«Si se pudiera poner todo el sufrimiento del mundo en un barril de cincuenta y cinco galones, este se vería ridículo frente a las montañas de oro y plata que se hallan en cada momento con Dios. Nuestro problema es que rara vez vemos más allá del barril».
LA DANZA DE LOS MUERTOS, 1959
Jan se arrastró el domingo a lo largo de un confuso sendero en que despertó con convulsiones y sobresaltos.
Era obvio que él mismo se había arrastrado hasta la casa, desmayándose sobre la alfombra cerca del sofá. Había luz afuera cuando lo despertó un incesante sonido. Recordaba haber pensado que debía agarrar el teléfono; necesitaba ayuda. Se logró poner de pie y contestó. Era Ivena. El sonido de la conocida voz le trajo lágrimas a los ojos. Ella había estado tratando de localizarlo durante dos días, ¿y qué diablos creía él que estaba haciendo al no contestar el teléfono?
—No me importa si tienes o no problemas con una mujer, ¡no me hagas a un lado!
—Me golpearon, Ivena —le había contestado Jan.
Y cinco minutos después ella estaba en la puerta de él.
Ivena le dio una ojeada, horrorizada, con toda esa sangre seca de la cabeza a los pies, y de inmediato se convirtió en madre de guerra. No había tiempo de lamentarse por la injusticia de todo esto; este hombre necesitaba atención. Él creyó de veras que se sentía mucho mejor, e insistió en que se podía duchar y comer, y en que todo estaría bien. Pero ella no hizo caso a nada de eso. Irían al hospital y eso era definitivo.
Al final, él consintió. Cojeó hacia el Cadillac, el brazo sobre el hombro de Ivena, quien lo llevó al Hospital St. Joseph. Al girar en la primera esquina todo comenzó otra vez a hacérsele borroso.
Cuando despertó otra vez le salía del brazo una manguera intravenosa que le llegaba hasta el hombro. Un médico se hallaba sobre él y le jalaba el pecho con cables. Le estaban suturando algunas cortadas. Esta vez la conciencia regresó para quedarse; el médico le había dicho que la solución hidratante intravenosa era de importancia primordial. Él estaba tan seco como el lecho de un río resquebrajado. Otro día y habría muerto. ¿Y, de todos modos, cómo sucedió esto?
Jan se lo dijo, y una hora después había un policía junto a la cama del hospital, haciendo preguntas y tomando notas. Ivena también oyó todo por primera vez, sentada en el rincón, como madre preocupada; una vez le pidieron que saliera pero ella no hizo caso y Jan insistió en que se quedara. El policía pareció apurar un poco la entrevista cuando se enteró que supuestamente todo esto lo habían hecho las manos de Glenn Lutz. El gendarme había preguntado: ¿El Glenn Lutz? Jan supuso que sí, aunque no había conocido antes al Glenn Lutz. La descripción correspondía indudablemente. El poli salió poco después, asegurándole a Jan que autoridades adecuadas proseguirían con el caso.
Dicho todo, Jan tenía una ligera conmoción cerebral; dos cortadas profundas, una encima de la oreja derecha y otra en el pecho; dos costillas rotas; media docena de cortadas y moretones menores; y un caso grave de deshidratación. Para principios de la tarde lo habían hidratado de nuevo, suturado, y medicado adecuadamente para salir. Él había pedido que lo dieran de alta, y el médico aceptó solo después de que Ivena le asegurara en la más enérgica forma que cuidaría de Jan. Ella se había ocupado de casos peores. De todas maneras, la conmoción ya tenía tres días, las cortadas estaban vendadas, y las venas fluían bien; ¿qué más podrían hacer sino observar? Ella podría hacerlo.
Una vez en casa, Ivena tardó una hora en acomodarlo sobre el sofá y quedar satisfecha de que él estuviera cómodo. Anunció que prepararía la cena. No importaba que fueran solo las cuatro, Jan necesitaba en su sistema algo más de verdadera comida, no gelatina de hospital con sabor a frutas. Así que consumieron una sopa de repollo con carne y pan fresco, y hablaron de lo que había sucedido.
—Sé lo que le contaste al policía, Janjic; pero ¿qué más sucedió? —quiso saber Ivena.
Él permaneció callado por algunos momentos, mirando ahora por fuera de la ventana. Sí, de veras, ¿qué había sucedido en realidad? ¿Y dónde estaba Helen ahora?
—Esto está más allá de mí, Ivena.
—Por supuesto que es así.
—Le conté a Karen.
—Um.
—No se puso feliz.
—¿Rompiste tu compromiso?
—No.
Se quedaron en silencio por un instante.
—Tuve otra visión.
—¿De veras?
Él observó el bamboleante sauce más allá de la piscina.
—Me tenían dominado allí esperando que Helen me golpeara. Él la obligó a golpearme, ¿sabes? No le dije eso al policía, pero así fue. Hizo que ella me escupiera…
Se le formó un nudo en la garganta, y carraspeó.
—Ella no quería hacerlo, sé que no quería. Y cuando se dispuso a hacerlo, entré en una visión.
Por el momento habían dejado de comer.
—Cuéntame —pidió Ivena—. Cuéntame la visión.
Jan le contó lo que recordaba, cada detalle. Y mientras lo hacía le volvieron las emociones vividas. El cielo estaba llorando por Helen. Él también estaba allí a causa de Helen, llorando a los pies de ella. ¡Fue muy real! Muy vívido, haciendo palidecer la golpiza en comparación. Al final, Ivena había puesto a un lado el tazón y le brotaban lágrimas de los ojos.
—Describe otra vez las flores en el campo.
Él lo hizo.
—Y hay algo más, Ivena. Es el mismo campo que he visto en mis sueños durante los últimos veinte años. Lo vi.
—¿Estás seguro? ¿El mismo campo?
—Sí, sin duda alguna. No el calabozo, solamente el mismísimo final del sueño. El campo blanco.
—Um. Dios mío. ¿Y dónde está Helen ahora, Janjic?
—Está con Glenn —contestó Jan irguiéndose, poniendo a un lado los almohadones, y haciendo un gesto de dolor—. Amado Dios, ¡ella está con él y no puedo soportarlo! ¡Deberíamos ir allá y arrojar de allí al canalla ese!
—No estás en condición de jugar al soldado. Además, le contaste todo a la policía. Estos son los Estados Unidos, no Bosnia. Aquí no toleran tan fácilmente el secuestro y las palizas. Arrestarán al hombre.
—Tal vez, pero fui allá por mi cuenta. El individuo se encargó de mencionar eso. Dijo que entré sin autorización en propiedad privada —informó Jan, poniéndose de pie y yendo hasta la ventana—. Te lo estoy diciendo, Ivena, hay más aquí; puedo sentirlo.
—Y estoy de acuerdo, cariño. Pero no te corresponde continuar esta batalla. Es una contienda para recibir.
—¿Y qué exactamente significa eso? ¿Dejar que las cosas ocurran así no más? No me sorprendería que ella ya estuviera muerta.
—¡No debes hablar de esa manera! ¡No hables así!
—Y sin embargo, ¿estás sugiriendo que nos quedemos sentados y dejemos que la policía trate con Glenn? Cuando emprendan la investigación, ¿crees que un tipo poderoso como este no tendrá nada qué decir en su defensa? Te estoy diciendo que él declarará que yo fui allá a amenazarlo. Por lo menos pasarán días o semanas antes de que se haga algo.
—No estoy diciendo que no debamos hacer algo —objetó ella frunciendo la frente—. Simplemente que la policía hará algo, y deberíamos esperar hasta ver eso. También estoy diciendo que no estás en condiciones de andar correteando por ahí.
Ivena levantó el tazón y volvió a sorber de él, pero la sopa debió haber estado fría porque bajó el tazón otra vez.
—Y además es posible que yo esté equivocada. Fácilmente podría estarlo. Yo no habría sugerido que Nadia hiciera lo que hizo, y no obstante eso fue lo correcto. El asunto estaba más allá de ella.
—Fue lo correcto. Y si este demente fuera a matar a Helen, creo que yo lo mataría.
Ivena se sentó en su sillón, con ojos vidriosos. Jan pensó que ninguno de los dos estaba viendo claras las cosas. Sí, él había visto la visión con bastante claridad, pero esta no le daba claves de cómo salvar a Helen. Y eso era lo único que los dos veían: Debían rescatar a Helen. No solo del monstruo, sino de la propia prisión en que ella se hallaba.
—Yo quise hacerlo, ¿sabes? —informó Ivena.
—¿Qué quisiste hacer?
—Quise matar a Karadzic —expresó ella; una lágrima dejó su rastro húmedo en la mejilla—. Lo intenté, creo.
—Y yo también lo intenté.
—Pero no Nadia. Ella ni siquiera quería matarlo. Y tampoco el sacerdote. En vez de eso decidieron morir.
Jan se volvió otra vez hacia la tenue luz. ¿Qué podría decir ante eso? Le dolió la cabeza.
—Sí, eso hicieron —concordó y regresó al sofá, cansado de repente.
Ivena se paró y llevó los platos a la cocina y de ese modo acabó la conversación. No volvieron a tratar el tema hasta tarde esa noche.
—¿Imagino por tanto que por ahora debemos aguardar y ver qué hace la policía? —preguntó Jan después de que Ivena anunciara sus intenciones de retirarse.
—Sí, creo que sí.
—Y mañana trataremos con el ministerio. Los empleados estarán preocupados por mi ausencia.
—Está bien.
Y eso fue todo. Ella se aseguró que él estuviera en buenas condiciones, le dio un analgésico, y lo dejó para que durmiera.
Jan no se durmió rápidamente. Había pasado durmiendo la mitad del día y ahora no le llegaba el sueño con facilidad. En vez de eso empezó a pensar en lo que los demás dirían a esto. O al menos en lo que dirían a lo que él les diría acerca de esto, porque no estaba seguro de poder contar todos los detalles a Roald y a Karen.
Es más, no estaba seguro de que pronto le diría alguna cosa a Karen. Ni siquiera estaba seguro de que ella aún trabajara para él. ¿Sabía ella lo que le ocurrió? Él no había aparecido el viernes a trabajar, y no se había sabido nada de antemano. ¡Y la cena! ¡No había ido a la cena en Nueva York!
De repente Jan despertó del todo. Intentó sacar las preocupaciones de la mente. Mañana era lunes; lo averiguaría entonces. Pero los pensamientos lo acosaban como rata en rueda giratoria. El rostro de Karen, ese dulce y sonriente rostro, y luego la iracunda bofetada. Quizás había sido un tonto al hablarle de Helen. Difícilmente él podía imaginar en qué se convertiría la relación con Helen. Ellos…
No sabía qué sería de ellos. Si es que Helen lograba salir sana y salva de esto. Y sin embargo él ya había sacrificado su relación con Karen. ¿Lo había hecho?
Finalmente se quitó las cobijas de los pies en un ataque de frustración y se dirigió al teléfono.
Llamó a Roald.
—Aló —sonó la voz ronca del hombre al décimo timbrazo—. Aló.
—Roald, soy Jan.
—Jan. ¿Qué hora es?
—Es tarde, lo sé. Siento mucho… —¿Está todo bien?
De modo que el hombre no había sabido.
—Sí. ¿Has hablado con Karen?
—No desde nuestra conferencia telefónica. ¿Por qué? ¿No estuviste con ella ayer en Nueva York?
—No, tuvimos un problema con eso. Escucha, tengo que hablar algo contigo. ¿Puedes venir mañana a mi casa?
—¿A tu casa? Supongo que puedo. ¿Qué pasa?
—Nada, de veras. Solo algo en que me gustaría tu opinión.
Acordaron reunirse a las diez.
Jan necesitó otra hora para sacudirse los ratones mentales y volver a dormir.
La mañana llegó rápidamente, al sonido de Ivena cantando en la cocina: «Jesús, amor de mi alma». Ella estaba cocinando algo que inundaba la casa con un delicioso aroma. «Permíteme volar hasta tu regazo», le trinaba la voz.
Jan se irguió con los codos y cayó hacia atrás por los dolores de un sueño rígido. Cuando se hubo relajado lo suficiente para ir a la cocina, Ivena ya estaba poniendo la mesa.
—Caramba, caramba, mírate —exclamó Ivena sonriendo al verlo en pijamas.
Jan miró su reflejo en la tapa cromada del horno y vio que ella se refería al cabello, el cual se le alzaba por sobre las blancas vendas.
—Soy un tipo enfermo, Ivena —objetó él aplanándose el cabello—. No me irrites.
—No tan enfermo como para quedarte en cama, veo.
—¿Y esperabas menos? —preguntó él señalando los dos puestos servidos.
—No. He dormido maravillosamente, Janjic.
—Eso es más de lo que yo pueda decir —contestó él cojeando hacia el asiento—. Me siento como si una aplanadora me hubiera pasado por encima.
Entonces le contó a Ivena de la llamada que hiciera a Roald.
—Ellos no lo saben. Karen no lo sabe. Ni siquiera sé si ella aún está abordo.
—¿No?
—¿Cómo puede ella trabajar para mí? Esto no es bueno.
—Estarás bien.
—Ella es el eje del ministerio.
—No, el testimonio es el eje, Janjic. La danza de los muertos. El cántico del mártir. El testimonio que has estado ondeando como una bandera durante cinco años; ese es el eje del ministerio.
—Sí, y ha sido Karen quien ha ondeado más. Yo no soy más que el asta. Sin ella… no puedo imaginar cómo sería todo.
—Entonces escoge tus mujeres con mucho cuidado —declaró ella riendo—. Todas quieren a mi apuesto serbio. Muchas mujeres…
—Deja de decir tonterías. Esto es más serio de lo que crees —la interrumpió; normalmente habría sonreído, pero tenía enfermo el corazón—. ¿Sabes que el sábado por la noche me perdí una cena de negocios en Nueva York?
—¿Estoy detectando algo de enojo en esta voz tuya, Janjic? —inquirió Ivena lanzándole una mirada de reojo.
—Quizás —respondió él dando un sorbo al humeante té—. No estoy seguro de haber hecho lo correcto con Karen. Siento como si me hubiera cortado una pierna para salvar la otra y como si ahora pudiera perder las dos.
—No te preocupes, hallarás tu senda. Y estoy seguro que perderte una cena con Karen no tendrá ninguna importancia en el sendero que acabas de tomar.
—La cena era con la gente de la película.
—Sí, de todos modos no estoy muy segura con lo de la película.
—Bueno, es demasiado tarde. Eso ya está concluido.
—¿Qué está concluido? Tu vida está concluida, ¿así que ahora harán una película de esa vida? No lo creo. Veremos qué le pasa al acuerdo de tu película, Janjic.
—Eso es ridículo.
—Sin embargo lo veremos —declaró ella con una sonrisa—. Roald estará aquí pronto. Ya son las nueve y media.
¡Las nueve y media! Jan no había pensado que fuera tan tarde. Se disculpó y salió corriendo a vestirse.
Roald llegó quince minutos después mientras Jan aún estaba en el dormitorio lidiando por ponerse las medias sin arrancarse los puntos.
—¿Dónde está él? —tronó la voz del anciano estadista.
—Cálmate, amigo mío —manifestó Ivena—. ¿Te puedo traer algo de beber?
Jan meneó la cabeza ante el tono condescendiente de Ivena. Entró a la sala por detrás de Roald, quien se había sentado. El tipo usaba un traje cruzado negro estilo sastre conocido por Jan.
—Buenos días, Roald.
—Jan, espero que tengas más sensatez de la que creo que tienes, compañero —expresó Roald sin volverse—. ¿Qué demonios le hiciste a Karen?
Entonces Roald se volvió, vio la cabeza de Jan y se paró de la silla.
—¿Qué diablos te pasó?
—Nada —contestó Jan sentándose; usaba una camisa celeste que le cubría las heridas del pecho—. Siéntate. Doy por sentado que hablaste con Karen.
—Eso no se ve como que haya sido nada. Dios mío, ¿qué ocurrió? ¿Estás bien? Parece que te hubiera pisado una recua —opinó Roald, y se sentó.
—No tanto. Antes que nada cuéntame de Karen.
—¿Karen? Bueno, ella está en Nueva York, ¿sabías eso?
—Teníamos allí una cena de negocios el sábado por la noche. No pude asistir.
—¿Y no tuviste al menos la decencia de llamar? Debes saber que tuvieron la cena sin ti.
—Sinceramente, Roald, me hallaba atado —dijo Jan sin humor—. ¿Así que Karen asistió?
—No. Y francamente eso es un problema. ¿Qué te pasó? —quiso saber Roald por tercera vez.
Ivena los interrumpió para traerles bebidas, y luego se disculpó. Anunció que debía encargarse de algunas flores. Ellos tendrían que conquistar el mundo por sí mismos. Ella le guiñó un ojo a Jan y salió.
—¿Entonces nadie del ministerio asistió a la cena? —inquirió Jan.
—Nadie. Se trataba de algunos ejecutivos de Delmont Pictures y de la editorial.
—Santo cielo, qué desastre. Estoy seguro que Karen estará disgustada por eso.
—En realidad a ella parece importarle un comino el asunto —informó Roald reclinándose y levantando la taza que Ivena había colocado cerca de la silla—. Ella está enfocando la furia hacia ti, mi amigo.
—¿Hacia mí?
—Hacia ti. Parece que Karen cree que podría haber un problema. Ahora hay mayores preocupaciones a la mano, y yo se lo dije. Estamos a punto de irrumpir en un nuevo terreno; comprendes eso, ¿no es así? Nadie ha hecho lo que haremos con esta película. No tiene precedentes. Toda la comunidad evangélica ya está hablando al respecto. Yo estoy allá afuera llevándolos a ustedes dos a la cima del mundo, hablando de cómo el «show de Jan y Karen» cambiará la manera en que se ve al cristianismo en las esferas más amplias de las artes y el espectáculo, sin el más mínimo conocimiento de que ustedes dos están sosteniendo en casa una bronca de primer orden. Lo menos que puedo decir es que esto es desconcertante.
—Y no deberías estar desconcertado. Te equivocas… no nos hemos peleado. Tuvimos una conversación. Karen la tomó a mal. Eso es todo.
Eso no era todo, por supuesto, y Jan lo sabía muy bien.
—Entonces quizás tú me puedas explicar por qué ella está hablando de sacar las cosas de la oficina.
—¿Se está yendo?
—Aún no. Pero parece creer que el compromiso está en alguna clase de peligro, y yo le dije que esas eran tonterías. Hay mucho en riesgo.
—No rompí el compromiso —objetó Jan avergonzado.
Roald asintió con la cabeza.
—Le dije que tú te preocupabas por ella, ¿sabes? Karen se refirió a esa tipa Helen que tú ayudaste, y le dije que no había forma en esta tierra verde de Dios que tú, después de todo lo que has pasado y con todo lo que yace por delante de ti, hicieras algo tan estúpido como enamorarte de una prostituta. ¡La iglesia te lo arrojaría en la cara! Creo que de alguna manera Karen captó la idea de que realmente estabas perdiendo el interés en ella, Jan. Tienes que cuidar tus palabras, amigo mío. Las mujeres llevan lo que dices más allá de lo que quieres decir.
—Helen no es una prostituta —cuestionó Jan, y pudo ver que un destello se cruzó en los ojos del hombre.
—Prostituta, drogadicta, vagabunda… ¿cuál es la diferencia? Ella no es la clase de mujer con la que se te puede ver. Sería un problema. Especialmente con Karen en tu vida. Logras ver eso, ¿no es así? Te lo advertimos bastante.
Jan asintió. Esto no estaba yendo como se planeó. De alguna manera Roald lo estaba llevando por una senda de razonamiento que él no quería recorrer.
—¿Sabes lo excepcional que es una mujer como Karen? —continuó Roald—. Sí, desde luego que lo sabes. Eso es lo que le dije a ella hace como una hora. ¿Y sabes qué me dijo?
—No.
—Me dijo que esos asuntos del corazón no tienen nada que ver con qué sea excepcional o común, correcto o equivocado. El corazón sigue su propia dirección. Y sabes que ella tiene razón. Así que supongo que debo preguntarte: ¿adónde te está dirigiendo tu corazón?
—No lo sé —contestó Jan tragando saliva—. Quiero decir que sí sé. Pero la dirección parece cambiar.
—¿De veras? —objetó Roald parpadeando algunas veces—. En caso de que no lo hayas comprendido, Jan, mi muchacho, no eres ningún adolescente; eres un hombre adulto y con la confianza de la iglesia. Y estás comprometido para casarte, ¡por Dios! ¿No crees que sea bastante ridículo en un hombre en tu posición levantar la nariz al aire en cualquier día particular para olisquear de dónde soplan los vientos del amor?
—No me sermonees, Roald. ¿Dije que estaba levantando la nariz al aire? No que recuerde. Me preguntaste acerca del corazón, no de la voluntad. Si quieres que sea correcto contigo, entonces respétame un poco.
—Bien —concordó Roald respirando hondo—. Solo espero que tu voluntad no se mueva al son de tu corazón. Sabes que si no encuentras una manera de reconciliarte con Karen nos exponemos a perderlo todo. Millones.
—¿Millones? —cuestionó Jan mirándolo, ahora enojado—. ¡Esto no se trata de dinero!
—No, pero se trata de toda una cantidad de asuntos básicos que últimamente parecen haberse escapado a tu razón de modo más frecuente. ¡Con esto estamos cambiando el mundo, Jan! Estamos llevando la iglesia hacia delante —advirtió, empuñando una mano mientras lo hacía—. ¿Y quieres tirar todo eso por una mujer?
Roald se inclinó en el borde de la silla.
—¡Nunca! Si fueras a poner en peligro este proyecto tomando a esa vagabunda, sin duda alguna la junta directiva te quitaría la aprobación. Apenas me puedo imaginar la reacción de Bob o Barney. Frank Malter haría piruetas en el aire. Yo mismo tendría que pensar en salir.
Jan se echó hacia atrás, aturdido por la declaración. No sabía qué decir.
Roald inclinó la cabeza.
—Sé que esto no sucederá, porque sé que no eres tan estúpido. Pero quiero ser absolutamente claro aquí: no relacionaré ni mi nombre ni mi buena voluntad con un individuo que traiciona la confianza de la iglesia, juntándose con un bicho raro.
—Ella no es…
—¡Me importa un bledo lo que ella sea, se va! —interrumpió él con un grito—. ¿Lo oyes? Se va ella, ¡o me voy yo! Y sin Karen y sin mí, tu mundo se te desmoronará alrededor de las orejas, amigo mío. Te puedo prometer eso.
¡Esto no podría estar ocurriendo! Roald estaba apostando, por supuesto, segurísimo de que Jan no tenía verdaderas intenciones de seguir alguna relación con Helen.
—Bueno, no estoy diciendo que tendrás que resolver todo esto para el final del día —continuó Roald reclinándose, cruzando las piernas, y respirando lentamente—. No estoy diciendo que tengas que sacarla a la calle, sino que hay lugares que se encargan de mujeres como ella. A propósito, ¿dónde está la tipa?
—No está aquí.
—Qué bueno. Eso es un inicio —declaró e hizo una pausa—. Jan, sé que esto podría parecerte duro, pero debes entender que estoy protegiendo un interés mucho más grande. Un interés que no solo tiene que ver con Karen y conmigo, sino con toda la iglesia. La danza de los muertos ha impactado y tiene que seguir impactando a la iglesia en general.
—Pero no a costa de su propio mensaje.
—No, claro que no.
—Y sin embargo te estás metiendo con el amor de Dios.
—El amor de Dios. ¿Qué es el amor de Dios sin pureza? Te estoy salvando de que te hundas en el engaño, amigo mío.
Se quedaron en silencio por un momento: Jan porque no tenía nada que decir; Roald probablemente por la impresión.
—¿Estás de acuerdo entonces? —averiguó Roald.
—Lo pensaré —contestó Jan.
—¿Y le darás una llamada a Karen?
Jan no respondió a esto. La cabeza aún le daba vueltas. Le daba vueltas y le dolía.
—Ahora —continuó Roald tomando evidentemente el silencio como una señal positiva—, dime cómo te golpeaste la cabeza. Santo Dios, se ve horrible.
Jan no estaba dispuesto a contarle ahora a Roald los fatales detalles.
—No fue nada. En realidad más bien algo embarazoso. Me atacó un par de matones.
—¿Matones? ¿Te robaron? ¡Vaya! ¿Pusiste una demanda?
—Sí.
—Bueno. ¿Cuándo te quitarán las vendas?
—En algunos días, supongo. Sucedió el viernes, y fui a parar a un hospital. Por eso me perdí el viaje a Nueva York.
—¿Estuviste en el hospital? ¡Yo no tenía idea! Bien, eso me explica mucho. Karen debe regresar hoy —anunció Roald, palmeando la rodilla de su socio y guiñándole un ojo—. Déjame manejar esto, Jan. La llamaré por ti. Sabes cómo a las mujeres les encanta cuidar de los heridos. Estará mimándote antes de que te des cuenta.
Jan quiso golpearlo entonces. Era la primera vez que se había sentido tan ofendido por el atrevimiento del hombre, y esto lo cubrió con venganza.
Roald se puso de pie y bajó la taza.
—Estoy saliendo en tu defensa, compañero —expuso alargándole la mano, la cual Jan tomó—. Te veré pronto. Llámame cuando las cosas se hayan enderezado.
Empezó a ir hacia la puerta y se detuvo.
—A propósito, Betty quiso que te dijera que llamará esta tarde. Ellos están preocupados, naturalmente. Y ella dijo que está orando. Y que todas las apuestas están suspendidas… declaró que tú sabrías lo que eso significa —concluyó el hombre arqueando una ceja.
Jan asintió.
Roald salió entonces y Jan anduvo por toda la casa, ocupándose de sus asuntos, los cuales no resultaron nada más que prepararse otro té y terminar el frío desayuno. Pensó que la visita había convertido un mal día en intolerable. No solo que estaba enfermo debido a Helen sino que ahora estaba obligado a sentirse enfermo por estar enfermo. Roald estaba robándole el verdadero propósito que tenía. El tipo ese era un ladrón. Alguien que halaba muchas cuerdas en la iglesia evangélica, y que había dado algunos argumentos muy convincentes, pero seguía siendo un ladrón.
¿Y Helen? Padre, rescátame de este hoyo, oró. Indícame cómo salir.