Ivena se hallaba en el invernadero, pestañeando ante lo que veía, respirando, pero escasamente. Había una nueva sensación en el aire.
A su izquierda el rosal de Nadia había muerto, pero eso no se podría saber sin profundizar entre las entrelazadas enredaderas verdes hacia los troncos secos abajo. No menos de cincuentas ramas flexibles trepaban ahora de la planta a lo largo de la pared, extendiéndose al menos siete metros hacia los lechos de rosas adyacentes a esa pared. Relucientes hojas verdes dominaban el abundante follaje, pero palidecían bajo las docenas de grandes flores que se abrían en cada rama, cada flor tan firme y blanca como el día en que brotaran por primera vez.
Y todo esto en dos semanas.
Joey no había terminado su análisis, lo que casi ni le importaba a Ivena. Ella sabía ahora que él no había hallado nada. Esta era una especie nueva.
La serbia dio un paso adelante y se detuvo. El fuerte y dulce aroma le inundó los pulmones como un bálsamo medicinal. Las orquídeas a la derecha se veían endebles debido a la falta de cuidado. Así era; ella había perdido el interés en todas las demás flores, menos en estas nuevas. Y hoy había algo nuevo aquí; solo que la mujer no lograba identificarlo.
Un mechón de cabello le hizo cosquillas en la mejilla, e Ivena se lo apartó. Miró hacia la ventana, esperando verla abierta. Pero no lo estaba. Entonces la puerta. No. ¿La puerta de la cocina? Tampoco. Pero aquí había movimiento de aire, ¿o no?
El aroma de las flores pareció entrarle a las fosas nasales, y el cabello le susurró con mucha delicadeza a lo largo del cuello. Dos años antes había puesto un extractor de aire debido a la falta total de ventilación en el cobertizo, pero este yacía quieto en la pared opuesta.
Ivena fue hasta las enredaderas y acarició algunas de las flores. ¿Qué estás haciendo, Padre? ¿Me estoy enloqueciendo? Janjic lo sabe, ¿verdad? Tú le mostraste esa visión. Pero no estaba segura de que Jan lo supiera.
Ella esperó, aletargada en el silencio. Pero bastante llena de vitalidad; con estas flores se sentía siempre totalmente despejada. Un sonido apenas perceptible se le desplazó con suavidad por los oídos. El sonido de un repique en la distancia. Los vecinos, tal vez.
Ivena se quedó quieta por otros veinte minutos, especulando en la irrazonable idea de que algo importante había cambiado en el lugar, pero sin poder entender de qué se trataba, o incluso de verificar si había algo distinto. Este sería su secreto. Ivena había decidido que, a excepción de Joey, nadie más disfrutaría del invernadero en sí hasta que ella misma entendiera por completo lo que estaba sucediendo aquí. Y definitivamente algo estaba ocurriendo.
Helen se levantó de la cama a altas horas de la tarde del martes. Había estado en el palacio desde el jueves por la noche, cuando vino para la rápida visita antes de su gran cita con Jan. Qué curioso, no sentía que hubieran pasado cinco días. Y en su mayor parte, cinco días por decisión propia. Ella había salido la primera vez que Glenn le contara sus planes con Jan. Ah sí, en ese entonces debió volar de la jaula, pero el gordinflón la había drogado y juró romperle todos los dedos en ambas manos si no hacía exactamente lo que le ordenaba. Después la habían sacado y vio allí a Jan, tirado en el suelo, hecho papilla. En esa ocasión ella podría haber salido disparada, pero aún se encontraba parcialmente drogada. En vez de eso había obedecido. Había obedecido de veras.
En el primer momento en que la mano de Helen tocó la piel de Jan, ella supo que no podía continuar. No podía hacerlo porque amaba a este hombre al que acababa de escupir. Y aunque no había atacado a Jan como Glenn insistiera, técnicamente había cumplido las exigencias del monstruo: había escupido y golpeado a Jan. Glenn se abstuvo entonces de romperle los dedos, y ella se había quedado allí con él, encubriéndose en las drogas, sintiéndose mal consigo misma. Pudo haberse ido en cualquier momento, pero ¿adónde? Definitivamente no de vuelta a Jan.
Nunca podría volver a Jan.
Lágrimas le venían a los ojos cada vez que pensaba en él. Helen nunca antes había conocido como ahora el significado de la vergüenza. Pensar en Jan la hacía sentir insignificante y débil de carácter… él era demasiado bueno para ella. Y no solo demasiado bueno, sino hermoso y adorable, y ella se veía enferma y fea frente a él, inclinada para escupirle el rostro.
Helen se duchó lentamente, quitándose de la piel tres días de mugre, dejando que el agua caliente le penetrara en los huesos. Se puso ese vestido, el blanco que una vez usara para Jan cuando salieron a comer, el que la hacía ver hermosa. Ella lloró cuando la prenda le reposó en los hombros. Sencillamente no pudo detener esas lágrimas.
Se quitó el vestido, lo aventó al rincón, y se dejó caer en la cama, llorando. Era una tonta. Esa era una realidad inevitable. Un inútil trozo de carne que andaba por ahí fingiendo estar vivo. Carne muerta. Las lágrimas de la joven empaparon las sábanas. Y así se suponía que fuera, porque ella era un pez que pertenecía al agua. Este charco de lágrimas era su hogar. No importaba que no pudiera aguantar más de unos pocos días en el ambiente antes de que el asco se apoderara de ella… la situación no era mejor en tierra seca. Allí ella solo era un pez fuera del agua.
Treinta minutos después se obligó a salir de la cama, caminó con dificultad hacia el rincón, y recogió el vestido. Se lo puso ahora sin pensar, temiendo que si pensaba volvería a terminar anegada en lágrimas. ¿Y si Glenn atravesara esas puertas exactamente ahora? Él le podría romper los dedos de todos modos, solo por usar esta cosa. Ella se había puesto el vestido deseando cambiar en su interior para su gran cita con Jan esa noche…
¡Basta, Helen! Por favor. Sencillamente vete.
No perdió tiempo maquillándose. Se peinó el cabello y salió del palacio por detrás, pensando que parecía una vagabunda vestida muy formalmente. Pero no sabía qué más usar. No para esto.
Diez minutos después el autobús que iba en dirección oeste llegó moviéndose pesadamente y ella lo abordó, evitando hacer contacto visual con los demás pasajeros que sin duda la miraban boquiabiertos. Sin duda.
El autobús avanzó por la ciudad, parando en cada cuadra para intercambiar pasajeros en la calle, y Helen viajaba mirando inexpresivamente por la ventanilla. No podía ponerse a llorar aquí frente a extraños. Fue solo al bajarse en la calle Blaylock, y empezar a recorrer la cuadra hacia la casa, que empezó otra vez a batallar con la duda.
Siguió adelante, sintiéndose ahora definitivamente más como un pez fuera del agua. No tenía por qué estar haciendo esto. Para nada. Por una parte, Glenn le rompería los dedos a pesar de garantizarle que podía irse cuando quisiera. Por otra parte, ella había golpeado a Jan; le había escupido en el rostro.
Entonces Helen estuvo allí, parada ante la puerta. Leyó el letrero en lo alto: Al vivir morimos; al morir vivimos. Estoy muriendo, pensó. Se quedó balanceándose sobre los pies por un minuto completo antes de continuar. Tocó suavemente y dio un paso atrás.
La puerta se abrió. Allí estaba Jan, con un vendaje blanco alrededor de la cabeza. La miró, anonadado, con los ojos cada vez más abiertos. Se quedó mudo. Era un momento terrible, pensó Helen. A ella se le estaba retorciendo el estómago y sintió que el pecho le podría explotar; quiso dar media vuelta y huir. No tenía nada que hacer aquí. ¡Nada en absoluto! Los dedos le temblaban a los costados.
—¿Helen?
La joven habló, pero no le surgieron palabras. Quiso decir: «Sí», pero lo único que salió fue un ruido áspero.
—¡Oh, amado Dios! —exclamó Jan moviéndose rápidamente y señalándole que pasara adelante—. ¡Entra! ¡Entra!
Helen titubeó y luego atravesó el umbral, obligada por la mano de él. A ella le quemaba la piel; bajó la cabeza y miró al suelo mientras Jan cerraba y trancaba la puerta. Desde su visión periférica ella lo vio correr hacia la ventana, hacer a un lado la cortina, y mirar hacia fuera. Satisfecho, rápidamente atravesó la sala, miró por fuera en otra ventana y ajustó la cortina. Entonces volvió corriendo y se detuvo frente a Helen. Ella podía oírle la respiración, lo oía tragando saliva. Casi esperó que la mano de él la abofeteara; ya había decidido esperar alguna clase de enojo. Al menos algunas palabras ásperas.
—Helen —expresó él con voz vacilante—. Helen.
Él estiró la mano hasta alcanzar el rostro de ella. Le acarició la barbilla. La muchacha cerró los ojos y levantó lentamente la cabeza, pensando que debía huir ahora, antes de que fuera demasiado tarde. Entonces abrió los ojos.
La piel alrededor de los ojos empañados de Jan estaba contraída de dolor.
—Helen.
Él levantó la otra mano y le agarró la cabeza con ambas manos. Ah, ¡qué sufrimiento en esos ojos! Lágrimas corrían por las mejillas del hombre mientras acariciaba tiernamente las mejillas de Helen.
Entonces de repente y sin previo aviso los brazos de Jan rodearon el cuello de la muchacha, dio un paso adelante, la atrajo hacia sí y le puso la mano detrás de la cabeza.
—¡Oh, gracias, Padre! Oh, cariño, ¡estás a salvo! —expresó sollozando.
La joven presionó la nariz contra el hombro de Jan y se quedó allí, asombrada.
Él osciló hacia atrás y hacia adelante, suspirando con sollozos y lloriqueando porque ella había vuelto a casa. ¿No estaba enojado? A gritos, la mente de ella la hizo ver inmunda. ¡No podía ser! ¡Ella debía ser castigada! Esto era un truco… en cualquier momento él la arrojaría contra la pared y la fulminaría con la mirada.
Pero Jan no hizo eso. Simplemente la mantuvo apretada, perdido en sus propias lágrimas, y le dijo que la amaba. Ahora con gemidos le expresaba que era hermosa y que la amaba.
Helen levantó las manos y las colocó lentamente alrededor de la cintura de él. El dolor y el alivio llegaron como una inundación, subiéndole exactamente por el pecho y saliéndole a toda prisa por los ojos.
—¡Lo siento! —clamó—. ¡Lo siento, Jan!
Se mantuvo repitiendo eso mientras se le aferraba a la cintura.
Ambos se estrecharon por bastante tiempo allí sobre el azulejo de la entrada.
Luego retrocedieron y los ojos de ella se abrieron de par en par al verle la camiseta.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó, llevándose una mano a los labios—. ¡Estás sangrando!
Jan abrió los ojos y se miró la camiseta blanca, ahora con manchas rojas.
—Así es —declaró él, entonces rió entre dientes y extendió las manos como si estuvieran húmedas, mirando aún al suelo—. Me estaba cambiando las vendas cuando llegaste.
Helen no vio el humor pero también sonrió. Esto pareció avivar el propio humor de Jan, quien soltó la carcajada. Entonces rieron juntos. Llegó el dulce y puro alivio al ver la camiseta manchada de sangre y reír juntos.
Helen miró el rostro de Jan: piel morena arrugada alrededor de risueños ojos color avellana, blanca dentadura llena de encanto, cabello peinado hacia atrás; y supo que no lo merecía. No merecía este apuestísimo hombre henchido de gozo por el regreso de ella. Se tragó un nudo que se le había formado en la garganta.
Lo ayudó a entrar al baño donde juntos terminaron de cambiar los vendajes. Se estremeció al ver las cortadas y sintió que nuevamente le brotaban lágrimas que le bajaban por las mejillas como un aceite limpiador. Jan dejó que ella llorara suavemente.
Esa noche no hablaron acerca de Glenn; tampoco de lo que había sucedido ni de lo que iban a hacer. No era necesario expresar que cada uno tenía sus propios problemas. En vez de eso hablaron de que la piscina necesitaba limpieza, de las rosas de Ivena, y de por qué los Cadillac en realidad no eran mejores que los Ford, tema del que sin duda ninguno de los dos tenía la menor idea.
Y rieron. Rieron hasta que Jan insistió en que se le descosería un punto si no se controlaban.
La mañana siguiente transcurrió como un sueño para Helen. Había dormido en la suite en el sótano y la había despertado el olor a tocino. Ivena se hallaba atareada sobre la estufa, sonriendo y tarareando su canción. La canción que según ella era la favorita del sacerdote. La mujer mayor había puesto en la mesa cubiertos para tres.
—Hola, Ivena —saludó Helen, llegando por detrás.
Ivena dio la vuelta, salpicando casualmente grasa en la cocina.
—¡Helen! Oh, ven acá, ¡chiquilla! —exclamó, señalándole que se acercara—. Qué alegría tenerte en casa.
—Qué bueno estar aquí —contestó Helen dando un paso adelante, sin poder contener una amplia sonrisa.
Se abrazaron y Helen ayudó preparando jugo de naranja. Desayunaron los tres juntos y se rieron de situaciones que Helen no podía recordar, pero que seguramente fueron cómicas en el momento.
Ella deambuló por ahí la mayor parte de la mañana, desconectándose lentamente del pasado, pasando tiempo con Jan e Ivena, pellizcándose de vez en cuando para asegurarse que esto no era un prolongado viaje alucinógeno que hubiera tomado. No era así. Todo era real. La rosa que Ivena había traído olía como una verdadera rosa, el hielo tintineaba en la quietud de la tarde, el té le sabía dulce en la lengua, los muebles de cuero se sentían fríos al tacto, y luz brillaba en los ojos color avellana de Jan siempre que la miraban, lo cual era en cada oportunidad posible. Desde todo punto de vista, esta demostraba ser una mañana perfecta.
Almorzaron juntos, los tres, revolcados en un aire de incredulidad por el hecho de estar juntos. Y parecía que Jan no lograba quitarle a Helen los ojos de encima. Cuando ella se excusó finalmente para tomar una siesta, una sombra cruzó el rostro de él, como si esto fuera una gran desilusión. Ella pensó que se estaba enamorando de él. No solo con afecto, sino con amor. No recordaba haber tenido sentimientos tan fuertes por ningún hombre. Esta era una emoción agradable.
El regreso de Helen llegó como aliento de vida para Jan, quien pensó en esto como la vuelta a casa de la joven, aunque esta obviamente no era la casa de ella; en realidad sentía como que debería serlo. Jan había pasado la noche en un sueño tranquilo, asombrado ante el efecto que esta mujer tenía en él. Ella había regresado a Lutz, sí; y le había escupido a Jan, pero nada de eso parecía tener algún peso en la mente del serbio. En vez de eso lo aturdía la decisión de ella de volver aquí. ¡Helen había decidido regresar!
Ahora ella estaba en casa de él, deambulando en aquellos pies descalzos, tímida, pero curiosa, esparciendo un ambiente de expectación dondequiera que pisaba. Y él se estaba preguntando por qué debía gozar de tanta suerte al tenerla en casa. Padre, Padre ¿qué estás haciendo? ¿Qué demonios has hecho con este entremetimiento tuyo?
Solo una vez hablaron de Glenn Lutz, y tan solo en el contexto del peligro que pudiera representar. Jan quiso llamar por protección a la policía, pero Helen no quiso saber nada de eso, pues insistió en que Glenn no sería problema. Ella había llorado cuando Jan le presionó ese argumento, por lo que él decidió dejar así el asunto. ¡Pobre Helen! ¡Pobre, pobre, querida! Ivena la había abrazado por unos minutos, lo que le produjo consuelo. Todo saldría bien… la policía ya sabía acerca del ataque, y ni siquiera Lutz sería tan insensato en tratar de repetirlo. Jan se dijo eso; sin embargo, revisaba la ventana cada hora para estar seguro.
A Jan le llegaban pensamientos esporádicos acerca de la película. Había hablado con Roald al mediodía, y el hombre pareció agradado consigo mismo. Todo había vuelto a la normalidad. Simplemente mejórate, Jan. Te extrañamos.
Después del almuerzo Helen se excusó para ir a tomarse una siesta al apartamento. Ivena anunció que también debía salir por algunas horas. Las flores necesitaban su toque. Jan se encontró solo en la casa, leyendo partes de La danza de los muertos, intentando imaginar qué pensaba Helen cuando lo leía.
De repente el timbre de la puerta resonó por toda la casa, sorprendiéndolo. Tal vez un vendedor. Bajó el libro, se dirigió a la puerta, y la abrió. Karen estaba allí. ¡Karen! Vestida con una blusa nítidamente blanca y una falda color azul marino, sensacional y más hermosa que nunca.
Jan dejó caer la mandíbula y no tuvo aplomo para cerrar la boca antes de hablar.
—¡Karen!
—Hola, Jan. ¿Puedo entrar?
¿Entrar? Jan miró instintivamente hacia el interior de la casa.
—¿Estás bien? ¿Hay algún problema? —preguntó ella.
—No. No, por supuesto que puedes entrar —expresó él, y se hizo a un lado—. Solo que tú… solo que yo… Entra, por favor.
Karen le sostuvo la mirada por un momento, luego atravesó el umbral y entró a la sala. Jan cerró la puerta.
—Roald me contó lo sucedido. Lo siento. ¿Estás bien?
—Estoy bien, de veras.
Ella alargó la mano y le acarició suavemente el vendaje en la cabeza.
—¿Cuán mal está eso? ¿No deberías estar recostado?
—Solo es una herida superficial. Estaré bien, créeme.
—¿Estás seguro? —quiso saber ella, revisándole la mirada, realmente preocupada, pensó él.
—Sí. ¿Te gustaría beber algo?
—Sí, eso sería bueno.
Sí, eso sería bueno, dijo ella, y la voz se oía dulce, cariñosa y terrible para Jan, quien fue a la cocina y sacó un vaso. Sí eso sería bueno. Cuatro años de afecto cargaban con esa voz. Él le sirvió un vaso de té helado y volvió a la sala.
—Aquí tienes —le dijo, tendiéndole el vaso.
Se sentaron: él en su sillón y Karen en el sofá adyacente. El cabello castaño de ella le caía sobre los hombros, rizándosele delicadamente alrededor de las tersas mejillas. La joven quitó los ojos de él en el silencio, pero esos ojos ya estaban hablando, estaban diciendo que ella deseaba corregir las cosas; que estaba apenada por el arrebato de ira, y que la vida sin él era deplorable.
Se quedaron mirándose, paralizados en medio de la pesadez. Ella está creyendo que estoy cautivado por su belleza, pensó Jan. Está creyendo que me quedé sin habla debido a mi profundo amor por ella. El perfume de Karen era fuerte y almizclado.
—Jan —manifestó ella con ojos húmedos—. Jan, lo siento. Lo siento muchísimo.
—No, Karen. Soy yo quien debe estar apenado. Yo no tenía derecho. No sé qué decir…
—Shh —lo acalló ella poniéndose un dedo en el labio y sonriendo—. No ahora. Y solo entiende que si mi imaginación enloqueció fue debido a mi amor por ti. Nunca te haría daño. Mi deseo no es lastimarte.
Jan se quedó mudo e inmóvil por las palabras de Karen. ¿Qué le había dicho Roald? ¿Qué Jan ya había despachado a Helen? Sí, eso es lo que le habría dicho. Cualquier cosa menos, y Karen estaría exigiendo saber dónde estaba Helen. Ella no era una mujer débil.
Pero Jan pudo ver que Karen había vuelto a engañarse. Ella merecía más explicaciones. Él tenía que decírselo ahora. Pero las palabras no le fluían con mucha facilidad.
—Te estaban atracando y yo me estaba imaginando aquí que andabas con esta mujer —declaró ella, y rió—. Debí haberte conocido mejor… perdóname.
Estabas en el hospital y yo andaba gritando como una colegiala tonta.
Roald había hecho intolerable la situación. Ahora ella la estaba haciendo insoportable. Y para empeorar las cosas, Jan solo sonreía. Debió haber fruncido el ceño y contarle algunas cosas. En vez de eso se quedó sentado allí como un monigote. ¡Puf! ¡Puf! Qué tonta eres, Karen.
—Llamé al estudio y expliqué lo que te sucedió. Ellos te desearon una pronta mejoría.
—Gracias… Gracias —contestó él asintiendo.
¡Ahora, Jan! Ahora.
—Tal vez deberías decirle eso a Roald. No estoy seguro que él sea tan comprensible.
—Ah, no lo sé. Él sencillamente se preocupa por ti. Es lógico, ¿sabes? Para él esto es un simple asunto de matemáticas. Acuerdos como este vienen a la iglesia solo una vez cada década más o menos… no puedes culparlo por reaccionar en forma exagerada cuando parece que algo pudiera interferir.
—Amenazó con retirar su apoyo —comentó Jan.
—¿De veras? ¿Lo hizo? Mira, él está reaccionando de modo exagerado. Y tal vez yo tuve algo que ver con eso. Creo haberlo convencido de que te habías metido con esa mujer —confesó ella sonriendo a manera de excusa—. Fui una tonta de remate.
Ahora, Jan. ¡Tienes que decírselo ahora!
—Sí, pero eso aún me preocupa. ¿Se supone que yo piense que Roald me amenazará con retirarme su apoyo cada vez que no esté de acuerdo con algo?
—No.
—¿Por qué entonces haría una declaración como esa?
—Hablaré con él al respecto —aseguró ella, e hizo una pausa—. Sin embargo, él estaba frente a esta tontería con que lo azucé. No deberías ser tan duro con él.
—Quizás. Pero no veo que tenga derecho de amenazarme. ¿Y si fuera verdad? ¿Y si yo me hubiera enamorado… bueno, de una mujer como Helen, por ejemplo? ¿Debo suponer que si me paro sobre la línea equivocada seré castigado como un niño?
—No —negó Karen un poco tensa; o tal vez era solo imaginación de él—. No. Tienes razón. Como dije, hablaré con él.
Karen levantó el vaso y dejó pasar el líquido por los labios. Estaba adorable; él no podía negar esa realidad. Además era una mujer fuerte, aunque no tanto como para dejar pasar el comentario acerca de Helen, hipotéticamente o no.
—Eso no es verdad, ¿no es así, Jan? —cuestionó ella alisándose la falda y bajando la mirada.
—¿Qué no es verdad? —inquirió Jan.
Él lo sabía, desde luego, y el corazón le martilló en el pecho.
—No estás enamorado de esta mujer —declaró mirándolo—. De esa tal Helen.
Él habría contestado. Sin duda que lo habría hecho. Pero nunca supo qué habría dicho, porque de repente no fue la voz de él ni la de Karen la que se oyó en la quietud. Era otra.
—Hola.
Los dos miraron al mismo tiempo hacia la entrada del sótano. Allí estaba ella con el cabello rubio enmarañado, sonriendo de manera inocente. Helen.
¡Helen! La espalda de Jan se comprimió de ardor. Lanzó una rápida mirada a Karen, quien miraba asombrada; ella no había conocido a Helen así que no podía saber…
Entonces Helen también cambió eso. Caminó hacia adelante y le extendió una mano a Karen.
—Hola, soy Helen.
Karen se puso de pie y mecánicamente alargó la mano.
—Esta es Karen —la presentó Jan.
—Hola, Karen.
—Hola, Helen —correspondió Karen; pero no estaba sonriendo.
Jan se levantó de su sillón y se quedó allí parado torpemente: Karen a su derecha y Helen a su izquierda, mirándose una a la otra en maneras muy distintas. Helen como si se preguntara cuál era el aspaviento, y Karen como si la acabaran de apuñalar en la espalda con una espada de veinticinco centímetros y con doble filo. Fue un momento insoportable, pero Jan supo que no había manera de evitarlo.
Entonces supo algo más, mirando a estas dos mujeres a lado y lado. Supo que amaba a la de la izquierda. Amaba a Helen. De algún modo al verlas lado a lado, no le cupo ninguna duda. Esta era la primera vez que las tenía a la mano en la mente, y que había visto en qué sitio se hallaban en el corazón de él.
Incluso ahora le estaba entregando su amor a Helen, y a Karen su empatía.
—Helen se está quedando conmigo por unos días mientras se recupera —anunció él después de carraspear—. Siento mucho; debí habértelo dicho.
—¿Recuperarse? —objetó Karen mirándolo—. Creí que aquí eras tú quien estaba recibiendo toda la atención. ¿O este vendaje es algo que compraste en la tienda de baratijas?
—Karen… —titubeó él meneando la cabeza—. No, no es así…
—¿Cómo es entonces, Jan? ¿Crees que soy tonta?
Los puñales en los ojos de Karen le traspasaron el corazón a Jan. ¡No, Karen! ¡No es algo así! ¡Me importas!
Pero amo a Helen.
—Por favor…
—No gastes saliva —enunció ella caminando ya hacia la puerta—. Si me necesitas, haznos un favor a los dos y llama a Roald.
Entonces Karen desapareció dando un portazo.
Jan y Helen simplemente se miraron en silencio por un prolongado momento.
—Tal vez deba irme —expresó finalmente ella.
—¡No! No, no me dejes por favor.
—La chica parecía muy… dolida.
—Pero no es por ti. Es por mí. Es por el amor que te tengo.
Helen pensó en eso por unos instantes, y luego se le acercó y asentó la cabeza en el pecho de él.
—Lo lamento —declaró.
—No, no lo lamentes —contestó él acariciándole el cabello—. No lo lamentes.
Helen nunca antes se había sentido tan elegida. Fue el modo en que presenció la reunión con Karen. Jan la había escogido. No necesariamente escogida como su chica, o ni siquiera como la mujer que perteneciera a tan trastornado escenario. Simplemente… escogida. Pensar más allá de eso solamente llevaba a confusión. ¿Y a quién había escogido ella? ¿A Glenn o a Jan?
Jan.
El jueves Jan salió sin el vendaje de la cabeza. Había pasado una semana desde el ataque; cuatro días desde la visita al hospital; tres días desde el regreso de Helen. La herida de cinco centímetros sobre la oreja derecha estaba sanando asombrosamente bien. Él se comportaba como alguien que había descubierto un fabuloso secreto, y en una ocasión Helen lo sorprendió mirándola de manera extraña, como si en los ojos de ella hubiera un cordón que lo halara. A veces a él le costaba mucho quitarle la mirada de encima. No es que a ella le preocupara. ¡Santo cielo, no! Ella no sabía qué hacer con eso, pero sin duda no le preocupaba.
Jan había mencionado algunas veces a un hombre llamado Roald, un tipo relacionado con el trabajo. Algo acerca de la realidad que Roald tendría que normalizar. Ese día ellos parecieron más ocupados, ansiosos porque el día siguiera su curso. Helen oyó varias veces a Jan e Ivena conversando en voz baja, y dejó que tuvieran su espacio. Si la conversación era respecto de ella, no le importaba. En realidad era probable que se relacionara con ella… ¿sobre qué más estarían discutiendo con relación a la policía y a Glenn? Pero al oír esto ella quiso interferir aun menos.
Helen continuó con la lectura de La danza de los muertos, y le impactó que el héroe principal del libro fuera quizás el ser más intenso del que hubiera oído o leído. Era difícil creer que el nombre de ese personaje fuera Jan Jovic y que estuviera en la habitación contigua hablando con Ivena, la madre de la chica, Nadia, la hija de la mujer. Era impactante que él le hubiera guiñado un ojo no menos de tres veces ese día. Ella le había devuelto los guiños, por supuesto, y cada vez él se había sonrojado.
Ivena partió a las cinco, después de una larga plática con Jan en el patio. Esos dos no andaban en nada bueno.
—Hasta mañana, Helen —anunció Ivena con una gran sonrisa—. Pórtate bien y no dejes de vigilar a Jan. Él tiene propensión a los problemas, ¿sabes?
Ivena le guiñó un ojo.
—Yo no me imaginaría eso, Ivena.
Jan apareció detrás de ella.
—No somos niños, Ivena.
—Lo sé. ¿Y se supone que esto me consuele?
Rieron e Ivena salió en su pequeño escarabajo gris.
No habían pasado ni diez minutos desde que Ivena se fuera antes de que Jan entrara a la sala e hiciera su gran anuncio.
—Helen, creo que me debes una salida. ¿Tengo razón?
—Supongo —contestó ella riendo nerviosamente.
—¿Supones? ¿Que tengo o que no tengo razón, cariño? ¿Cuál de las dos?
—Tienes razón. No te rechacé, ¿verdad?
—Bien entonces, ¿salimos?
—¿Ahora?
—Sí, ahora.
—¿Adónde?
—Ah, pero eso arruinaría mi sorpresa.
—¿Con esto que llevo puesto? —preguntó ella, mostrándole los jeans y la camiseta.
—Te ves preciosa.
—¿Me estás diciendo que quieres llevarme a una cita ahora? —inquirió ella, parándose y sonriendo nerviosamente—. ¿Ahora mismo?
—Sí. Eso es lo que estoy diciendo.
—¿Estás seguro?
—Insisto. ¿Te he dado alguna otra impresión desde la primera vez que volviste?
—No.
—Muy bien, entonces —expresó él sonriendo de oreja a oreja y alargándole la mano.
Helen la tocó… luego la tomó.
—Bueno, entonces.