Capítulo veintiséis

Ivena salió de su casa el viernes por la noche y aspiró una larga bocanada de aire fresco en los pulmones. Las lluvias de los últimos días habían atenuado el calor, y al ver los cielos en efervescencia, pensó que nuevamente llovería esta noche. Janjic se había vuelto a ir a alguna reunión en Nueva York. Quizás ella llamaría a Helen para preguntarle si le gustaría venir a visitarla después. La muchacha era un biberón del cielo, la niña de Jan. Y en algunas maneras también era la niña de Ivena.

La mujer cerró la puerta y pasó por los rosales en la acera. Un automóvil negro rodaba lentamente, avanzando en la misma dirección que ella, hacia el parque a tres cuadras al occidente. Un hombre la miraba distraídamente desde la ventanilla lateral. Truenos retumbaban en el distante horizonte. La brisa barría una fila de enormes y frondosos abetos a lo largo de la calle, como una ola verde. Sí, llovería pronto, pero ella quería caminar al menos unos pocos minutos.

La mente le zumbó con la conciencia de que él estaba cerca. De que Dios estaba cerca. Es más, no había estado tan cerca desde los días siguientes a la muerte de Nadia muchos años atrás. Y cuando Dios estaba cerca, al corazón humano no le iba muy bien, pensó ella. Tendía a convertirse en papilla.

Ivena regresó a mirar su pequeña casa con el invernadero oculto detrás de la elevada cerca blanca. Sin duda Dios estaba allí, extendiéndose por toda esta selva de amor de él. La mujer se detuvo y se puso de cara a la casa, tentada a regresar al jardín. A las flores y la fragancia que las paredes de cristal ya no podían contener. Las verdes enredaderas no solo se habían apoderado del jardín sino de su propio corazón, pensó Ivena. Entrar al invernadero era como ingresar al tribunal interno, al pecho de Dios. En cierta ocasión había olido las flores a una cuadra de la casa y temió que alguien hubiera entrado. Había corrido todo el trayecto solo para hallarlas bamboleándose en medio de la suave brisa que a veces atravesaba el sitio. No había podido localizar el origen de esa brisa.

Ivena se volvió y siguió su caminata; necesitaba el ejercicio.

No se podía ir muy lejos del jardín sin que la invadiera el deseo de regresar. Y había notado algo más. Estaba recordando cosas muy claramente por alguna razón. El recuerdo de la expresión del rostro de su hija cuando esa bestia Karadzic había jalado el gatillo. El recuerdo hasta de la respiración uniforme de Nadia. Y la leve sonrisa. «Yo oí la risa», había dicho la niña.

—Oh, Padre, muéstrame tu risa —susurró Ivena en voz baja, caminando ahora envuelta en sus brazos.

¡Bum!

Ivena se estremeció. Fue un trueno, pero muy bien pudo haber sido la bala en la cabeza de Nadia.

Suspiró.

—Sabes que te amo, Padre. Pero todavía no parece correcto que te hayas llevado a Nadia delante de mí. ¿Por qué debo esperar?

Un día ella se iba a reunir con su hija y era probable que ese día no llegara tan rápido. No sería hoy. En primer lugar su cuerpo no estaba mostrando señales de deterioro. Podrían pasar otros cincuenta años antes de que causas naturales se la llevaran. En segundo lugar, debía representar un papel en este drama acerca de ella. Este juego de pasión. Sabía eso como sabía que le corría sangre por las venas, invisible pero emergiendo con vida.

Nadia había oído la risa del cielo, y el sacerdote había reído la risa del cielo, exactamente allí en la cruz, suplicando irse. Ahora Janjic había oído los cielos llorando.

Y luego Cristo había plantado su amor por Helen en el corazón de Janjic.

Una vez que Ivena lo entendió, supo que se hallaba en un juego de pasión. Estaban caminando por el Cantar de Salomón. El jardín de Salomón, lo más probable. Un rocío de amor desde el cielo, para el bien de los mortales que vagaban por ahí, ajenos al desesperado anhelo del Creador.

—¿Y qué de mí, Padre? ¿Cuándo oiré tan claramente?

Solo le respondieron lejanos estruendos. La mujer llegó a la entrada del parque y decidió caminar alrededor una vez antes de volver a casa, ojalá antes de que lloviera.

Este drama que se desarrollaba detrás de los ojos del hombre era algo grandioso; mucho más que la construcción de grandes ciudades o imponentes pirámides. Más grandioso que ganar guerras. Tenía una sensación de mucho más noble propósito. Como si el destino de un millón de almas dependiera del equilibrio de estas pocas vidas. De la historia de Janjic. La danza de los muertos. El padre Michael, Nadia, Ivena, Janjic, Helen, Glenn Lutz… ellos eran los principales actores aquí en la tierra. Y las masas vivían ajenas a la lucha, mientras se estaba decidiendo su propio destino.

Ivena no encontraba por ninguna el cómo y el porqué; solo esta vívida sensación de propósito. Pero estaba segura de algo: Este juego de pasión no había acabado. Janjic podría hacer esta película, pero aún no estaba completa la historia. Y ahora ella recibía el llamado a representar un papel mayor. Tenía el beneficio del jardín, pero por increíble que fuera, ansiaba más. Un atisbo del mismísimo cielo.

—Muéstrame, Padre. ¿No me lo puedes mostrar? Le mostraste a Nadia, al padre Michael y a Janjic. Ahora muéstrame. No me dejes a mi suerte aquí afuera en el viento.

Ivena constató que a excepción de ella no había nadie en el parque. El auto que había visto rodar se hallaba estacionado cerca de los edificios anexos a la derecha, pero no se veía a nadie. Había un viento cálido que le soplaba el cabello, llevándole el aroma de hierba recién cortada. Esto le recordó las fragancias del jardín en que Janjic y Helen se casaron. Una sonrisa le abultó las mejillas ante el recuerdo. Janjic había invitado a algunos de sus amigos más íntimos y a todos sus empleados a una fiesta con cena, explicó lo que sentía, y luego presentó a su novia.

En su mayor parte era un grupo conservador, y todos miraban boquiabiertos a la querida Helen como si ella viniera de una cultura recién descubierta. Pero Betty, la maternal dama, había ofrecido un vehemente discurso en defensa del amor, lo que acabó con las dudas de ellos, pensó Ivena. Al menos con algunas de esas dudas. Las demás se habían desvanecido lentamente en las semanas siguientes. No todos los días un hombre tan respetable como Janjic cambiaba su compromiso por otra mujer. Especialmente después de solo dos semanas.

La ceremonia había sido sencilla y sensacional. El ambiente era idílico, sí, con todas esas flores y arbustos perfectamente cuidados, pero fue ver a Janjic y a Helen juntos lo que transformó el acontecimiento en un día inolvidable. Su querido serbio sencillamente no podía dejar de mirar a su novia. Este anduvo todo el día tropezándose y sonriendo de oreja a oreja, respondiendo lentamente cuando le hablaban, muy tímido y completamente entusiasmado. Esto bastó para mantener toda la fiesta en un perpetuo resplandor. Si solo ellos supieran la verdad: que esta demostración era nada menos que un torpe intento de los mortales por contener en el corazón algunas de las células del corazón de Dios.

El amor de la pareja no se había detenido allí, por supuesto. Los dos eran inseparables. Sin embargo, a pesar del amor de Janjic, él seguía siendo humano. Tan humano como siempre y a veces más, pensó Ivena.

Y Helen… Helen era categóricamente humana.

Una sombra se movió a la izquierda e Ivena se volvió. Dos hombres se le acercaban, enormes tipos vestidos con pantalones negros de algodón, mirando algo por sobre ella. Habían aparecido más bien de repente, pensó Ivena. Un instante antes el parque estaba vacío, y ahora estos dos corrían hacia ella a grandes zancadas, al momento a menos de tres metros. ¿Cómo era posible eso? La dama siguió caminando y giró a la derecha para ver qué había captado la atención de los sujetos. Pero no había nada.

Ivena acababa de empezar a regresar cuando una mano le sujetó el rostro. ¡Habían llegado directo hacia ella!

—¡Oiga!

Su grito fue sofocado por un pedazo de tela. ¡El hombre la estaba asfixiando! Oh, amado Dios, ¡estos tipos me están atacando!

—¡Oiga! —volvió a gritar ella, agitando los brazos.

La voz fue completamente ahogada esta vez por la mano, pero Ivena se las arregló para golpear algo suave, y oyó un resoplido.

Un fuerte olor metálico le hizo arder los orificios de la nariz, directamente por los senos nasales. ¡La estaban drogando! La mente de Ivena comenzó a flotar. Un trueno volvió a retumbar, más fuerte esta vez, a menos que así se sintiera ser drogada. Nubarrones negros le oscurecieron la visión. Les gritó a los sujetos, pero se dio cuenta que no salía ningún sonido. Fue un lamento desde su propio mundo borroso.

Preguntó: ¿Me estoy muriendo? ¿Me estoy muriendo?

Pero Ivena no lo supo, porque su pregunta fue a parar en una ciénaga de oscuridad. Se desplomó en los brazos de sus atacantes.

Llovía a cántaros, trayendo una hora antes el crepúsculo sobre Atlanta. Helen estaba ante la puerta corrediza del patio viendo las gotas danzar furiosamente sobre la superficie de la piscina. Detrás de ella la casa yacía en tenues sombras, en silencio excepto por el apagado rugido de la lluvia. Realmente debería encender las luces, pero ahora mismo le faltaba la motivación para moverse.

Jan había salido para Nueva York. En este instante él estaría hasta la coronilla de reuniones, siendo importante. Siendo la estrella. Te necesito, Jan. Necesito

¿Que necesitas qué, Helen? ¿A Jan? ¿O las sensaciones que él te provocará? Llama a Ivena.

Hizo crujir los dientes. Las ansias le habían empezado al mediodía, una confusa mezcla de deseo y horror le taponaba el pecho. Físicamente no era adicta, ella lo sabía porque había roto su adicción en esas primeras cuatro semanas de abstinencia, con la ayuda de un consejero en drogas, como lo llamaba Jan. No obstante, la mente estaba ansiando; el corazón parecía viciado. Ella no entendía cómo funcionaba todo eso, pero sí sabía que tenía viciada la mente. No podía romper la desesperación que le rugía por las venas. Dependencia física habría sido más fácil, pensó. Al menos con esa dependencia tendría una excusa que la gente entendería.

Pero estas ansias quizás eran peores. Le traspasaban todo el cuerpo.

Pero se trataba más que la droga. Helen quería el palacio. Ese lugar horrible, terrible y maligno. Ese lugar maravilloso. Fue entender esto lo que le hizo sentir vergüenza.

Deberías llamar a Ivena, Helen.

¡No! Helen se volvió de la puerta. Tomó su decisión en ese momento, y se le rompieron las ataduras de la desesperación. Corrió hacia el teléfono y lo agarró de la pared. Ahora era solo deseo lo que le inundaba la mente, y se sentía bien. Dios, ella había extrañado esa sensación. No, no Dios… Quitó de la mente el pensamiento.

La bruja contestó el teléfono.

—Beatrice. Soy Helen.

—¿Sí?

—¿Puedes enviar un auto?

—La moza quiere regresar, ¿no es así? ¿Y si Glenn no estuviera aquí?

—¿Está?

Silencio. La mujer obviamente quería decir no. Pero su silencio ya había contestado.

—No sabes con qué te estás ensuciando, cariño.

—Cállate, vieja bruja. Simplemente consígueme un auto. Y no te tomes todo el día.

Ella oyó algunas palabrotas dichas entre dientes. El teléfono quedó en silencio.

Helen colgó y se fue hasta la ventana, mordiéndose las uñas. El corazón le palpitaba ahora con expectativa. Llovía a mares, cubriendo el concreto con una gruesa niebla de su propia salpicadura. Esta lluvia tenebrosa era como un escudo. Lo que sucediera ahora se habría ido cuando saliera el sol.

Corrió alrededor de la casa, encendiendo luces con manos temblorosas. Se cambió rápidamente a jeans y una camiseta amarilla. Cuando el auto paró quince minutos después, Helen salió disparada de la casa, abrió de un jalón la puerta trasera del vehículo, y subió. El conductor era Buck. La muchacha se reclinó en la seguridad de la oscura cabina y respiró hondo. El delicioso aroma de humo de cigarrillo colmaba el auto.

—¿Te puedo gorronear un cigarrillo, Buck?

Sin contestar, él le pasó hacia atrás un paquete de Camel. Ella encendió un cigarrillo y aspiró el tabaco. Sobre el techo resonaba la lluvia. El humo le llenó los pulmones, y la mujer sonrió. Estaba yendo a casa, pensó. Solo para una visita, pero definitivamente estaba yendo a casa.

Diez minutos después estacionaron en el garaje de la torre y subieron por el ascensor privado; sonó una campanilla en el último piso, y Helen ingresó al paso elevado que llevaba al palacio.

—Entra —dijo Buck—. Él está esperándote.

¿Está esperando? ¡Desde luego que estaba esperando! Glenn estaría esperando de rodillas. Y Jan… Ella aplacó el pensamiento.

Se arrastró por el pasillo vacío, esperando ver a la bruja en cualquier momento. Pero Beatrice no estaba aquí para recibirla. Helen se detuvo ante la puerta de entrada e intentó tranquilizarse. Pero el pulso no tenía tranquilidad. Esto es una locura, Helen. Esto es muerte. Fue el último pensamiento antes de que la puerta fluctuara hacia adentro bajo la presión de su mano.

La joven entró al palacio.

Música la recibió. Un suave saxofón rítmico; el sonido de Bert Kampfort, la preferencia de Glenn en melodías sensuales. Las luces centelleaban en tonos rojos y amarillos. Era increíble creer que ella hubiera estado aquí exactamente el fin de semana pasado y aún el ambiente le cayera encima como una ola de placer perdida hace mucho tiempo. La pista de baile reflejaba lentamente rotaciones de luz claramente definidas desde la bola reflejante en lo alto.

—Helen.

¡Glenn! Ella giró sobre sí misma hacia la voz. Él estaba parado cerca del sofá debajo de la cabeza de león.

—Hola, Glenn.

Helen puso los pies adentro. El hombre usaba los pantalones blancos de poliéster, y estaba descalzo sobre la gruesa alfombra. Una camisa hawaiana amarilla le colgaba holgada en el torso. Los labios sudados estaban despegados hacia atrás en una amplia sonrisa, revelando la torcida dentadura. Esta parte de Glenn, esta maloliente e inmunda parte, no se había alojado muy bien en la memoria de ella, pero ahora salía furiosa a la superficie. La muchacha necesitaba las drogas. Estas mitigarían la repulsión.

Helen se detuvo a tres pasos de él y le vio por primera vez las sombras húmedas en las mejillas. Glenn había estado llorando. Y no era una sonrisa sino una mueca la que le contraía el rostro; las piernas le temblaban.

—¿Glenn? ¿Qué pasa? ¿Estás bien?

Él se dejó caer pesadamente en el sofá, llorando ahora abiertamente.

—¿Por qué estás llorando?

—Tú me estás matando, Helen —confesó refunfuñando a través de los chuecos dientes; y luego declaró como un niño extraviado—. No puedo soportar cuando te vas. Te extraño demasiado.

El tipo estaba enfermo, pensó ella, y no estaba segura si sentir tristeza o repulsión por él. Grandes manchas de sudor le oscurecían la camisa en las axilas y ella le olió la fetidez de los sobacos.

—Lo siento, Glenn…

Él gruñó como un cerdo y salió del sofá como un bólido en un arranque de ira. El puño la golpeó furiosamente en el plexo solar y ella se dobló sobre el brazo del hombre. Dolor le recorrió por el vientre. El puño volvió a estrellársele en la coronilla de la cabeza y entonces cayó tendida en el suelo.

—¡Me estás matando! —gritó él—. ¿No sabes eso, Helen? ¡Me estás matando aquí!

La muchacha se enrolló en una bola, tratando desesperadamente de respirar.

—¿Helen? ¿Me oyes? Contéstame —suplicó él arrodillándose sobre ella, respirando con dificultad—. ¿Estás bien, querida?

Glenn se le acercó más, de modo que el aliento le bañó el rostro a Helen, quien tomó una bocanada de aire y gimió.

Una lengua húmeda y cálida se le deslizó en la mejilla. Él la estaba lamiendo. Le lamía la cara. Ella chapaleó en una repentina urgencia de volverse y arrancarle esa lengua con los dientes. Eso significaría morir.

—Helen, mi amor, te extrañé muchísimo.

Ella pudo respirar ahora y él fingió una sonrisa.

—Glenn, cariño. Dame un poco de droga. Por favor.

—¿Quieres un poco de droga, encanto? —preguntó él, como si ella fuera su bebé.

—Sí.

—Implora.

—Por favor, Glenn —suplicó, y lo besó.

Él saltó del piso como un niño ahora.

—Te tengo una sorpresa, Helen. ¿Qué quieres primero, la droga o la sorpresa?

Ella se levantó hasta quedar de rodillas. Los ojos de Glenn centelleaban de complacencia.

—¿Tienes que preguntar? —objetó ella pasándole seductoramente un dedo por el brazo—. Sabes cuánto me gusta volar, encanto.

Glenn echó la cabeza hacia atrás y rió a carcajadas. Ella creyó que él había enloquecido. Realmente se había deschavetado. La llevó al bar de donde extrajo un montoncito de polvo y un minuto después Helen ya se sentía mejor.

—Ahora la sorpresa —insistió él con una extraña sonrisa.

—Sí, la sorpresa —gritó Helen, levantando el puño; ahora se estaba sintiendo muchísimo mejor—. Guíame, mi rey.

Los ojos de Glenn resplandecieron pícaramente y trotó hacia el apartamento. Ella lo siguió, riendo ahora entre dientes.

—¿Qué es? ¿Qué es, Glenn?

—¡Ya verás! ¡Te encantará!

El gordinflón atravesó la puerta y se paró en seco. Helen entró a tropezones y miró alrededor del apartamento.

—¿Dónde? ¿Qué es?

Los ojos de Glenn refulgieron, bien abiertos, ansiosos. Mantuvo la mirada en ella y se arrastró hasta la puerta del baño.

—¿Está aquí? —preguntó él en tono de juego, y abrió la puerta.

Helen miró adentro. Nada.

—No. Déjate de bromas, enorme zoquete.

—¿Está aquí? —volvió a inquirir él, levantando la colcha.

—Vamos, Glenn, me estás enloqueciendo. Muéstrame.

Él fue hasta el clóset, con los ojos abiertos de par en par, una enorme sonrisa le dividía el rostro.

—¿Está aquí? —repitió él la pregunta.

—¿A qué estás jugando, tonto…?

Las palabras de ella se le atoraron en la garganta. El clóset estaba abierto. Allí estaba una persona, atada como una momia y apoyada en el rincón. Una mujer.

¡Ivena!

Al principio Helen no comprendió lo que estaba viendo. ¿Por qué estaba aquí Ivena? ¿Y no era extraño que estuviera amarrada de ese modo? Los ojos de la dama se abrieron, mirándola, manando lágrimas que le humedecían la mordaza en la boca.

Un profundo entendimiento cayó lentamente sobre Helen como un flujo de lava ardiente, quemándole la mente a pesar de su estado de aletargamiento. ¡Glenn había llevado a Ivena al palacio! Y le había hecho daño, tanto como para hacerle sangrar la nariz y amoratarle el rostro.

Esos delicados ojos marrones miraban a Helen, quien sintió que el corazón se le empezaba a partir.

—¿Ivena? —exclamó con voz ronca.

—¿Te gusta mi sorpresa, Helen? —indagó Glenn, quien ya no sonreía.

—Oh, Ivena. Oh, Dios, ¡Ivena!

Helen se desplomó de rodillas. El mundo le comenzó a flotar. Quizás este era uno de esos viajes malos.

Glenn estaba riendo ahora. Él disfrutaba esto. Todo el cuerpo se le estremecía como un tazón de gelatina, y Helen consideró estrafalario todo eso. La puerta del clóset estaba cerrada ahora, y ella se preguntó qué había visto allí dentro. Soñó que Glenn había atado y amordazado a Ivena, precisamente a ella, y que la había apoyado de pie en el clóset. Santo Dios, estaba alucinando en mala forma.

Helen rió con Glenn, analizando la situación al principio. Pero cuando él aulló con humor, ella tiró la compostura por la ventana y se le unió, riendo hasta que difícilmente se podía poner de rodillas, mucho menos de pie.

El mundo entró flotando suavemente en un lugar de confusos bordes y cálidas sensaciones. Ella estaba en casa, ¿verdad que sí? Las manos levantadas sobre la cama.

Sí, Helen había vuelto a casa.