Jan condujo directo hacia las torres, con la vista nublada de rojo por la furia. Recordó que allá había sufrido una golpiza. El hecho le revoloteaba en la mente como una mosca, un tanto molestoso pero lo suficientemente pequeño como para hacerle caso omiso en este momento.
Lo que enloquecía a Jan era la imagen de Helen de nuevo escurriéndose hacia ese cerdo y metiéndose en la cama de él. O eran tres meses de imágenes, todas ocultas en una profunda represa en la mente, amontonándose hasta este día en que habían roto el dique y ahora llevaban a Jan como un lunático hacia la casa del mugriento. Hacia las Torres Gemelas de Atlanta, visibles a ocho kilómetros de distancia, levantándose contra el cielo azul.
Jan no tenía un plan; ni idea de lo que iba a hacer al arribar o de cómo llegar hasta Glenn. Solo sabía que debía enfrentar esa bestia ahora.
¿Y qué de Helen, Janjic? ¿Le darás también una golpiza?
Sí.
¡No! Oh, amado Dios, ¡no! La imagen del jardín le inundó la mente. No, nunca podría hacerle daño. Amaba desesperadamente a Helen.
Ella no estaría en este camino de no ser por Glenn. El toque maligno del tipo aún le corría a ella por las venas. Y ahora el desequilibrado había trasladado su contienda hacia Ivena. La pobre Ivena era la víctima inocente en esto, como pasara hace veinte años. Nadia había muerto entonces; de ninguna manera Jan permitiría que ahora le hicieran algún daño a su amiga.
Los pensamientos le apaleaban la mente, ocupando el espacio que debía darle a la razón. A un plan. Se dio cuenta que estaba parado en un semáforo en rojo ni a dos cuadras de las torres, y más le valía empezar a pensar acerca de lo que iría a hacer allí. Subiría hasta el último piso y llevaría con él la palanca del gato hidráulico. Eso es lo que haría.
Sonó una bocina y Jan vio que otros autos ya habían cruzado la intersección. Presionó el acelerador y salió disparado. Helen había dicho que la oficina de Glenn estaba en la segunda torre… la torre este. Pasó el primer edificio al que ya conocía y se aproximó al segundo.
Jan introdujo el Cadillac al estacionamiento subterráneo y frenó chirriando en un espacio restringido junto a los ascensores. Habían pasado veinte años desde que se concentrara en hacer daño a otro ser humano, pero el recuerdo de aquello le llegó como una oleada de adrenalina.
Resopló, abrió la cajuela y bajó del vehículo. Sacó la palanca de la caja de herramientas del auto, cerró de un portazo la cajuela y deslizó la palanca bajo la camisa. Un ayudante de estacionamiento caminaba hacia él desde la puerta de entrada. Jan corrió a los ascensores sin tener en cuenta al hombre. Uno de los tres ascensores abrió las puertas corredizas y Jan entró rápidamente. Gracias Dios por los pequeños favores. ¿Dios?
Presionó el botón del último piso y el susurrante ascensor subió hacia la cima sin detenerse. Quizás debió haber llamado a la policía antes de salir de casa de Ivena. Pero entonces ella lo haría. De cualquier modo, la poli no parecía muy interesada en dominar a este poderoso tipo. Estos Karadzics del mundo parecían salirse con la suya muy a menudo. ¡Pero no con Helen!
Sonó la campanilla de llegada y Jan ingresó al piso trece, con los nervios tensionados. Una recepcionista levantó la vista desde su puesto detrás de un mostrador que le ocultaba todo menos la cabeza. Una enorme escultura de bronce de las Torres Gemelas colgaba en la pared detrás de ella.
—¿Le puedo ayudar?
—Sí, estoy aquí para ver a Glenn Lutz —contestó Jan acercándose al mostrador.
—¿Tiene cita?
—Sí. Sí, por supuesto que tengo cita.
La recepcionista miró a la derecha de Jan, hacia una elevada puerta de cerezo, y levantó el auricular.
Jan giró y salió a grandes zancadas hacia la puerta sin esperar que ella le permitiera entrar.
—Discúlpeme, señor. ¡Señor!
Él hizo caso omiso al llamado y se abrió paso, agarrando la palanca bajo la camisa.
Una mujer de cabello oscuro levantó repentinamente la mirada desde su escritorio. Jan abarcó el salón con una mirada. Detrás de la mujer unas amplias puertas revestidas de paneles llevaban a lo que sería la oficina del hombre. Esta entonces sería la secretaria. Una horrible tipa con nariz aguileña. Jan debía moverse mientras ella estuviera desprevenida.
—Discúlpeme —expresó ella parándose mientras él seguía adelante.
—No ahora, señorita —contestó él bruscamente.
Los ojos de ella se desorbitaron de pronto, como si lo reconociera. Y muy bien pudo haberlo hecho, pues él había estado aquí antes. Ella salió rápidamente del escritorio, impidiéndole el paso con las manos levantadas.
—¿Adónde cree usted que va?
—Fuera de mi camino —resopló él, y empujó las manos de la mujer hacia un lado.
Ella emitió un sonido chillón, protestando como una gallina. Pero Jan no estaba interesado en lo que la mujer decía. Ahora tenía la mente totalmente concentrada en atravesar esa puerta. Por tanto, no se detuvo a pensar con claridad en qué podría estar esperándole detrás de las puertas; simplemente irrumpió.
La mujer lo atacó por detrás; se le tiró encima de la espalda con un grito salvaje. Janjic se agachó instintivamente. Habían pasado veinte años desde su entrenamiento de fuerzas especiales, pero no había olvidado los reflejos. Se dejó caer en una rodilla y bajó el hombro derecho. El impulso de la mujer la envió por sobre la espalda de él y salió disparada por el aire, yendo a chocarse con fuerza en la pared. El negro moño se le había deshecho en la pelea y ahora le caía sobre las pálidas mejillas.
Jan corrió hacia las puertas y las abrió de golpe, con el corazón palpitándole ahora en la garganta. ¿Quieres una guerra, bebé? ¿Quieres amenazar a mi familia? Hoy sentirás un toque de Bosnia.
El voluminoso cuerpo de Glenn estaba parado al otro lado del salón, junto a una pared con ventana, manos en las caderas, mirando la ciudad abajo. Se dio la vuelta, rezongando ante la súbita intromisión. Pero el rezongo desapareció al ver que se trataba de Jan. Miró estúpidamente por un momento.
El furioso Jan sacó la palanca, cerró de golpe la puerta detrás de él, la trancó, y se dirigió al escritorio a la derecha.
Aislar y reducir al mínimo. El entrenamiento le llegaba ahora como un fascinante recuerdo, amortiguando el margen de miedo. Aislar al hombre de cualquier arma potencial y reducirle al mínimo la capacidad de tomar la ofensiva.
Glenn ya se había reagrupado y ahora una malvada sonrisa le hendía el rostro.
—Así que el predicador quiere ponerse serio. ¿Es eso…?
—¡Silencio! —lo interrumpió Jan con un grito; Glenn parpadeó—. ¡Solo cállese!
El rostro del millonario enrojeció.
Jan extrajo la palanca y tanteó el escritorio con la parte trasera de las rodillas. Alargó la mano hacia los cajones detrás de él, halló el más cercano y lo abrió. Una variedad de bolígrafos y libretas se estrelló en el suelo.
—¿Aún cree que soy un predicador? Pero ahora me conoce mejor, ¿no es así? Soy el hombre al que Helen ama. Ese soy yo. ¿Pero qué era antes de convertirme en ese hombre, antes de llegar a la nación de usted? Era un asesino. ¿Cuántos hombres ha matado usted con sus propias manos, Glenn Lutz? ¿Diez? ¿Veinte? Usted es un novato.
Jan miró hacia atrás, encontró otro cajón y lo haló de un tirón. Más basura, pero no la pistola que buscaba. Sigue hablando, Jan. Mantenlo distraído.
—¿Cree usted que puede andar provocando terror por todas partes como si fuera el dueño del pánico? —preguntó, tirando con fuerza de otro cajón y derramando papeles en el piso de baldosas negras—. ¿Ha sentido terror alguna vez, Glenn Lutz?
El hombre estaba parado allí enorme y repulsivo, con los brazos extendidos como un pistolero. Pero la sonrisa se le había desvanecido, y la reemplazaban labios rectos. Desde esta distancia los ojos se veían como hoyos negros. El tipo era suficientemente corpulento para aplastar a Janjic. Sin duda un sujeto como este tendría una pistola de cualquier clase en el escritorio. Jan abrió de golpe un cuarto cajón, manteniendo la mirada en el hombre.
—No, ¡usted no ha sentido terror!
La respiración de Jan se hizo pesada ahora. Al ver el grueso rostro del monstruo se le llenó el estómago con repulsión. Solo quería matar al cerdo.
Los ojos de Glenn se movieron hacia el cajón que Jan acababa de abrir. De repente el tipo reaccionó de su trance. Echó los labios hacia atrás y se lanzó hacia delante como un toro al ataque.
Jan supo durante un fugaz segundo que había sido malísima idea venir aquí. Aterrorizado, abrió a ciegas el cajón detrás de él. La mano se le cerró alrededor de acero frío.
Glenn venía, rugiendo ahora, con el rostro hinchado. Furia surgía en las venas de Jan, y ahora con lo que estaba seguro que era una pistola vapuleó el rostro del hombre que se le venía encima.
Glenn siguió adelante resollando de furia, imperturbable.
Jan saltó a la izquierda en el último momento, evitando por muy poco el enorme cuerpo. Giró alrededor y asentó la palanca en el rubio cráneo del sujeto. Glenn rezongó y se dio contra el escritorio, boca abajo sobre la madera veteada. Era la primera vez que Jan golpeaba a un hombre en veinte años, y ahora el horror de eso se le filtró en los huesos.
La mente se le llenó con una fugaz imagen de sí mismo de pie con un rifle ensangrentado sobre el sacerdote.
Sin embargo, ¡este era el hombre que había ofendido a su esposa! ¡Quién ahora amenazaba con matar a Ivena! ¡El tipo invocaba una golpiza!
Jan echó la palanca hacia atrás y la volvió a blandir, golpeando esta vez la espalda del tipo. Glenn gruñó. Jan hizo girar de nuevo el hierro, ahora con todo el peso. El golpe fue a dar en el hombro con un desagradable crujido. Esto debió haber inmovilizado al monstruo.
No fue así.
Glenn resopló, se impulsó hacia atrás y se puso de pie. Enfrentó a Jan, con ojos rojos de ira, y las venas le sobresalían en el cuello. El brazo derecho le colgaba inútil, pero Glenn no pareció notarlo. Los ojos fulminaban, inyectados de sangre por sobre labios retorcidos. Gruñó y dio un paso adelante. Jan sabía que esta sería su propia muerte si no detenía al hombre.
Jan levantó la pistola y jaló el gatillo.
¡Pum! La detonación tronó en el espacio cerrado.
El brazo derecho de Glenn voló hacia atrás, como una bola atada a una cuerda. El salón cayó en una lentitud surrealista. El gordinflón pareció no percatarse del dolor, pero los ojos se le desorbitaron de la impresión.
Sí, así es, cerdo. Sí, yo tengo tu pistola y está cargada, ¿no es verdad? Esa bala te atravesó la mano, ¡la próxima te atravesará la cabeza!
—¡Quieto! —gritó Jan.
El brazo de Glenn se le derribó a un costado; la comisura derecha de la boca se le retorció. Ambos se quedaron enraizados al suelo, mirándose fijamente, Jan con la pistola extendida y Glenn con una malsana sonrisa.
—Acabas de firmar tu sentencia de muerte, ¿sabes? —amenazó Glenn.
Jan vio que la palanca había partido el hombro derecho del concejal, y que la bala le había abierto un hueco en la mano.
Glenn se miró lentamente la mano. Juzgó el daño y luego pareció aceptarlo con un parpadeo.
—Ahora morirás junto con la vieja bruja —declaró levantando la mirada hacia Jan y cerrando los ojos.
—Creo que usted no entiende la situación aquí —contestó Jan bruscamente—. Mire, yo tengo la pistola. Un ligero tirón en el dedo, y usted morirá. Si al menos no intenta entender eso, entonces me veré obligado a demostrar mi resolución. ¿Estamos claros?
—Fanfarroneas demasiado para ser predicador.
Sonaron golpes en la puerta cerrada.
—Levante el teléfono y dígale a sus amigos allá afuera que nos dejen en paz —instruyó Jan.
—¡Eres carne muerta! —gritó Glenn furiosamente.
Una ola de calor bañó la espalda de Jan. Quiso dispararle al hombre en el voluminoso estómago.
—En realidad usted debería mostrar más respeto, pero obviamente no conoce el significado de la palabra, ¿no es así? —declaró Jan temblando al contenerse.
El tipo era un cerdo que no pensaría dos veces para asentar esos enormes puños en los oídos de Helen. ¡Cómo podía ella acudir a este sujeto! A Jan le tembló la mano con la pistola.
—¿No va a hacer nada de lo que le pido?
El hombre solamente lo miró.
—Levante la mano izquierda —ordenó Jan.
Glenn no se movió.
—¡Levante la mano! —gritó esta vez—. ¡Ahora!
El sujeto tuvo la audacia de quedarse allí sin sobresaltarse. Jan bajó la pistola, alineó la mira sobre la mano izquierda de Glenn, y jaló el gatillo. ¡Pum! La bala arrancó el extremo del dedo índice. Los golpes en la puerta se intensificaron.
El rostro de Glenn palideció e inmediatamente enrojeció. Se miró el dedo y comenzó a rugir de dolor. Enredó torpemente la camisa alrededor del dedo en un intento de detener la hemorragia, pero solo consiguió empapar la prenda.
—La próxima vez será la rodilla y usará una muleta el resto de su vida —advirtió Jan—. ¿Entiende eso? Quítese la camisa.
—¿Qué?
—Dije que se quitara la camisa, zoquete. Quítesela y envuélvala en la mano. La hemorragia me distraerá.
Esta vez Glenn siguió rápidamente la orden. Dejó el fofo torso sin camisa, que de modo rudimentario envolvió en ambas manos. La blanca carne le brillaba por el sudor.
—Dígales que se callen —ordenó Jan, moviendo la pistola hacia la puerta.
—¡Cállense! —gritó Glenn a la puerta.
Los golpes cesaron.
—Bien. Ahora quiero que escuche y que lo haga con mucha atención. Usted podrá ser un hombre potentado con el poder de apalear a mujeres débiles, pero hoy este poder no se extenderá a mi mundo. Ni a mí, ni a Ivena ni a Helen. Mi esposa ha decidido aceptar mi amor y ahora usted le respetará esa decisión. No la intimidará más. ¿Entiende?
—No la intimidé para que viniera —contestó Glenn—. Todos tomamos nuestras propias decisiones.
—¡Y usted dejará de manipular las de ella! —gritó Jan.
—¿Manipular? ¿Cómo? ¿Proveyéndole un poco de motivación? Eso no es nada menos de lo que hiciste cuando te la llevaste. Tú le muestras un incentivo. Yo le muestro una vara. Al final ella toma la decisión.
—¿Cree usted que la tengo enjaulada en mi casa? Ella es libre de ir y venir según desee, y no la veo corriendo hacia usted todos los días. Se quedaría conmigo a no ser por las drogas que usted le ofrece. Y si cree que de alguna manera este inútil juego con Ivena la persuadirá a venir otra vez arrastrándose ante usted, entonces está muy equivocado. Aunque lo hiciera, ¿qué tendría usted? ¿A alguien que presionó contra su voluntad?
—Todos aplicamos presión. Hasta su Dios aplica presión. El incentivo o la vara. El cielo o el infierno.
Jan parpadeó ante la lógica del hombre. Este era un lugar extraño para discutir estos temas, Jan sosteniendo la pistola y Glenn sangrando dentro de la camisa.
—Pero el amor no se puede comprar con cielo o infierno. Se da libremente. ¿Lo ama ella? No. Ella me ama a mí.
—Ella te ama pero viene a mí suplicándome, ¿verdad? —objetó Glenn con los labios retorcidos en una sonrisa—. Eres tan estúpido como ella. Llámalo como quieras. ¡Cuándo ella está aquí me está amando!
—Con sus amenazas y su violencia no conseguirá nada.
—¡Conseguiré a Helen! —rezongó Glenn.
—No, usted ya perdió a Helen.
—Ella vendrá otra vez arrastrándose, no te engañes. Los dos sabemos eso. La perderás. También a la flacuchenta.
—¡Silencio! ¡Todo esto son tonterías! ¡Helen no volverá a usted! ¡Nunca!
—Esa decisión es de ella. Recuérdalo —respondió Glenn, y se estremeció—. Necesito un médico.
—Sí, igual que yo la última vez que salí de este edificio —señaló Jan—. ¿Cree que la policía se quedará sin hacer nada y dejará que usted amenace a quien le dé la gana? Usted no tiene propósito alguno.
—¿La policía? Entras en mi propiedad y me asaltas, ¿y crees que escaparás de la policía? Eres ingenuo, predicador. Ni siquiera sabes la verdad acerca de tu preciosa esposa.
Por primera vez Jan vio el verdadero error al venir aquí. La policía.
—Ella me ama, esa es la única verdad que necesito —objetó Jan, sin embargo había algo en el tono del hombre—. ¿Qué verdad?
—Conozco a tu precioso amor desde que era niña, ¿sabes? —declaró Glenn aún sonriendo.
¿De qué estaba hablando este tipo? ¿Conocía a Helen?
—Solo que entonces yo no era Glenn. Era Peter. ¿Te habló ella acerca de Peter?
¡Peter! ¡El muchacho que seguía a Helen del colegio a la casa y que le suministraba drogas a la madre! La revelación le dio vueltas a Jan en la mente. Glenn no estaba confesando; estaba poniendo el dedo en la llaga. De pronto Jan sintió náuseas, parado aquí en la torre de este individuo, participando en su juego. Él estaba más allá de esto. ¿Y qué había ganado al venir aquí? Una imagen del jardín recorrió la mente de Jan, y súbitamente quiso salir. ¡Oh Helen! Amada Helen, si solo supieras. Pero ella no lo sabía y él no se lo diría.
—Usted es un enfermo —opinó Jan.
—¿Crees que soy enfermo? —preguntó Glenn pasándose la lengua por los labios—. ¿Qué creerás entonces cuando te diga que la madre de Helen enfermó en primera instancia porque la envenené?
El tipo sonreía de oreja a oreja, mostrando la dentadura torcida.
—¿La envenenó?
—Así es. Enfermé a la mami y luego le calmé el sufrimiento con drogas —confesó Glenn y empezó a reír; permaneciendo allí con las manos sangrantes, emocionado consigo mismo, como un loco.
Jan retrocedió, asqueado. El diablo poseía totalmente el alma de este tipo. Glenn Lutz no era menos que Karadzic, pero en un nuevo pellejo.
Era hora de irse.
—Levante el teléfono y dígale a sus hombres que despejen el pasillo de salida —ordenó Jan.
Glenn solamente sonreía con insolencia.
—¡Hágalo! —exclamó Jan haciendo oscilar la pistola.
—¿Qué pasa, predicador? No resulté ser lo que esperabas, ¿o sí?
—Solo déjenos tranquilos, ¿entiende? Si toca un solo cabello de la cabeza de Ivena, el mundo se derrumbará alrededor de usted. Se lo prometo. Ahora hábleles a sus hombres, antes de que muera desangrado.
Glenn titubeó, pero se dirigió al teléfono después de mirar la camisa empapada de sangre.
Jan salió entonces, apuntando a Glenn con la pistola. Pasó a la asistente que lo observaba con mirada fulminante, y a la que había enviado volando, y corrió hacia el ascensor. Detrás de él pudo oír a Glenn maldiciendo a la pobre mujer. Si Jan tomaba el rugido del individuo como alguna indicación, esto no había terminado. Venir aquí pudo haber sido una terrible equivocación. Acababa de destruirle la mano a un hombre.
Jovic salió rugiendo de la estructura del estacionamiento, las manos temblándole en el volante. Si, de veras, esta no había sido una idea muy brillante. Para nada.
Glenn se dejó caer bruscamente en la silla y sostuvo las manos en alto lo mejor que pudo para mantener controlado el flujo de sangre. Era la primera vez que alguien irrumpía en su propio edificio y le exigía algo, y peor aún que le apuntara con una pistola y le lanzara horribles amenazas. Jan Jovic había alterado el equilibrio en el juego.
Por supuesto, el predicador también le había dado el poder que necesitaba con Charlie, puesto que lo había asaltado. Esto significaba guerra declarada.
—¿Dónde está el médico? —exigió saber Glenn.
—Está en camino —contestó Beatrice, poniéndose mechones sueltos de cabello detrás de las orejas—. También Charlie.
Glenn apenas la oyó debido al dolor en los brazos. No lograba impedir que estos le temblaran.
Buck apareció en la puerta.
—¿Llamó usted, señor? —inquirió, enfocando los ojos en la mano envuelta y abriéndolos de par en par—. ¿Está usted bien?
—No, no estoy bien. ¡Me dispararon!
—¿Le disparó el predicador?
Glenn no contestó, y Buck simplemente se quedó mirándolo.
—Quiero muerta a la vieja bruja —ordenó Glenn con total naturalidad.
No quiso mirar a Beatrice, quien sin duda sí lo miraba a él. No era frecuente que delante de la asistente manejara asuntos de esta naturaleza. A Beatrice le gustaba fingir que este tipo de cosas estaba por debajo de ella, aunque ambos sabían que no era así.
—Sí, señor —contestó Buck mirando a la mujer; luego inclinó inexpresivo la cabeza y salió.
—¿Tienes problemas con eso, Beatrice?
—No —respondió ella, titubeando—. Pero usted perderá su ventaja.
—Mi poder está con Dreamscape Pictures. ¡Él me pertenece! Y ahora me acaba de entregar su vida. Nuestro predicador está a punto de obtener más de lo que esperaba.
El hombro le dolía a Glenn. Las manos le ardían de dolor y un temblor le recorría los huesos.
—Encuentra al viejo. Roald. Es hora de presentarme.