Capítulo treinta y siete

Jan bajaba muy lentamente por la avenida la tarde siguiente, estirando las piernas, silbando en medio de una suave brisa. Le había pedido a Helen que caminara con él pero ella pareció contenta de quedarse en casa. Quizás hasta un poco preocupada por quedarse en casa.

Las distracciones y los sonidos de Sarajevo le llegaban como un bálsamo delicioso y tranquilizador, igual que cada mañana, sanando heridas olvidadas por mucho tiempo. Cuando había caminado por estas calles cinco años atrás las cicatrices de la guerra aún se burlaban en cada esquina de la ciudad: edificios bombardeados y calles llenas de huecos.

Pero ahora… ahora esta ciudad desbordaba con nueva vida y habitantes ansiosos por restablecer su identidad. Había cierta insatisfacción con Tito y su gobierno, desde luego… y se hablaba de una Bosnia independiente. Y había discusiones ocasionales entre serbios y croatas, incluso musulmanes. Eso se había vuelto una prioridad de la población, un prerrequisito que la tierra parecía extraer de sus habitantes. Pero la nación no se parecía en nada a la destruida por la guerra que Jan había dejado.

—Hola, Mira —saludó, pasando por la panadería donde la regordeta panadera barría nubes de harina por la puerta—. ¿Un buen día?

Ella levantó la mirada, asombrada.

—Ah, Janjic, un caballero estuvo buscándote. Lo envié calle abajo.

—¿De veras? ¿Y tenía nombre este caballero?

—Molosov —anunció ella.

El nombre le recorrió la mente a Janjic como una rata maniática. ¿Estaba buscándolo Molosov? Así que el soldado de Sarajevo había oído hablar de su regreso. Ellos habían discutido cien veces la posibilidad, y ahora esta estaba aconteciendo.

—Um —dijo finalmente Jan.

—Haz bajar a tu esposa, y le enviaré algo especial, justo para ustedes —dijo la panadera.

—Maravilloso —contestó él riendo entre dientes.

Jan revisó la calle de arriba abajo; estaba vacía. Dejó a Mira y siguió caminando, pero ahora a paso rígido. Molosov. El nombre sonaba extraño después de tanto tiempo. Y si Molosov había oído de su regreso, ¿qué de Karadzic?

El sol estaba alto. En Atlanta él estaría sudando como un cerdo. Aquí el calor era como una sonrisa del cielo. Solo había estado un mes, pero lo sentía como un año. Había sabido de Lorna, quien la semana pasada le enviara la declaración del cierre del ministerio. Ella se las había arreglado para pagar todas las deudas y aún le habían quedado casi cinco mil dólares. Lorna quería saber qué debería él hacer con ellos.

Dáselos a Karen, le había escrito. Ella merece eso y más.

En cuanto a él y Helen, aún tenían cuatro mil dólares, lo cual apenas bastaba para sostenerlos durante el año. Luego verían; sinceramente él no tenía idea.

Helen quería volver a Estados Unidos, él sabía eso muy bien. Pero entonces ella era joven y esta era su primera salida del país. Se adaptaría. Él oraba para que ella se adaptara.

—Janjic.

Se volvió hacia la voz. Un hombre estaba en el borde de la acera, mirándolo. De repente en la calle pareció no haber nadie más que este hombre. Jan se detuvo y miró a la figura. Había otros caminando en su visión periférica, pero dejaron de existir con solo una mirada a este hombre.

El pulso de Janjic se aceleró. ¡Era Molosov! El soldado con quien había deambulado por Yugoslavia, buscando enemigos para matar. Uno de los soldados que habían crucificado al sacerdote.

Ahora Molosov estaba allí, sonriéndole desde la calle.

—Janjic —exclamó el hombre corriendo hacia él, y de pronto le apareció una sonrisa en el rostro—. ¿Eres tú, Janjic?

—Sí. Molosov.

El hombre estiró la mano y Janjic la agarró.

—Estás de vuelta en las calles de Sarajevo —expresó Molosov—. Oí decir que te habías ido a Estados Unidos.

—Regresé.

En cualquier otro lugar este hombre podría ser su enemigo mortal. Nunca se habían llevado bien. Pero habían pasado juntos una guerra, y ambos eran serbios. Ese era el vínculo entre ellos.

—Te ves bien —declaró Molosov dándole una palmadita en el hombro, y Jan casi pierde el equilibrio—. Has engordado un poco. Veo que Estados Unidos ha sido bondadoso contigo.

—Supongo —indicó Jan—. ¿Y tú? ¿Estás bien?

—Sí. Bien. Aún vivo. Si estás vivo en Bosnia, te va bien —opinó, riendo ante el comentario.

—¿Me estabas buscando? —preguntó Jan.

—Sí. Mi amigo en el mercado me habló de ti hace una semana, y te he estado buscando. Estoy planeando viajar a Estados Unidos —anunció orgullosamente, como si esperara afirmación inmediata por la revelación.

—¿De veras? Qué bueno. Yo no.

—Este lugar ya no es para mí —expuso Molosov sin desanimarse—. Estaba pensando que me podrías ayudar. Solamente con información, por supuesto.

Jan asintió con la cabeza, pero tenía la mente en otro lugar.

—¿Has oído de los otros? —quiso saber—. ¿Puzup, Paul?

—¿Puzup? Está muerto. Paul se fue del país, creo. A su nueva tierra, Israel.

—Eran buenos hombres.

Jan no supo por qué dijo eso. Había un poco de bondad bajo de la piel de cada persona, pero Puzup y Paul no estaban espiritualmente dotados de ella, y Jan había concluido eso en su libro.

—Y tú, Janjic, ¿tienes esposa ahora? —inquirió Molosov sacando un cigarrillo.

—Sí. Sí, estoy casado.

—¿Una dama gorda de los Estados Unidos?

—En realidad es de Estados Unidos —contestó Jan riendo con el hombre—. La mujer más encantadora que he conocido.

El amigo rió en tono bajo, complacido.

—Las mujeres estadounidenses son las mejores, ¿verdad? Bueno, déjame darte un consejo, compañero —expresó Molosov en buen humor—. Mantenla lejos de Karadzic. ¡La bestia la devorará!

Un estremecimiento le recorrió a Jan por la columna ante las palabras. Los pies se le pegaron de repente al concreto.

—¿Karadzic?

—Ustedes no fueron muy allegados —comentó el hombre ya sin reír—. Perdóname… ha pasado mucho tiempo.

—¿Está Karadzic… está aquí en Sarajevo?

—Siempre ha estado en Sarajevo.

Desde luego, Jan ya sabía que si el hombre aún estaba vivo, viviría en alguna parte cerca de Sarajevo. Pero oírlo ahora le hizo sentir un zumbido en la cabeza.

—¿Y qué ha sido de Karadzic hasta ahora?

—Igual. Trabajé para él, ¿sabes? Por tres años, hasta que ya no pude soportarle sus tonterías. Karadzic nació para matar. No le va bien sin una guerra, así que hace la suya propia.

—¿Y cómo hace eso?

—En la clandestinidad, por supuesto. Es el príncipe de las tinieblas de Sarajevo —anunció el hombre y encendió el cigarrillo.

—Así que Bosnia tiene pandilla propia, ¿no es así?

—¿Pandilla? Ah, los mafiosos estadounidenses. Sí, pero aquí todo se hace con amenazas de nacionalismo. Esto legitima el asunto, ¿ves?

—¿Pero es ilegítimo el negocio de él?

—¿Estás bromeando? —objetó Molosov mirando alrededor para asegurarse de que no los hubieran oído—. Karadzic no tiene un solo hueso legal en el cuerpo. Si estás buscando drogas en Bosnia, sus sucios dedos te tocarán en algún momento, sin duda alguna.

El calor le empezó a Jan en la coronilla y le inundó el rostro. ¡Drogas! La mente le centelleó hacia Helen. Sabía que solo era una relación, pero aun así fue empujado hasta el borde del pánico, parado allí en la acera al lado de Molosov. Amado Dios, ¡ayúdanos! Lo recorrió un espantoso presentimiento.

Y Helen.

—Solo mantente apartado del camino de Karadzic. O mejor, regresa a Estados Unidos; este lugar no es seguro para gente como tú y yo —informó Molosov pinchando juguetonamente a Janjic con la mano en que sostenía el cigarrillo—. Al menos si tu esposa es tan hermosa como aseguras, mantenla fuera de la vista de ese loco. Rápidamente hace feas a hermosas mujeres.

El hombre volvió a reír entre dientes.

Pero Jan no encontró nada jocoso en las palabras. En absoluto. Apenas lograba ocultar el temor. O quizás ni lo ocultaba.

—Yo… yo tengo que irme ahora —titubeó Jan y empezó a volverse.

—Espera —pidió Molosov, ya sin humor—. No fue fácil encontrarte. Tenemos mucho de qué hablar. Hablo muy en serio, Janjic. Estoy planeando ir a Estados Unidos.

—Vivo en los apartamentos al costado occidental del mercado. Último piso, 532 —comunicó Jan, y de repente pensó que lo mejor era no haber dado a conocer su dirección, y se volvió hacia su antiguo compañero—. Pero resérvate esto para ti.

—Lo haré —respondió él volviendo a sonreír—. Me dio gusto verte. Yo vivo en el extremo oriental de Novi Grad. Bienvenido de nuevo a casa.

—Sí, qué bueno —concordó Jan volviéndose otra vez y tomando la mano extendida del hombre—. Es maravilloso estar otra vez en casa.

Se fue entonces, a paso uniformemente rápido por media cuadra. Y soltó a correr al ya no ver a Molosov en la esquina.

Ella ha estado actuando de manera extraña, Janjic. Helen no ha sido la misma.

¡Tonterías! Él solo estaba uniendo increíbles hilos de coincidencia.

Ella no salió a caminar contigo, Janjic. No quiso hacerlo.

¡Cállate! ¡Estás siendo un niño!

Sin embargo, tenía que regresar para verla. Si ahora le ocurriera algo a Helen, él moriría. Se lanzaría desde la ventana y dejaría que la calle lo llevara a casa.

Jan llegó al edificio y entró al área central. Subió las escaleras de dos en dos, debiendo hacer una pausa después de cinco tramos para recobrar el aliento. El pecho le ardía cuando llegó al apartamento en el décimo piso. Irrumpió violentamente en la vivienda.

¡Ella no estaba a la vista!

—¡Helen!

La negra máquina de escribir estaba sola en la mesa.

—¡Helen! —gritó.

—Hola, Jan —contestó ella; él volteó a mirar hacia la alcoba, y la vio salir, sobresaltada—. ¿Qué pasa?

Jan dio la vuelta sobre las rodillas y resopló. ¡Gracias, Padre!

—Nada. Nada.

—¿Por qué entonces gritabas de ese modo?

—Por nada —respondió él enderezándose, y sonriendo de oreja a oreja—. No fue nada. Subí corriendo las escaleras. Deberías intentarlo alguna vez; excelente ejercicio.

—Me asustaste —expresó ella sonriendo—. La próxima vez que decidas hacer ejercicio no entres aquí gritando, si no te importa.

—No lo haré —aseguró él, atrayéndola contra el pecho y acariciándole el cabello—. Lo prometo. No lo haré.