Capítulo treinta y cuatro

Helen se atendió a sí misma la mañana siguiente, se sirvió una taza de café y miraba como si hubiera decidido permanecer oculta bajo las cobijas, de haberla dejado escoger. Felizmente las horas anteriores a la llamada telefónica de Jan a la policía estuvieron demasiado mezcladas con especulación acerca del futuro de ellos como para dar algún espacio al debacle de la noche anterior. Ahora más que nunca parecía que una reunión con el detective Charlie Wilks era la única esperanza que tenían para salvar a Jan y mantener a salvo a Ivena. Todos habían acordado una cosa: Lutz tenía que ser detenido. A pesar de cómo se sentían al respecto, prácticamente el malandrín tenía en sus manos las vidas de ellos. Y ahora que Roald y la junta se habían negado a ayudar, no les quedaba más remedio que apelar a las autoridades.

Jan hizo una tardía llamada a Bill Waldon, un abogado que el ministerio usara en una ocasión, pero Bill no era abogado defensor. Este puso a Jan en contacto con Mike Nortrop, quien sí lo era. Nortrop oyó la versión resumida de la historia y luego anunció que no podía hacer nada hasta que la policía acusara a Jan de un crimen. El momento en que sucediera esto, Nortrop estaría en la estación. Mientras tanto, ¡sí!, Jan debía entregarse. En primera instancia, esconderse había sido una idea «ridícula», dijo. Insistió en que Jan lo llamara cuando se supiera algo.

A Helen no le gustó la idea, pero Jan no veía alternativas.

Hizo la llamada.

—Con el detective Wilks, por favor.

—Un momento.

Ivena, Helen y Joey se hallaban alrededor de la mesa, observando en silencio a Jan.

—Aquí Wilks.

—Buenos días, Sr. Wilks —saludó calmadamente Jan después de respirar hondo—. Le habla Jan Jovic.

—Jan. Bien, Jan, qué bueno que haya llamado. Nos estábamos preocupando aquí. ¿Está bien todo?

—Todo está bien. ¿Listos para la reunión?

—Sí, por supuesto que estamos listos —manifestó Wilks—. He estado esperando su llamada telefónica. Simplemente dígame dónde está.

De pronto Helen se inclinó hacia delante y agitó frenéticamente la mano, susurrando palabras que Jan no lograba entender.

—Espere un segundo —anunció, cubriendo el micrófono con la mano—. ¿Qué?

—Dile que se reúna primero contigo a solas. No aquí.

—Creí que nuestro propósito era asegurar protección para Ivena —susurró él.

—Solo pídeselo. Por favor, eso no hará ningún daño —insistió ella.

—¿Aló? —dijo Jan volviendo a levantar el auricular.

—Estoy esperando, Jovic.

—Me gustaría reunirme con usted a solas —expuso—. Sin Ivena.

—¿A solas? Ese no fue el convenio.

La voz del detective se había tensado, lo que disparó una alarma en la columna de Jan; ¿por qué le importaba esto al hombre?; miró a Helen.

—Es a mí a quien usted quiere.

—Hicimos un trato, Sr. Jovic. Ahora usted está echándose atrás, ¿no es así?

—¿Por qué está tan interesado en ver a Ivena? Ella no ha hecho nada.

—Esa fue su propuesta, señor.

—Sí, y ahora la estoy cambiando. ¿Tiene usted problema con eso?

—Sí, tengo un problema…

Jan oyó que el hombre respiraba profundamente; entonces supo que Helen tenía razón. No podía confiar en la policía. Se le acaloraron los hombros.

—Mire, Sr. Jovic, seamos razonables…

—Estoy tratando de ser razonable. Pero no entiendo la razón suya. ¿Qué crimen ha cometido Ivena para que usted necesite verla?

—Por favor, Jan. ¿Está bien que lo llame Jan?

—Desde luego.

—Bueno, Jan. Usted ha violado la ley, ¿entiende eso? Mientras hablamos puedo abrirle un expediente con una docena de cargos. Si no se entrega ahora como convenimos, le juro que lo encarcelaré por criminal, ¿entiende?

—Sí, pero ¿por qué Ivena?

—¡Por qué ese fue el trato! Debo verificar la historia de ella —exclamó bruscamente el detective—. Y no creo que pueda protegerlo si no juega limpio, farsante. Glenn podrá ser la víctima esta vez, pero créame, él sabe cómo jugar en ambos lados.

—Eso parece una amenaza.

—Solo dígame dónde está usted.

—Lo volveré a llamar, detective Wilks. Adiós.

Jan puso el teléfono en la horquilla, la cabeza le zumbaba por la conversación.

—¿Qué dijo? —espetó Helen—. Se portó extraño, ¿verdad? Te advertí que el hombre estaba en manos de Glenn. ¡Lo sabía!

Jan movió la cabeza de lado a lado, incrédulo.

—¿Está entonces la policía sobornada por Glenn? —preguntó Ivena.

—Y les diré algo más —expresó Helen—. No estaremos seguros aquí para siempre.

Todos se volvieron hacia ella.

—¿Por qué? —inquirió Joey.

—Saben que estamos en el norte de la ciudad. Me siguieron hasta cierto punto antes de que los perdiera.

Se hizo silencio alrededor de la mesa de la cocina de Joey. Ninguno supo con exactitud cómo tratar con la revelación.

—Lo cual básicamente significa que estamos en un problema —comentó Jan—. Un problema muy grave. No tenemos a quién recurrir.

—¿Y Karen? —preguntó Ivena.

—Ella no tiene influencia política. Podría ayudar en una sala de tribunal, como testigo, pero no ahora con la policía. ¿Qué importa que tengamos la razón si Glenn mata a Ivena? Lo que necesitamos en este momento es protección —aseguró él, moviendo la cabeza de un lado al otro—. Me cuesta creer que esto haya resultado así. Esta es una nación libre, ¡por Dios!

—¿Puede ayudar el ministerio?

—No.

—¿Y qué tal otros amigos? Sin duda tienes amigos bien posicionados —opinó Joey.

—He estado en el país por cinco años. Aparte de Roald, Karen y su círculo solo soy un rostro efímero. ¿Y qué importa eso? Glenn posee los derechos de la película. ¡Él me posee!

—Nadie te posee, Janjic. ¿Qué es esta película? Te dije…

—La película es el futuro del ministerio, Ivena. Di lo que quieras, pero es el portal de acceso a millones de corazones. Además es un sustento.

—No si Glenn la posee.

Ella tenía razón. No podía tener más razón.

—¿Qué entonces? —preguntó Joey—. No estoy oyendo muchas opciones que tengan sentido.

Nadie contestó.

—No es seguro aquí. ¿Qué hacemos? —insistió Joey en voz baja, con los ojos bien abiertos.

Jan supo entonces lo que debían hacer. Lo había sabido en lo más profundo de su ser desde el momento en que Roald saliera anoche del salón de conferencias. Pero súbitamente lo tuvo muy claro. Miró a Helen y se preguntó cómo respondería ella.

Levantó el teléfono y pulsó un número. Los demás simplemente lo miraron. Sonó cuatro veces antes de que alguien contestara.

—¿Aló?

—¿Betty?

—¡Jan! ¿Qué está pasando Jan? La policía está…

—Gracias a Dios que estás allí. Escucha con mucho cuidado, Betty. Necesito que me oigas con mucha atención. ¿Hay alguien más allí?

—No.

—Qué bueno. Por favor, no le digas a nadie que llamé. Es muy importante, ¿me hago entender? Lo que te voy a decir tiene que permanecer absolutamente confidencial. No debes decirle nada a la policía. ¿Puedes hacer eso?

—Sí. Creo que sí.

—No, tienes que estar segura. Mi vida depende de eso.

—Sí, Jan. Puedo hacerlo.

—Bien. Necesito que hagas un par de cosas por mí. Primero debes ir a mi casa. Estará vigilada por la policía, pero no les hagas caso. Si te preguntan, diles que estás retirando mi correo como siempre has hecho cuando estoy de viaje. Si te preguntan dónde estoy, diles que me encuentro en Nueva York, por supuesto. ¿Entendido? Nueva York.

—Sí.

—Debajo de mi cama encontrarás una pequeña caja metálica. Está cerrada. Agárrala. ¿Puedes hacerlo? Debes meterla entre tu ropa —expuso él, y miró a Ivena quien había arqueado las cejas; le hizo caso omiso a su amiga.

—Sí —contestó Betty.

—Muy bien. Y necesito reunirme esta noche con algunos de los empleados. John, Lorna y Nicki. Algunos de los líderes de grupo. No en el ministerio.

—¿En mi casa?

Jan titubeó. La casa de Betty sería perfecta. Ella vivía en una pequeña granja en el costado occidental de la ciudad.

—Sí, eso sería bueno. Asegúrate que nadie lo sepa. Debo exagerar la necesidad de reserva absoluta.

—Comprendo. De veras. ¿Qué hay con Karen?

La pregunta tomó a Jan por sorpresa.

—Si está en la ciudad, quizás. Sí. Hay algo más. Necesito diez mil dólares en efectivo. Tienes que convencer a Lorna que cambie un cheque, pero hazlo discretamente. Ella podría poner algunos reparos, tú sabes cómo es…

—Puedo manejar a Lorna. ¿Estás bien? La situación no parece buena.

—Estamos bien, Betty. Te veré esta noche a las nueve. Si hay algún problema, deja por favor apagada la luz de tu porche. Así sabré que no debo entrar.

Betty le dijo que estaría orando por él, y que no se preocupara, que ella no había nacido ayer. Él sabía eso muy bien; se preguntó si había sido prudente al enviarla a casa a sacar clandestinamente su caja de seguridad bajo la nariz de la policía. Colgó y exhaló.

—¿Y qué significa eso? —quiso saber Ivena.

—Eso, Ivena, fue nuestro boleto para salir de esta confusión. Nuestra única salida ahora. Y es tu sueño hecho realidad.

Jan apagó las luces del Cadillac antes de ingresar esa noche a las nueve a la larga entrada de tierra de la casa de Betty.

—La luz está encendida —anunció Helen.

La luz del porche estaba prendida.

—Eso veo —afirmó Jan, volviendo a encender las luces del vehículo y conduciendo hacia la casa de la hacienda. Una cerca blanca de estacas puntiagudas bordeaba el pequeño y bien cuidado césped. Jan reconoció los autos estacionados a lo largo de la entrada. El Fairlane azul de Karen entre ellos, montado sobre el césped a la derecha. Jan apagó el motor y se apeó.

—¿Estás seguro en cuanto a esto, Jan? —preguntó Helen, parándose ante la blanca casa de granja.

—Es la única manera —contestó Jan agarrándole la mano y besándole los nudillos.

—Él tiene razón —terció Ivena—. Parece lo adecuado.

—¿No estás segura, Helen? —inquirió Jan.

—No es por mí. Me gusta la idea, pero no soy la única saltando por un precipicio.

Jan le apretó la mano y subieron a la acera.

—A las águilas nos gustan los precipicios —bromeó él con una sonrisa.

—Entra, Jan —contestó Betty cuando Jovic tocó a la puerta.

Condujo hacia adentro a Helen e Ivena y permanecieron parados observando casi una docena de rostros conocidos, que ahora abarrotaban la sala de Betty. El silencio consumía cualquier especulación que el personal albergara respecto al propósito de la reunión.

Betty sonreía y asentía a Jan. John estaba al lado de Lorna, ambos atentos a Jan. Steve se movía nerviosamente a la izquierda. Karen se hallaba en la parte de atrás con los brazos cruzados.

—Buenas noches, amigos —saludó Jan, sonriendo.

—Buenas noches.

Helen e Ivena tomaron asientos que Betty había dispuesto frente al sofá. Jan permaneció parado detrás de su silla.

—Gracias por venir con tan poco plazo de aviso. Y gracias Betty por tener a todos aquí —expuso, y respiró hondo—. Así que seré tan breve como sea posible.

Los asistentes ya estaban pendientes de las palabras. Un grupo muy leal, tantos amigos.

—Ustedes ya conocen a mi esposa, Helen —continuó él; los presentes manifestaron una serie de reconocimientos—. La mayoría de ustedes, si no todos, estuvieron en nuestra boda.

Hizo una pausa y miró a Helen. Ella había estado incondicionalmente de acuerdo con el plan, pero ahora se sonrojó.

—Algunos de ustedes conocen las circunstancias que rodearon nuestro matrimonio. Pero hoy todos serán partícipes de un dilema que está cambiando nuestras vidas.

Continúa, Janjic. Cuéntales.

—Lo que oigan podría parecer… extraño para algunos de ustedes; incluso hasta increíble, pero escuchen bien por favor. Escuchen hasta el final por su propio bien.

Nadie se movió. Él miró a Betty y vio que ella asentía levemente con la cabeza. Ni siquiera ella sabía lo que él había venido a decirles.

—Hace veinte años un sacerdote llamado padre Michael halló un amor por Dios, y murió por ese amor. La pequeña Nadia murió por el mismo amor; todos ustedes conocen bien la historia, es La danza de los muertos. Ese amor me cambió la vida y me hizo conocer al Creador.

Aclaró la garganta y respiró hondamente

—Hoy día parece que ese amor también ha nacido en mí. Yo que vi morir al mártir, que vi el amor de Nadia, estoy aprendiendo del amor de ellos. Todos lo estamos haciendo, supongo. Pero sentir el amor del Padre significa algo que perfeccionará a un individuo.

Jan se quedó en silencio por unos momentos, juzgando la respuesta de los presentes. Ellos solamente lo miraban con ojos bien abiertos, ansiosos porque continuara.

—Les digo esto para ayudarles a comprender lo que diré ahora. Estoy llevando a mi novia de vuelta a Bosnia.

La sala se sintió repentinamente sin aire.

—No volveré a Estados Unidos. Ivena, Helen y yo nos vamos a vivir a Bosnia. A Sarajevo.

Se quedaron como maniquíes, inmóviles. Tal vez no entendían lo que les estaba diciendo.

—Pero… pero ¿y la película? —preguntó John.

—La película se esfumó.

Ahora los asistentes se quedaron boquiabiertos.

—¿Cómo? ¿Por qué? ¡Eso es imposible!

—No, temo que no es imposible, amigos míos. Vean, me dieron una alternativa. El productor no cree que mi matrimonio… favorezca a la película.

—Pero eso es ridículo —objetó John—. ¿Qué tiene que ver tu matrimonio con la película?

Escoge tus palabras, Janjic.

—Nada. Absolutamente nada. Y sin embargo no están de acuerdo. Parece que creen que mi personaje está en entredicho —explicó, poniendo la mano detrás de la cabeza de Helen, quien se sonrojó.

—¡Me gustaría retorcerles personalmente el cuello! —exclamó esta vez Betty.

Jan no rió.

—Créanme, entiendo el sentimiento.

—¿Pueden por tanto hacer eso? —preguntó John—. ¿Pueden insistir en eso?

—Pueden y lo han hecho.

—¿Y qué significa eso para el ministerio? —lanzó Lorna la pregunta que sin duda estaba en las mentes de todos.

—Temo que tendremos que devolver al estudio lo que nos pagaron. Significa que no nos queda otra alternativa que cerrar el ministerio.

Lamentos de indignación llegaron inmediatamente de cada rincón de la sala.

—¡No! ¡Ellos no pueden hacer eso! ¡Nunca!

Hasta Karen parecía atónita. Pero sin duda ella veía venir esto.

—¿Podemos pelear esto? —quiso saber Steve—. ¿Podemos conseguir un abogado o algo así?

Jan miró al larguirucho anciano. El ministerio se había vuelto la vida de este hombre. Helen inclinó la cabeza como si empezara a entender el precio que se estaba pagando por ella.

—Podríamos, pero me han informado que técnicamente los productores están dentro de sus derechos. Todo se resume a una decisión que debo tomar. Y ya la he tomado. El ministerio debe cerrar las puertas. Me ha llegado el momento de volver a mi patria.

—¿Y qué hay de Roald? —preguntó John—. ¿Puede hacer algo?

—En realidad creo que hasta la junta nos esté abandonando esta vez. No todos ven a la iglesia de la misma forma, y ahora la ven de modo diferente a como la veo yo.

—¡Nunca me gustó ese tipo estirado! —exclamó John.

—Por favor, amigos, entiéndanme. No quiero abandonarlos. Pero este es el llamado que Dios me ha puesto en el corazón. Mi historia no está terminada, como Ivena ha insistido desde hace algún tiempo, y el capítulo siguiente no ocurre en suelo estadounidense.

—¿Y qué pasará en Bosnia?

—Seremos libres para amarnos —explicó mirando a Helen.

Jan lo declaró de modo sencillo y firme, pero ellos no se tragaron el asunto de modo rápido y fácil. Fueron de acá para allá por otra hora completa, los empleados más francos expresaron su opinión una y otra vez, algunos discutiendo que Jan tenía razón, otros cuestionando lo que veían como una sugerencia ridícula. ¿Cómo podía cerrarse todo un ministerio porque un acuerdo resultara mal?

Al final fue Lorna, aguardando el momento oportuno la mayor parte del debate, quien una vez más hizo callar a la concurrencia. Simplemente bosquejó el estado económico del ministerio. Sin el acuerdo de la película tendrían suerte de rescindir el contrato de arrendamiento sin una acción legal. Estaban completamente quebrados. Ni hablar de la nómina de sueldos… ni siquiera la próxima este viernes. ¿Y Jan? Jan tendría que renunciar a su casa y su auto, por no mencionar que posiblemente se vería obligado a declararse insolvente. Ellos podrían perder sus empleos, pero Jan estaba perdiendo la vida.

Eso los acalló a todos.

Miraron ahora a Jan con tristeza en los ojos, entendiendo finalmente el propósito completo de la reunión. Por cinco largos años habían entregado sus vidas a La danza de los muertos. Ahora la danza había acabado.

Lloraron, se abrazaron y al final sonrieron. Porque Jan no podía ocultar el destello de luz que tenía en los ojos. Estaba seguro que finalmente sus amigos le habían creído: en realidad era Dios quien le había puesto esta nueva melodía en el corazón. Por tanto bailaría una nueva danza… una danza de vida, una danza de amor.

Y ahora que pensaba en esto, Jan a duras penas podía soportar quedarse un segundo más en Estados Unidos. Era hora de volver a casa.