Eran las cinco de la tarde cuando Jan hizo girar el Cadillac en la entrada de su casa y apagó el motor. Conducir por la ciudad le había aclarado un poco la mente, lo suficiente como para saber que se había vuelto a poner el pellejo de guerrero sin que esto le brindara algún beneficio.
Le había disparado a Glenn Lutz. Santo cielo, ¡acababa de disparar a las manos de un hombre! Jan abrió la puerta y salió del auto.
Una oleada de ira le recorrió el pecho. Pero ahora estaba dirigida hacia Helen, no hacia Glenn. La ira le había estado quemando en la base de la columna desde el momento en que Ivena le contara de la infidelidad de Helen. Y ahora ella lo esperaba detrás de esa puerta y Jan no estaba seguro de poder cruzarla.
Al vivir morimos; al morir vivimos, rezaba el letrero sobre la puerta. Me estás matando, Padre. ¿Cómo podía alguien traicionarlo como lo había hecho Helen? Él la había amado en toda forma que conocía, ¡y aún así ella lo había traicionado! Era muy cierta la sugerencia de Ivena de que el rechazo que le hiciera Helen no era distinto del propio rechazo de él por Cristo, pero esto no calmaba el remolino de emociones que le azotaban la mente.
Jan sintió que un temblor se le apoderaba de los huesos. Se paró en la acera y empuñó las manos.
—¿Por qué? —susurró a través de apretados dientes.
No había dolor más grande que este dolor del rechazo, pensó. Era muerte en vida.
Le llegó una repentina imagen de Helen erguida, sonriendo de manera inocente. En el ojo de la mente, él agarraba la imagen por la garganta y la ahorcaba. La imagen luchaba brevemente, aterrada, y luego caía sin vida en manos de Jan, quien gimió y la dejó caer.
—Padre, ¡por favor! ¡Ayúdame por favor! —exclamó Jan cerrando los ojos y sacudiendo la cabeza.
Las palabras de Ivena le resonaban en la mente. Ella no es diferente de ti, Jan. Toda la ira, la tristeza y el horror se le enrollaron en una abrasadora bola de emoción. Cayó sobre una rodilla y miró hacia el cielo.
—Padre, perdóname. Perdóname, he pecado.
Otro pensamiento le inundó la mente. La policía vendrá por ti, Jan.
Lágrimas le fluían ahora libremente, bajándole a raudales por las mejillas. Levantó ambos puños por sobre la cabeza y abrió las manos.
—Oh, Dios, perdóname. Si me has implantado este amor tuyo en el corazón, entonces permite que me posea.
Jan no supo cuánto tiempo permaneció de rodillas frente a la casa antes de pararse y ser coherente consigo mismo. Acababa de saltar otra vez a un abismo allá en las torres, pensó, y no le correspondía andar merodeando debido al impacto. Pero estaba Helen… todo se trataba de ella. Él no podía seguir sin resolver esta insensatez.
Al vivir morimos; al morir vivimos. Él estaba viviendo y muriendo, y no estaba totalmente seguro de qué era qué.
La ida de Jan, incluso durante esas dos horas, había metido a Helen en un profundo charco de depresión. Era una extraña mezcla de vergüenza y tristeza, y de desesperación porque la sostuvieran los fuertes brazos de alguien. Los fuertes brazos de Jan. En una sola emoción las resumía todas: soledad. De aquella que se sentía como muerte en vida.
Helen se imaginó lanzándose sobre Jan cuando este regresara, pero la vergüenza le hizo rechazar la imagen. En vez de eso dejó que los minutos pasaran, yendo cien veces hasta la ventana frontal para vigilar furtivamente la llegada de él, mientras una terrible agonía se le apoderaba del corazón. Se trataba de un dolor que eclipsaba todo el placer de cientos de noches en el palacio. Querido Dios, ¡ella era una mujerzuela!
El sonido del picaporte la paralizó sobre la alfombra en el extremo opuesto de la sala. Se apoderó de ella un repentino impulso de esconderse. Dios, ¡ayúdame!
—Helen.
¡Ah, el sonido de la voz de Jan! Perdóname, ¡por favor perdóname!
Jan cerró la puerta y atravesó las sombras hacia ella, quien se estremeció. Él emergió de las tinieblas, con la mirada apagada y perdida. Pero no había ira en los ojos.
Helen estaba en el sofá. ¿Ves, Helen? ¡Él te ama profundamente! Mírale los ojos, estos flotan en amor.
¿Cómo podía alguien atreverse a amarla con tal intensidad, sabiendo lo que él ahora ciertamente sabía? Seguro que Ivena le había contado todo. Helen sintió que las lágrimas le brotaban pero no pudo contenerlas. Dejó caer la cabeza entre los brazos y comenzó a llorar.
Jan siguió adelante, cayendo de rodillas y colocando suavemente ambos brazos alrededor de ella.
—Está bien, Helen —manifestó mientras le temblaban las manos—. Deja de llorar por favor.
La voz de él estaba tensa. Helen se desmoronó ahora, desbordándosele la tristeza que le había brotado en el pecho.
—¡Lo siento mucho! —exclamó llorando, moviendo la cabeza de lado a lado—. Lo siento muchísimo.
—Sé que lo sientes —contestó él, revelando que lo sabía todo—. Por favor, Helen. Deja de llorar por favor. ¡No puedo soportarlo!
Entonces se puso a llorar con ella. No solo a resollar sino a sollozar en voz alta y a temblar.
Ella puso un brazo sobre el hombro de Jan y cada uno ocultó el rostro en el cuello del otro, y lloraron juntos. Ninguno habló por largo rato. Para Helen el alivio del amor de él llegó como agua para un alma completamente reseca, deshidratada por la ausencia de Jan. Debido a la propia locura de ella. ¡Perdóname! Tú me has dado este hombre, este amor, ¡y yo lo he rechazado! Oh, Dios, ¡perdóname! Ella apretó a Jan con más fuerza. ¡Nunca lo dejaré ir! Perdóname, ¡te lo ruego!
—Te amo, Helen. Lo sabes, ¿verdad? —declaró Jan levantándole tiernamente el rostro con las manos y enjugándole las lágrimas con los pulgares—. Nunca te rechazaría. Nunca. No podría; eres mi vida. Moriría sin ti.
—Lo siento.
—Sí. Pero no más. No más lágrimas. Estamos juntos, eso es lo único que importa.
—No sé por qué regreso, Jan. Yo…
Él la apretó contra su propio hombro y se estremeció con otro sollozo.
—No, ¡no! Está bien —exclamó, abrazándola con fuerza, como un torno.
Esta era la primera vez que Helen entendía por completo el sufrimiento de Jan; que él lloraba por dentro, que luchaba para contener el dolor que lo llevaría a aniquilarla.
Asimilar esto la entumecía, dejándola perpleja mientras él intentaba controlarse. Oh, Dios, ¿qué he hecho? ¿Qué he hecho?
Y Helen supo entonces que sus propias lágrimas, su soledad y su dolor, eran todas por ella misma. No por Jan. Ella lo extrañaba. Ella se sentía sola. Ella quería recibir perdón.
Pero este hombre en sus brazos tenía las emociones enfocada en ella. Él quería consolarla; quería perdonarla. Esa era la diferencia entre ellos, pensó Helen. Un abismo tan grande como el Cañón de Colorado. El egoísmo de ella y el desinterés de él. Este era el mensaje del libro de Jan, La danza de los muertos. Él había muerto a una parte de sí mismo por ella. Aun ahora en los brazos femeninos moría a una parte de sí mismo por el bien de ella.
¿Y qué muerte estaba ella dispuesta a tener por él? Ni siquiera la muerte de sus propios placeres autogratificantes. Apretó la mandíbula y se juró entonces que nunca, nunca volvería a Glenn. ¡Nunca!
Helen besó la boca de Jan, y se enjugó las lágrimas. Él devolvió el beso y se quedaron abrazados por otro prolongado minuto.
—Helen, escúchame —dijo finalmente Jan.
—Siento muchísimo…
—No, no. Eso no. Tenemos otro problema. He cometido un error. Es posible que debamos irnos —anunció, poniéndose repentinamente de pie y corriendo hacia la cocina.
—¿Jan? —preguntó Helen sentándose—. ¿Qué error?
—Fui a las torres —contestó él de espaldas a ella—. Le disparé a Glenn Lutz.
—¿Le disparaste? —exclamó ella parándose de un salto—. ¿Mataste a Glenn?
—No. Le disparé a las manos —declaró Jan levantando de la pared el auricular y mirándola—. Te lo explicaré en el auto, pero ahora mismo creo que debemos ir por Ivena y encontrar un lugar seguro mientras resolvemos esto.
—¿Un lugar seguro? —inquirió Helen, mirándolo sorprendida.
—Sí —respondió Jan, e inmediatamente marcó el número de Ivena—. Podrías agarrar algunas cosas, pero tenemos que salir.
—¿Cuánto tiempo?
—No lo sé. Un día. Dos —contestó, luego se inclinó y se enfocó en el teléfono—. ¿Ivena? Gracias a Dios que estás bien.
¿Le había disparado Jan a Glenn en las manos? La realidad de esto la impactó estando parada en la sala, mirando en silencio la espalda de Jan mientras este hablaba con Ivena. Súbitamente se le subió un calor a la cabeza; miró hacia la puerta principal, medio esperando ver a Buck o Stark en el marco. Pero la puerta seguía cerrada. De cualquier modo, sin duda alguna Glenn los liquidaría ahora.
Helen corrió hacia la habitación, aterrada. Metió al bolso de viaje de Jan un cepillo de dientes y el tubo de pasta dental junto con otros artículos de tocador y alguna ropa interior. ¿Adónde posiblemente podrían ir?
Jan le había disparado a Glenn. ¿Sabía él qué significaba eso?
Corrió hacia la sala. Jan estaba cerrando la puerta corrediza hacia el patio trasero.
—Debemos apurarnos, Jan, ¿tienes alguna idea de adónde ir?
—A un lugar seguro.
—¿Y dónde estaremos a salvo de Glenn? Él tiene oídos…
—Lo sé, Helen. No soy extraño al peligro. He visto mi parte.
Jan jaló rápidamente las cortinas. Le lanzó a Helen una sonrisa fugaz, la agarró de la mano, y se apuró hacia la puerta.
—Si hay peligro, probablemente será en la casa de Ivena, no aquí.
—Él dijo tres días —comentó Helen.
La calle estaba despejada, y caminaron enérgicamente hacia el auto.
—Eso fue mientras él aún tenía buenas las dos manos. Quizás lo hice cambiar de opinión.
Helen emitió una risita nerviosa y subió al Cadillac. Pero no había humor en eso. Salieron disparados desde la casa y Helen exigió que Jan le contara exactamente lo que había acontecido en las torres.
Él lo hizo.
La joven supo entonces que alguien moriría. Eso era ahora una certeza. La única pregunta era quién.
Charlie Wilks estaba de pie en la oficina de Glenn, asombrado por el piso ensangrentado ante él. Glenn se hallaba flácidamente sentado en su silla, debilitado por la difícil experiencia. Sin duda esta era una escena extraña; no porque Charlie no estuviera acostumbrado a heridas de bala o charcos de sangre, sino porque la sangre era de Glenn. El hombre fuerte había recibido la visita de su similar.
Un médico al que Glenn llamaba Klowawski ya le había sujetado el hombro con un cabestrillo temporal y le había vendado las manos con blancas tiras de gaza como un boxeador. La obra de restauración se haría en la clínica, pero no hasta que Glenn se hubiera entrevistado con Charlie.
—¿Estás seguro que fue Jan Jovic quien hizo esto? —preguntó el policía—. ¿No alguien que se parezca…?
—Fue el predicador, ¡idiota! Estuvo aquí durante diez minutos apuntándome con mi propia pistola. ¿Crees que imaginé toda la situación?
Charlie miró la ensangrentada camisa que brillaba amontonada en el suelo.
—Por supuesto que no.
Alguien había intentado limpiar algo de la sangre del piso con la camisa blanca de algodón, consiguiendo solo embadurnar círculos en la baldosa. Glenn merecía esto, y por eso Charlie no sintió compasión. Pero la ley prohibía a los ciudadanos irrumpir en oficinas de personas y perforarles las manos. Jan Jovic se acababa de meter en problemas, y Glenn se aprovecharía de esta ventaja.
—Esto me da lo que necesito —informó Glenn—. Debes comprender eso.
—Sí, así es. Te da el derecho de hacer que se detenga al Sr. Jovic. Pero nada más.
—No es eso de lo que estoy hablando.
—¿Y de qué estás hablando, Glenn?
Charlie lo sabía, desde luego.
—Esto enturbia las aguas. Te da un buen resguardo.
—¿Me da un resguardo? ¿Y de qué debo resguardarme? Capturaré a tu hombre, lo meteré en la cárcel por algunos días, lo enjuiciaré como requiere la ley…
—Eso no es lo que quiero. No es suficiente.
—¿Qué entonces? ¿Lo quieres muerto?
—No —contestó Glenn con una sonrisa burlona—. No él… es demasiado valioso vivo. Acabo de pagar diez millones por su trasero. Lo necesito vivo pero también lo necesito dispuesto. La vieja bruja, por otra parte…
—¿La mujer?
—Voy a matar a la vieja y quiero que te mantengas fuera de mi camino. Ayúdame si es necesario.
Charlie aspiró hondo y soltó lentamente el aire. Esta no era la primera vez, por supuesto. Pero Glenn se estaba metiendo con personas decentes, no con la escoria con que por lo general se mezclaba.
—Te compensaré generosamente, desde luego —concluyó Glenn.
—Déjame aclarar esto —contestó Charlie sentándose en una silla para visitantes—. ¿Quieres matar a una anciana indefensa conocida por media nación como ícono del amor maternal, y quieres que yo encubra el asesinato? ¿De eso se trata?
—Sí —respondió Glenn con labios aplanados—. Eso es exactamente lo que quiero. Atrapas al predicador y me dejas tratar de cerca con él, y utilizas la distracción de todo este desorden como una pantalla de humo cuando encuentren el cadáver de la vieja.
—Hay dos clases diferentes de personas…
—¡No me importa si hay diez clases diferentes de personas! —gritó Glenn con el rostro enrojecido—. ¡Voy a matar a la vieja bruja, y te encargarás de que nadie se meta en mi camino! ¿Es mucho pedir eso? Él es un criminal, que llore a gritos. Le disparó a un hombre desarmado.
Charlie tamborileó los dedos en el apoyabrazos de la silla y frunció la boca. Se podría hacer, esto de encubrir a Glenn. Pero el asunto también podría reventar.
—Hay cincuenta mil para ti en esto —expresó Glenn—. Cien si necesitamos tu ayuda.
—¿Cincuenta? ¿Cinco cero? —preguntó Charlie con el pulso acelerado.
—Cincuenta.
—¿Qué clase de ayuda?
—Hacerla caer en una trampa —expuso el gordinflón, e hizo oscilar una mano vendada en absolución—. No tendré nada que ver con eso.
—¿Lo harás parecer un accidente? —inquirió Charlie.
—Por supuesto.
—Está bien. Pero si esto se llega a estropear, esta discusión nunca sucedió.
Recuérdalo —advirtió Charlie, y se puso de pie—. Publicaré anuncios en todas partes por el predicador; sigue adelante y crea tu pequeño accidente. Pero por amor de Dios, hazlo bien.
—Ya está hecho, amigo mío —opinó Glenn sonriendo con sus dientes chuecos—. Ya está hecho.