El momento en que entró a la calle en que estaba la casa de Ivena, Jan vio el negro Lincoln estacionado al frente. Hizo girar el volante del Cadillac y frenó a cincuenta metros de la casa.
—¿Qué estás haciendo? —exigió saber Helen—. Simplemente sigue conduciendo…
Ella vio entonces el auto y se quedó helada.
—Quédate aquí —ordenó Jan agarrando la manija y abriendo la puerta.
—Jan, espera…
Pero Jan no oyó el resto porque ya había salido corriendo hacia la casa. El Lincoln negro había estado en el estacionamiento de las torres. No tenía nada qué hacer aquí. Refunfuñó entre dientes y se desvió hacia el patio trasero de Ivena.
Una elevada cerca de madera rodeaba el patio densamente reverdecido. Hortensias púrpuras y flores blancas de gardenias sobresalían por encima de puntiagudas estacas blancas. Jan se deslizó hasta detenerse en la cerca, miró a través de dos tablillas, y al no ver más que césped vacío más allá de las enredaderas, trepó con dificultad. Cayó en cuclillas al otro lado, con el corazón palpitándole ahora en las orejas. Detrás de él se cerraba la puerta de un auto… Helen lo había seguido. Ya era demasiado tarde para detenerla.
Las paredes de cristal del invernadero estaban demasiado llenas de enredaderas como para ver más allá a esta distancia. Una constante brisa susurraba a través de las hojas en lo alto, pero aparte de eso el aire estaba en calma. Jan corrió hacia la puerta trasera.
Imágenes del cuerpo de Ivena, encogido y sangrando, le inundaron la mente. Si él tenía razón, ella estaría en el invernadero con las flores; este era una preocupación para su amiga.
Jan agarró la manija y abrió la puerta.
Ivena estaba allí en mitad del cobertizo, con el rostro levantado hacia el techo y los ojos cerrados. La brisa le soplaba hacia atrás el pelo a nivel del cuello. No demostró ninguna señal de haber oído a Jan.
Él examinó el aposento. La puerta hacia la casa estaba abierta, mostrando un oscuro interior. El asaltante, si es que lo había, estaría allá, esperando.
—Ivena —susurró él, mirando la entrada hacia la cocina.
—Hola, Janjic. Veo que volviste —habló ella en voz alta.
Él echó a andar y se llevó un dedo a la boca, pero ella no había movido la cabeza hacia él.
—Entra, Janjic.
—¡Ivena! —susurró él con aspereza—. Shhh. ¡Rápido! ¡Debes venir!
—¿Qué pasa? —preguntó ella mirándolo ahora.
—¡Ven ahora! ¡Shhh!
Jan miró a través de la puerta hacia la casa e Ivena le siguió la mirada.
—¿Qué pasa? —volvió a preguntar la mujer caminando hacia Jan rápidamente y con los ojos abiertos de par en par.
Jan no contestó. La agarró de la mano y la llevó a través de la puerta trasera. Le recorrió tal alivio por los huesos al guiarla torpemente hacia la seguridad del patio, que apenas logró notar al hombre alto que se materializaba en las sombras de la puerta interior.
Pero entonces se percató, y el corazón se le alojó firmemente en la garganta. Los músculos se le engarrotaron. El sujeto salió de las sombras, con una pistola en la mano. Detrás de Jan, Ivena le cubría totalmente la espalda.
—Janjic Jovic, dime inmediatamente qué significa esto o…
Jan se lanzó hacia atrás, contra Ivena.
Ella gritó, pero se las arregló para permanecer erguida.
¡Pum!
La detonación de la pistola sonó espantosamente fuerte en el pequeño espacio. Ivena no necesitó más aliciente. Jan le agarró con fuerza la mano, y juntos corrieron casi paso a paso hacia la cerca trasera.
Helen estaba sentada a horcajadas en la cerca.
—¡Retrocede, Helen! —gritó Jan—. ¡Regresa!
Él se dio vuelta, agarró a Ivena por la cintura, y la levantó hasta la cerca con un bufido.
—¡Agárrala!
Helen obedeció e Ivena desapareció. Jan se lanzó por encima sin esperar. Regresó a mirar a tiempo para ver al pistolero vestido de negro deslizándose hasta detenerse en la esquina del invernadero. El hombre no era idiota; afuera no podía hacer nada con una pistola ruidosa.
Jan cayó a tierra. Helen había agarrado la mano de Ivena y ya corrían hacia el auto.
Entraron al Cadillac, sin aliento y jadeando como oleadas en coro. Jan encendió el motor y puso el auto en marcha haciendo un chirriante giro en U y acelerando por la calle.
Jan se desvió por las afueras de Atlanta como por cinco minutos antes de aflojar el pie del acelerador y conducir al Cadillac a la velocidad máxima. Necesitó diez minutos completos hasta que amainara el torrente de preguntas y explicaciones. Ivena parecía más horrorizada con el ataque de Jan en las torres que con el hecho de que un pistolero casi le metiera a ella una bala en el cráneo en su propia casa.
—Fue una estupidez, Janjic. Ahora te has puesto en peligro.
—¿Y no estaba antes en peligro? Ese sujeto es una bestia. Simplemente no podía quedarme quieto mientras un animal irrumpe violentamente en nuestras vidas.
—¿Y ahora irrumpirá con menos violencia? No lo creo.
Jan hizo rechinar los dientes pero no respondió directamente.
—¿Adónde estamos yendo? —preguntó Helen al lado de él.
—A la casa de campo de Joey —respondió Jan.
—¿El jardinero? —inquirió Helen.
—Sí. Él vive en una casita en la propiedad, bordeando los jardines.
—¿Crees que sea seguro? ¿Qué te hace pensar que los hombres de Glenn no estén ya esperando allí?
—Glenn podrá ser un monstruo, pero no es omnisciente. Nadie sabe del lugar. Está muy aislado.
—Caramba, caramba, veo que estamos en un lío, Janjic —habló Ivena desde el asiento trasero—. ¿Qué te traes ahora entre manos?
Esta reflexión era de una mujer a quien habían secuestrado y apaleado ni siquiera cuarenta y ocho horas antes.
Avanzaron rápidamente hacia el Jardín del Edén de Joey discutiendo de nuevo el aprieto en que se hallaban. Ivena tenía razón, pensó Jan: Estaban en un lío. Jan respiró hondo e hizo una oración. Te suplico que nos muestres una salida a esta locura, Padre. Fue tu intromisión lo que la empezó.
Pero no fue Dios quien perforó las manos de Glenn, ¿verdad? No. Al contrario, no hace mucho tiempo alguien había perforado las manos de Dios. Por tanto, ¿en qué convertía eso a Jan? ¿En demonio? Ahora he ahí un pensamiento.
Se acercaron a la casa de campo de Joey sin ser vistos, hasta donde Jan podía afirmar. Excesiva vegetación abarrotaba la entrada de tierra que serpenteaba a lo largo del vallado de cuatro metros que bordeaba la propiedad. Altos robles rodeaban la pequeña estructura de madera, lanzando un mal presagio en la débil luz. Un Ford Pinto amarillo se hallaba sobre un lecho cubierto de grava al lado de una casa cubierta por follaje. Sombras se deslizaban, pero más allá de ellas brillaba luz. Eran las seis de la tarde; Joey estaría en casa después de su día en el jardín.
Se apearon del auto, sin pronunciar palabra. Enredaderas se arrastraban sobre el ladrillo rojo. Verdes plantas trepadoras con grandes flores blancas. Se quedaron inmóviles mirando fijamente la escena. Las flores de Ivena cubrían el costado de la casa; Jan no podía confundirlas.
Ivena caminó hacia ellas en silencio. Tocó una flor y se dio vuelta, con ojos bien abiertos. Jan guió a Helen por los escalones. Joey abrió la puerta antes de que ellos tocaran.
—¿Jan? Caramba, Dios santo. No estaba esperando compañía.
—Perdóname, Joey. Nosotros…
—Entren, entren —pidió el hombrecito señalando con un brazo el interior de su casa—. No dije que no deseara compañía. Solo que no la esperaba.
Entraron y Joey cerró la puerta.
—¿Les puedo ofrecer algo de beber?
—En realidad, Joey, esta no es exactamente una visita social. Es decir sí lo es, pero no como podrías esperar. Temo que estemos en un gran problema.
—Veo que las flores se han desarrollado bien —comentó Ivena.
—Sí. Así es —contestó Joey con una sonrisa; se miraron uno al otro sin decir nada—. Bueno, bueno, siéntense por favor.
Joey se movía aprisa por la pequeña sala, enderezando almohadones marrones sobre un sofá verde de juncos y una silla que le hacía juego. Una chimenea de piedra ocupaba la mitad del espacio, pero la decoración era sorprendentemente colorida y acogedora. No en balde Joey era jardinero; propiciaba la belleza.
—Así que están metidos en algún problema —dijo él después de sentarse en la repisa de la chimenea—. Cuéntenme.
Joey escuchaba mientras ellos narraban la historia, oyéndola absorto de principio a fin. Expresándolo en voz alta, Jan había sido impactado por lo irracional del asunto. Parecía imposible esta historia de amor y horror en esta tierra de paz. Y pensar que a menos de seis kilómetros ya estaba adelantada la construcción del castillo que Jan edificaba para su esposa. Jan miró a Helen, a la luz ámbar que le brillaba en los ojos vidriosos, y pareció que una mano le oprimía el corazón. La mano de Dios, pensó él.
Joey se quedó mirándolo como si revisara para estar seguro de que fuera realmente él, Jan, el escritor que conocía. Solo pudo asentir. Pero al final Joey insistió en que aquí estarían a salvo. Al menos por un día mientras decidían qué hacer. Aunque tendrían que arreglárselas en dos alcobas. Joey ocuparía el sofá.
Les sirvió tazones de un estofado de carne de res y hablaron de una docena de opciones, ninguna de las cuales tenía sentido para Jan. La situación parecía increíble. Entrar al lugar de negocios de un hombre y dispararle no era exactamente defensa propia. Jan debía al menos contactarse con un abogado. Es más, ¿por qué no ir ahora mismo hasta la estación de policía y entregarse? Si, en realidad, ¿por qué no? Esta parecía su única opción.
—Creo que solo hay una cosa que tiene sentido —dijo finalmente Jan poniendo el tazón sobre la mesa de centro y suspirando—. No es con Helen con quien Glenn está furioso sino conmigo. Y él ha hecho una amenaza directa contra ti, Ivena. Solo hay una manera de garantizar tu seguridad.
—¿Y qué de ti?
—Escúchame por favor. Si me contactara con la policía y exigiera custodia preventiva para ti, creo que te la darían. Ya pusiste una denuncia. Ellos no te pueden hacer caso omiso ahora.
—¿Así que quieres que me encarcelen?
—No has hecho nada malo; no te encarcelarán.
—Pero a ti sí, Janjic. Tú atacaste a ese hombre. Te encarcelarán por eso.
—Tal vez. Pero entonces una cárcel podría ser el lugar más seguro para mí. Hasta que aclaren la verdad.
—La verdad es que le disparaste a un hombre —opinó Helen—. A pesar de lo que Glenn haya hecho, no pasarán eso por alto.
Todos se miraron.
—De cualquier modo enfrentaré las consecuencias. Si puedo traer aquí un detective que oiga nuestra historia al menos conseguiremos protección para Ivena. ¿Tienes alguna duda de que Glenn le hará daño a Ivena?
—No. Pero estás poniendo demasiada confianza en la policía, ¿no crees? Aquí estamos a salvo del hombre.
—¿Y cuánto tiempo crees que podemos quedarnos aquí? Tengo asuntos esperándome. Para mañana al mediodía me estarán buscando por todas partes. No tengo alternativa. En la mañana llamaré al detective que le tomó la declaración a Ivena. ¿Cómo se llama?
—Sr. Wilks —contestó Ivena—. Charlie Wilks.
—Yo no confiaría en nadie —comentó Helen—. Te lo estoy diciendo, si crees que entregarte a la policía es la manera de continuar con esto, entonces no conoces a Glenn. Él tiene conexiones. Deberías llamar a un abogado.
—Lo haré. Pero primero utilizaré mis propios contactos —objetó Jan, parándose y dirigiéndose al teléfono negro que colgaba en la pared.
—¿Quién?
—Roald —contestó Jan levantando el auricular—. Quizás mi maldispuesto amigo pueda aún sacar un truco del sombrero.
El detective Charlie Wilks estaba sentado al escritorio de su oficina a las nueve de la mañana del martes cuando se encendió con un molesto zumbido la tercera luz en el teléfono. Pulsó el intermitente botón.
—Wilks.
—Detective Wilks, soy Jan Jovic.
Charlie se incorporó.
—¿Jovic? —inquirió, mirando por la puerta abierta de la oficina; una docena de escritorios llenaban el espacio, ocupados por otros detectives con menor antigüedad.
—Sí. Tengo algo… —Espere. ¿Podría usted esperar?
—Sí.
Charlie se levantó del escritorio, cerró la puerta y regresó.
—Discúlpeme por eso. ¿Dónde está usted, Sr. Jovic?
—Estoy a salvo, si es lo que quiere decir.
La voz del hombre tenía un acento extranjero. ¿A salvo?
—Comprenda usted que mientras hablamos tengo dispuesto sobre usted un comunicado de búsqueda por radio en toda la ciudad. No estoy seguro de cuáles sean las leyes en su país, pero aquí en Estados Unidos es un crimen disparar a las manos de alguien. ¿Están las otras con usted?
—¿Las otras? —preguntó Jan titubeando por un momento.
—También sabemos que Helen y esta Ivena han desaparecido. Supongo que están con usted.
—Sí. E Ivena le reportó a usted ayer una denuncia, ¿es eso correcto?
—Por supuesto. Pero seguramente usted comprende que tengo las manos atadas a menos que tenga la oportunidad de examinar los reclamos de la señora.
Mientras tanto he visto las manos del Sr. Lutz con mis propios ojos.
—Todo a su debido tiempo, mi amigo. Quiero que garantice custodia policial para Ivena y Helen. Cuando les oiga sus historias verá que es a Glenn Lutz, no a mí, a quien debería atrapar.
—Sé dónde está Glenn Lutz. Es más, hablé con él esta mañana. Por otra parte, con usted no. Usted solo está empeorando las cosas para sí mismo. Así que dígame dónde está y lo escucharé.
—Lo haré. Pero no hasta mañana por la mañana. Hasta entonces, por favor no haga de esto más de lo que sea absolutamente necesario. No soy un hombre sin influencias, Sr. Wilks. Usted puede esperar una llamada mañana.
El teléfono se cortó abruptamente.
El pulso de Charlie se aceleró. Al instante pulsó otra línea y marcó una serie de números. Quién habría imaginado que un hombre con carácter para dispararle a Glenn Lutz caería tan fácil. Sin embargo, Jovic no tenía motivos para desconfiar de la policía.
—¿Sí? —contestó en el auricular la conocida voz de su amigo.
—Hola Glenn. Tengo algunas noticias.
—¿Verdad? Por tu bien, Charlie, más vale que sean buenas.
—Mira, ¿por qué siempre eres tan hostil? —objetó Charlie reclinándose en la silla, confiado—. Él llamó.
—¿Llamó el predicador? —preguntó Glenn interrumpiéndosele la pesada respiración.
—Quiere reunirse conmigo mañana por la mañana. Ivena y Helen están con él.
—¿Dónde?
—No me lo dijo. Pero lo hará.
El sonido de la respiración de Lutz se volvió a oír en el auricular.
—Y tú me lo dirás, ¿no es así? —advirtió, seguido de algunas otras respiraciones fuertes—. ¿No es así, Charlie?
Definitivamente el tipo ese estaba enfermo.
—¿Por cien grandes? Eso es lo que dijiste que pagarías si necesitabas mi ayuda, ¿correcto? A esto llamo ayuda.
—Eso es lo que dije.
—Recibirás mi primera llamada —declaró Charlie, sonriendo—. Te daré una hora de ventaja.
—Solo llámame.