso? Pero a Helen le parecía como si todo ojo se enfocara en ella. Aceleró el paso.

Las calles eran estrechas, bordeadas por macizos edificios de color habano. Rajlovac, ella había oído que en Rajlovac había dinero. Un pequeño auto convencional pasó resoplando, lanzando humo a chorros que extrañamente olía reconfortante. Las estructuras empezaban a escasear. Helen se estaba alejando de casa y debía desandar cada paso que daba, en la oscuridad.

Debería estar en casa, pelando papas para la cena de la noche, escuchando música, leyendo una novela. Siendo amada por Janjic. Helen refunfuñó y observó sus propios pies arrastrándose sobre el suelo. No, ella no quería hacer esto, pero lo estaba haciendo y quería hacerlo.

A la carrera sacó una docena de veces la tarjeta negra con el mapa bosquejado. No fue sino hasta que entró al distrito Rajlovac que empezó a pensar que venir aquí había sido una terrible equivocación. El sol se había posado sobre el horizonte occidental, proyectando largas sombras donde los edificios no se alineaban del todo. Si había dinero en Rajlovac, no se desperdiciaba en los edificios, pensó ella. Al menos no en esta sección industrial adonde la había dirigido la tarjeta. Aquí las antiguas estructuras grises aparecían desocupadas y descuidadas. De vez en cuando una ventana destrozada mostraba el oscuro y rectangular interior. Un periódico voló impulsado por el viento; el clima no había borrado la foto de la portada de un hombre que gritaba furioso. Tres individuos se hallaban al otro lado de la calle, con los brazos cruzados debido al frío, y gorras de algodón en las cabezas. Con poco interés la vieron pasar.

Deberías regresar donde Jan, Helen. ¿Cuán lejos has ido? Menos de una hora. Si regresas ahora él no se dará cuenta.

Pero los pies de la mujer siguieron caminando, avanzando hacia adelante como halados por costumbre. Directo hacia la descendente oscuridad, haciendo caso omiso al temor que ahora le bajaba por la columna. Esto no era correcto. De pronto un enorme edificio surgió al final de la calle sin salida a la que ella había entrado, siniestro contra el cielo negro como carbón.

Helen se detuvo. Este era. Quedó parada, sola sobre el asfalto mirando la oscura edificación de diez pisos. Concreto gris se elevaba a lado y lado, agrietado y marcado por años de maltrato y guerra. Oyó débilmente el sonido de un chorro de agua a lo largo de la cuneta, agua de alcantarilla a juzgar por la pestilencia. Ella dio un paso inseguro hacia delante y se volvió a detener.

Treinta metros más allá una bandera ondeaba sobre una enorme puerta; una bandera blanca curtida con un objeto negro a cada lado. Pero a esta distancia ella no lograba distinguir las formas. Respiró hondo para calmar un temblor que le recorría los huesos, y caminó hacia delante.

Tienes que dar la vuelta, Helen. Ya tuviste tu caminata. Es hora de volver a casa y preparar la cena. Ve y deja que Jan te abrace. Él hará eso, lo sabes. Él te abrazará y te amará.

Los pies de ella hicieron caso omiso de la súplica y siguieron avanzando.

Si la noche no había caído aún sobre el resto de Sarajevo, aquí había llegado primero. Helen se preguntó distraídamente si así era como se sentía caminar al interior de su propia tumba. A excepción del chorro de aguas negras, la noche estaba en silencio. Quizás ella había comprendido mal.

Un repentino escalofrío le surcó la columna. Vio que las marcas en la bandera eran calaveras. Calaveras negras ondeando en la brisa. Una figura humana vestida con tejido de lana negra apareció en la cuneta de la derecha, evidentemente muerto al mundo. Helen se detuvo por tercera vez, luchando con los gritos de advertencia que le resonaban en la cabeza. Otro cuerpo se sostenía de pie en la esquina lejana, apenas visible.

Helen se paró ante la puerta metálica y miró la pintura café, descascarándose como costras de una superficie mohosa. Un vibrante ritmo llegaba del interior del edificio, apenas audible, pero de algún modo reconfortante.

Ya no estás caminando, Helen. Ahora estás entrando. Ese no fue el trato.

Estiró una temblorosa mano al frente y empujó suavemente la puerta.

¿Quieres volar, bebé?

La puerta se abrió de inmediato, asustándola; pero no por sí sola… un hombre se hallaba en las sombras mirándola con ojos sombríos. Al principio él no dijo nada.

—¿Quién te invitó? —preguntó entonces.

—A… Anton —contestó Helen.

—Sí, desde luego —comentó el hombre mientras una débil sonrisa le surcaba el rostro—. Quién más encontraría una mujer tan hermosa. ¿Sabes lo que hacemos aquí?

El corazón de Helen perdió el ritmo. ¿Quieres volar? ¿O quieres morir? Aquí hacemos las dos cosas.

—Sí —respondió ella, pero con un temblor en la voz.

—Entonces sígueme.

El hombre dio la vuelta y entró al edificio. Helen cruzó el umbral, con la mente lanzándole obscenidades. Pero no obstante las piernas de ella parecían controlar los movimientos, como si tuvieran mente propia. Eso era una estupidez, por supuesto; ella le estaba ordenando a las piernas que se movieran porque quería desesperadamente seguir adelante. Dentro de esta mazmorra.

El pasillo estaba muy oscuro, decorado con la misma pintura descascarada que cubría la puerta exterior. Pasaron varios cuerpos flácidos, estirados sobre el suelo. Él la condujo al hueco de una escalera donde se hizo a un lado y señaló un tramo de escalones hacia abajo. Helen levantó la mirada hacia las escaleras que ascendían a la derecha, pero el hombre señaló con el dedo índice la oscuridad del fondo.

—Abajo —informó.

La muchacha tragó grueso y comenzó a descender. La puerta se cerró ruidosamente detrás de ella, quien se volvió para darse cuenta que el hombre la había dejado. Estaba sola, rodeada de silencio. Un constante y sofocado golpeteo venía de las paredes… el sonido de fuerte música palpitante. O el sonido del propio corazón de Helen.

Bajó el pie al siguiente escalón, y luego al siguiente, hasta que los peldaños terminaron en un rellano ante otra puerta. De una sola mirada supo que aquí yacía el espíritu del edificio. Allí se hallaba Anton, detrás de esta entrada fortificada, sellada dentro de grueso concreto. Se abrió una ventanita en la puerta, dejando ver por unos segundos un par de ojos inyectados de sangre, y luego se cerró. La puerta osciló hacia adentro.

Ya está, Helen. Si entras ahora no podrás regresar a tiempo para pelar papas.

Entró y se detuvo.

Helen quedó de pie en un túnel de roca toscamente labrado detrás del edificio. Bombillas rojas y amarillas a lo largo del techo a menos de un metro de la cabeza de ella irradiaban una luz espectral por el pasaje. Concreto húmedo había debajo de los pies, curvando a la derecha como siete metros adelante. La nariz se le llenó con el polvoriento olor de moho mezclado con el de cabello quemado. Los sentidos le hormiguearon con anticipación.

—Hola, Helen.

Ella giró a la derecha donde otro túnel más pequeño abría la boca en las sombras. El hombre que decía llamarse Anton salió de la oscuridad, sonriendo con maxilar cuadrado. Ahora usaba una túnica negra sobre la camisa blanca, como alguna clase de vampiro. Luz anaranjada le centelleaba de los redondos ojos.

—No esperaba que vinieras tan rápido —manifestó alargándole una mano.

Detrás del hombre diminutas patas caminaban aprisa a lo largo del túnel. Ratas. Helen notó también que el chorro de agua era más fuerte aquí. De alguna manera esas aguas negras corrían debajo del lugar.

Ella titubeó y luego agarró la mano del tipo.

Él rió entre dientes y el sonido de la voz recorrió el pasillo.

—Te prometo que no te desilusionaré, cariño —expresó Anton besándole la mano con gruesos labios rojos—. Ven.

Ella siguió adelante con sensación de hormigueo sobre suelas entumecidas. El sonido de su propio corazón resonaba con la música apenas perceptible. El sujeto la condujo por el pasillo débilmente iluminado hacia una puerta de madera con pesados travesaños. Agarró el cerrojo de madera, le guiñó un ojo a Helen y abrió la puerta de un empujón.

—Primero tú, cariño.

Helen pasó al lado del corpulento individuo hacia un salón lleno de humo. A las fosas nasales le llegó la agradable fragancia del hachís que flotaba en el aire. Aquí las luces amarillas centellaban a través de una bruma de la droga esa, irradiando un suave brillo por el salón. El techo era bajo, aparentemente esculpido en la pura roca y apoyado por media docena de columnas. Brillantes alfombras rojas y amarillas cubrían el piso de piedra, casi de pared a pared. Gruesos cirios blancos flameaban en viejos y largos mesones de madera. Elevadas vasijas de arcilla llenas con plumas violetas y verdes se encontraban a cada lado de las columnas; platos de bronce y plata adornaban las paredes, reflejando la inmensa cantidad de titilantes llamas. Era cierta clase de arte sicodélico.

Una docena de cuerpos se reclinaban sobre almohadas y sillones rellenos, cuerpos inmóviles ante la música vibrante y poco clara, pero que miraban fijamente a Helen. Ella los observó y al instante sintió una afinidad… tenían la mirada borrosa y un lenguaje que la muchacha conocía bien.

Sintió una mano en el hombro, y giró la cabeza hasta toparse con la mirada de Anton. El sujeto sonrió débilmente pero no dijo nada. La mirada de este bajó hasta el brazo de Helen y lo recorrió ligeramente con un grueso dedo. Algo respecto del modo en que centelleaban aquellos ojos envió un estremecimiento por la columna de Helen, que quitó la mirada de él.

Una de las figuras, un hombre, se levantó y caminó lentamente hacia ella, sonriendo de manera estúpida.

—¿Cuál es su precio? —preguntó Helen.

Anton rió suavemente, pero no contestó.

El otro tipo llegó hasta ella y levantó una mano hasta tocarle la mejilla. El dedo se le sintió caliente. Ahora estás en esto, Helen. Sea que te guste o no, estás en casa.

—¿Quieres saber cuál es el precio? —inquirió el hombre; una enorme cicatriz le bajaba por la mejilla derecha y se le amontonaba en un nudo cuando sonreía—. Soy Kuzup. Soy tu precio, princesa.

El individuo se mordió el borde de la lengua.

Anton pareció encontrar humor en la declaración.

—Esta no se encuentra a tu alcance, Kuzup. Es demasiado rica para tu sangre.

Helen sonrió con ellos, pero la piel le hormigueaba de temor.

—Y aunque usted pudiera pagar, no estoy a la venta —declaró ella.

Ambos rieron.

—Aquí abajo todos estamos a la venta —objetó Kuzup.

Un pinchacito agitó el brazo de Helen y ella se sobresaltó. La enorme mano de Anton le tapó la boca por detrás.

—Shhhhh. Déjate llevar, princesa.

Él le había colocado una aguja en el brazo. La mano del hombre no era brusca, solo persuasiva, y la muchacha se dejó llevar.

—Shhh —siguió el sujeto acallándola, la cálida respiración le cubrió las orejas a Helen; olía a medicina—. ¿La sientes?

El calor recorrió el cuerpo de la muchacha en reconfortantes oleadas.

—Sí —susurró.

Ella no sabía qué le había dado Anton, pero la droga le aceleró el pulso. Esto era bueno. Ya estaba dentro. Ahora estoy volando, bebé.

Él la soltó y el salón dio vueltas. Kuzup reía en voz baja. Anton sostenía una pequeña jeringa, la cual lanzó dentro de un jarrón que estaba a la izquierda.

Helen deambuló por el piso y se acomodó en un grueso cojín. La música se le abría camino a través del cuerpo como un masaje. Le vino un sombrío pensamiento: que a Jan le gustaría esto. No verla con extraños como estos, sino sentir la euforia que le recorría ahora por los huesos.

—¿Cuánto? —oyó ella que Kuzup preguntaba.

—¿Estás hecho de oro? Porque necesitarás una montaña de oro para alcanzar lo que he ofrecido por esta.

—¡Bah!

Helen perdió interés en el balbuceo de los tipos. A la izquierda yacía acostada de espaldas una mujer, mirando alucinada el techo. Le salía moco de la nariz y por alguna razón Helen encontró algo cómica la escena. La mujer era hermosa, con cabello dorado y ojos castaños, pero había sido reducida a un estado rígido, mirando insulsamente la piedra negra que colgaba hasta abajo. ¿Sabía ella cuán ridícula se veía, sudorosa en el suelo?

¿Y tú, Helen? ¿Eres menos ridícula? Se encogió como un ovillo, sintiéndose de pronto eufórica y mareada a la vez. Como una perra cohibida, bebiendo a lengüetazos algo de vómito… qué festín más vivificante, mientras nadie lo supiera. Pero Jan estaría pronto en casa, ¿no es así? Él estaría en casa para contarle acerca del auto azul que el tío le había vendido. Ahora podrían hacer viajes románticos al campo.

Una risa aguda y estridente cortó los pensamientos de Helen. Vio a una mujer vestida de rojo con los brazos entrelazados por el cuello de Anton. Tenía el cabello largo y oscuro. Lo estaba besando en la nariz, y luego en la frente y por la mejilla, susurrando palabras a través de labios fruncidos. La dama echó la cabeza hacia atrás y rió hacia el techo. Los dos miraron a Helen, contentos consigo mismos.

—Así que ella vino sin forzarla, nuestra belleza estadounidense —dijo la mujer, en voz suficientemente alta para que Helen oyera.

Luego la mujer se volvió hacia Anton y le lamió la mejilla con una lengua húmeda. Él no hizo ninguna mueca de desagrado; solo sonreía y observaba a Helen. La dama de rojo le hablaba al hombre, poniéndole apodos diversos.

Nombres que no tenían sentido para Helen.

Menos uno. Ella lo pronunció en voz baja.

Karadzic.

La extraña lo llamó Karadzic y ese nombre hizo sonar una campanilla en la profundidad de la mente de Helen. Quizás un término simpático con que Janjic la llamara alguna vez. Sí, Janjic Jovic, su amante.

Karadzic.