Tres meses más tarde
Glenn Lutz atravesó como un toro el pasaje entre las Torres Gemelas, resollando por el esfuerzo, las manos rojas de sangre. El pasaje no tenía aire acondicionado y el calor de Atlanta al finalizar el día le ingresaba por la piel. Él se estaba sumergiendo en las hirvientes aguas de la locura y no había salvavidas a la vista. Ya no lo calmaba la furia ni la violencia que de vez en cuando propinaba a cualquier alma desprevenida que se le atravesaba. El detective Charlie Wilks había ido tres veces en el último mes, suplicándole que tomara las cosas con calma. Ahora muy bien podía esperar otra llamada, tan pronto como el detective se enterara de la paliza que acababa de administrar. Apalear al primo tercero del alcalde era algo absurdo, por lo cual tal vez Glenn no había podido contenerse.
Quizás un día azotaría al viejo Charlie… ahora haría una jugada inteligente. La relación con el tipo no era tan íntima como una vez había sido. Uno de estos días Charlie podría olvidar el pasado de ellos juntos y enviarle una pandilla de asesinos. Por eso es que Glenn se había tranquilizado. Por eso había dejado tranquilo al predicador. Por eso no había salido con una metralleta ni había atacado a Jan.
—¡Beatrice! —llamó Glenn abriendo de golpe la puerta de la oficina; ella no estaba allí; maldijo, corrió hacia el escritorio y pulsó el intercomunicador—. Beatrice, ven acá. ¡Trae una toalla!
Sostuvo las manos en alto, cuidando de no desordenar mucho. Los nudillos le brillaban de rojo; probablemente la mitad de la sangre era la suya propia.
Beatrice entró, echó una mirada a las manos de Glenn y lanzó una exclamación de desdén.
—Debería dejar esta tontería, ¿sabe? Olvídese de ella —exhortó lanzándole una toalla blanca—. Mañana tiene un almuerzo; ¿cree que la gente no le verá los nudillos pelados?
Él se limpió las manos sin contestarle. Beatrice se estaba volviendo tan osada como Charlie. La mujer se sentó en una de las sillas para visitantes junto al escritorio y analizó a Glenn de modo condescendiente, como si fuera su madre. Él se deslizó en la silla. Era una relación extraña esto de depender por completo de alguien a quien se le detesta en gran manera. Y en realidad, además de Helen, Beatrice era su amiga más querida. Qué pensamiento más horrible.
—Pero apuesto que no piensa renunciar a ella —opinó Beatrice.
—El camino de ella es mi camino.
—Ocasionalmente, es obvio, o ella no seguiría viniendo. Pero ahora está casada con otro hombre. Ha estado casada con él durante dos meses, y no veo papeles de divorcio flotando por ninguna parte. Lo ha escogido a él.
—Ella no lo ha escogido a él —objetó Glenn golpeando el escritorio con el puño—. ¡Él es un brujo!
—Es un hombre religioso —corrigió ella—. Y pensé que yo era la bruja.
—Es lo mismo. Nadie la pudo haber arrebatado de ese modo.
—Quizás sería mejor que ella le fuera fiel a él. Mejor para usted, es decir.
Él la miró y frunció el ceño.
Se quedaron en silencio por unos instantes, ella haciendo oscilar una pierna sobre la otra con las manos cruzadas; él meditando en una imagen mental de su puño golpeando ese rostro alargado.
—Debería conseguirse otra mujer, Glenn —sugirió Beatrice.
—Y tú deberías conseguir un poco de sentido común, Beatrice. No hay reemplazo para Helen. Sabes eso.
—¿Por qué? ¿Por algo que sucedió hace veinte años? ¿Por qué entonces a usted lo llamaban Peter y lo poseyó una obsesión adolescente por ella? Ya no tiene quince años, Glenn. Y Helen ya no es la reina del baile de graduación. Yo podría encontrar una docena de chicas mejores que ella.
—¡Uf…! —resopló él y asentó ambos puños sobre el escritorio una vez; luego dos veces; le frunció el ceño—. ¿Sabes por qué hago en un solo día lo que tú nunca harás en toda una vida, Beatrice? Te diré por qué. Porque sé cómo conseguir lo que quiero, ¡y tú ni siquiera sabes lo que quieres! ¡Por qué estoy obsesionado! Y tú estás poseída. Yo soy tu dueño. Recuerda eso.
Ella pestañeó ante el regaño.
Glenn se reclinó en la silla y cerró los ojos, furioso con Beatrice. En realidad en ocasiones sí se sentía poseído, sin poder actuar por las voces en la cabeza. Pero había sido igual por tanto tiempo como recordaba. Cuando vio por primera vez a Helen en el pasillo del colegio, por ejemplo, usando una falda color azul marino y lamiendo un chupete.
La imagen de ella danzaba sobre la cuerda en los ojos de la mente del hombre. Falda azul agitándose en lentos movimientos. Uno, dos, amarrarse el zapato; tres, cuatro, cerrar la puerta; cinco, seis, echar una miradita furtiva, imaginar quién soy yo; eso es correcto, y aún no has visto nada.
—Voy a sacar del apuro a Helen —anunció Glenn, cambiando la mirada hacia la pared de cristal a la izquierda.
Habían pasado dos meses y ahora era el momento. Charlie podría irse al diablo. Glenn ya había jugado bastante con las reglas del tonto.
—¿La va a sacar del apuro? ¿Y cómo va a sacar a Helen del apuro?
—Voy a darle un poco de motivación —contestó él sin mirarla.
—¿El asunto de la película?
—Sí. Pero… más.
Apenas podía ahora oír respirando a Beatrice en la quietud. Fue la manera en que él dijo más, pensó. Como en mucho más. Como en terriblemente mucho más. Enfrentó ahora a Beatrice, feliz de que ella se hubiera mantenido en silencio.
—Dicen que el sendero hacia el corazón de algunas mujeres atraviesa el cerebro —manifestó él en voz baja.
—¿Dicen eso?
—Yo lo digo.
—Charlie no se quedará inactivo si usted le hace daño al predicador.
—¿Quién dijo algo respecto del predicador?
Ella se acomodó en la silla, todos los noventa kilos, retorciéndose.
—Te estoy diciendo esto para que dejes de agitar la mandíbula, Beatrice —dictaminó Glenn en voz baja y sonriendo antes de que ella pudiera hacer otra pregunta—. Esto terminará pronto. Voy a forzar el asunto. Puedes cerrar la bocaza, y ser una bruja buena.
Beatrice bajó la mirada, pero no sin su acostumbrada fuerza de carácter. El poder que el hombre tenía sobre ella la había ablandado un poco, pensó él. La mujer aún permanecía en silencio.
—Pues sí, el acuerdo de la película. Quiero que el asunto de la película se haga esta semana. ¿Podemos hacer eso?
—Tal vez. Sí —respondió ella.
—No me importa qué se necesite, Beatrice. Cualquier cosa, ¿entiendes?
—Sí. Esto no parece especialmente inteligente, Glenn.
Las manos de él temblaban sobre el escritorio, pero no dijo nada.
—¿Sabe ella quién es realmente usted?
¡Cállate, Beatrice! ¡Cállate comadreja regordeta!
—No. No, no sabe nada —contestó él después de morderse los labios para tratar de no expresar con palabras los pensamientos—. Y en realidad, tampoco tú. Ni cerca.
Beatrice lo miró por cinco segundos y luego se puso de pie y salió del salón, caminando como un pato negro.
Glenn exhaló lentamente y volvió a reposar la cabeza en la silla; se le fueron los pensamientos sobre Beatrice. Fue Helen quien volvió a llenarle la mente. Helen, quien lo había eludido por tanto tiempo. Helen, quien estaba a punto de enterarse quién era en realidad su amante. Helen, ese gusano enfermo y de doble ánimo. Helen, dulce, dulce Helen.
Helen puso con cuidado la mesa de desayunar, tarareando distraídamente. Afuera las aves madrugadoras piaban y se movían en brinquitos sobre las ramas de enormes sauces. Había llovido durante la noche, dejando frío el aire y refulgentes los arbustos, despojados del polvo veraniego. Hojas sueltas flotaban en la vidriosa superficie de la piscina. Estoy en casa, pensó Helen. Este es mi hogar.
La impactó que el tono que había estado tarareando fuera del antiguo himno que Ivena entonaba a menudo: «Jesús, amor de mi alma». Letra antigua pero tono más bien pegajoso una vez que se le oye. Pensar que hace dos meses ni siquiera había oído el tono. Y ahora se hallaba aquí, revoloteando por la cocina de Jan, la cocina de ella, usando una bata rosada de casa, disponiendo cubiertos y jugo de naranja para dos.
Antes ella había oído hablar de idilios arrolladores, pero el suyo con Jan había sido un tornado. Un romance de cuento de hadas, con un libreto perfecto a excepción de la zapatilla de cristal. Hasta la boda había sido extravagante, bajo un sol resplandeciente en ese mismo jardín, el Jardín del Edén de Joey, con un ministro y alrededor de treinta testigos, exactamente cuatro semanas después del día en que Jan pidiera la mano de Helen. Y estas primeras siete semanas habían transcurrido en una confusa felicidad. Casi perfecta.
Casi.
—Buenos días, querida.
Helen se sobresaltó y volteó a mirar hacia la voz. Jan estaba a menos de un paso de ella, sonriendo cálidamente, vestido como para dejar boquiabiertos a todos, con camisa blanca almidonada y corbata roja. Un reflejo de canas le cubría los costados del ondulado cabello rubio oscuro, desordenado sobre esos brillantes ojos color avellana. Su apuesto serbio.
—¿Cómo está mi melocotoncito? —preguntó él acercándosele y besándole la frente.
Ella rió y le besó el pecho sin contestar. Él siempre era así: amoroso, ardiente y saturado de pasión por ella. El amor le brotaba por todos los poros del cuerpo. Y ella no era digna de ese amor. No ella.
—Buenos días. ¿Dormiste bien?
—Como un bebé. Sabes que sigo sin tener el sueño, ni una vez en tres meses. Veinte años con gran regularidad, y entonces entras a mi vida y se acaban los sueños. Dime ahora si no eres un regalo del mismo Dios.
—¿Qué puedo decir? Unos los tenemos y otros no. Preparé el desayuno para nosotros —anunció ella sonriendo.
Él se sentó a la cabecera de la mesa y guiñando un ojo levantó el vaso de jugo de naranja.
—Y definitivamente tú los tienes —expresó él, luego tomó un prolongado trago y bajó el vaso con obvia ceremonia y un largo suspiro—. Perfecta. Es la bebida perfecta para la ocasión.
—¿Ocasión? ¿Qué ocasión?
—Han pasado siete semanas. Siete. El número de la perfección, ¿sabes? Se dice que si tus primeras siete semanas transcurren sin ningún problema, entrarás en siete años sin un solo conflicto.
—Nunca había oído algo así —enunció ella sonriendo.
—Um. Tal vez porque yo lo inventé. Pero es un buen dicho, ¿no lo crees?
—Tú ves las cosas de modo demasiado simplista, encanto —comentó ella uniéndosele ahora en la risa a pesar de sí misma.
Encanto. Helen estaba llamando a este hombre con un término tan cautivador que súbitamente le pareció extraño, al pensar en lo que él no sabía. Pero él era eso y más. Mucho más. Un hombre perfecto. Él la estaba mirando ahora, a través de la mesa como hacía a menudo, obviamente complacido de verla. Ella fingió no notarlo, pero no pudo dejar de ruborizarse.
—¿Tienes demasiadas cosas qué hacer hoy? —preguntó Helen enfocando la conversación hacia asuntos más habituales.
—Hoy. Hoy todo es como de costumbre, pero tengo que volar a Nueva York el viernes.
—¿Otra vez? —objetó Helen pestañeando—. Solo hace tres días estuviste allí.
El corazón de ella se le aceleró ante la revelación.
—Sí, así fue. Y lo siento por tener que dejarte sola en casa otra vez tan pronto. Pero Delmont Pictures llamó anoche e insistió en que tuviéramos esta reunión. Estoy seguro que no es nada. Conoces a esta gente del cine; para ellos todo siempre es urgente —declaró él, sonriendo como si Helen debiera encontrar alguna diversión en eso; pero la mente de ella ya estaba cavilando ante la idea de tener otro fin de semana sola.
—Tal vez Ivena podría venir y quedarse el fin de semana contigo —sugirió Jan, empezando a comer el cereal.
—No. No, estaré bien —contestó Helen devolviéndole la sonrisa—. Tendré que acostumbrarme también a eso, que viene al casarse con una estrella, supongo.
Ella bromeaba.
—Tonterías —objetó él echando la cabeza hacia atrás y riendo—. Y si te casaste con una estrella, entonces yo me casé con una reina.
Ella rió con él y empezó a desayunar. Oh, querido Jan, ¡no me dejes sola por favor!
—Además —enunció ella—, no estoy segura que a Ivena le guste que la arranquen de su jardín por todo un fin de semana. ¿Son cosas mías o es que ella es obsesiva?
—Ella está tratando con eso, ¿no es verdad? —contestó él riendo—. ¿Sabes? Creo que desde nuestro matrimonio no he estado en el invernadero. Es más, solo he estado una o dos veces en su casa. En realidad deberíamos visitarla más a menudo.
—Ella nos visita todo el tiempo. Creo que lo prefiere así. Pero sin embargo Ivena parece haber cambiado.
—¿De qué manera?
—No sé. Siempre parece tener prisa por irse a casa. Preocupada.
—No lo he notado. Pero es que mi mente ha estado en otra mujer en los últimos meses.
—Bueno, al menos en eso tienes razón.
Los dos rieron y se dedicaron a sus desayunos.
—¿Estás bien cuando me voy, no es así, Helen? —preguntó Jan.
—Sí, por supuesto. Seguro, desde luego. ¿Por qué no estaría bien?
—¿Una mujer hermosa como tú? —dijo él riendo—. Dime si otro hombre osa incluso mirar en tu dirección mientras pasas por la calle. Lo disciplinaré, prometido. Con mi correa o con un palo.
—No seas tonto. No harías tal cosa.
Él era un hombre adorable. En momentos como este podría dejarla sin aliento con esos comentarios.
—No obstante, eres una mujer hermosa. Ten cuidado por favor.
—No te preocupes, mi siempre protector amante. Tendré cuidado —expresó Helen, y luego desvió otra vez la conversación—. ¿Estará Roald allá?
—¿En Nueva York? Tanto Roald como Karen.
—¿Karen?
—Sí, Karen.
—Entonces la volverás a ver.
—En un tema de conversación. En una reunión. Ella aún es la agente coordinadora en esta película, y de su desempeño depende que ganemos o perdamos una tremenda cantidad de dinero. No es que este fuera alguna vez la motivación principal de Karen.
—No, lo eras tú —comentó Helen con una sonrisa—. O tal vez era tu posición.
—Quizás. Betty me dice que ella está viendo a alguien en Nueva York. Un productor. Fue bueno que se mudara para allá.
—Bueno, de todos modos no la necesitas en tu oficina. Tienes a Betty y los demás.
—Pero la oficina está un tanto silenciosa. Roald ha estado solo dos veces allí desde…
—Desde que te casaste con la vagabunda —terminó Helen la frase.
—¡Tonterías!
—Tú sabes que así es como él lo siente. No te preocupes, estoy acostumbrada a eso.
—Y no deberías acostumbrarte a eso —emitió él sonrojándose de repente—. ¡Nunca!
—Está bien, Jan —manifestó ella sin poder evitar sonreír.
—De todos modos, tienes razón —continuó él después de exhalar—. Los otros me han apoyado mucho. Casi es como en los viejos tiempos, solo que sin Roald y Karen. Y a no ser por el flujo de dinero, nunca sabrías que ha cambiado algo. Te lo diré, Helen, nunca he visto tanto dinero. Cuando tratas en millones, el mundo cambia. Hablando de eso, tu Mustang debe estar hoy en el concesionario. ¿Debería hacer que te lo traigan?
—¿De veras?
—Es lo que pediste, ¿no es así? ¡Un convertible rojo!
—Sí.
—Entonces está aquí. Haré que Steve pase por él.
Helen lo miró con una sensación de asombro. Era difícil creer que ella poseyera de veras la mitad de lo que él tenía, lo cual era mucho ahora. Y a él no le molestaba en lo más mínimo. El Mustang era lo menos de eso. Habían pasado la primera semana en Jamaica y allí Jan empezó con los regalos, cada uno dado como si fuera solo una pequeña muestra de amor. Un collar de diamantes en una cena con langosta a la luz de velas, un par de aretes con centelleantes esmeraldas en una playa a la luz de la luna, perfumes increíblemente costosos debajo de la almohada. Una docena de otros obsequios. Pero era la casa nueva que él había concebido para ella, el castillo, solía llamarla Jan, lo que a menudo iluminaba los ojos del hombre. Una casa del doble de tamaño que esta precaria casita. Una adecuada para su novia, no sería nada menos. Ya había comprado las dieciséis hectáreas en que dentro de una semana tenían programado empezar la construcción. Hace dos meses el gasto habría sido inimaginable. Pero al oír ahora a Jan hablar al respecto, nada de menor valor estaría debajo de ellos. Aquello consumía la mayor parte de las energías de él en estos días. El libro, la película, el dinero; esos eran los frutos del amor. Y no parecía haber límites razonables para el deseo de Jan de expresar su amor. Ella era su obsesión.
Y no solo de él.
Jan miró por la ventana.
—¿Sabes? Si no fuera por todo este dinero, me pregunto si Roald habría cumplido con sus amenazas. Creo que él y sus muchachos aún están furiosos, pero el dinero los ha silenciado. No es que me esté quejando; han hecho lo posible por mantener el asunto en privado. Karen también. Pero me pregunto dónde estarían sin el dinero.
—¿Cuestionas la fe de ellos en ti?
—Yo nunca habría tenido esa clase de pensamientos, pero ahora no lo sé. No todo el mundo es tan comprensible o noble como tú, querida mía.
¿Noble? No, Jan. Quizás yo te haya capturado el corazón, pero no soy noble.
—El dinero es el adhesivo que nos une ahora a todos —continuó Jan—. El ministerio, la película, el libro… todo parece haberse reducido a unos cuantos millones de dólares.
—Por menos se han peleado guerras —dijo ella.
—Muy cierto. Pero creo que tanto Roald como Karen estarán fuera de nuestras vidas cuando acabe esta película. Por supuesto, no los necesitaremos, ¿de acuerdo? Ahora tenemos suficiente para vivir cómodos en nuestra nueva casa. Estaré libre para viajar a mis anchas, hablando como me gusta. Ni siquiera los rumores de ellos nos afectarán.
—Me parece bien —acotó ella, e hizo una pausa—. ¿Qué rumores?
—Rumores —contestó él parpadeando—. No son nada.
—¿Acerca de mí?
Él titubeó.
—Son acerca de mí. Cuéntame.
Jan suspiró.
—Se escribió un artículo en un importante periódico evangélico, echando sospechas sobre algún líder religioso que se habría casado con una mujer con… cómo lo dijeron ellos… moral cuestionable. ¿Ves? Eso es lo que dicen. Pero no te conocen. Y sin duda no me conocen. Además, como dije, eso no importará tan pronto como se haga la película.
El rostro de Helen se inundó de calor. ¡Eran unos necios! ¡Hipócritas! ¿Cuándo alguno de ellos se había extendido hacia ella con el amor de Cristo? Aun después de que ella orara en público pidiendo perdón en la iglesia de Jan. Y lo había hecho con total sinceridad; sin embargo, ¿se estaban volviendo ahora estos líderes sobre ella, cuestionándole abiertamente la moral? Los hombres eran unos cerdos. En la iglesia o no, era evidente que todos ellos eran iguales. Excepto Jan, por supuesto. La pellizcó la culpa.
¡Y si su esposo descubriera la verdad, ella podría cortarse las muñecas!
—Tienes razón —declaró Jan ante el silencio de Helen—. Es absurdo. No significa nada. Mírame.
Ella lo miró, sintiéndose insignificante y tonta en la mesa de él, pero lo miró. Los ojos de él estaban tristes y la boca formó una leve sonrisa.
—Debes saber una cosa, mi querida Helen. Eres más preciosa para mí que todo lo que pudiera imaginarme. ¿Comprendes? Eres todo para mí.
—Sí, lo sé —contestó ella asintiendo—. Pero es obvio que el mundo no participa de tus sentimientos. Es muy incómodo ser la mitad odiada de una celebridad conocida por el amor.
—No, no, no. No digas eso. Algunos aman mi libro; otros lo odian. No es a mí a quien aman u odian. Y solo porque unos cuantos religiosos se ofendan contigo no significa que todo el mundo te odie —expuso él y sonrió juguetonamente—. Es más, a veces creo que mi propio personal te prefiere a ti sobre mí.
—Sí, bueno esos son Betty, John y Steve. Pero juro que la gente de la iglesia…
Ella meneó la cabeza.
—Y los líderes de la iglesia no son la iglesia, Helen. Nosotros somos la iglesia. Tú y yo. La novia de Cristo. Y tú, querida mía, eres mi novia.
La sonrisa de él era contagiosa, y Helen se la devolvió. Jan aventó la servilleta sobre la mesa.
—Debo irme —manifestó; rodeó la mesa y agarró el rostro de Helen entre sus manos; estas eran manos grandes y tiernas que habían sido endurecidas por la guerra y que ahora no daban nada por sentado—. Te amo, Helen.
—Te amo, Jan.
—Más que palabras —aseveró él, y se inclinó.
Ella cerró los ojos y dejó que él la besara ligeramente en los labios.
Si solo supieras, Jan.
Él le soltó el rostro y cuando ella abrió los ojos Jan ya se hallaba en la puerta principal. Allí se volvió.
—Helen, cuando me haya ido, ten cuidado. Cuida tu corazón. No soportaría perderlo —declaró, luego sonrió y se fue sin esperar una respuesta.
Helen no estaba muy acostumbrada a orar, pero ahora lo hizo.
—Oh, querido Dios, ayúdanos. Ayúdanos por favor. Ayúdame por favor.