Sarajevo, Bosnia
Cuatro semanas después
Ivena estaba parada ante las tumbas donde habían enterrado los cuerpos del padre Michael y de Nadia. Miró fijamente la grabada cruz de concreto. Era la tercera visita en esas semanas desde que regresaran. La planta trepadora que había traído del jardín de Joey ya se enrollaba alrededor de las tumbas y se envolvía hasta la mitad de la cruz en un delicado abrazo. Las grandes flores blancas parecían ahora totalmente naturales, reaccionando como ella había esperado a la lluvia y el sol que les estimulaban el crecimiento.
La pequeña aldea se había desteñido con los años, ahora apenas más que una serie de vagabundos que a duras penas ganaban de la tierra y vivían en las desmoronadas casas. La elevada torre ennegrecida de la iglesia se extendía contra el cielo, un quemado telón de fondo para el extenso cementerio en que Ivena se hallaba ahora. La mayoría de pueblos habían logrado recuperarse después de las atrocidades de la guerra. La mayoría.
Algunos de los otros que habían estado allí aquel día aún visitaban el lugar con cierta frecuencia, pero no podían sostener los gastos de las tierras. Los lugareños no podían cuidar la tumba de un viejo sacerdote muerto, por horrible que fuera la historia de su muerte. La nación simplemente se encontraba poblada con cien mil historias igual de terribles.
Ivena cayó de rodillas y con ambas manos se agarró del pasto de treinta centímetros de alto. Sintió fría la tierra bajo las rodillas. Padre, ¿estás cuidando de mi amada? ¿Sigue ella en tu compañía?
Levantó la mirada hacia la cruz, aún manchada con la sangre descolorida del sacerdote. Los huesos de ellos estaban debajo de la tierra, pero estos mismos huesos reían allá en alguna parte. Ivena dejó que las imágenes de ese día le cruzaran ahora por la mente, y resurgieron con la mayor claridad. El rostro del sacerdote azotado y reducido por Janjic a una pulpa sangrante; su Nadia de pie sin ninguna sombra de temor mirando al rostro del comandante; la marcha de las mujeres bajo sus cruces; los gruñidos furiosos de Karadzic; el estallido de su pistola; el sacerdote colgando de esta cruz, suplicando morir. La risa del clérigo resonando por el cementerio, y después la muerte del inocente.
Una lágrima bajó poco a poco por la mejilla de Ivena.
—Te extraño, Nadia. Te extraño mucho, querida.
Sorbió por la nariz y cerró los ojos. ¿Por qué te la llevaste a ella y no a mí, Padre? ¿Por qué? Me iría ahora. ¿Qué clase de crueldad es dejarme aquí mientras a mi hija se le permite todo este regocijo? Te ruego que me lleves.
Casi encuentra su camino hacia allá hace un mes en esas Torres Gemelas de Lutz. Pero según parece no había sido el tiempo de Dios. Ella aún no había concluido en este desierto. Sin embargo, no podía escapar a la esperanza de que su tiempo llegara pronto. Si no pasaba algo más, moriría de vieja.
Ahora vivía con su hermano en las afueras de Sarajevo, en realidad no muy lejos de su pequeña aldea. Había perdido todo en Atlanta, pero sintió más la rápida salida como una limpieza que como una pérdida. En la mente de ella esto más bien era una dicha. Janjic y Helen habían conseguido un apartamento en el centro de la ciudad donde él se había aislado para escribir. Ivena los veía ahora pasando algunos días, cuando iba a visitarlos. A todas luces Dios aún tenía firmemente agarrado el corazón de Janjic. Según parecía, el asombroso juego de Dios aún no había terminado, y saber esto hacía que Ivena añorara aun más el cielo.
Se sentó sobre las rodillas y empezó a tararear. Pensó que los estadounidenses no entendían la muerte. No estaban ansiosos por seguir los pasos de Cristo. En realidad, unirse a Cristo era una idea aterradora para la mayoría de creyentes. Ah, ellos se iban rápidamente tras las baratijas que él les lanzaba desde el cielo: autos, casas y regalos parecidos. Pero si se les hablaba acerca de unirse a Cristo más allá de la tumba, a cambio se recibían cejas fruncidas o miradas en blanco en el mejor de los casos.
Incluso Helen, después de su increíble encuentro con el amor de Cristo, aún estaba confundida. Aun después de ser receptora del amor de Jan, ella no sabía cómo retornar ese amor por la simple razón de que aún no estaba dispuesta a morir a sus propios anhelos.
El amor se encuentra en la muerte. El amor solo se encuentra en la muerte.
Habían llegado a Bosnia y todo parecía bastante bien; Helen no había vuelto a sus andadas. Pero tampoco era una mujer transformada. No en realidad. Había llegado tan lejos como el creyente promedio, suponía Ivena. No obstante, se creería que después de una muestra tan palpable de amor ella estaría luchando por estar a la altura de Jan. ¿Cuándo más en la historia Cristo había puesto en un hombre su verdadero amor por la iglesia? ¿Cuándo más una mujer había sido receptora de ese amor en manera tan exclusiva?
Ivena suspiró y abrió los ojos.
—Bueno, me uniré a ti, Padre. Llévame ahora a casa e iré con mucho gusto —manifestó y sonrió—. Te amo, Cristo. Te amo de manera entrañable. Te amo más que la vida.
El sol se estaba sumergiendo en el occidente cuando la mujer se puso de pie.
—Adiós, Nadia. Te visitaré la próxima semana.
Caminó hacia el viejo Peugeot negro de su hermano. Un sombrío silencio que solo se encuentra en el campo envolvía al pueblo. Un perro ladraba incesantemente a través de la aldea, y una gallina cacaraqueaba al oírlo.
—Ah, mi Bosnia, qué bueno es estar en casa.
Ivena subió al auto, cerró la puerta y alargó la mano hacia la llave. El débil olor a gasolina inundó la cabina. La mitad de los vehículos en Bosnia se hallaban estancados sobre sus ejes, o estaban parchados con remiendos y cables. El de Blasco no era la excepción. Al menos rodaba. Aunque fuera gasolina o cualquier otra cosa lo que causara este terrible olor a fuga de combustible, sorprendía que no explotara…
De repente una mano le tapó la boca y le tiró la cabeza hacia atrás en el asiento. La uña de Ivena se engarzó en el llavero y se partió. Ella gritó pero el sonido fue ahogado por el trapo que el perpetrador intentaba meterle por la fuerza entre los dientes. Ella mordió instintivamente con fuerza y oyó un gemido de dolor.
La fuerte mano le embutió el trapo en la boca y ella sintió que se le dificultaba la respiración. Otra mano la agarró del cabello y le echó la cabeza hacia atrás. Ella vio el escueto metal del techo y gritó desde la garganta. Negrura le cubrió los ojos… le amarraron fuertemente una venda en la cabeza.
Manos la hicieron inclinar sobre el vientre y le ataron las muñecas detrás de la espalda. Fue solo entonces, cegada y atada bocabajo, que Ivena dejó de reaccionar y de revolverse por alguna razón.
Su secuestrador se había trepado al asiento y ahora encendía el motor. El Peugeot avanzó a sacudones.
De pronto desaparecieron los sentimientos que le habían inquietado la mente durante la última hora. Otro sentimiento tomó lugar. El deseo de vivir. La desesperada esperanza de que nada le haría daño. Volvió a clamarle a Dios, pero esta vez las palabras eran diferentes.
Sálvame, Padre mío, oró. No me dejes morir, ¡te lo suplico!
Helen caminaba descalza sobre el piso de concreto, sosteniendo una taza de té pegada al pecho. Se acercó a la ventana cuadrada en el décimo piso y miró la ciudad de Sarajevo de crecimiento desproporcionado, oscurecida por las nubes al final del día. Detrás de ella, la sala chasqueaba con el incesante tecleo de Jan.
Clac, clac, clac…
Casas cuadradas bordeaban diminutas calles en el distrito Novi Grad en que ella y Jan vivían ahora. Las lluvias frecuentes daban bastante verdor a los árboles, pero el frío que las acompañaban difícilmente podría ser el mayor contraste al sofocante calor de Atlanta. Y este no era el único contraste. Toda la existencia aquí era un enorme contraste.
Para empezar, el apartamento. Ermin, tío de Janjic, les había ofrecido el lugar por una mísera renta, mil dólares al año, pagados por adelantado desde luego. Jan había traído los diez mil dólares en efectivo y le dio tres mil a Ivena. Los restantes siete mil bastaban para vivir cómodamente en Sarajevo por un año, había dicho él. Ya habían gastado tres mil, la mayor parte en la renta y en equipar el apartamento en el último piso con comodidades que ayudaran a Helen a sentirse a gusto. Un horno tostador, muebles tapizados, una verdadera refrigeradora, alfombras para calentar los pisos. Una máquina de escribir, por supuesto. Jan volvió a ser escritor; debían tener la máquina de escribir. Para los estándares de Sarajevo les había ido bien con el lugar.
Pero esto no era Estados Unidos. Para nada. Lo que era primera clase en estas colinas haría bien en pasar por un hogar de clase media.
Este es el hogar, Helen. Este es tu nuevo hogar.
La muchacha sorbió de su té caliente. Detrás de ella Jan se hallaba en la mesa de la cocina, con un par de lentes viejos sobre la nariz. El hombre había empezado a trabajar en su nuevo libro el mismo día en que tomaran el apartamento.
Clac, clac, clac.
Veían a Ivena una o dos veces por semana, pero ella se había vuelto a adaptar a su amada patria con más facilidad que Jan, lo que no sorprendía pensando en lo que cada uno había dejado para venir aquí. Los días en que Ivena venía eran los favoritos de Helen. Ivena era ahora la familia. Además de Jan, su única familia.
Helen miró a la calle allá abajo; el trajín del mercado al otro lado de la calle era mayor por la prisa de las horas finales de ajetreo. Eso le recordó que necesitaba algunas papas para la cena. Se volvió y se recostó en el alféizar.
—¿Jan?
—¿Sí, mi amor? —contestó él sonriendo y moviendo los ojos por encima de esos ridículos lentes de montura negra.
—Creo que iré a comprar papas para la cena. Quería volver a intentar esa sopa de papas. Tal vez esta vez la logre hacer bien.
—Estuvo bien la última vez —contestó él riendo en tono bajo—. Un poco quemada, pero en mi boca estuvo deliciosamente quemada.
—No más. No solo estoy aprendiendo a cocinar, sino a cocinar comidas extranjeras. Quizás quisieras cocinar esta noche.
—Lo estás haciendo maravillosamente, querida.
Helen tomó de un sorbo el resto del té y con un tintineo depositó la taza en el mesón de baldosa. Toda superficie le parecía áspera. Si no era cemento, era baldosa. Si no era baldosa era ladrillo o madera dura. La alfombra apenas sí se conocía en esta parte del mundo. Por costoso que fuera este apartamento en Sarajevo, a ella le recordaba las obras en ejecución en su antiguo hogar.
Clac, clac, clac… Jan estaba otra vez absorto en la máquina.
—Voy a ir entonces. ¿Necesitas algo?
Escúchame, «voy a ir entonces». Así es como un europeo diría «Estoy saliendo». Esta tierra ya la estaba cambiando.
—No se me ocurre nada —respondió Jan.
—Volveré pronto —anunció ella después de acercarse y besarle la frente.
—Haz amistades —sugirió él con una sonrisa.
—Sí, por supuesto. Todo el mundo es amigo mío.
—Estoy loco por ti, ¿sabes?
—Y yo también te amo, Jan —dijo ella sonriendo, y saliendo por la puerta sin que él lo notara.
Lo empinado de las escaleras la desanimaba a no hacer más de uno o dos recorridos diarios, y el pensamiento de que volvería con una bolsa llena de papas le hizo fruncir el ceño. Aún no habían oído hablar de ascensores en este rincón de Europa.
Helen caminaba animadamente por el mercado, manteniendo la cabeza inclinada. Una bicicleta pasó a toda velocidad, salpicando agua de la lluvia matutina sobre la acera exactamente delante de ella. Bocinas pitaban en la calle. Aquí no tocaban las bocinas, sino que pitaban, un timbre agudo esperado en autos pequeños. Piiii, piiii.
Clac, clac, clac…
Jan podía trabajar en ese libro durante doce horas seguidas sin tregua. Bueno, sí descansaba, en realidad cada hora. Para asfixiarla a besos y expresarle palabras de amor. Ella sonreía. Pero por lo demás solo era el libro. Ella y el libro.
En realidad era La danza de los muertos, pero escrito desde un nuevo punto de vista. Ivena tenía razón; la historia no había terminado, decía él. Ni siquiera se había contado bien. Así que él estaba allí, tecleando, absorto en un mundo aun más extraño que este chiflado mundo allá abajo.
Helen entró a la plaza abierta del mercado y saludó con la cabeza a una mujer que había visto comprando aquí antes. Una de las vecinas, evidentemente. Algunas de ellas hablaban inglés, pero Helen se estaba cansando de tratar de descubrir cuáles no lo hacían. Tenía que saludar con la cabeza. El techo de lata sobre ella empezaba a sonar suavemente. Volvía a llover.
El mercado estaba abarrotado a esta hora tardía. Helen pasó una tienda llena hasta arriba con montones de ropa colorida. El propietario estaba revisando algunos plásticos que había atado por detrás donde el techo de lata se abría encima. Un pequeño puesto en que vendían comida ligera preparada en el lugar inundó las fosas nasales de Helen con el aroma de empanadas friéndose.
Caminó hasta el puesto de vegetales frescos y compró cuatro papas grandes a un hombre llamado Darko. Él sonrió ampliamente e hizo un guiño, y Helen pensó en que haría un amigo como sugiriera Janjic. Quizás no lo que su esposo había imaginado.
Helen salió del mercado y cruzó la calle. Fue entonces cuando la grave voz masculina habló detrás de ella, como el ruido sordo y lejano de un trueno que le aguijoneaba el corazón.
—Discúlpeme, señorita.
Helen regresó a ver, vio al individuo alto manteniéndole el paso tres metros detrás, pero al instante descartó el comentario como mal orientado. Sin duda ella no conocía al hombre.
—¿Eres estadounidense?
Helen se detuvo. Él le estaba hablando. Y entonces se puso a su lado, era un hombre muy corpulento y robusto que usaba pantalones negros de algodón. La camisa era blanca con botones plateados y perlados, como esas camisas de vaqueros que había visto en las tiendas en su hogar de origen. Lo miró a los ojos. Eran negros, como los pantalones. Como los ojos de Glenn.
—¿Sí? —preguntó ella.
—Eres estadounidense, ¿verdad? —expresó él, mientras una sonrisa torcida le dividía las sólidas mandíbulas.
El hombre hablaba con fuerte acento, pero su inglés era bueno.
—Sí. ¿Le puedo ayudar en algo?
—Bueno, señorita, en realidad yo te iba a preguntar lo mismo. Te vi en el mercado y pensé: he aquí una mujer hermosa que parece necesitar un poco de ayuda.
—Gracias, pero creo arreglármelas con cuatro papas. De veras.
—Una estadounidense con humor —manifestó él levantando la cabeza y riendo—. Entonces sígueme la corriente. ¿Cuál es tu nombre?
—¿Mi nombre? —inquirió Helen mientras un timbre de advertencia le recorría los huesos—. ¿Y quién es usted?
—Mi nombre es Anton. ¿Ves, Anton? ¿Es ese un mal nombre? ¿Y cuál es el tuyo?
—En realidad no tengo la costumbre de dar mi nombre a extraños. Es más, debo irme.
Ella se volvió para irse. ¿Pero quería irse de veras? Se asombró al contestarse rápidamente la pregunta. No.
—No quieres hacer eso —comentó el hombre; ella le observó el rostro; dientes blancos le relucían a través de la sonrisa—. En verdad quieres conocerme. Tengo lo que estás buscando.
—¿Ah, sí, de veras? ¿Y qué es lo que estoy buscando?
—Un destino. Un lugar adonde ir. Un sitio que se perciba como el hogar; lo que te gustaría te flota en la mente.
—Lo siento —contestó ella, parpadeando—. Me debo ir.
—No. No deberías hacer eso. Eres estadounidense. Conozco una parte de Sarajevo que es muy… ¿cómo lo debería decir? Amigable con los estadounidenses. ¿Te gustaría volar, estadounidense?
¿De qué estaba hablando él?
Sabes de qué está hablando, Helen. Lo sabes, lo sabes muy bien.
—¿Cuál es tu nombre? —volvió a preguntar el hombre.
El cielo aún estaba soltando las extrañas gotas de lluvia. Casi no había transeúntes en las calles. A la izquierda de Helen un oscuro y sucio callejón subía entre dos edificios grises.
—¿Por qué me está hablando de modo tan extraño? ¿Me veo como si tuviera estampada en la frente la palabra «tonta»?
El sujeto encontró divertido el comentario.
—No. Y por eso precisamente te estoy hablando de modo extraño. Porque no eres tonta. Sabes exactamente a qué me refiero. En realidad deberías unirte a nosotros.
La sangre de Helen le bombeaba ahora con firmeza. Mil días de su pasado le gritaban por la columna. Debería dejar ahora a este tipo. Él era el mismísimo diablo… ella debía saberlo, había compartido muchas noches la cama del diablo.
Pero los pies no se le movieron. En vez de eso le hormiguearon, y había pasado bastante tiempo desde que le hormiguearan de este modo. Se humedeció los labios, y entonces esperó al instante que él no interpretara esto en ella con mucha claridad.
—¿Hay otros estadounidenses aquí?
—¿Dije eso? No. Hay otros como tú.
Ella titubeó. La respiración se le estaba dificultando ahora. Huye, Helen, ¡huye!
—¿Cómo sé quién es usted? —preguntó la joven, ahora ardiéndole las orejas.
—Soy Anton, y tú deberías hacerte otra pregunta; ¿cómo sé lo que sé? A menos que yo sea quien afirmo ser.
—¿Y quién es usted, Anton?
—Dime tu nombre y te diré quién soy.
—Helen —contestó ella después de carraspear.
Él sonrió ampliamente y asintió una vez con la cabeza.
—Y yo soy quien te ayudará a volar.
La muchacha tragó grueso, mirándolo a los ojos.
—¿Podría ver tu mano? —indagó Anton.
Ella abrió la mano y bajó la mirada para verla. De repente la enorme mano del hombre le agarró suavemente la suya. Helen trató de liberarla, pero el hombre la sostuvo con firmeza y ella vio que los ojos de él no eran amenazadores. Eran profundos, negros y sonrientes. Dejó que le tomara la mano. Pero él no estaba interesado en la mano; la mirada le recorrió el brazo hacia la diminuta marca cicatrizada de sus días de antaño con la aguja.
Entonces el hombre que se hacía llamar Anton hizo algo extraño. Se inclinó y besó con gran delicadeza esa pequeña cicatriz; y Helen se lo permitió. Los labios de él enviaron un estremecimiento por el brazo y la cabeza de la mujer.
De pronto en la mano del hombre apareció una tarjetita negra que Helen no supo de dónde había salido. La tomó. Posó la mirada en la de él por lo que pareció una eternidad. Entonces el sujeto dio la vuelta y salió sin decir nada más.
A Helen le pareció que había dejado de respirar. El corazón le palpitaba con fuerza en el pecho. Miró la tarjeta. Tenía una dirección, la dirección del hombre, y un sencillo mapa. El antro de perdición. Pensó que debería tirarla al suelo y pisarla.
En vez de eso se la metió al bolsillo y caminó entumecida hacia el apartamento.
Helen se había tranquilizado antes de entrar al apartamento, pero un hormigueo le recorría la columna y se sentía impotente de evitarlo.
—¿Hallaste las papas? —preguntó Jan sin levantar la mirada.
Él continuaba con el tecleo, llegó al final de un renglón y de un manotazo hizo retroceder el carro de la máquina de escribir. ¡Ding! Bajó la mano y miró a su esposa. Ella sostenía en alto los cuatro grandes tubérculos.
—Harán una deliciosa sopa —declaró él y juntó las manos—. Te daré un consejo, amada mía. Usa llama baja. Podría tardar unos cuantos minutos más, pero si lo haces usaremos cucharas en vez de tenedores.
Ella refunfuñó, fingiendo estar disgustada.
—Ven acá y utilizaré un cucharón sobre ti, Jan Jovic.
Él echó la cabeza hacia atrás, contento. Luego salió de la silla y caminó hacia ella.
—¿Te he dicho recientemente que eres la luz de mi mundo? —inquirió él, tomándole la cabeza entre las manos y besándole la mejilla.
Cuando él se apartó tenía fuego en los ojos. No, la pasión por ella no había perdido intensidad, ni siquiera un poco, pensó Helen.
—Te amo, Jan —expresó ella.
¿Sí? Quiero decir de veras, ¿cómo él te ama?
Él le guiñó un ojo y regresó a la mesa.
Helen entró a la cocina y echó las papas al fregadero para limpiarlas.
Clac, clac, clac…
El día oscureció mientras Helen preparaba la cena. Afuera los autos pitaban en medio de la noche. Adentro la sala seguía el compás del repiqueteo de Jan. Pero Helen no estaba oyendo los sonidos. Aún oía la voz del extraño, suave y tranquilizadora.
Y yo soy quien te ayudará a volar.
La tarjeta estaba en el bolsillo. ¡Dios no permita que Jan la encuentre! Ella entró al dormitorio y la puso debajo del colchón. Jan dejó el repiqueteo y Helen salió rápidamente, pero él solo estaba leyendo una página que acababa de escribir.
¿Quieres volar, Helen?
El cucharón sopero se le deslizó de la mano y le salpicó el líquido caliente en el brazo.
—¡Ay!
—¿Estás bien?
—Sí.
Escarbó con el cucharón y se reprendió. ¡Deja esta tontería! ¡Déjala! No eres una adolescente. Eres la esposa de Jan Jovic.
Sí, ¿pero quieres volar, esposa de Jan Jovic?
Finalmente la joven arruinó la sopa. No estaba quemada, ni siquiera demasiado espesa. Pero sabía insípida, y solo hasta que Jan mencionó la sal casi al final de la comida recordó que había olvidado totalmente los condimentos. Profusamente pidió disculpas.
—Tonterías —manifestó él—. Demasiada sal es mala para el corazón. Es mucho mejor de este modo, Helen.
Ella se retiró a las nueve, dejando que Jan terminara su capítulo; pero no lograba dormir. La mente optó por cierta clase de sueño, completamente despierta pero absorta en el mundo del extraño, describiéndose para sí cada detalle de ese encuentro. Y luego la mente se le deslizó hacia el palacio de Glenn y a un montoncito de polvo, renunciando a tratar de luchar contra los pensamientos. Al contrario, los dejó correr sin control alguno por la mente, y hasta los adornó.
Fingió estar dormida cuando Jan llegó a la cama, pero en realidad mantuvo los ojos cerrados por otras dos horas. La tarjeta estaba debajo del colchón, y en un momento Helen tuvo la seguridad de que podía sentirla. ¡Y si Jan rodara hasta aquí la sentiría! Se sobresaltó y se sentó.
—¿Qué pasa? —preguntó Jan, súbitamente despierto.
Ella miró alrededor en la oscuridad.
—Nada —contestó, y se dejó caer de espaldas.
Finalmente el sueño la venció casi a medianoche. Pero aun entonces no se pudo quitar de la mente el obsesionante rostro del hombre.
¿Quieres volar, Helen?
Sí, por supuesto. No seas tonta. Me encantaría volar. Estoy ansiosa por volar.
¿Quieres morir, Helen?
Quiero volar. No quiero morir.
Quiero dormir.