«Mejor [es] el día de la muerte que el día del nacimiento. Mejor es ir a la casa del luto que a la casa del banquete».
ECLESIASTÉS 7.1-2, RVR60
Jan ingresó el Cadillac a la atestada entrada que llevaba a la casa de campo de Joey. Condujo lentamente, escuchando el crujido de la gravilla bajo las llantas del vehículo. Padre, me has abandonado. Me has dado todo solamente para quitármelo.
No estaba el Pinto de Joey. Quizás el jardinero había salido a comprar víveres.
Estacionó el Cadillac y caminó hacia la casa. Había llegado al primer peldaño cuando la puerta del porche se abrió. Era Ivena, quien lo miraba con ojos abiertos de par en par.
—Hola, Ivena.
De pronto Joey llegó tras ella.
—Hola, Joey. Yo…
Un zumbido le estalló en la mente. Instintivamente se volvió hacia donde debía haber estado el Pinto. Pero por supuesto que no estaba allí.
—¿Dónde está Helen?
—Janjic. Janjic, entra por favor. Estamos preocupados.
—¿Dónde está Helen? —gritó él volviéndose hacia Ivena.
—Creemos que se llevó el auto —informó Joey.
Jan cerró la boca y tragó saliva. Se quedó mirando a Ivena, quien regresó a ver hacia atrás, con los ojos empañados por la angustia. Él quiso preguntarle cuánto tiempo había pasado desde que Helen se fue, pero eso no importaba para nada, ¿verdad?
No. Nada importaba realmente. Ya no. Ella se había vuelto a ir. Su novia se había ido de nuevo.
De pronto Jan sintió tal vergüenza que creyó que estallaría en sollozos allí mismo en las gradas frontales. Se dio vuelta y salió corriendo por la senda que llevaba al jardín. Truenos resonaban en lo alto, y él siguió avanzando torpemente hacia delante, a lo largo de la cerca, y ahora se le escapaban gruñidos de la garganta. Era un gemido que no podía detener. El pecho le explotaba y él no se podía contener.
Descendió rápidamente por el jardín sin pensar adonde lo llevaban los pies; solo quería salir de este lugar, lugar de traición, de burla y de la peor clase de sufrimiento. No era lo que deseaba. Ahora solo quería morir.
—¿Deberíamos ir tras él? —preguntó Joey.
—No. Eso es algo que debe enfrentar por sí mismo —respondió Ivena mientras le brillaban las mejillas por las lágrimas.
—¿Seguro que estará bien?
—Está caminando por el infierno, amigo mío. Está muriendo por dentro. No sé lo que va a pasar. Lo que sí sé es que estamos presenciando algo casi nunca visto por el mundo en una forma tan clara. Te hace querer lanzarte al pie de la cruz y suplicar perdón.
Joey la miró con desconcierto en el rostro.
—Pronto lo comprenderás —añadió ella volviéndose hacia Joey y sonriendo—. Ahora debemos orar para que nuestro Padre visite a Janjic.
Entonces Ivena entró a la casita de campo.
Helen se decía que tomó la decisión por el bien de Jan. Se decía eso un centenar de veces.
En realidad ese había sido su primer pensamiento. Esa primera semilla que se le había enraizado en la mente. Quizás puedas hacer entrar en razón a Glenn. Él te escuchará. Había sido como al mediodía, antes de que ella tuviera realmente tiempo de considerar las posibilidades en la mente.
Para media tarde los pensamientos de Helen se habían vuelto tan tormentosos como los retumbantes cielos en lo alto. No importaba cuán arduamente intentara convencerse de lo contrario, ella sabía que en realidad deseaba volver allá. Tenía que volver. Y no solo para decirle a Glenn que él estaba comportándose como un bebé con relación a todo este desorden, sino porque a ella los nervios le revoloteaban en el estómago y deseaba ardientemente un poco de droga.
Avanzada la tarde un constante temblor le recorría los huesos. La posibilidad de placer se había alojado en ella y se desarrollaba a un ritmo escabroso. El raciocinio la empezó a abandonar a las cuatro de la tarde. Esta clase de preguntas: ¿Cómo podrías incluso pensar en volver a hacer esto? ¿Quién en el nombre de Dios caería tan bajo?, se volvían absurdas rarezas, de ningún valor, pero apenas dignas de ser consideradas por ella. A las cinco había dejado por completo de reflexionar. Ya no intentó convencerse de nada y empezó a planificar el escape.
El hecho de que Joey dejara las llaves en el Pinto amarillo hacía mucho más fácil su salida. Devolvería el auto antes de que se dieran cuenta que había desaparecido. Ivena estaba afuera en el jardín hablando con Joey acerca de algunas especies nuevas de rosas; ellos no se darían cuenta aunque un meteoro chocara con la casa.
Helen sudaba copiosamente al ingresar en la estructura subterránea de estacionamientos en las torres. Casi hace dar media vuelta al auto en un destello de sensatez de último minuto; pero no lo hizo. Se paró en el concreto y de pronto sintió gran desesperación por subir al decimotercer piso.
Para decirle a Glenn que estaba comportándose como un bebé respecto de todo este lío, por supuesto.
Solo eso. Solo para interceder por Jan, alejar a Ivena del cerdo, y salvar el día. Y para tomar una pequeña inhalación. O tal vez dos.
Jan trabó el pie en un pequeño arbusto que bordeaba una esquina y cayó primero de cara sobre el frío césped. Se quedó allí adormecido por unos instantes. Entonces todo salió de él en incontrolables sollozos. Permaneció allí temblando y humedeciendo el pasto con sus lágrimas.
El tiempo pareció perderse, pero en algún momento Jan se levantó del suelo y entró a un mirador bastante florido. Seguían retumbando truenos, pero ahora más lejanos.
Se dejó caer en una banca del mirador y observó las negras formas de arbustos alineados en el césped como lápidas frente a él. Poco a poco la mente ató cabos acerca de su difícil situación. Él se estaba ocultando de la policía, pero eso era lo de menos. El precio que la imprudencia extraería de él sería relativamente mínimo en comparación con lo que había perdido con la huida de Helen.
Pensó que le estaban jalando la alfombra por debajo de los pies. La danza de los muertos estaba encontrando la muerte. Y no de manera clemente sino con salvaje crueldad. Karen tenía razón. Todo cambiaría si se cancelaba la película. El ministerio, la notoriedad de Jan, el castillo que estaba construyendo para su novia. Todo sería quitado de un tirón… ¿dejándolo con qué?
Con su novia.
¡Ja!
¡Su novia! Jan tembló con furia en el pequeño refugio. Habló en voz alta por primera vez desde que entrara al jardín.
—Padre, te ruego que saques esto de mí. ¡No puedo vivir con esto! —exclamó; su voz llegó en un suave reproche que luego aumentó en volumen—. ¿Me oyes? ¡Odio esto! Quítala de mí. Te lo imploro. Me has dado una maldición. Ella es una maldición.
—Buenas noches.
Jan se sobresaltó al oír la voz. Un hombre estaba de pie bajo la luz de la luna, apoyado en el arco del mirador.
—Hermosa noche, ¿no es verdad?
Jan se pasó una mano por los ojos para aclararse la vista. Aquí había un hombre, alto y rubio, sonriendo como si conocer a otra persona en este jardín después del anochecer fuera un suceso cotidiano.
—¿Quién… quién es usted? —preguntó Jan—. El jardín está cerrado.
—No. Quiero decir sí, el jardín está cerrado. Pero no soy alguien de temer. Y si no te importa mi pregunta, ¿cómo entraste?
—Mi amigo es el jardinero. Él me dejó entrar
—¿Joey? —inquirió el hombre riendo en voz baja—. El buen viejo Joey. ¿Así que te trajo aquí tan tarde en la noche? Y te ves muy desesperado.
Jan se puso de pie. ¿Quién creía ser este tipo al interrogarlo de este modo?
—Creo que yo podría preguntarle lo mismo a usted. ¿Tiene permiso para estar aquí?
—Pero por supuesto. He venido a hablar contigo.
—Ah, ¿sí?
—¿Todavía la amas, Jan?
El corazón de Jan se le aceleró.
—¿Cómo sabe usted mi nombre? ¿Quién lo envió?
—Por favor. No es importante quién soy. Mi pregunta es: ¿Aún la amas?
—¿A quién?
—A Helen.
—De eso se trataba entonces. Helen.
—¿Y qué sabe usted respecto de Helen?
—Sé que ella no es más extraordinaria ni menos ordinaria que todo hombre. Que toda mujer —contestó el extraño.
La respuesta parecía absurda y volvió a hacer que Jan se preguntara quién podría ser este sujeto, que conocía a Helen y a Joey, y que hablaba tan francamente.
—Entonces usted no conoce a Helen. Nada podría estar más lejos de la verdad.
—Dime por qué es ella tan diferente.
—¿Por qué debería decirle algo a usted? —objetó Jan haciendo una pausa; luego respondió al hombre—. Ella me ha robado el corazón.
—Bueno, entonces eso la haría extraordinaria —contestó el extraño sonriendo—. ¿Y qué la hace menos?
—Me ha destrozado el corazón.
—¿Te ama ella?
—Bueno, esa es ahora la gran pregunta, ¿no es cierto? Sí, ella me ama. No, ella me odia. ¿De qué parte de la boca de ella le gustaría que viniera la respuesta? ¿Del lado que me susurra al oído a altas horas de la noche o del lado que lame de la mano de Glenn?
De repente el hombre se quedó en silencio total. Se le había nivelado la sonrisa que le curvaba los labios.
—Sí, duele, ¿no es verdad?
El tipo tragó saliva… Jan lo vio porque la luna se había abierto paso entre las nubes y ahora iluminaba el costado de un rostro definido. La manzana de Adán del desconocido se movía de arriba abajo, entonces dio la vuelta enfrentando las sombras, y se llevó un dedo a la barbilla. La ira en el corazón de Jan había desaparecido.
—Duele. No te lo discuto —expresó el extraño después de carraspear; volvió a mirar a Jan y habló con más fuerza—. Eso no la hace más o menos extraordinaria, amigo mío. De forma previsible, ella es común en su traición. Totalmente previsible.
Jan parpadeó, pero no contestó.
—Pero cómo respondas a ella podría ser ahora muchísimo menos común —siguió diciendo el hombre; sus palabras fueron dichas con delicadeza—. Podrías amarla.
—La amo.
—Así que la amas, ¿correcto? ¿La amas de verdad?
—Sí. Usted no tiene idea de cómo la he amado.
—¿No? Ella está desesperada por tu amor.
—¡Ella ni siquiera puede aceptar mi amor!
—No, no puede. Todavía no. Y por eso es que está tan desesperada.
Jan hizo una pausa, quitando la mirada del hombre.
—Esto es absurdo, ni siquiera sé quién es usted. ¿Y espera involucrarme ahora en esta locura sin decirme quién es? ¿Qué le da ese derecho?
—Ivena dijo una vez que Dios ha injertado su amor por Helen dentro de tu corazón. ¿Crees eso?
—¿Y cómo sabe usted que Ivena dijo eso?
—Conozco bien a Ivena. ¿Crees lo que ella declaró?
—No sé, sinceramente. Ya no sé.
—No obstante, debes tener una opinión sobre el tema. ¿Se equivocó Ivena?
—No. No, ella no se equivocó. La situación empezó de ese modo, pero eso no significa que yo aún posea alguna parte del corazón de Dios. Un hombre apenas puede vivir a tal grado.
—Un hombre apenas puede vivir a tal grado. Muy cierto. En algún momento tendrá que morir por algo. Si no ahora, entonces por una eternidad.
Jan se calló ante esas palabras, sorprendido. ¿Cuán ciertas eran esas pocas palabras? En algún momento él tendrá que morir por algo. Fácilmente podrían ser de su propio libro, y sin embargo pronunciadas aquí por este extraño parecían… mágicas.
—La amo, sí —expresó Jan, y se le hizo un nudo en la garganta—. Pero ella no me ama. Y temo que nunca me ame. Es demasiado. Lo único que siento ahora es arrepentimiento.
—¿Sabes que hasta el Creador estuvo lleno de arrepentimiento? —comentó el extraño sin moverse—. Este no es un sentimiento poco común. Se arrepintió de haber hecho a la humanidad, y efectivamente envió un diluvio para destruirla. Un millón de hombres, mujeres y niños se asfixiaron bajo el agua. Tu frustración no es muy exclusiva. Tal vez estés sintiendo lo mismo que Dios sintió.
—¿Está usted diciendo que Dios sintió esta ira? Eso sin duda no parece calzar con este amor que me concedió.
—Estás hecho a su imagen, ¿no es así? ¿Crees que él está más allá de la ira? Las emociones de rechazo son un sentimiento poderoso, Jan. Dios o el hombre. Y sin embargo él murió de buena gana, a pesar del rechazo. Igual lo hicieron el sacerdote y Nadia. Y otros. Así que quizás sea hora de que mueras.
—¿Morir? ¿Cómo moriría yo?
—Perdona. Ámala sin condiciones. Sube a tu cruz, amigo mío. A menos que una semilla caiga a la tierra y muera, no puede llevar fruto. De algún modo la iglesia ha olvidado las enseñanzas del Maestro.
Un zumbido susurró en la mente de Jan. Eran sus propias palabras lanzadas de nuevo al rostro.
—La enseñanza es figurativa —discutió.
—¿Es la muerte de la voluntad mucho menos dolorosa que la muerte del cuerpo? Llámala figurativa si te hace sentir cómodo, pero en realidad la muerte de la voluntad es mucho más traumática que la del cuerpo.
—Sí. Sí, usted tiene razón. En la muerte del cuerpo las terminaciones nerviosas pronto dejan de sentir. En la muerte de la voluntad el corazón no deja de sangrar tan rápidamente. Esas fueron mis propias palabras.
—Tal vez lo has olvidado —declaró el hombre—. Ahora estás probando esa misma verdad.
—Ella está causando mi muerte. Helen me está obligando a morir —expuso Jan.
—No más de lo que tú has causado la muerte de Cristo. Sin embargo, él no te amó menos —desafió el extraño, mientras se le dibujaba una amplia sonrisa en el rostro, y la luz de la luna le centelleaba en los ojos—. Pero vale la pena morir por los frutos del amor, mi amigo. Mil muertes.
—¿Los frutos?
—Gozo. Pero por el gozo puesto ante él, Cristo soportó la cruz. Gozo inexpresable. Un millón de ángeles besando los pies de alguien no se podría comparar con el éxtasis hallado en las tiernas palabras de un ser humano.
Jan tragó saliva. Este extraño sabía, pensó, aunque no estaba seguro por qué. Se paró y recorrió el suelo del mirador, pensando en estas palabras. Le dio la espalda al hombre y miró la redonda luna blanca. El tipo no era un amigo ordinario de Ivena, sin duda. No con esta manera de ver las cosas.
La agudeza de mi dolor ya se ha desvanecido, pensó Jan. He hablado con este hombre por no más de unos cuantos minutos y mi corazón ya está sintiendo esperanza otra vez.
—¿Y qué de Helen? —preguntó Jan sin voltear a mirar—. ¿Cómo aprenderá ella a amar? ¿Debe morir ella?
Era una manera regresiva de mirar el universo, pensó. Él siempre había comprendido que el lugar de la muerte estaba relacionado con la vida. Una semilla debe caer a la tierra y morir antes de dar vida al árbol. Pero nunca había asociado muerte con amor. Pero era en el amor, en la muerte del yo que requería el amor, que esto tenía el mayor sentido. El hombre no le había contestado la pregunta.
—¿Está usted sugiriendo que ella también —dijo Jan, y se volteó hacia el extraño—, debe encontrar…?
Se contuvo a mitad de frase. El hombre se había ido. Jan giró alrededor, no vio a nadie y se bajó del mirador. ¡El extraño no estaba a la vista! Había expresado su opinión y se había ido.
—Hola —llamó Jan en medio de la noche—. ¿Hay alguien allí? Hola.
Pero el jardín permaneció en silencio excepto por la propia voz de Jan.
Las palabras del extraño le resonaban en la mente. Ella está desesperada por tu amor.
¿Qué estaba haciendo él? Su vida entera, toda la eternidad, parecía estar nivelada por esta mujer única. Por Helen. Y él casi la había maldecido. Oh, amada Helen. ¡Perdóname!
Jan tomó el sendero y fue en busca de la pared oriental que ocultaba la casa de campo de Joey. Un pánico le revoloteaba en el estómago.
Oh, Padre, ¡perdóname!
El pinto aún estaba perdido cuando Jan se abrió paso a través del seto. Él se deslizó hasta detenerse sobre la gravilla, el corazón le palpitaba en el pecho. Quizás ella ya había regresado y había vuelto a salir.
Trepó los escalones de la casa y de un tirón abrió la puerta. Una débil lámpara resplandecía junto a la individual silla de juncos, irradiando luz sobre el rostro de Ivena.
—Todavía no ha vuelto, Janjic —anunció Ivena, quien había estado llorando, él lo pudo oír en la voz; ella fue hacia él sin esperar que cerrara la puerta, le colocó los brazos alrededor y puso la cabeza en el pecho de Jan—. Lo siento, querido. Lo siento muchísimo.
—Yo también, Ivena —contestó él poniéndole la mano en la cabeza—. Pero no estamos acabados. Hay más en esta historia. ¿No es eso lo que has estado diciendo?
—Sí —respondió ella retrocediendo y respirando fuertemente por la nariz—. He estado orando para que comprendas, Janjic.
—Y Dios ha contestado tu oración —declaró él entrando a la casa y cerrando la puerta.
—Entonces ahora me retiraré —anunció ella sonriendo.
—Y yo la esperaré.
Ivena y Joey durmieron en las habitaciones, dejándole la sala a Jan, un lindo gesto considerando las circunstancias. La noche estaba sumida en el silencio. Grillos cantaban en el bosque, pero ningún sonido de tráfico llegaba a la casa de campo. Jan sintió de repente que le regresaba el sufrimiento que antes le inundara los huesos. Cayó arrodillado bajo la luz amarilla, sintiéndose desamparado.
¿Y si Helen no volvía? Un penetrante silencio le repicó en los oídos, a alto y penetrante volumen. Empuñó las manos. ¿Cómo era posible que el extraño en el jardín supiera de este espanto que le corría a toda prisa a Jan por las venas? Esto era muerte. El corazón se le estaba desgarrando por una muerte no menos real que la del padre Michael. Al menos el sacerdote se había ido a la tumba con una sonrisa.
Apretó los dientes, tragándose un estallido de furia.
No, Janjic. Si mueres, será por amor.
Estoy muriendo por amor, y esto me está matando. Debería marcarse eso en la frente. Se puso en cuclillas, vencido por la pena. La noche le nubló la visión.
Luego se arrodilló por bastante tiempo como un bulto de arcilla, sintiéndose sin vida. Se levantó una vez y se sirvió un vaso de té, pero lo dejó lleno sobre el mesón después de probar un solo sorbo. Se dirigió a la chimenea y se deslizó a lo largo de la pared hasta quedar sentado.
El ruido le llegó entonces a los oídos. Era un ligero chirrido frente a la puerta. Jan no había oído acercarse ningún auto.
Levantó la mirada, creyendo que había sido el viento… cesaría en cualquier momento. Pero no fue así. Es más, si no se equivocaba, era el picaporte del frente que estaban empujando y manipulando. Jan se paró parcialmente, el corazón le palpitaba con fuerza.
Entonces la puerta osciló abriéndose a la noche, y Jan se paralizó. Ella estaba allí. Helen estaba allí, tambaleándose, entrando a la sala como si tratara de reconocerla.
Jan pensó en ese momento que debería gritarle. Que debería abofetearla y mandarla a freír espárragos, porque ella se quedó parada en el marco de la puerta, obviamente drogada, escabulléndosele a esa bestia.
Pero él no podía hacer tal cosa. Nunca.
Helen dio dos pasos al frente y se volvió a detener bajo el resplandor de la luna, orientándose en la oscuridad.
Jan se irguió en medio de las tinieblas y ella quedó frente a él, tal vez sin reconocerlo siquiera con exactitud.
—¿Helen?
Ella lo miró con los ojos en blanco que le brillaban en la tenue luz.
—Helen, ¿estás bien? —inquirió él dando un paso hacia ella.
La muchacha se quedó callada, aletargada.
—Helen, ¡lo siento mucho!
Él alargó la mano y se dio cuenta que ella temblaba. La levantó en vilo, sintiéndola como una muñeca de trapo. Una muñeca de trapo flácida y temblorosa, y que ahora lloriqueaba con lágrimas.
—Oh, amada mía. Lo siento —expresó él.
¿Por qué exactamente estás pidiendo perdón, Janjic? Es ella, no tú, quien ha traicionado.
Pero soy yo quien amo, se contestó a sí mismo.
Jan la llevó al sofá y la recostó.
—Duerme, amada mía. Duerme —susurró él poniéndole una manta de lana sobre el cuerpo—. Todo está bien. Estoy aquí ahora.
Se arrodilló al lado de ella y la arropó cuidadosamente con la manta. Vio las lágrimas que rodaban por la mejilla de Helen. Y por las suyas. El corazón de Jan se estaba destrozando por ella. Llorando. Igual que en el cielo, el corazón de él lloraba por ella.
Helen no le habló por bastante tiempo, pero él supo por la mirada inclinada y la boca contraída por la angustia, que ella se sentía muy avergonzada. Tanto que no podía hablar. Lo que la inmovilizaba era tanto esto como cualquier prolongada intoxicación.
Jan inclinó la cabeza en el pecho femenino y la abrazó con ternura. Lloraron juntos por largos minutos. Luego ella se irguió y hundió el rostro húmedo en el pecho de él.
—Perdóname… —susurró; un sollozo la cortó en seco.
—Shhh —la acalló él apretándola con fuerza.
—No. Estoy muy apenada —expresó ella con gemidos—. Oh, Dios, lo siento. Lo siento tanto…
Sus palabras eran suficientemente fuertes como para despertar a todos en casa.
Pero Jan no podía hablar debido al nudo en la garganta. Lo único que hizo fue llorar con ella, quien seguía gimiendo su arrepentimiento. Era la unión de los espíritus de los dos, y sabía a gloria. El fruto del amor. El extraño en el mirador tenía razón; la muerte de Jan al perdonar no era nada comparada con este gozo.
Helen se tranquilizó poco a poco, y él la mantuvo contra el pecho. Finalmente el cuerpo de ella dejó de temblar y luego la respiración cayó en un ritmo profundo y constante. Estaba dormida. Su esposa estaba dormida.