Capítulo tres

Fue Nadia quien se negó a permanecer en silencio.

La sencilla cumpleañera con trenzas y dorados ganchos de cabello se puso de pie, bajó cojeando los escalones y, con los brazos extendidos a los costados, enfrentó a los soldados. El clérigo tragó grueso. Padre, ¡por favor! Él no podía hablar, pero gritaba con el corazón. Padre, ¡por favor!

—¡Nadia! —susurró Ivena con mucha dureza.

Pero Nadia ni siquiera volteó a mirar en dirección a su madre. La voz de la cumpleañera se oyó clara, suave y tierna a través de la plaza.

—El padre Michael nos ha dicho que quienes están llenos del amor de Cristo no hacen daño a otras personas. ¿Por qué están ustedes lastimando a Marie? Ella no ha hecho nada malo.

En ese momento el padre Michael deseó no haberles enseñado tan bien.

Karadzic la miró, con los ojos grises bien abiertos, un tanto boquiabierto, obviamente sorprendido.

—¡Nadia! —clamó Ivena con un grito acallado—. ¡Siéntate!

—¡Silencio! —reaccionó el comandante, dirigiéndose a la muchacha, lívido y sonrojado—. ¡Silencio! ¡Silencio!

El hombre movió el rifle hacia Nadia.

—Siéntate, ¡pequeña y fea majadera!

Nadia se sentó.

Karadzic pasó frente los escalones yendo y volviendo, con los nudillos blancos en el rifle, y los labios salpicados de baba.

—Te sientes mal por tu afligida Marie, ¿no es así? ¿Por qué ella está cargando esta diminuta cruz en la espalda? —preguntó el jefe, deteniéndose frente a un grupo de tres mujeres acurrucadas en las gradas, e inclinándose hacia ellas—. ¡Lo que le está sucediendo a Marie no es nada! ¡Díganlo! ¡Nada!

Ninguna contestó.

Karadzic se puso el rifle en el hombro y apuntó el cañón a la hermana Flouta.

—¡Dilo!

Un nudo ciego se le albergó en la garganta del padre Michael. La visión se le hizo borrosa por las lágrimas. Dios, ¡esto no puede estar sucediendo! Ellos eran gente pacífica que servía al Dios resucitado. Padre, ¡no nos abandones! ¡No! ¡No!

El comandante amartilló el rifle hacia el cielo con la mano derecha. Los labios presionados se le emblanquecieron.

—¡Al cementerio entonces! ¡Todas ustedes! Todas las mujeres.

Ellas se quedaron mirándolo, incrédulas.

El hombre dirigió un dedo grueso y sucio hacia la enorme cruz en la entrada del cementerio y lo apuntó al aire.

—¡Vayan!

Ellas fueron. Como una bandada de gansos bajaron las gradas y atravesaron la plazoleta, algunas gimoteando, otras apretando las mandíbulas. Marie seguía caminando penosamente a través del patio de piedra. Ahora con más lentitud, pensó Michael.

—Carguen una cruz sobre cada mujer y tráiganlas de vuelta —ordenó Karadzic volviéndose hacia sus hombres.

El soldado más delgado y con ojos color avellana dio un paso adelante en protesta.

—Señor…

—¡Silencio!

Los soldados salieron corriendo hacia el cementerio. Al padre Michael se le volvió imprecisa la vista. Padre, ¡nos estás abandonando! ¡Ellos se están divirtiendo con tus hijas!

Varios niños se le acercaron, jalándole la sotana y abrazándole la pierna. Figuras borrosas en uniforme patearon las lápidas de cruces y las alzaron hasta las espaldas de las mujeres, quienes volvieron tambaleándose a la plaza, soportando sus pesadas cargas. ¡Era inaudito!

El padre Michael observaba su rebaño reducido a animales de carga, inclinándose bajo el peso de cruces de concreto. Hizo rechinar los dientes. Estas eran mujeres, iguales a María y Marta, con tiernos corazones colmados de amor. Mujeres sensibles, muy sensibles, que habían sufrido dando a luz y habían amamantado a sus bebés durante gélidos inviernos. ¡Él debía correr hacia el comandante y aplastarle la cabeza contra la roca! ¡Debía proteger a sus ovejas!

Michael vio en su visión periférica que la paloma en el techo hacía su sonido de arrullo, apoyándose de una pata a la otra. Las palabras consoladoras parecían lejanas ahora, y por tanto muy abstractas. Paz, hijo mío. ¡Pero esto no era paz! ¡Esto era brutalidad extrema!

La contraída sonrisa apareció de nuevo en los labios temblorosos de Karadzic.

—Marchen —ordenó—. ¡Marchen, babosas patéticas! Veremos cómo les gusta la cruz de Cristo. ¡Y la primera que deje caer la cruz será azotada junto con el cura!

Las mujeres caminaron con Marie, veintitrés de ellas, encorvadas bajo sus cargas, en silencio excepto por las entrecortadas respiraciones y la marcha atribulada y tambaleante.

Ahora cada hueso en el cuerpo de Michael gritaba en protesta. ¡Detengan esto! ¡Detengan esto inmediatamente! ¡Es una locura! ¡Tómenme a mí, cobardes insensibles! Yo cargaré las cruces. Cargaré todas las cruces de ellas. Me podrán enterrar debajo de esas cruces si quieren, ¡pero dejen tranquilas a esas mujeres! ¡Por el amor de Dios! Todo el cuerpo le temblaba mientras las palabras le daban vueltas en la cabeza.

Pero las palabras no le llegaron a los labios. No podían hacerlo porque la garganta se le paralizó por la angustia. Y de cualquier modo, si Michael hablaba, el comandante muy bien podría golpear a alguna de ellas con la culata del rifle.

Un niño lloriqueaba en la rodilla de Michael, quien se mordió el labio inferior. El sacerdote cerró los ojos y puso una mano en la cabeza del muchacho. Padre, por favor. Los huesos se le estremecieron con el gemido interior. Ahora le corrían lágrimas por las mejillas, y sintió una que le caía en la mano, húmeda y cálida. Los encorvados hombros le comenzaron a temblar, a sollozar, a gritar en busca de alivio, pero él se negó a desintegrarse ante todos ellos. Él era el pastor, ¡por amor de Dios! No era una de las mujeres o uno de los niños, él era un hombre. La vasija escogida de Dios para este pueblito en una tierra devastada por la guerra.

Respiró hondo y cerró los ojos. Queridísimo Jesús… Mi queridísimo Jesús

Entonces el mundo cambió, por segunda vez ese día. Un brillante resplandor se le encendió en la mente, como si alguien hubiera tomado una fotografía con una de esas bombillas que se prenden y se apagan. El cuerpo del padre Michael se estremeció, y abrió de repente los ojos. Pudo haber lanzado un grito ahogado… no estaba seguro, porque este mundo con todos sus soldados y mujeres que caminaban con dificultad estaba demasiado lejos para que él juzgara con exactitud.

En su lugar se extendió un horizonte blanco, inundado con torrentes de luz.

Y música.

Débil, pero clara. Notas prolongadas y puras, las mismas que había oído antes. Amado mío. Un cántico de amor.

Michael cambió la mirada hacia el horizonte y entrecerró los ojos. El paisaje era interminable y llano como un desierto extendido, pero cubierto con flores blancas. La luz irradiaba en varios cientos de metros por sobre la tierra y hacia él desde el distante horizonte.

Un imperceptible sobresalto de pavor sacudió a Michael. Se hallaba solo en este campo blanco. Excepto por la luz, desde luego. La luz y la música.

De pronto pudo oír más la música. Al principio creyó que podría tratarse de la fuente que borboteaba cerca de la plazoleta. Pero no era agua. Era un sonido ejecutado por un niño. Era la risa de un chiquillo, distante, pero corriendo velozmente hacia él desde el horizonte lejano, transportada sobre las notas cada vez más fuertes de la música.

Michael sintió escalofrío en la piel, como si de pronto estuviera flotando, levantado en vilo por una profunda nota musical que le resonaba en los huesos.

La música se hacía más fuerte, y con ella la risa infantil. Carcajadas y risitas suaves, no de un niño sino de centenares de chiquillos. Quizás mil niños, o un millón, revoloteaban ahora alrededor de Michael desde todas las direcciones. Risas de alegría, como de un niñito a quien su padre le hace cosquillas sin piedad. Luego treguas seguidas por suspiros de contentamiento mientras otros niños empezaban a reír.

Michael no pudo contener la risa que le bullía del pecho y que le brotaba en cortos estallidos. El sonido era de lo más embriagador. Sin embargo, ¿dónde estaban los niños?

A través de la música se extendió una melodía única. Una voz varonil, pura y clara, con el poder de derretir todo lo que tocara. Michael miró hacia el campo de donde provenía el sonido.

Un hombre caminaba en dirección a él, una figura resplandeciente, sin embargo solo de unos tres centímetros de alto sobre el horizonte. La voz era de él. Tarareaba una melodía sencilla, pero que fluía con cautivante poder. La canción empezaba en tono bajo, subía por la escala, y luego se detenía. De inmediato las risas infantiles subieron el volumen, respondiendo directamente al cántico del hombre. Este comenzaba otra vez, y las risitas se acallaban un poco y luego se hacían más fuertes al final de este sencillo estribillo. Era como un juego.

Michael no pudo contener su propia risa. Oh, Dios mío, ¿qué me está pasando? Me estoy volviendo loco. ¿Quién era este trovador que caminaba hacia él? ¿Y qué clase de tonada era esta que lo hacía querer volar con todos esos niños que no lograba ver?

El sacerdote levantó la cabeza y escudriñó los cielos. Salgan, salgan donde quiera que estén, hijos míos. ¿Eran estos sus hijos? Él no tenía hijos.

Pero ahora los ansiaba. A estos niños, riendo histéricamente alrededor de él. Michael quería estos niños… cargarlos, besarlos, pasarles los dedos por el cabello y rodar por tierra, riendo con ellos. Cantarles esta canción. Salgan, mis queridos…

La bombilla volvió a centellear. ¡Plop!

La risa se evaporó. El cántico desapareció.

El padre Michael tardó solo un instante en registrar la sencilla e innegable realidad de estar una vez más de pie en las gradas de su iglesia, frente a una plazoleta llena de mujeres a punto de desplomarse bajo pesadas cruces sobre concreto plano y frío. La boca se le había abierto, y parecía haber olvidado cómo usar los músculos de la mandíbula.

Los soldados estaban apoyados en la pared más lejana, y todos menos el flacuchento alto se reían de las mujeres. Este parecía incómodo con la situación. El comandante miraba con un brillo en los ojos. Y Michael se dio cuenta entonces que ellos no habían presenciado la demostración de risa que él acababa de hacer.

Sobre ellos la paloma posada en el techo de la hermana Flouta observaba aún la escena que se desenvolvía abajo. A la derecha de Michael los ancianos aún se hallaban sentados, como muertos en sus asientos, incrédulos por esta pesadilla que estaban experimentando. Y en las yemas de los dedos del sacerdote, una cabellera. El clérigo cerró rápidamente la boca y bajó la mirada. Niños. Sus niños.

Pero estos no reían. Estaban sentados, o apoyados en las piernas del sacerdote, algunos mirando en silencio a sus madres, otros lloriqueando. La cumpleañera Nadia se hallaba estoicamente al final, con la mandíbula apretada y las manos en las rodillas.

Cuando el padre Michael levantó la mirada se topó con la de Ivena mientras esta caminaba con dificultad bajo la cruz. Había a la vez brillo y tristeza en esos ojos. Ella parecía entender algo, pero él no lograba saber qué. Quizás ella también había oído el cántico. Fuera como fuera, él sonrió, de alguna manera menos asustado de lo que había estado solo un minuto antes.

Porque ahora sabía algo.

Sabía que aquí estaban dos mundos en acción.

Sabía que detrás de la piel de este mundo había otro. Y en ese mundo un hombre cantaba y unos niños reían.

Janjic miró a las mujeres que caminaban por el patio arrastrando los pies, y volvió a contener la creciente ira por esta enloquecida travesura de Karadzic.

Diligentemente había pateado tres lápidas y las había puesto en las espaldas de aterradas mujeres. Una de ellas era la madre de la cumpleañera. Ivena, había oído que alguien la llamaba por ese nombre.

Janjic pudo ver que Ivena había cuidado de vestirse para el día especial de su hija. Perlas de imitación le colgaban alrededor del cuello. Usaba el cabello en un meticuloso moño, y el vestido que había elegido estaba nítidamente planchado; un vestido rosado claro con diminutas florecitas amarillas, de tal modo que hacía juego con el de su hija.

¿Durante cuánto tiempo habían planeado esta fiesta? ¿Una semana? ¿Un mes? El pensamiento le produjo desazón en el estómago. Estas almas eran inocentes de cualquier cosa que mereciera tal humillación. Había algo espantoso respecto de obligar a madres a arrastrar los símbolos religiosos ante las miradas de sus hijos.

Ivena fácilmente podría ser la propia madre de Janjic, sosteniéndolo después de la muerte de su padre diez años atrás. Madre, querida madre… la muerte de papá casi la mató también. A los diez años de edad Janjic se convirtió en el hombre de la casa. Ese fue un llamado difícil; su madre murió tres días después de que él cumpliera dieciocho años, dejándolo sin nada más que la guerra a la cual unirse.

Los atuendos de las mujeres estaban ahora oscurecidos por el sudor, los rostros arrugados de dolor, los ojos lanzando miradas furtivas a sus aterrados niños en las gradas. A pesar de todo, caminaban lentamente, de ida y vuelta como mulas viejas. Sí, era algo espantoso.

No obstante, toda guerra era espantosa.

El sacerdote aún se hallaba de pie con la larga sotana negra, encorvado. Una perdida mirada de asombro le había atrapado el rostro por un momento, luego esta desapareció. Tal vez él ya había caído en el abismo, observando a las mujeres caminar trabajosamente en su paso ante él. Ora a tu Dios, sacerdote. Dile que detenga esta locura antes de que una de tus mujeres deje caer la cruz. Tenemos una marcha por delante.

El sonido provino de la derecha de Janjic, como el escalofriante crujido de huesos, sacando a Janjic de sus pensamientos. Este giró la cabeza. Una de las mujeres estaba de rodillas, temblando, las manos débiles en el suelo, el rostro contraído de angustia alrededor de ojos fuertemente apretados.

Marie había dejado caer su cruz.

Se detuvo el movimiento en la plazoleta. Las mujeres se pararon en seco al mismo tiempo. Todas las miradas se dirigieron a la cruz de cemento que yacía bocabajo en el suelo de piedra al lado de la mujer. El rostro de Karadzic se iluminó como si el contacto de la cruz contra el suelo completara un circuito que le inundara el cerebro con electricidad. Un temblor en el labio inferior le apareció al hombre.

Janjic tragó saliva. El comandante resopló una vez y dio tres zancadas hacia Marie. El sacerdote también dio un paso hacia su oveja caída pero se detuvo en el momento en que Karadzic giró hacia él.

—Cuando te das de narices contra la pared no puedes seguir las enseñanzas de Cristo más que cualquiera de nosotros. Tal vez por eso los judíos mataron al hombre, ¿o no, Paul? Tal vez esas enseñanzas de él solo eran las peroratas de un lunático, imposibles de cumplir para cualquier individuo cuerdo.

—¡Es a Dios a quien usted se está refiriendo! —exclamó el clérigo levantando de repente la cabeza.

—¿Dices Dios? —objetó Karadzic volviéndose lentamente a Michael—. ¿Mataron entonces los judíos a Dios en una cruz? Quizás no seas franciscano, pero eres igual de estúpido.

El rostro del padre Michael enrojeció. Los ojos le brillaron de la impresión.

—Fue por amor que Cristo fue hacia su propia muerte —expresó.

Janjic se apoyó en el otro pie y sintió que el pulso se le aceleraba. El clérigo había encontrado su fuerza de carácter.

—Cristo fue un tonto. Ahora es un tonto muerto —insultó Karadzic.

Las palabras resonaron por la plaza. Con el rostro petrificado y con el ceño fruncido, el hombre se colocó delante del padre Michael.

—Cristo vive. Él no está muerto —refutó el sacerdote.

—Permítele entonces que te salve.

El corpulento comandante miró fijamente al clérigo, quien permanecía parado, absorbiendo los insultos hacia su Dios. La escena enervó a Janjic.

—Cristo vive en mí, señor —aseguró el padre Michael respirando hondo—. El espíritu del Señor ruge a través de mi cuerpo. Ahora lo siento. Lo puedo oír. El único motivo por el que usted no puede oírlo y sentirlo es porque sus ojos y sus oídos están obstruidos por este mundo. Pero aquí hay otro mundo en acción. Se trata del reino de Cristo, el cual está repleto con el poder de Dios.

Karadzic dio un paso atrás, parpadeando ante la audacia del clérigo. De repente corrió hacia Marie, quien aún estaba derribada en el piso. Un seco golpe resonaba con cada paso de la bota. Llegó hasta ella en siete largas zancadas. Hizo oscilar el rifle como un bate, golpeando la culata de madera contra el hombro de la mujer. Ella gimió y se desplomó de bruces.

Agudos gritos ahogados atiborraron el aire. Karadzic preparó el rifle para dar otro golpe y contrajo el rostro hacia el cura.

—¿Dices que tienes poder? ¡Muéstramelo entonces! —exclamó asentándole otro golpe a la mujer, quien gimió.

—¡Por favor! —suplicó Michael dando dos pasos al frente y cayendo de rodillas con el rostro contraído de dolor; de los ojos le brotaban lágrimas—. Por favor, ¡es a mí a quien usted prometió golpear!

Puso las manos juntas como en una oración.

—Déjela, se lo ruego. Ella es inocente.

La culata del rifle fue a parar dos veces en la cabeza de la mujer, cuyo cuerpo se desmadejó. Varios niños comenzaron a gritar. Gimió un coro de mujeres aterradas, aún inclinadas bajo sus propias y pesadas cargas. El sonido chirrió en los oídos de Janjic.

—Por favor… por favor —seguía implorando el padre Michael.

—¡Silencio! ¡Golpéalo Janjic!

Janjic apenas oyó las palabras. Tenía los ojos fijos en el clérigo.

—¡Janjic! Golpéalo —volvió a ordenar Karadzic señalando con un brazo extendido—. ¡Diez golpes!

Janjic se volvió hacia el comandante, sin captar aún del todo la orden. Esta pelea no era suya, sino el juego de Karadzic.

—¿Golpearlo? ¿Yo? Yo…

—¿Me cuestionas? —objetó el comandante dando un amenazador paso hacia Janjic—. Harás lo que digo. Ahora agarra tu rifle y asiéntalo en la espalda de este traidor, ¡o te dispararé!

Janjic sintió que se le abría la boca.

—¡Ahora!

Dos emociones se agolparon en el pecho de Janjic. La primera era simple repugnancia ante la posibilidad de asestar un rifle de siete kilos contra la deformada espalda del sacerdote. La segunda fue el temor al comprender que no sintió ninguna repugnancia en absoluto. Él era un soldado que había jurado seguir órdenes. Y siempre había seguido órdenes. Esta era su única forma de sobrevivir a la guerra. Sin embargo, esto…

El soldado tragó saliva y dio un paso hacia el hombre, inclinado ahora en actitud de oración. Los niños lo miraban… treinta pares de ojos bien abiertos y bordeados de blanco, inundados de lágrimas, todos gritando una sola pregunta. ¿Por qué?

Janjic miró el rostro rojo de Karadzic. El cuello del comandante estaba brotado como el de una rana toro. El jefe lo taladraba con la mirada. Porque él me lo ordena, contestó Janjic. Porque este hombre es mi superior y me lo ordena.

Janjic levantó el rifle y miró la espalda jorobada del hombre, y ahora vio que el sacerdote temblaba. Un golpe fuerte podría romper esa espalda. Un nudo le surgió a Janjic en la garganta. ¿Cómo podía hacer esto? ¡Era una locura! Bajó el rifle, con la mente revolviéndosele por hallar una razón.

—Señor, ¿debo hacer que él se ponga de pie?

—¿Deberías hacer qué?

—¿Debo hacer que se pare? Puedo manejar mejor el rifle si él se pusiera de pie. Esto me daría una mejor posición para dar en el blanco…

—¡Haz entonces que se ponga de pie!

—Sí, señor. Solo que yo creía… —¡Muévete!

—Sí, señor.

Un ligero temblor se había apoderado de las manos de Janjic. Le dolieron los brazos bajo el peso del rifle. Dio un toquecito con la bota al arrodillado sacerdote.

—Párese, por favor.

El sacerdote se paró lentamente y se volvió hasta enfrentarlo; entonces lanzó una mirada de costado hacia la apaleada figura cerca del comandante. Janjic comprendió que las lágrimas del hombre eran por la mujer. Él no mostraba temor en los ojos, solo pesar ante el maltrato a uno de los suyos.

¡No podía golpear a este hombre! ¡Hacerlo significaría la muerte de su propia alma!

—¡Golpéalo!

Janjic se estremeció.

—Vuélvase, por favor —ordenó.

El padre Michael se volvió de refilón.

Janjic no tenía alternativa. Al menos eso fue lo que se dijo mientras echaba el rifle hacia atrás. Es una orden. Esta es una guerra. Juré obedecer todas las órdenes. Esta es una orden. Soy un soldado en guerra. Tengo una obligación.

Agarró el rifle por el cañón y lo hizo oscilar, apuntando hacia la parte baja de la espalda del hombre. El sonido de aire cortándose precedió a un golpazo sobre carne y a un gemido del sacerdote, que se tambaleó hacia adelante y apenas logró impedir caerse.

Por la espalda de Janjic le subió calor que le hormigueó en la base de la cabeza. Sintió náuseas en el estómago.

El clérigo se volvió a erguir. Parecía bastante fuerte, pero Janjic sabía muy bien que el hombre pudo haber perdido un riñón con ese golpe. Una lágrima le ardía en el rabillo del ojo al soldado. Buen Dios, ¡él estaba a punto de llorar! Janjic se llenó de pánico.

¡Soy un soldado, por el amor del país! ¡Soy miembro de la resistencia! ¡No soy un cobarde!

Hizo oscilar de nuevo, con furia esta vez. El porrazo salió con violencia y golpeó al cura en el hombro. Algo se rompió con un fuerte sonido… la culata del rifle. Janjic hizo retroceder el arma, sorprendido de que la madera de la culata pudiera romperse tan fácilmente.

Pero el rifle no estaba roto.

Movió los ojos hacia el hombro del padre Michael. Le colgaba inerte. Janjic sintió que la cabeza se le vaciaba de sangre. Entonces le vio el rostro al mártir. Era inexpresivo, como si el hombre hubiera perdido el conocimiento aunque seguía estando de pie.

Janjic perdió entonces la sensibilidad. Asestó otro golpe tanto para acallar las voces que le gritaban obscenidades en el cerebro como para acatar las órdenes. Volvió a golpear, como un tipo poseído por el demonio, aporreando frenético a la figura negra y silenciosa ante él. No estuvo consciente del fuerte gemido que salía de la garganta del hombre hasta que asestó seis de los golpes. Falló el séptimo, no porque hubiera perdido la puntería sino porque el sacerdote había caído.

Janjic se dio la vuelta, llevado por la oscilación del movimiento. Entonces recuperó el control de sí mismo. Sus compañeros se hallaban cerca de la pared con los ojos desorbitados de asombro; las mujeres aún inclinadas sobre cruces de piedra; los niños llorando, gritando y ocultando las cabezas en los regazos de otros.

El sacerdote se arrodilló en el concreto, exhalando, aún inexpresivo. Comenzó a encharcarse sangre en el suelo debajo del rostro de él. Algunos huesos se habían hecho añicos allí.

Janjic sintió que el rifle se le deslizaba de las manos y caía en el concreto haciendo ruido.

—¡Acaba la tarea! —exclamó Karadzic con voz que le resonó a Janjic en la parte posterior de la cabeza, pero este no consideró el asunto; las piernas le temblaban y retrocedió vacilante de la negra figura acurrucada a sus pies.

A la derecha sonaron botas sobre el cemento, y Janjic se volvió justo a tiempo para ver a su comandante yendo hacia él con un rifle levantado. Instintivamente alzó los brazos para cubrirse el rostro. Pero los golpes no llegaron. Al menos no para él. Se asentaron en la espalda del sacerdote con escalofriante propósito. Tres golpazos en rápida sucesión, acompañados por otro chasquido. Por la mente de Janjic pasó el pensamiento de que una de las mujeres pudo haber pisado una ramita. Pero sabía que el chasquido había venido de las costillas del cura, que retrocedió hasta la pared y chocó contra esta.

—Pagarás por esto, Janjic —susurró Molosov.

La mente de Janjic le dio vueltas, desesperada por corregirle el mundo que giraba. ¡Contrólate, Janjic! ¡Eres un soldado! Sí, de veras, un soldado que desacató las órdenes de su superior. ¿Qué clase de locura ha caído sobre ti?

Se irguió. Sus camaradas se habían apartado de él, y observaban a Karadzic, quien tiraba al sacerdote a sus pies. Janjic miró a los soldados y vio que una línea de sudor bajaba por la mejilla del judío. Puzup parpadeaba una y otra vez.

De pronto el sacerdote lanzó un grito ahogado. ¡Uhhh! El sonido resonó en el silencio.

—¡A marchar! —bramó Karadzic, quien apenas pareció notar el extraño sonido—. La siguiente en dejar caer una cruz recibirá veinte golpes junto con el cura. Veremos qué clase de fe les ha enseñado.

Las mujeres se tambalearon… jadeando, combándose.

El comandante empuñó las manos. Músculos brotados le sobresalían del cuello.

—¡Marrrchen!

Ellas marcharon.

Ivena bajó lentamente el libro con un temblor en las manos. Cada vez se le hacía más fuerte un dolor en la garganta que amenazaba quemarla. Después de tantos años el dolor no parecía aminorar. Ella se echó hacia atrás y respiró hondo. Querida Nadia, perdóname.

De repente Ivena saltó de la silla.

—¡Marchen! —remedó, y se paseó ufana por el piso de cemento, con el libro agitándosele en la mano derecha—. ¡Maaarchen! Un, dos. Un, dos.

Lo hizo con indignación y furia, y casi sin pensar en lo que estaba haciendo. Si alguna pobre alma la viera marchando por el invernadero como un pavo real exageradamente relleno y en un vestido, podría creerla loca.

El pensamiento la detuvo a media marcha. Pero ella no estaba loca. Solo iluminada. Tenía derecho a marchar; después de todo, estuvo allí. Se había tambaleado bajo su propia cruz de concreto junto con las otras mujeres, y al final esto la había liberado. Y ahora había una clase de redención en recordar; había un poder en participar, que pocos podrían entender.

—¡Maaarchen! —gritó, y se puso a caminar por el pasillo cerca de los tulipanes.

Regresó a la silla, se alisó el vestido para recuperar compostura, una vez más volvió a mirar alrededor solo para estar segura que nadie estuviera observando a través del vidrio, y se sentó nuevamente.

Bueno, ¿dónde me encontraba?

Estabas marchando por tu invernadero como una idiota, pensó.

—No, estaba volviendo a poner en su lugar al poder de las tinieblas. Conozco el final.

Abrió el libro, hojeó algunas páginas hasta encontrar donde se había quedado, y comenzó a leer.