Capítulo veintiocho

«Sufrir es una afirmación aparentemente contradictoria. Hay indescifrable paz y satisfacción en sufrir por Cristo. Es como si hubieras buscado incesantemente tu propósito en la vida, y ahora lo hallaras en el lugar más inesperado: en la muerte de tu carne. Es sin duda un momento digno para reír y danzar. Y al final no es sufrimiento en absoluto. El apóstol Pablo recomendó que encontráramos gozo en el sufrimiento. ¿Estaba loco?»

LA DANZA DE LOS MUERTOS, 1959

Jan se acercó a la entrada de su casa a media tarde del lunes con una sensación de monótona familiaridad rugiéndole en la mente. Había experimentado esto antes: caminar hasta el letrero que decía Al vivir morimos; al morir vivimos, en una calurosa tarde de verano, rodeado de un sofocante silencio, preguntándose qué le esperaba detrás de esas puertas.

Helen no había contestado sus llamadas desde Nueva York.

Padre, debes salvarla, oró por centésima vez desde que la dejara el viernes. Debes protegerla. Oró así porque ella se estaba patinando… él podía sentirlo más que deducirlo. Helen estaba en una lucha por su propia vida, y el hecho de que él la hubiera dejado por tres días resonaba ahora como un cuerno en la mente de Jan. Eso lo estaba matando.

Jan abrió la puerta y entró. Las luces estaban apagadas; la casa parecía vacía.

—¡Helen! ¡Helen, querida, estoy en casa!

Dejó en el suelo el bolso con trajes y lanzó las llaves sobre la mesita de entrada.

—¡Helen! —gritó, corriendo a la cocina—. Helen, ¿estás aquí?

Solamente el repique del silencio contestó su llamada. ¿Dónde estaba ella? ¡Ivena! Debería estar con Ivena.

—Hola, Jan.

Él giró hacia el pasillo. Helen estaba en las escaleras del sótano, vestida en jeans y una camiseta blanca, tratando de sonreír y apenas consiguiéndolo. El pulso de Jan se aceleró; se acercó a ella y la tomó en los brazos. Había algo malo aquí, pero al menos era aquí; no en algún lugar de perversidad.

—Te extrañé, Helen —enunció; le llegó a los sentidos la almizclada fragancia de ella y cerró los ojos—. ¿Estás bien? Intenté llamar.

—Sí —contestó con voz apenas audible—. Sí, estoy bien. ¿Cómo estuvo tu viaje?

—Fantástico —respondió él dando un paso atrás—. Corrección, la reunión fue fantástica, el viaje en sí fue espantoso. Estos viajes se están volviendo más difíciles cada vez que los hago. Tal vez deberías venir conmigo la próxima vez.

—Jan, ha habido un… un problema —balbuceó ella apenas habiendo oído el último comentario de él—. Ha sucedido algo.

—¿Qué pasa? ¿Cuál es el problema?

Ella dio la vuelta y entró a la sala, sin contestar. Entonces era grave; tanto como para hacer que Helen se parara repentinamente, lo cual no sucedía tan fácilmente.

—Helen, cuéntame.

—Se trata de Ivena —confesó Helen volviéndose, y los ojos le centelleaban húmedos—. Ella está… ella no está bien.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué ocurrió? —preguntó él lleno de pánico, tragando saliva—. ¿Qué le sucedió a Ivena, Helen?

La muchacha agachó la cabeza entre las manos y empezó a llorar. Jan se le acercó y le acarició el cabello.

—Shhh, está bien, querida. Todo estará bien. Eres más preciosa para mí que todo lo que conozco. Recuerdas eso, ¿verdad?

El comentario solo consiguió más lágrimas en ella, pensó él.

—Dime, Helen. Solo dime qué ha acontecido.

—Ella está herida, Jan.

—¿Herida? ¿Dónde? ¿Dónde está ella? —averiguó él retrocediendo asustado.

—En casa.

—Bueno… ¿Cómo resultó herida? —exigió saber él, consciente de que ahora había adoptado un tono áspero—. ¿Tuvo un accidente de auto?

Una imagen de ese ridículo escarabajo gris le resplandeció en la mente. Él le había dicho un centenar de veces que consiguiera algo más grande.

—No. La lastimaron.

—Sí, ¿pero cómo? ¿Cómo la lastimaron?

—Creo que deberías preguntarle eso.

—¿No me puedes contar? —cuestionó Jan, ahora preocupado; Helen no estaba hablando con cordura; esto era más que un accidente—. Está bien entonces, si no me quieres decir, iremos allá.

—No, Jan. Anda tú.

—¡No seas ridícula! Tú vendrás conmigo. No voy a salir de aquí sin ti.

—No. No puedo —objetó ella negando también con la cabeza, y ahora fluyéndole libremente las lágrimas—. Tienes que ir solo.

—¿Por qué? Tú eres mi esposa. ¿Cómo puedo…?

—¡Ve, Jan! Solamente ve —exclamó ella; luego cerró los ojos—. Estaré aquí cuando regreses, lo prometo. Solo ve.

Él la miró, asombrado. Algo muy malo le había ocurrido a Ivena. Eso ahora era muy evidente. La conducta de Helen no era muy clara.

—Regresaré —informó él; la besó en la mejilla y salió corriendo hacia el auto.

Jan encontró sin seguro la casa de Ivena y entró a toda prisa, sin pensar en tocar. Su imaginación ya había sacado ahora de él tales formalidades.

—Ivena…

Se detuvo en seco.

Ella estaba sentada en su silla café acolchonada, tarareando, sonriendo y meciéndose lentamente. La fuerte fragancia de sus rosas inundaba la sala; debió haberlas esparcido por todas partes. El aire transportaba el lejano sonido de niños riendo.

—Hola, Jan.

La cabeza de Ivena reposaba en el almohadón, por lo que no hizo esfuerzo para mirarlo.

Jan cerró la puerta detrás de él. Al principio no vio los moretones. Pero era obvia la decoloración debajo del maquillaje: negro y azul en la base de la nariz y en la mejilla derecha.

—¿Tuviste un buen viaje? —preguntó ella.

—¿Qué pasó?

—Vaya, llegamos exigiendo —expresó Ivena enderezando la cabeza—. ¿Hablaste con Helen?

—Sí.

—¿Y? ¿Qué te dijo?

—Que te habían lastimado. Eso es todo. No quiso venir. ¿Qué está pasando?

—Siéntate, Janjic —pidió ella echando la cabeza hacia atrás; él se sentó al frente—. Primero cuéntame cómo te fue en el viaje, y luego te contaré por qué me duele la cabeza.

—Mi viaje fue bueno. Nos están pagando más dinero. Ahora dejemos esta tontería y dime qué pasa.

—¿Más dinero? Santo cielo, estarás flotando en esa cosa.

—¡Ivena!

El cuerpo de ella le dolía, pero el espíritu estaba bien iluminado. Tal vez no flotaba en dinero como Janjic, pero aún así estaba flotando.

—Está bien, mi querido serbio. Tranquiliza la voz; me duele la cabeza.

—Entonces dime por qué te duele la cabeza y por qué mi esposa no quiso venir aquí conmigo.

Ivena respiró hondo y se lo contó. No todo, no aún. Le dijo cómo el gran zoquete, Glenn… cómo sus hombres la habían agarrado en el parque, usando cloroformo, creía ella. Al despertar había reconocido al hombre detrás de los temores de Helen. Nada menos que un monstruo, horrible, apestoso y no menos brutal que los peores en Bosnia. Él la había atado, escupido y aporreado con su enorme puño.

Janjic estaba para entonces fuera de su silla, con el rostro rojo.

—¡Eso es… irracional! ¡Debemos llamar a la policía! ¿Llamaste a la policía?

—Sí, Janjic. Siéntate, por favor.

—¿Y qué dijeron? —inquirió, sentándose.

—Me preguntaron si quería formular cargos.

—¿Y?

—Les dije que iba a pensarlo. Primero quería hablar contigo.

—¡Eso es absurdo! Por supuesto que quieres formular cargos. ¡Este tipo no es alguien con quién se juega!

—¿Crees que no lo sé? No fuiste el único que pasó algún tiempo en las recámaras del hombre. Pero en esto hay más de lo que ven tus ojos.

Jan alargó una mano hacia Ivena.

—¡Desde luego que hay más! Hay un monstruo que primero trató de destruir a Helen y que ahora está tratando de destruir a mi… —se interrumpió y tragó saliva—. A mi madre.

Esta era la primera vez que la llamaba así.

—Me halagas, Janjic. Y si fueras mi hijo solo podría esperar uno tan amable como tú. Pero hay más. No me estás preguntando por qué me agarró Glenn.

—¿Por qué?

—Como una amenaza —informó Ivena, luego se levantó lentamente de la silla y se fue cojeando hacia la cocina—. ¿Quieres algo de beber, Janjic?

—Esto tiene que ver con Helen —aseveró él siguiéndola, pero sin contestarle la pregunta.

La voz se le había endurecido.

—Mírate. Apenas puedes caminar y sin embargo estás participando en esto como si fuera alguna clase de juego. ¿Qué tiene que ver Helen con esto? —exigió saber.

Ivena se detuvo en medio de la cocina y lo enfrentó.

—Pero es un juego, ¿sabes? Y parece que Helen es el premio —anunció, mirándolo y agarrando dos vasos.

—¿Qué juego?

—¿Qué juego? Es el juego de la vida, una prueba para ver dónde yacen realmente las lealtades de los jugadores. Como la tentación de Cristo en el desierto: inclínate ante mí y te daré el mundo. Pero con Glenn es: «Ven a mí y extenderé mi compasión».

Ivena vertió la limonada, sabiendo que Jan aún no lograba entender.

—Ivena…

—Deja a Jan, le dijo Glenn a Helen, y dejaré vivir a esta flacuchenta —expresó ella y le pasó la bebida a Jan.

Por el momento se hizo silencio en la cocina a no ser por el sonido de esos niños que reían en la calle. Ivena sorbió un poco de la bebida y luego volvió a dirigirse a la sala, sonriendo. Ella casi había llegado a la silla cuando Jan habló.

—¿Dijo eso? ¿Dijo Glenn que te mataría si Helen no me abandona? ¿Amenazó de veras tu vida?

—Sí, Janjic. Eso dijo.

—¡Él no puede hacer eso! —exclamó Jan entrando a la sala y bajando el vaso sin beber—. ¡No puede simplemente andar lanzando esa clase de amenazas y salirse con la suya! ¡Tenemos que llamar de inmediato a la policía!

Ella se relajó en la silla y suspiró.

—¡Ivena! ¡Óyeme! ¡Esto es una locura! ¡Él no es alguien con quién bromear!

—¿Sabes? Estas últimas semanas he tenido una increíble paz. ¿Y sabes qué ha acompañado esa paz?

Jan se sentó sin responder.

—Un deseo de unirme a Cristo. De unirme a Nadia. De ver con mis propios ojos a mi Padre celestial.

—¡Pero no estás diciendo que quieras morir! ¿Es por eso que no llamaste a la policía? ¿Por qué en realidad quieres que este asqueroso termine con tu vida?

¡Eso es suicidio!

—¡Por favor! —reprendió ella; él parpadeó—. No tengo deseos de morir.

Dije que quisiera unirme a Cristo. No dije que quiera morir. Existe una diferencia. Hasta el apóstol Pablo afirmó que unirse a Cristo es ganancia. ¡No te burles de mi sentimiento!

—Lo siento. Pero pareces tomar esto demasiado a la ligera. Bendito Dios, ¡tu vida ha sido amenazada y te han apaleado! ¿Dio él un límite de tiempo?

—Tres días.

—¿Dijo que te matará si Helen no me deja en tres días?

—¿No estoy hablando claramente, Janjic?

—¡Es imposible! ¿Quién se cree que es ese sujeto?

—Es un hombre obsesionado con destruir tu unión con Helen. Con robar el amor de ella. Y lo está haciendo amenazando de muerte. Amor y muerte; parecen entrecruzarse con frecuencia, ¿lo has notado?

—Tal vez con demasiada frecuencia. Voy a llamar a la policía —concluyó él dirigiéndose al teléfono—. ¡Qué disparate!

—Hay más, Janjic —anunció Ivena pensando que el tono que usó hiciera detener a Jan.

Él titubeó y volvió el rostro hacia ella.

Ella lo miró, sin poder ocultar una sonrisa, deseando que él le preguntara. Él solamente la miró, aún distraído.

—Vi el campo.

—¿El campo?

—La visión.

—¿De Helen? —exclamó él con ojos abiertos de par en par y pestañeando—. ¿Oíste llanto en el cielo?

—El llanto no —dijo ella con una gran sonrisa en el rostro—. Pero oí las risas.

—¿Viste el campo de flores?

Ivena asintió.

—Cuéntame otra vez cómo se ven las flores en tu visión, Janjic.

—Blancas.

—Sí, pero descríbelas.

—Bueno, yo no estaba mirando muy de cerca… eran grandes… no sé.

Ivena se puso de pie y fue hasta el estante detrás de Jan; sacó de un florero de cristal una solitaria flor de bordes rojos, y se volvió a él.

—¿Eran como esta?

—Tal vez —contestó él dando un paso hacia ella—. Sí, en realidad creo que así eran. Esa es la misma flor que me mostraste antes, ¿verdad?

—Te mostraré —expresó Ivena tomándolo de la mano y guiándolo por la cocina, emocionada ahora—. Te gustará esto, Janjic. Te lo prometo.

—Ivena… —Calla ahora. Verás. Sé que te gustará esto.

Ella alargó la mano hacia la puerta del invernadero e hizo una pausa, pensando que una ocasión como esa merecía una introducción. Pero no había nada que pudiera preparar a Jan, así que agarró la manija y de un empujón abrió la puerta.

Una suave brisa les dio en los rostros, agitándoles el cabello de las frentes. Ivena entró y extendió los brazos al viento, inhalando aire en los pulmones. La delicada fragancia le entró en la nariz, fuerte pero agradable. Ah, muy agradable. Ella miró los rosales y por un instante se olvidó de Janjic que entraba tras ella. Centenares de enredaderas cubrían de verde esmeralda las paredes y el techo. Miles de brillantes flores blancas con bordes rojos se bamboleaban suavemente, inclinándose con la brisa. Las hojas de las enredaderas crujían con delicadeza entre sí, llenando el salón con la cacofonía de un suave susurro. Todo abarcaba como una droga los sentidos de Ivena, quien casi podía saborear miel en el aire.

La puerta se cerró detrás de Ivena, y ella se volvió para ver a Janjic de pie con la boca y los ojos muy abiertos.

—Vienen del rosal de Nadia —anunció ella yendo hacia la planta y agitando la mano entre las hojas—. Lo viste como un injerto, pero yo no lo hice.

—¿Un injerto? —exclamó él caminando con cautela, como si al hacerlo se pudiera romper algo—. ¿Qué…? ¡Esto es asombroso, Ivena! ¿Cómo lograste hacerla crecer?

—No fui yo. Está más allá de mí. Comenzó el día en que Helen entró a nuestras vidas.

Él le lanzó una mirada, y luego miró alrededor, asombrado.

—Y hay más —continuó Ivena—. No logro encontrar de dónde viene la brisa. Creo que viene de las flores mismas.

—Soplen en mi jardín —exclamó él, citando el Cantar de los Cantares—. ¡Es imposible!

Janjic dio la vuelta hasta quedar frente a Ivena.

—¿A quién más se lo has dicho?

—Solo a Joey.

—¿Y sabías todo esto desde el principio? —preguntó él sin dejar de mirar para uno y otro lado y observar—. ¿Por qué no me dijiste? ¿Cómo creció?

Jan miró más de cerca el injerto y entonces Ivena le contó cómo creció la planta, primero a lo largo de una pared, luego otra y otra hasta que todo el invernadero quedó cubierto con enredaderas, hojas y flores.

Ella lo observó caminar por el pequeño jardín durante treinta minutos, asombrado.

—Debería ir por Helen —manifestó finalmente.

—Sí. Y ahora sabes la verdad.

—Haré cualquier cosa por conservar el amor de ella —expresó sacudiendo la cabeza—. Lo que sea.

—Entonces prométeme una cosa. Prométeme que pase lo que pase en los días venideros no te distraerás por el odio, la venganza o cualquier otra idea que se apodere de tu corazón.

Entraron a la cocina y él regresó a ver, sorprendido.

—Desde luego. Dices eso como si supieras algo que yo no sé. Y formularás cargos. Esto no cambia nada. Llamaremos inmediatamente a la policía.

—Sí, formularé cargos, pero ten en cuenta que todo esto podría volverse muy público.

—¿Público? Estamos hablando de tu seguridad, ¡por Dios! ¿Qué quieres decir?

—Ella ha vuelto a él, Jan. Más de una vez —reveló Ivena.

—¿Qué? —exclamó él quedándose helado a mitad de zancada en medio camino hacia la sala.

—Ella ha estado ya cuatro veces con Glenn. Todas en el último mes.

—¡Eso no puede ser! —expresó con el rostro pálido—. ¿Cómo es posible? ¡He estado constantemente con ella! ¡Estamos recién casados! ¿Cómo puedes decir esto?

—Glenn me lo dijo.

—¡Y él es un mentiroso!

—Helen estaba allí, Janjic. Ella acudió a Glenn la misma noche que el tipo me llevó —explicó Ivena, pensando: Jan dejó de respirar—. Ella me vio atada y amordazada, y me quitó la mordaza. Hablamos y estaba muy apenada. Pero estuvo allí, Janjic. Por voluntad propia.

Jan empezó a menear la cabeza y luego se detuvo. Lentamente se le llenó el rostro de sangre; el cuello le sobresalió por la furia. Un temblor se le apoderó de los labios y se levantó encolerizado.

—¿Cómo se atreve ella? —habló él en voz baja y con amargura—. ¡Le he dado todo! ¿Cómo puede siquiera pensar en volverse a revolcar con ese cerdo?

Un escalofrío de temor le recorrió a Ivena por la espalda ante el tono de Jan.

—No es muy diferente de lo que la mayoría de seres humanos hacen con Cristo. Ni es diferente de Israel volviéndole la espalda a Dios. Helen no es muy distinta de la iglesia, que un día adora en el altar y al siguiente vuelve a dirigirse torpemente hacia el pecado. Ella no está haciendo nada más de lo que tú mismo has hecho.

—¡No me importa! —gritó él con ojos vidriosos—. ¡Lo mataré!

—Janjic…

—¡No! —interrumpió, mostrando los músculos de la mandíbula—. ¡Ningún hombre le hará esto a mi esposa! ¡Ninguno! No puedo quedarme sentado mientras él hace sus juegos.

—Debes hacerlo.

Janjic…

Él dio la vuelta hacia la puerta.

—¿Adónde vas?

No hubo respuesta.

Ella supo entonces que quizás no lo volvería a ver. No si iba a las torres.

—¡Janjic! ¡Por favor!

La puerta se cerró con fuerza y él desapareció.

Ivena se levantó de la silla y por la ventana del frente observó a Jan sacando el Cadillac de la entrada y salir rugiendo por la calle. Una lágrima solitaria le serpenteó a ella por el rabillo del ojo.

Padre, lo protegerás, ¿no es así? Debes hacerlo. Esto no ha acabado para él. Su historia aún no ha concluido.

¿Y qué hay con tu historia, Ivena? ¿Está completa?

—Sí, ya he terminado —contestó en voz alta—. Si me das una oportunidad me uniré a la risa allá arriba.

Ivena suspiró otra vez y se dirigió al teléfono. Debía llamar a la policía. Sí, haría eso.