La tremenda tormenta que azotaba Atlanta se extendió también hacia la costa este y lanzó esa noche lluvia sobre Nueva York. Pero en el exquisito ambiente de la Comida Fina de Brazario, el grupo de Delmont Pictures era totalmente ajeno a esto. Aquí la luz era tenue, el aroma de café delicioso, y afables las risas. Jan agarró su cangrejo de concha suave y asintió a la aseveración de Tony Berhart de que una película estaba destinada al éxito si podía hacer llorar a las mujeres. Bueno, La danza de los muertos también haría llorar a la mayoría de hombres, opinó él, y eso la haría imparable. El vicepresidente de adquisiciones del estudio hizo un brindis para acentuar su punto.
—Brindemos, brindemos —concordó Roald levantando la copa en admisión.
Jan, Karen y Roald habían llegado en vuelos diferentes, todos de estados separados, y los viejos amigos se reunieron en Delmont Pictures.
Karen estaba frente a la mesa a la derecha de Jan. Tres velas rojas ardían entre ellos, emitiendo un brillo anaranjado sobre el rostro de ella, quien reía con Roald. La joven había perfeccionado el arte de socializar como pocos que Jan conociera, riendo en el momento preciso pero también sabiendo cuándo detenerse y ser escuchada.
Jan pensó otra vez en el encuentro que tuvieran solo una hora antes. Soplaba el viento cuando él llegó al restaurante, y sostuvo la puerta para una dama que se acercaba por la izquierda. Ella estaba a menos de metro y medio antes de que se reconocieran mutuamente.
Karen.
La mujer se paró en seco como si la hubieran abofeteado.
—Hola, Karen.
—Hola, Jan —contestó ella recuperándose rápidamente y pasando al lado de Jan, quien entró detrás.
—Así que aquí estamos de nuevo —comentó él—. Nos volvemos a reunir después de todo.
—Sí —respondió ella echándole una rápida mirada, y luego buscando en el vestíbulo alguna señal de sus anfitriones—. Deberían estar aquí. ¿Has visto a Roald?
—No. No, acabé de llegar. ¿Estás bien, Karen?
—¿A qué te refieres?
—Sabes a qué me refiero.
—Estoy bien, Jan. Relacionémonos sencillamente con la película. Podemos hacerlo, ¿de acuerdo?
—Sí… Oí que te estabas viendo con alguien. Me alegro.
—Yo también. No hablemos de eso ahora. Haz lo que tengas que hacer, y déjame hacer lo mío. ¿Está bien? ¿Dónde está Roald? —averiguó ella estirando el cuello para ver.
—En realidad no tuve alternativa, Karen. Comprendes eso, ¿verdad?
—No sé, Jan. ¿Y tú?
—No sé qué hayas oído, y no espero que entiendas, pero lo que sucedió entre Helen y yo estaba más allá de nosotros. Dios no ha terminado con esta historia.
—¿Y qué nos pasa al resto de nosotros, pobres almas tristes, mientras Dios concluye tu historia? Quedamos simplemente pisoteados por el bien mayor, ¿es así?
—No. Pero este amor por Helen vino del Señor. La atracción entre tú y yo se extravió de alguna manera. Sin duda ahora ves eso.
—Ah, vamos, Jan. No eches esto sobre Dios. ¿Sabes cuán ridículo se oye? ¿Me echaste por otra mujer porque Dios te dijo que lo hicieras?
—Entonces olvida cómo sucedió. ¿Éramos realmente el uno para el otro? Ya estás con otro hombre. Y yo estoy con otra mujer.
Ella dejó la búsqueda y miró a Jan a los ojos sin contestar.
—Quedamos atrapados en el frenesí de la situación —continuó Jan—. Quizás estabas tan interesada en La danza de los muertos, en la franquicia de Jan Jovic, como en mí.
—Quizás —respondió finalmente Karen—. ¿Y en qué convertiría eso a tu atracción por mí?
—En un fuerte encaprichamiento con la mujer que me convirtió en estrella —dijo él, y sonrió.
Se sostuvieron la mirada.
—Hace un mes te habría abofeteado por decir eso.
Roald entró entonces y eso terminó al instante la conversación.
Ahora ella lo miraba a través de la mesa, y sonreía, orgullosa de su proyecto favorito. Profesionalmente alegre de estar con el autor de La danza de los muertos, aunque no de ser la novia de él.
—Bueno, estoy seguro que se están preguntando por qué los convocamos a todos aquí tan repentinamente —expresó Tony—. Apreciamos su comprensión.
La mesa quedó en silencio. El ejecutivo de Delmont Pictures los miró y depositó la mirada en Jan.
—Estoy seguro que Karen les ha dicho que ha habido un cambio —anunció con una sonrisa—. Este es el modo en que nos gusta presentar cambios en el mundo del entretenimiento. Primero agasajamos y después discutimos asuntos.
Se oyeron unas risitas.
—Pero permítanme asegurarles que les encantará lo que tengo que decirles. El contrato que firmaron con Delmont Pictures permite al estudio vender los derechos de la película a nuestra discreción mientras materialmente no les afecte a ustedes. Es algo que haríamos solo si estuviéramos claros que la venta tendría sentido fiscal para todas las partes. Hemos recibido y aceptado una oferta.
¿Qué significaba eso? Jan miró a Karen.
—Ustedes están vendiendo la película. ¿Por qué? —quiso saber ella.
—Sí, estamos vendiendo la película. El trato nos garantiza una buena utilidad y les ofrece a ustedes un mejor pago. Tres millones de dólares adicionales a la finalización.
Ellos se quedaron atónitos. Fue Karen quien presionó primero por detalles.
—Perdone mi ignorancia aquí, Tony. Pero ¿por qué?
—Se trata de un estudio recién constituido, del que estoy seguro que has oído hablar. ¿Dreamscape Pictures?
Ella asintió.
—¿Tienen esa cantidad de dinero?
—Sí. Lo importante es que quieren garantía total de que ustedes cumplirán el contrato, por lo que añadieron un incentivo de tres millones. Es obvio que se están extendiendo en este acuerdo y no se pueden dar el lujo de ninguna equivocación. Y, si ustedes quieren saberlo, creo que esa fue una jugada inteligente de parte de ellos. Esta película hará un dineral. Una empresa nueva como Dreamscape podría usar eso.
—¿Y por qué no ustedes?
—Porque diez millones en el banco siempre derrotarán a cien millones en la mesa —respondió Tony encogiendo los hombros—. Si significa algo para ustedes, voté contra el acuerdo.
—En resumidas cuentas nosotros no perdemos nada —opinó Roald, hablando por primera vez—. Y quedando iguales todas las cosas, ganamos tres millones de dólares. ¿Qué hay con la producción y la distribución? ¿Saben su negocio esos tipos?
—Tienen socios sólidos. Y con la cantidad de dinero que están poniendo en el acuerdo, ustedes pueden apostar que no se conformarán con una película casera. Ustedes tendrán lo que quieren.
—¿Qué clase de contrato? —preguntó Karen.
—Prácticamente igual al existente. Como dije, ellos sí están interesados en proteger la inversión que hicieron.
—Bien —dijo Karen asintiendo—. Entonces creo que son imperativas las felicitaciones, Tony. Nos has hecho un bien.
—¿Qué crees, Jan? —preguntó el ejecutivo mirándolo a los ojos.
—Creo que Karen tiene razón. Si ellos quieren pagarnos tres millones de dólares por lo que de todos modos ya hemos hecho, no rechazaremos su dinero. ¿Así que ahora tenemos un trato de ocho millones de dólares? ¿No es eso muchísimo dinero?
—Eso es excepcional, Jan —opinó Roald—. Y Karen tiene razón: Tony, en cuanto a nosotros has hecho muy bien. Creo que esto exige una celebración.
—Estamos celebrando, Roald —objetó Tony riendo—. ¿Es que no te das cuenta?
La reunión se convirtió entonces en una celebración, por otras dos horas, bebiendo, riendo y disfrutando los beneficios de la riqueza. En muchas maneras la noche era para Jan como la cima de una montaña. No solo que Dios le había obsequiado a Helen, parecía que le había devuelto el favor del mundo. Con Karen, Roald y La danza de los muertos. Todo volvería ahora a la normalidad. Y la normalidad como un millonario era algo que le empezaba a gustar. Muchísimo.
Helen abrió los ojos y miró el reloj en la cama. Eran las diez de la mañana. Vagos recuerdos de la noche le flotaron en la mente. Había llamado a Glenn…
Helen se incorporó sobresaltada. ¡Se hallaba en el palacio! Y Jan… Jan estaba en Nueva York. Ella se dejó caer, inundada de alivio. Pero el sentimiento la abandonó en un minuto.
Rodó de espalda y gimió. Lluvia aún salpicaba en la ventana. Jan no tenía programado volver hasta el día siguiente, domingo, pero habría llamado, sin duda. Ella tendría que inventar una historia razonable para no contestar el teléfono.
¡Oh, querido Jan! ¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho y adónde he ido a parar? Helen se puso una mano en los ojos y luchó con las olas de desesperación que le chocaban en el pecho. Uno de estos días tendría que acabar con esta locura. O quizás Glenn lo haría por ella. Se le ocurrió la idea de clamar a Dios, pero la rechazó. Este no era ningún mundo fantasioso atiborrado de visiones, mártires y un Dios que hablaba en la oscuridad. Esto no era La danza de los muertos de Jan. Este era el mundo real. El mundo de Glenn. Jan había crecido en una tierra totalmente distinta. Tanto Jan como Ivena… su esposo y su madre. Madre Ivena…
Ivena.
¡Ivena!
Un escalofrío le aguijoneó la columna. Helen se arrastró de la cama, entrecerrando los ojos debido a un punzante dolor de cabeza. Había imaginado ver a la querida mujer atada y amordazada. Helen abrió la puerta del clóset.
Estaba vacía. ¡Oh, gracias, Dios! ¡Gracias! Así que lo había imaginado todo, entonces. Las drogas podrían hacer eso con mucha facilidad. Se metió al baño, se salpicó agua en el rostro y se cepilló los dientes. Tendría que ir a casa… a casa de Jan. A la casa de ella. ¡Fue una insensatez venir aquí! Esta es la última vez.
Dejó de cepillarse y se miró en el espejo, le brotaba espuma blanca de la boca. Esta es la última vez, ¿entiendes? ¿Entiendes eso, Helen? Nunca más. De repente escupió al espejo, salpicándolo con pasta dental.
—¡Me produces náuseas! —susurró y se enjuagó la boca.
Se puso los jeans azules y se escabulló del apartamento, dirigiéndose al bar y a un cigarrillo. Quizás a un trago. El enorme salón yacía en sombras, sin ninguna luz a no ser el gris de mal augurio que lograba atravesar las lejanas ventanas. Los pilares del salón se erguían como fantasmas en el silencio. Ella viró a la derecha y se dirigió al bar.
Había llegado al mostrador y se estaba inclinando por encima cuando oyó el sonido. Un suave bufido. Un gemido de viento. No, ¡un suave bufido!
Se volvió y enfrentó las sombras.
Allí había una figura, sus ojos blancos la miraban desde la penumbra.
Helen saltó, aterrada. La forma era humana, atada a una silla, amordazada. Helen no se pudo mover. Por el momento solo pudo quedarse con la mirada fija mientras el corazón le palpitaba en los oídos y aquella mujer la taladraba con esos ojos blancos.
Era Ivena. Por supuesto, era Ivena, y eso no había sido un sueño anoche. Glenn había agarrado a la mujer y…
El horror le produjo náuseas repentinas en el estómago. Se llevó la mano a la boca y trató de no perder la calma. La injusticia de esto, la maldad de esto, ¿cómo podía algún humano hacer algo así? Y entonces Helen supo que estaba mirando un espejo. No un espejo real porque era Ivena quien se hallaba atada a la silla a siete metros de distancia. Sino un espejo porque ella no estaba menos atada que Ivena. Helen se estaba mirando a sí misma y la escena la hacía verse nauseabunda. Pero a diferencia de Ivena, ella había venido aquí voluntariamente. Con deseo, como un perro hacia su propio vómito.
Un gemido brotó de la boca de Helen, quien salió a tropezones hacia delante, agarrándose el estómago con una mano. No podía interpretar la expresión de Ivena debido a la mordaza, pero tenía los ojos abiertos de par en par. Las cuerdas le presionaban la carne… el vestido rosado que usaba estaba desgarrado, Helen pudo ver eso mientras se acercaba. Y sí, tenía el rostro amoratado en mala manera.
Un nudo se le alojó a Helen en la garganta, dejando que saliera solo un ligero gemido. Lágrimas le empañaron la vista. Debía quitar esa mordaza. Llena de pánico corrió hasta donde Ivena y arrancó la tira de sábana que le habían envuelto alrededor de la boca. Debió tirar con fuerza, e Ivena hizo un gesto de dolor, pero la mordaza se soltó, dejándole al descubierto el rostro. La mujer estaba llorando con la boca abierta y los labios temblorosos.
Helen buscó los nudos que ataban a Ivena. Halló uno en la cintura y lo jaló, lloriqueando de pánico.
—¿Estás herida? ¿Te hizo daño él?
Desde luego que estaba herida.
—Deja los nudos, Helen —expresó Ivena en voz baja—. Él solo me lastimará más.
Helen tiró de las cuerdas, desesperada por liberarla.
—Helen, por favor. No lo hagas por favor.
La joven resolló en frustración y golpeó la silla con la palma de la mano. Cayó de rodillas, bajó la cabeza hasta el hombro de Ivena, y lloró amargamente.
No hablaron por todo un minuto. Se estremecieron con sollozos y se humedecieron los rostros con lágrimas, Ivena atada a la silla y Helen de rodillas a su lado. Ivena tenía razón: ella no podía desatarla; Glenn las mataría a ambas.
—Shshshshsh… —susurró Ivena, recuperándose—. Quédate tranquila, hija.
—¡Lo siento, Ivena! Lo siento mucho.
No había palabras para esto.
—Lo sé, Helen. Todo estará bien.
Helen se enderezó y miró a la mujer mayor. Aún tenía en la mano la mordaza hecha de sábana, y con ella secó cuidadosamente la cara de Ivena.
—Él es un monstruo, Ivena —enunció y se puso a llorar otra vez.
—Lo sé. Es una bestia.
—¿Cuánto tiempo has estado aquí?
—Desde ayer, me atacaron…
Ivena apartó el rostro.
Si la hubiera llamado para pasar el fin de semana como sugiriera Jan, ella estaría sana y salva, pensó Helen. ¡Yo le he hecho esto!
Ivena pareció recuperar algo de resolución. Ajustó la barbilla y tragó saliva.
—¿Y por qué estás aquí, Helen?
¿No lo sabía Ivena? ¡Ella no había sospechado! Helen se llevó las manos al rostro y lo ocultó, totalmente avergonzada. Se apartó y lloró en silencio.
—Ven acá, hija.
Helen permaneció paralizada.
—Sí, es algo terrible. Pero ya está hecho. Ahora serás perdonada.
—¿Cómo puedes decir eso? —preguntó Helen volviéndose a Ivena—. ¿Cómo puede alguien decir eso? Mírate. Estás atada a una silla, apaleada y sangrando, ¿y me estás hablando de perdón? ¡No es justo!
—No, querida, estás equivocada. Perdonar es amar; el amor nos lleva más allá de la muerte. Debes saber algo, Helen. Debes escucharme y recordar lo que ahora te digo. ¿Estás escuchando?
Helen asintió.
—La sangre está en el mismo centro de la historia humana. El derramamiento de sangre, la entrega de sangre, el despojo de sangre. Sin derramamiento de sangre no hay perdón. Sin el derramamiento de sangre no hay necesidad de perdón. Todo se trata de vida y muerte, pero el sendero de la vida corre a través de la muerte. ¿Tiene esto algún sentido?
—No sé.
—El que encuentre su vida, la perderá. Si quieres vivir, debes morir. Eso fue lo que Cristo hizo. Él derramó su sangre. Parece absurdo, lo sé. Pero solo cuando decides renunciar a ti, a morir, es que entiendes el amor. Oye esto, Helen. Nunca comprenderás el amor de Cristo; nunca corresponderás al amor de Janjic a menos que mueras.
—Eso no tiene sentido.
—No. Tratar de amar sin morir no tiene sentido.
Helen miró el cuerpo de Ivena, todavía atado como un cerdo. Luchó para hacer a un lado las lágrimas.
—He oído la risa, Helen.
De repente se abrió de un golpazo la puerta a la derecha y ambas voltearon a mirar al unísono. Era Glenn, parado en la luz, las manos en las caderas, sonriendo. Caminó hacia ellas, aún vestido en esos pantalones blancos de poliéster, ahora manchados de mugre.
—Veo que encontraste tu regalo, Helen. Anoche no parecías muy interesada, así que te la empaqué aquí para ti.
Helen luchó por contener la ira, pero esta se desbordó. Ella chilló e hizo oscilar el puño derecho hacia Glenn. Él le agarró fácilmente la muñeca.
—Tranquila, princesa.
—¡Odio esto! ¡Odio esto, cerdo!
—Ten cuidado con lo que dices, ¡babosa inmunda! —exclamó Glenn retorciéndole el brazo hasta que ella hizo un gesto de dolor.
—¡Ella no significa nada para ti!
—Ella significa todo para mí. Hará un poco de magia para mí, ¿verdad que sí, vieja? —declaró él dando un empujón a Helen, quien se agarró el brazo, aún mirándolo—. Sí, lo hará.
—¿Qué esperas conseguir con esto? —inquirió Helen.
—Espero conseguir un poco de cooperación, princesa —explicó él frunciendo el labio superior de tal modo que dejó ver la enorme dentadura torcida—. Esta flacuchenta aquí me brindará alguna motivación para ti y tu predicador.
—¿Qué significa eso? —averiguó Helen, tensa.
—Significa que como te ha costado trabajo ser leal, voy a ayudarte un poco, eso es lo que significa. Ese es mi regalo para ti. Hasta podrías imaginar que es un regalo de bodas.
Glenn había entrado en aguas peligrosas con este tono, y Helen resolvió no presionarlo.
—¿Quieres saber cómo funciona esto, querida? ¿Um? ¿Instrucciones operativas? Está bien, déjame decírtelo. Primero, dejas esta flacuchenta libre en la calle. Déjala volver a su casa, o ir de compras, o a lo que sea. Tal vez primero a asearse un poco.
Él respiró hondo y anduvo de un lado al otro de modo teatral.
—Lo importante es tratar de mantener viva a la flacuchenta. Realmente un juego. Si tú y tu amigo predicador acuerdan separarse, la flaca vive. Si no, ella muere. Esa es la única regla. ¿Te gusta?
¿Separarse? ¿Glenn estaba exigiendo que Jan y ella se separaran?
—Ah, una cosa más. Tienes tres días. Algo así como una cuestión de resurrección. Si haces lo correcto, la tumba estará vacía en tres días. Siendo la tumba la casa del predicador. Vacía de ti, Helen.
Él no podía hablar en serio, desde luego. ¡Era una insensatez!
—Vamos, Glenn. No bromees. Ella no es…
—¡No estoy bromeando! —gritó él.
Helen se sobresaltó. El rostro de Glenn miró con el ceño fruncido, furioso.
—¡Soy tan serio como un ataque cardíaco, bebé! Tienes tres días, y si quieres que esta flacuchenta aquí sobreviva a nuestro jueguito, mejor es que pienses por ti misma.
De pronto Helen sintió débiles las rodillas. ¡Él estaba loco! Volteó a mirar a Ivena. La mujer estaba observando a Glenn, con la mirada aún suave y carente de miedo. Quizás sonriendo.
—Ahora córtale las cuerdas y déjala libre —ordenó Glenn, mostrando una sonrisa—. Hora de jugar.
Con eso dio media vuelta y salió del salón a grandes zancadas.