Capítulo veinticuatro

Había sido una semana pésima para Glenn Lutz. Una semana realmente pésima.

El detective de homicidios Charlie Wilks y otro poli, Parsons, estaban sentados frente a él en negras sillas de gamuza para visitantes, los únicos muebles en la oficina a excepción del escritorio de él. Tenían cruzadas las piernas, las manos en el regazo, tratando de no mirarlo directamente, aislados en el último piso de la torre oeste. Ellos, al igual que el cielo de Atlanta más allá de la enorme pared de cristal a la izquierda, mostraban una palidez de muerte.

Glenn estaba perdiendo la paciencia con los agentes; es más, la había perdido mucho antes de que llegaran, cuando Beatrice le informara en primer lugar que Charlie deseaba verlo. Esto significaba que el baboso predicador había lloriqueado como una insignificante ramera.

—¿Así que ustedes reciben una llamada de un predicador delincuente y vienen llorando ante mí? ¿Es para lo único que sirve en estos días la estimada fuerza policial de Atlanta? ¿No pueden encontrar un gato al cual rescatar de un árbol, o algo por el estilo?

—Si estuviéramos hablando de la llamada de algún predicador delincuente no estaríamos aquí, y tú lo sabes, Glenn —respondió Charlie—. Interrogamos y examinamos al tipo en el hospital. Es uno de los personajes religiosos más populares en Estados Unidos.

El detective asintió con la cabeza hacia una copia de La danza de los muertos que se hallaba en el escritorio de Glenn.

—Una realidad que según parece ya conoces —concluyó.

—Sí, de modo que el tipo es escritor. ¿Hace eso la palabra de él mejor que la mía? Creí que teníamos un arreglo.

—Claro que tenemos un arreglo. Mantienes tus costumbres fuera del público, y yo no lanzo ningún ataque. Este tipo Jan es definitivamente una personalidad pública.

—En realidad, según recuerdo, el arreglo fue que me dejas en paz y hago que te elijan.

Wilks sonrió intranquilo y se puso rojo alrededor del cuello.

—Vamos, Glenn. No soy mago. No puedes esperar que mantenga las manos en los bolsillos cada vez que agarras a un ciudadano cabal y lo mueles a golpes. ¿Quién es el próximo, el alcalde?

—Este vándalo no es el alcalde, y no estoy diciendo que yo lo moliera a golpes. Y en lo que respecta al alcalde Burkhouse, podrá ser hoy día el alcalde, pero solo recuérdale que es candidato a la reelección en nueve meses.

Charlie frunció ligeramente el ceño.

—Vamos, Glenn. Vamos, hombre, todos tomamos el camino de regreso.

Lo único que estoy diciendo es que hay maneras y maneras, ¿sabes lo que quiero decir? La mejor manera de atraer la atención de cada quien no es con un garrotazo en la cabeza. No necesito que desbarates el equilibrio que tenemos poniendo en sitial público a individuos como este tipo Jan.

Glenn miró al detective y pensó en echar mano al revólver en el cajón del escritorio. En hacerle un hoyo en esa frente. Eso era absurdo, por supuesto. Él podría tener a esta ciudad por los pelos, pero eso era así debido a, no a pesar de, hombres como Charlie aquí.

Miró el libro sobre el escritorio. Jan Jovic no era un canalla. Había pasado por más que la mayoría; tenía que reconocerle un mérito en eso. No había evidencia concluyente de que Helen hubiera regresado al predicador, pero de ser así, Glenn sabía con toda seguridad que tendría que matarlo. Una cosa era que alguien se encuentre por casualidad lo ajeno y que por un tiempo piense erróneamente que es de él. Otra cosa era que a ese tipo se le aleccione en el asunto por un par de días y que aun así tenga la desfachatez de tomar lo que no le pertenece.

Glenn puso la mano en el libro y palmeó ligeramente la portada.

—Este hombre no me está haciendo ningún favor, Charlie. Si toca mi chica, voy a tener que matarlo. Ella ya ha estado fuera durante dos días, y si resulta que se fue aunque sea cerca de él, voy a tener que meterle una bala en la cabeza al tipo. Sabes eso, ¿no es así?

—No, no sé eso, Glenn —contestó Charlie levantando una mano en aceptación—. Este tipo presentó una queja, ¡por el amor de Dios! ¿Qué debo decir si aparece muerto? ¿«Ah, bueno, no se preocupen por ese sujeto»?

—Él vino aquí a amenazarme. Me defendí. Esa es la historia. ¡Y tú cuida el tono en mi oficina! Haz algo útil… ve a localizar a Helen. Deberías estar poniendo patas arriba la casa de ese vándalo en vez de estar aquí diciéndome cómo manejar mis asuntos.

—No puedo encubrirlo todo —expresó Charlie moviendo lentamente la cabeza de lado a lado—. Algunas cosas tienen vida propia, y te estoy advirtiendo que esta es una de ellas.

El hombre necesitaba una lección en cuanto a respeto, pensó Glenn con amargura.

—¿Supiste que Delmont Pictures acaba de anunciar el acuerdo para una película con este tipo? —preguntó Charlie—. Ese libro allí es candidato a estar pronto en la pantalla plateada, y tú estás sentado aquí hablando de eliminar a su personaje principal. ¿Crees que puedo encubrir eso?

—¿Delmont Pictures? —inquirió Glenn entrecerrando los ojos—. ¿Va Delmont Pictures a hacer una película acerca de este sujeto?

—Así es. Noticias para ti, tómalas. Tal vez si te bañaras y sacaras de vez en cuando la cabeza de ese polvo sabrías que…

—¡Cállate! —gritó Glenn, y señaló la puerta con una enorme mano—. ¡Fuera!

Los agentes se pusieron de pie. El detective Parsons tenía los ojos desorbitados, pero a Charlie no se le influía tan fácilmente como antaño. Había visto esto antes… muchísimas veces, parecía.

—¡Fuera, fuera, fuera! —exclamó Glenn señalando la puerta con el dedo índice.

—Nos estamos yendo, Glenn. Pero recuerda lo que dije. No puedo hacer mucho. No te cortes tu propia garganta.

—¡Fuera! —retumbó Glenn.

Los hombres salieron.

Había sido una semana pésima. Una semana realmente pésima.

Jan condujo el Cadillac en silencio, con el estómago revolviéndosele por anticipado, intercambiando divertidas miradas con Helen y en general haciendo caso omiso a las preguntas de la muchacha en cuanto a dónde se dirigían.

Ella le había traído magia a la casa con esos ojos azules, pensó Jan. Había aparecido en el umbral ataviada con el vestido arrugado, esforzándose en gran manera por encontrar aceptación, sintiéndose abatida e insignificante, cuando desde el principio era ella quien tenía el poder. ¡Ella! Era ese poder de estimular con una simple mirada. La magia para derribarlo, para dejarlo con las rodillas debilitadas, con una mirada casual. La capacidad de estrujarle el corazón con el simple desplazamiento de la mano. Ella podía mover la barbilla, así de sencillo, para pedir un poco más de tocino u otro vaso de té, y allí mismo en la mesa la respiración de Jan podría hacérsele pesada. Era un poder salvaje, enloquecedor y estimulante a la vez. Y era ella quien lo tenía. Helen.

Si ella solo supiera esto —si solo pudiera captar el control que tenía en los pensamientos de él, si también pudiera sentir, realmente sentir este mismo amor por él— podrían gobernar juntos el mundo. No importaba que ella fuera de la calle, eso no era nada frente a estas emociones que lo recorrían a él.

Pero ella no conocía su propio poder, pensó Jan. No del modo en que él lo conocía. Bueno, esta noche eso podría cambiar. Y el pensamiento hizo que el estómago se le trepara al pecho del hombre mientras sacaba el Cadillac por la desierta entrada, hacia la calle ciega.

—¿Es aquí? —preguntó Helen.

—¿Qué hora es?

—Casi las siete.

—Esperemos no estar retrasados.

Una blanca y redonda luna proyectaba penumbras perdurables sobre una pared directamente adelante, quizás de cuatro metros de alta, extendiéndose a lado y lado tan lejos como Jan podía ver. Enredaderas cubrían el muro, gruesas y oscuras pero aún verdes al brillo de la luz de la luna. No había a la vista ninguna otra estructura, solo esta valla elevada. Jan detuvo el auto y apagó el motor.

—¿Es aquí?

—Sígueme, cariño —enunció él mirándola y guiñando un ojo.

Se apearon.

—Por aquí.

Él la guió hasta una pequeña puerta oculta entre enredaderas, recortada en la pared, de no más de metro y medio de alto. Jan miró hacia atrás y vio que Helen caminaba ligeramente, con ojos bien abiertos e irradiando su encanto sin siquiera mirarlo. El corazón de él ya se estaba acelerando. Padre, esto es lo que quieres. ¿Verdad?

Jan tocó en una sección de madera que no tenía enredaderas. Volteó a mirar y guiñó.

—Jan Jovic no es un hombre sin amigos, querida.

Una voz ahogada contestó, y se abrió la puerta. Jan se agachó y cruzó la entrada, seguido por una indecisa Helen. El hombre que había abierto se puso hombro a hombro con Jan con una sonrisa tan amplia que podía haber sido robada de una calcomanía de carita feliz.

—Gracias, mi amigo. No olvidaré esto —expresó Jan, y luego se volvió hacia la joven—. Helen, te presento a Joey. Experto de primer rango en botánica. Es el jardinero aquí. Amigo mío.

Ella le extendió la mano al hombre y miró alrededor.

—¿Dónde estamos?

Se hallaban al borde de un extenso jardín… un jardín botánico con floridos árboles y rosales, y setos perfectamente arreglados hasta donde lograban ver. Losas de piedra rodeadas por diminutas flores blancas conducían a lo más profundo y luego se abrían en tres direcciones a veinte pasos. Elevados árboles a los que les habían dado diversas formas se hallaban como guardianes sobre el perfecto suelo debajo de ellos; miradores adornaban los senderos, cada uno repleto de flores rojas, azules y amarillas que fulguraban a la luz de la luna. Era un paraíso.

—¿Oyeron hablar alguna vez del Jardín del Edén? —preguntó Joey—. Esto es lo más parecido que hallarán hoy día en la tierra. Bienvenidos al Jardín Botánico Doce Robles, mis amigos. Un regalo de Dios con un poco de ayuda de los impuestos de los ciudadanos.

Miraron el paisaje sin responder. Jan pensó que no podían responder. Esta era una impresionante escena bajo el tono surrealista de la luna.

—Disfruten muchachos —declaró Joey con un guiño—. Cierren al salir.

Joey se fue por el sendero, giró en un arbusto y despareció de la vista.

Jan permaneció allí en el silencio, y de repente el corazón le palpitó con fuerza en los oídos. Aquí estaba. Hizo una oración silenciosa: Padre, si es tu voluntad, haz que se realice.

Entonces le agarró una mano a Helen y corrió por el sendero.

—¡Vamos! —gritó entrecortadamente.

Riendo, la joven corrió detrás de él, quien sintió fría y tersa la mano de ella en la suya. Jan estaba apreciándolo todo. La brisa contra el rostro, el piso enlosado debajo de los pies, el agradable aroma de flores surcándole las fosas nasales. Entonces soltó la mano de ella y corrió entre dos altos árboles con forma de cohetes preparados para el lanzamiento. Un espeso césped se abrió ante él, y viró a la derecha.

Helen lo persiguió, gritando ahora de alegría.

—¡Jan! No te pierdas de vista. ¿Adónde estamos yendo?

—¡Vamos! —exclamó él—. ¡Date prisa!

Corrieron por el jardín; él sin dirección, solo plenamente consciente de la respiración de ella detrás y a la izquierda; Helen acortó la distancia y eso era bueno. Agárrame, cariño. Agárrame y tócame.

Entonces ella lo hizo. Alargó la mano y le tocó el costado, aún riendo. El dedo femenino le envió escalofrío por la piel. Él se detuvo y se volvió hacia ella. Helen corrió hacia los brazos de Jan, quien la agarró y le hizo dar vueltas como si estuvieran en una pista de baile y este fuera un abrazo en acción. La joven rió y echó la cabeza hacia atrás.

Esta era la primera vez que él la sujetaba sin lágrimas, y pensó que el corazón se le reventaría de gozo por eso. Quiso decir algo, algo inteligente o romántico, pero en ese momento no supo qué decir. La luna brillaba en el cuello femenino, y la pequeña manzana de Adán en ella se le movía al reír; esto fue lo que Jan vio y no pudo resistir el poder que eso tenía en él.

Solo es un susurro de lo que siento, Jan.

La voz le habló en la mente, y Jan casi tropieza a mitad de vuelta. Así que Ivena tenía razón. Esto estaba más allá de él. Pero entonces él ya lo sabía. Te amo, Padre.

Jan se desprendió, riendo ahora con Helen, sintiéndose más vivo de lo que creía posible. Saltó en el aire como un chiquillo. ¡Te amo, Padre! Te amo, te amo, ¡te amo! Luego enfrentó a Helen, y el amor por ella y por el Padre casi era lo mismo.

Le guiñó un ojo a Helen y entró corriendo al jardín.

Ella voló tras él; eran como dos aves jugueteando en medio del vuelo. Se lanzaron por el jardín, cayendo en una clase de juego a las escondidillas corriendo. Encontrarse era lo que los atraía, y lo hacían con tanta frecuencia como era posible, casi en cada arbusto suficientemente grande para ocultar a quien fuera el perseguido hasta que el otro lo agarraba y lo abrazaba.

Jan arrancó una flor amarilla y la colocó en el cabello de Helen por encima de la oreja. Ella encontró divertido esto y agarró otra flor para el cabello de él. El tiempo se detuvo. El ser humano había sido creado para esto; era aquello por lo que alguien podría vender todo lo que poseyera, pensó Jan. Pero esto no se podía comprar.

Perdóname, Padre, o moriré mirándola. Me has puesto un fuego en el corazón y no puedo dominarlo. Pero no, ¡no lo apagues! Avívalo. Avívalo hasta que me consuma.

Sin aliento por la carrera, y por primera vez consciente de que sus heridas le enviaban un leve dolor por el pecho, Jan entró a un mirador y se sentó en una banca. Helen saltó al asiento opuesto y se quedaron así, resollando, riendo y mirándose.

Esto es, pensó Jan. Esto es lo por lo que he esperado toda la vida. Esta locura llamada amor. Colocó la parte trasera de la cabeza en el enrejado, miró al cielo, y suspiró:

—Oh, mi amado Dios, esto es demasiado.

Regresó a ver a Helen. Ella lo miraba con una amplia sonrisa, conteniendo el aliento.

—A esto es lo que llamo tener una cita, Jan Jovic.

—¿Te gusta? —preguntó él, imitando la verborrea acostumbrada en ella.

—Me gusta. Definitivamente me encanta.

—No podría imaginar un lugar más apropiado para ti.

—¿Qué quieres decir, experto en lingüística? —inquirió ella, sentándose y apoyándose en ambos brazos.

—Las flores, el aroma de deliciosa miel, la abundante hierba verde, la luna… todo casi tan perfecto como tú.

Ella se sonrojó y volteó la mirada hacia el césped. Santo Dios, eso había sido más bien atrevido, ¿o no? Él le siguió la mirada; no lo había observado antes, pero el pasto se inclinaba hacia una fuente, rodeada por una laguna que fulguraba con tenue luz. Era una noche cálida, y una brisa flotaba sobre el agua para refrescarlos. El aire estaba lleno del rico perfume almizclado de miles de flores que bordeaban el mirador. Habían hallado un lugar secreto en este mismísimo jardín privado, escondido de la mirada directa de la refulgente luna pero bañado en su luz.

—No somos muy distintos, tú y yo —declaró Jan.

—Somos muy distintos. Nunca podría darte la talla.

Ella se había puesto seria.

—Tampoco yo.

—No seas tonto. Tú eres un hombre rico —objetó ella—. Un hombre bueno.

—Y tu gracia no se podría comprar con la riqueza de reyes.

Ella se volvió hacia él, sonriendo.

—Vaya, somos expertos en lingüística, ¿no es así?

—No existen palabras para ti, Helen. Ninguna expresa con claridad lo que se debería formular.

Ahora Helen estaba mirándolo, con sus ojos azules dando vueltas a la luz de la luna. Permaneció mirándolo por largo rato antes de pararse e ir hasta el arco en la entrada del mirador para mirar la luna de espaldas a Jan.

—Esto no puede suceder —manifestó ella en voz baja—. Somos de mundos diferentes, Jan. No tienes idea de quién soy yo.

—Claro que sí. Eres una mujer. Una mujer preciosa por quien todos en el cielo lloran. Y mi corazón se les ha unido.

—¡No seas loco! Esto es demasiado. No tengo por qué estar aquí contigo —anunció ella; la presión de las lágrimas le había forzado la voz—. Soy una drogadicta.

—Y yo estoy desesperado por ti —confesó Jan parándose y acercándosele por detrás.

Él no se podía contener. No soportaba oírla hablar de este modo. El corazón le golpeaba en el pecho, y Jan solo deseaba abrazarla. La locura era demasiado fuerte.

—Estoy enferma —objetó, llena de amargura—. Yo…

Entonces salió corriendo. Huyó del mirador rodeando una fila de pinos cortos, llorando en la noche.

Oh, querido Padre, ¡no! ¡Esto no puede suceder! Jan salió disparado tras ella.

—¡Helen! —llamó él; la voz resonó en medio de la noche, con desesperación, como clamor de moribundo—. ¡Helen, por favor!

Logró verla al rodear un arbusto adelante, y corrió tras ella.

—Helen, te lo suplico, ¡detente! Debes detenerte, te lo imploro, ¡por favor!

El pánico estaba a punto de atraparlo. ¿Cómo pudo ella en un momento haber estado meciéndose en brazos de él y ahora huir con tanta rapidez?

La vio adelante, corriendo velozmente a la luz de la luna, y luego esfumándose tras tupidas hortensias.

—¡Helen!

Jan llegó hasta los arbustos, pero ya no vio a Helen. Siguió corriendo, buscándola en toda dirección, pero ella había desaparecido.

—¡Helen! ¡Por favor, Helen!

La noche hizo resonar el llamado de Jan y luego se hizo silencio. Se detuvo, jadeando. Se agarró el estómago porque un dolor agudo le había pinchado allí.

—Oh, Dios, Dios mío, Dios mío, Dios mío, ¿qué has hecho? —farfulló; el hombre tenía la vista borrosa por las lágrimas.

El sonido de un llanto sofocado llegó hasta Jan, quien se volvió hacia una fila de plantas de gardenia. Aflojó el estómago, olvidándose del dolor, y salió a tropezones hacia adelante. El sonido continuó en la noche, un suave gimoteo con sollozos.

Jan rodeó las flores y se detuvo. Helen se hallaba en una banca, con la cabeza entre las manos, llorando. Él se acercó sobre piernas enclenques; se sentó y tragó grueso.

—Siento mucho que estés sufriendo, Helen. Lo siento muchísimo.

—Tú no comprendes. No soy buena para ti —expresó ella en voz baja.

—Yo decidiré lo que es bueno para mí. eres buena para mí. ¡Eres perfecta para mí! —exclamó él, y le colocó una mano en el hombro.

—Yo estoy sucia —cuestionó ella retrocediendo—. Soy…

—¡Estás limpia y me has robado el corazón! —expresó él con voz entrecortada—. Helen, mírame por favor. Mírame a los ojos.

Jan cambió de posición y levantó una mano hasta la barbilla de Helen. Ella alzó la mirada, con el rostro lleno de vergüenza, y los ojos inundados en lágrimas.

—¿Qué ves, Helen?

Ella no dijo nada por un momento.

—¿Qué ves?

—Veo tus ojos —respondió en tono muy bajo.

—¿Y qué te expresan?

—Expresan que estás dolido —contestó ella secándose el rostro con la mano, respirando entrecortadamente, y conteniendo luego el aliento.

—¿Y por qué? ¿Por qué estoy dolido?

—Porque tu corazón sufre —anunció ella después de titubear.

Jan le sostuvo la mirada, suplicándole que dijera más. Que viera más. Se le hizo un nudo en la garganta. Mi pobre Helen, te han hecho mucho daño.

Ella se había calmado, y pestañeó.

—Tu corazón sufre por mí —añadió Helen.

Jan asintió.

—Pon tu mano sobre la mía —pidió él estirando la mano derecha con la palma hacia arriba.

Ella lo hizo con delicadeza, sin quitar la mirada de la de él. El toque femenino pareció subirle por los huesos y encerrársele alrededor del corazón.

—¿Sientes eso?

Ella no respondió, pero movió ligeramente la mano. La respiración de ellos se oía fuerte en la noche.

—¿Qué sientes?

Helen tragó saliva, y Jan notó que las manos de ambos temblaban por el toque. Los ojos de ella se volvieron a encharcar de lágrimas.

—¿Cómo se siente?

—Se siente agradable.

—Y cuando te hablo, cuando te digo: Estoy loco por ti, ¿qué sientes, Helen?

Jan estaba teniendo dificultad para hablar debido a las fuertes palpitaciones del corazón.

—Me siento enloquecida por ti —respondió ella.

Él no podía estar seguro, pero creyó que ella se había movido un poco hacia adelante, y eso le produjo mareo. Alargó la mano libre hasta la mejilla de Helen y se la acarició con dulzura. Ahora llevó la otra mano hasta el brazo de la muchacha, y cada nervio en el cuerpo de él gemía de amor por ella. ¡Helen se estaba inclinando hacia delante! Se estaba inclinando hacia delante y las lágrimas se le deslizaban en silencio por las mejillas.

Jan no se pudo contener más. Le deslizó los brazos por los hombros y la acercó hacia sí. Entonces los ojos de él se le anegaron de lágrimas. Helen lo empujó hacia atrás y por un terrible momento él se preguntó qué estaba haciendo ella. Pero los labios de la muchacha encontraron los de él y se besaron. Se abrazaron con ternura y se besaron intensamente.

Fue como si él hubiera sido creado para este instante, pensó. Como si fuera un hombre completamente seco en un desierto, y ahora hubiera caído sobre una represa de agua dulce. Bebía de esa represa, desde los labios de ella. Desde este profundo embalse de amor. Los momentos se alargaron, pero el tiempo se había perdido en la pasión que los consumía.

Este solo es un susurro de cómo me siento, Jan.

Otra vez la voz. Suave. Dulce.

Jan soltó a Helen, y juguetearon cada uno con los dedos del otro, mareados, tímidos.

—Se siente demasiado bueno para ser cierto —comentó Helen—. Nunca había sentido esta clase de amor.

Él no respondió sino que se le acercó y la volvió a besar suavemente en los labios. El corazón le pateaba salvajemente en el pecho; si no tenía cuidado podría caer muerto aquí en el Jardín del Edén de Joey.

—Ven —indicó él levantándose y halándola.

Caminaron entre los setos, tomados de la mano, amantes entumecidos por el toque mutuo. Todo lo que veían ahora tenía un brillo celestial. Las flores parecían resplandecer de manera anormal por la luz de la luna. Las sensaciones que experimentaban recorrían afilados bordes, sintiendo, saboreando y olfateando el aire como si estuviera cargado con una pócima preparada para oprimirles el corazón.

Caminaron riendo y soltando risitas nerviosas, atónitos de que se les hubiera prestado tal atención para el beneficio de ellos. Cualquiera que los observara muy bien podría verlos y creer que estaban borrachos. Y en realidad estaban borrachos. Cada uno había sorbido de los labios del otro y se hallaban embriagados más allá de su razonamiento. Era un amor consumidor que los avivaba por el jardín. Si se les hubiera ocurrido habrían tratado de caminar sobre el lago.

Pero esto para Jan solo era el principio. No la había llevado al jardín solo para esto. En absoluto. Llegaron a una columna metálica blanca al final de un largo arco florido, y él supo que era el momento. Si no era ahora quizás no lo sería nunca, y definitivamente no podría ser nunca.

Se asió del poste y giró hasta quedar frente a Helen. Ella se paró en seco, sorprendida a menos de tres centímetros entre los dos. El almizclado aliento de la joven cubrió las fosas nasales de Jan. Los ojos de Helen resplandecían azules, y sus labios se extendieron impulsivamente hacia adelante y tocaron los de Jan.

—Te amo, Jan Jovic —susurró ella—. Te amo.

—Entonces cásate conmigo —pidió él.

Helen se quedó paralizada y retrocedió. Se miraron uno al otro, con ojos bien abiertos y vidriosos. Con el pulgar Jan retiró un mechón de cabello de la mejilla de ella.

—Cásate conmigo, Helen. Estamos hechos para ser uno.

La boca de ella se abrió impactada, pero no pudo disimular una sonrisa.

—¿Hablas en serio?

—Estoy locamente enamorado de ti. He estado locamente enamorado de ti desde el momento en que te acercaste a mí en el parque. No imagino poder pasar mis días sin ti. Nací para estar contigo. Cualquier cosa menos que esto me destrozaría.

—Yo… yo no sé qué decir —titubeó ella pestañeando y mirándolo a los ojos.

—Di sí.

—Sí.

Él la besó. Entonces el mundo de Jan comenzó a explotar, y supo que no podía contener la pasión que le estremecía los huesos. Tenía que hacer algo, así que retrocedió y saltó al aire. Gritó y lanzó el puño al aire. Helen rió y saltó sobre la espalda de Jan. Él gritó de sorpresa y no de ningún dolor, y entonces cayeron al césped. Permanecieron allí jadeando, sonriendo a las estrellas y luego uno al otro.

Jan pensó que este era el fin de un largo viaje. Un viaje muy largo que comenzó con la partida del sacerdote hacia el cielo y que ahora ponía a Jan aquí, en un cielo de su propiedad.

Sin embargo, esto solo era el principio. Él también sabía eso, y un terror fugaz se le escurrió en la mente. Pero los embriagadores labios de su futura esposa ahogaron a Jan con un beso, y el terror desapareció.

Por ahora el terror se había ido.

El teléfono sonó cinco veces antes de que Ivena contestara.

—Aló.

—Buenos días, Ivena.

—Buenos días, Joey.

—¿Cómo está el jardín?

—Bien. Muy bien.

—¿Y las flores?

—Creciendo.

—Hoy llegaron las pruebas, Ivena.

Ella no respondió.

—Es una especie desconocida.

—Sí.

—Son flores… extraordinarias, ¿sabes? —titubeó Joey, y aclaró la garganta—. Quiero decir muy raras.

—Sí, lo sé.

—Mi flor ha enraizado.

El silencio llenó el teléfono.

—¿Ivena?

—Entonces consérvala, Joey. No todo el mundo puede verla.

—Sí, creo que tienes razón. ¿Quieres oír lo que descubrí?

—No ahora —contestó Ivena después de titubear—. Ven en cualquier momento y me lo explicas. Ahora tengo que irme, Joey.

—¿Estás bien, Ivena?

—Nunca he estado mejor. Nunca.