Capítulo treinta y cinco

Glenn se sentó con las piernas cruzadas como una bestia amenazante en lo alto de su escritorio. Un dolor sordo le pulsaba de modo incesante debajo del cabestrillo que le sostenía el brazo derecho. Una sencilla venda blanca fue suficiente para el dedo en la mano izquierda, pero a veces el dolor que este le producía eclipsaba al del hombro.

Habían examinado minuciosamente los alrededores del norte de Atlanta por casi dos días sin encontrar una señal de Helen después de su desaparición. Ella había acudido a él, y eso había sido un regalo del cielo. Pero también se había ido, y luego habían perdido el rastro que él pusiera sobre ella. Peor aún, el predicador no había cumplido su promesa de reunirse con Charlie. El policía le había mostrado sus intenciones al predicador, y Glenn casi lo había decapitado por haberlo hecho.

Pero no se podían esconder eternamente. Lo mejor ahora sería matarlos a todos. De un modo u otro al menos mataría al predicador y a la flacuchenta. Y la próxima vez que le pusiera las manos encima a Helen la desfiguraría. Por lo menos.

La puerta rechinó repentinamente y entró Beatrice.

—Señor, le tengo noticias.

—Bien, dámelas. No tienes que ser tan teatral —refunfuñó él.

Ella no le hizo caso y caminó hasta la silla para visitantes. Solo habló cuando se hubo sentado y alisado la falda negra.

—Se fueron del país —comunicó.

Glenn se quedó estupefacto. ¿Qué le estaba diciendo la moza? ¿Que habían huido a Canadá? ¿O a México?

—El predicador ha endosado a un administrador la propiedad de todo para liquidación y ha sacado del país a las mujeres.

Un pánico cubrió la espalda de Glenn. ¿Se la llevó? ¿Se la ha llevado para siempre? Se apartó del escritorio, apenas consciente del dolor que le recorría por los huesos. El teléfono cayó al suelo.

—¡No puede hacer eso! Él no puede hacer eso, ¿no es así? ¿Dónde? ¿Cuándo?

—A Yugoslavia —contestó Beatrice echándose hacia atrás—. Ayer.

—¿Yugoslavia? ¿Bosnia?

Glenn caminó rápidamente a la izquierda y luego giró sobre sí mismo a la derecha. ¡El predicador había regresado a Bosnia con Helen! ¡Imposible!

—¡Él no puede salir así no más! Me debe más de un millón de dólares. ¿No saben eso? —expresó Glenn; al hombre se le estaba dificultando la respiración y se detuvo para inhalar aire—. ¿No tiene ese imbécil de Charlie algún control en absoluto?

Lanzó una maldición. Piensa. ¡Piensa!

—Tenemos que detenerlos.

—Ni siquiera estoy segura de que el detective Wilks sepa lo que ha ocurrido. Recibí una llamada del hombre encargado de la liquidación. Me dijo que no nos molestáramos en demandar; ya tiene instrucciones de reunir todo lo recaudado en la venta para satisfacer la deuda con usted.

—¿Pero se fue ella con él?

—Cálmese, Glenn. No se ha acabado el mundo. Usted tiene la posibilidad de perder mucho dinero en el contrato de la película. Eso debería preocuparle más.

—¡Y tú no sabes nada, bruja! —gritó él volviéndose hacia ella y luego escupiendo bárbaramente a la derecha—. ¡La estoy perdiendo!

Beatrice no reaccionó.

—¿Están en Bosnia? —preguntó Glenn levantándose súbitamente.

—Eso es lo que…

—¡Cállate! Quizás es mejor de este modo. ¡Tendré que matarlos en Bosnia! ¡Ellos no me pueden tocar!

Pero eso no era verdad. ¡Nada podría ser mejor de este modo!

—¿Matarlos en Bosnia? —preguntó Beatrice echándose hacia atrás—. ¿A todos ellos?

—Si no puedo tenerla no me queda más remedio que matarla. Tú sabes eso.

Una débil sonrisa se dibujó en la boca de la mujer. Lo miró por sobre los lentes de montura de carey.

—¿A quién conoce usted en Europa oriental? —preguntó ella.

Glenn cerró los ojos y trató desesperadamente de calmarse. ¿Cómo era posible que ocurriera esto? Refunfuñó y exhaló una bocanada de aire rancio. Caminó hasta el escritorio y pasó la mano a lo largo del brillantísimo acabado. La volvería a ver, se juró para sí mismo. Viva o muerta la volvería a ver.

La mano le fue a parar junto a una libreta de apuntes. La levantó. El libro del predicador lo miraba fijamente, la roja portada se burlaba de él riendo a todo pulmón. La danza de los muertos. Lo levantó. Pensar que este maniático había hecho una verdadera fortuna de esta historia de muerte. Ellos no eran muy diferentes, él y el predicador. Y el otro cerdo, el que había masacrado… Glenn se paralizó. Un escalofrío le bajó por la columna. La idea le explotó en la mente como un candente estroboscopio y de pronto se paró con la boca abierta.

—¿Glenn?

—Quiero que hagas algo, Beatrice —declaró él en tono bajo volviéndose hacia ella—. Quiero que encuentres a alguien por mí. Alguien en Bosnia.

—¿A quién? No tengo idea de cómo localizar a alguien en Bosnia —opinó ella.

Glenn sonrió mientras afianzaba la idea.

—Lo tendrás que hacer, Beatrice. Lo encontrarás. Y sabrás de él en este libro —expuso, pasándoselo con una mano temblorosa.

—¿Quién? —volvió a preguntar ella, agarrando el libro.

—Karadzic —informó Glenn—. Su nombre es Karadzic.