«Todos tenemos un poco de Karadzic flotando bajo la superficie. Todos hemos escupido en el rostro de nuestro Creador. Creer que no lo hemos hecho es arrogancia con pretensión de superioridad moral… lo cual en sí es una manera de escupir».
LA DANZA DE LOS MUERTOS, 1959
Jan se estacionó en la entrada de su casa a las siete, exactamente cuando el anochecer oscurecía el cielo sobre Atlanta. Había pasado un día desde que Helen se fuera, y el mundo de Jan se había derrumbado sobre él.
Acababa de cerrar la puerta del auto cuando se dio cuenta que debía meterlo al garaje. Ahora no tenía quién le impidiera el paso. Se volvió y se dirigió a la puerta principal.
Al doblar la esquina vio el papel blanco pegado en la puerta y esto lo hizo detenerse en seco. ¿Una nota? El corazón le brincó en el pecho. ¡Una nota!
Jan soltó el maletín, y de un salto arrancó de la tachuela el papel que habían pegado en la columna. Era una hoja entera de las que se hallan en cualquier cuaderno de tamaño normal, con algunas líneas apenas visibles. Inclinó el papel a la luz de la luna y llevó la mirada hacia abajo.
Helen.
¡Estaba firmada por Helen! Los dedos le temblaron.
Ayúdame por favor.
Lo siento. Ven por favor. Te necesito.
El último piso de la torre oeste. Apúrate, por favor.
Helen.
El pecho de Jan le resonó como un tambor. ¡Bendito Dios! ¡Helen! Corrió hacia el auto, abrió la puerta, y encendió el motor.
Tardó diez minutos en llegar a las torres… tiempo suficiente para empapar de sudor el volante y pensar en las razones de por qué venir aquí era una mala idea, la peor de esas razones era Glenn Lutz. El hombre lo había amenazado directamente por teléfono, y no había garantía de que la nota no la hubiera escrito ese tipo en vez de Helen.
Pero era casi seguro que ella estaba en peligro. Él pudo haber llevado la nota a la policía, pero aún no había perdido del todo la desconfianza en las autoridades; no desde Bosnia. Además, ir a las autoridades convertiría esto en un asunto público; estaba seguro de no estar listo para eso. No con Helen.
Al final fue el corazón el que le mantuvo el pie en el acelerador. Deseaba ir. Tenía que ir. Helen estaba allí, y el pensamiento le hizo tirar al viento las razones.
Jan llevó el auto por debajo del primer edificio elevado, la torre oeste, y avanzó hasta detenerse en un espacio adyacente a los ascensores. La estructura subterránea estaba casi vacía en las horas nocturnas.
Un hombre vestido de negro estaba cerca del ascensor con las manos entrelazadas, a espaldas de Jan, quien se quedó quieto por un momento. Quizás después de todo habría sido una mejor idea acudir a la policía. Se apeó y se dirigió al extraño.
El hombre hizo caso omiso a Jan hasta que las puertas se abrieron y Jan entró a la cabina del ascensor. Entonces el prototipo de mafioso bajó los brazos, ingresó, dio media vuelta y pulsó un código en un pequeño panel. Las puertas se cerraron.
Jan buscó el botón del último piso y estaba a punto de presionar el número más alto en el panel cuando el hombre le agarró la mano. Mensaje claro. El tipo era su escolta.
Un rastro de sudor le corrió a Jan por la sien. Helen no había arreglado esto. Él no se pudo quitar de encima la idea de que se acababa de lanzar por un precipicio. El ascensor llegó hasta el último número iluminado y se paró en seco. Luego se abrió en un pasillo por el que, después de titubear unos instantes, Jan siguió al hombre hasta un par de enormes puertas de bronce. Su anfitrión hizo un movimiento con la cabeza, y Jan las atravesó, tragándose un nudo que se le había hecho en la garganta.
Entró a lo que parecía ser una lujosa suite en lo alto, completa con un bar y una pista de baile a la izquierda, pero lo que llamó la atención de Jan fue el obeso individuo de pie al lado de una columna en el centro del salón.
Las puertas se cerraron detrás de Jan.
El tipo era enorme y blanco, casi albino en la tenue luz. Tenía el cabello rubio, casi platino, y los ojos negros. Usaba una guayabera hawaiana y pies que se dejaban ver por debajo de pantalones blancos de algodón. Los labios del hombre se retorcieron en una sonrisa y Jan supo que este bicho raro ante él era Glenn Lutz.
—Bien, bien, bien. El amante muchacho ha venido a torcerme la mano —comentó Glenn, bajando la cabeza y mirando a Jan tras las cejas—. Comprendes que estás entrando sin autorización en mi propiedad, ¿no es así? Entiendes lo que eso significa, ¿verdad?
Jan revisó rápidamente el salón en busca de Helen. No estaba allí. Esto no era bueno. De modo involuntario dio un paso atrás.
—Te gustaría matarme, ¿no es así, predicador? —inquirió Glenn riendo entre dientes—. Por eso viniste. Pero no podemos permitir eso. Te tengo una sorpresa.
De repente una sombra se movió a la derecha de Jan. Apenas había empezado a girar cuando le explotó el costado de la cabeza.
Un fogonazo.
Pero no lo sintió como un fogonazo. El mundo se le sumergió en tinieblas. Se tambaleó hacia la derecha e instintivamente extendió las manos para estabilizarse. Después de lograrlo, se agarró la cabeza, casi esperando sentir allí un gran hueco. Los dedos palparon toda la cabellera, húmeda por sobre la oreja izquierda, pero intacta.
El dolor lo sacudió mientras intentaba enderezarse, una profunda dolencia que le detonó en el cerebro. Le habían dado en la cabeza. Entonces recibió un golpe en el otro costado.
Treinta años de vivir en Bosnia salieron a flote. Él era escritor y conferencista, pero antes que nada era un sobreviviente que por mucho tiempo no se había ejercitado en sobrevivencia. Sea como sea, la mente reconoció muy bien la perforación.
Retrocedió dos pasos tambaleándose, tratando de no perder el conocimiento, ciego para el mundo desde ese último golpe. Casi se desmaya en ese instante. Si no se hubiera movido rápidamente quizás no se volvería a mover. Jan hizo acopio de sus últimas reservas de fortaleza y salió corriendo hacia el frente, pasando a sus atacantes. Resoplidos de protesta sonaron detrás de él, quien avanzó pesadamente hacia delante, como un toro golpeado por un trineo.
No podía pelear, no en este estado; eso le pasó a gritos por la mente. Pero fue lo único que le pasó a gritos por la mente, porque lo demás se había cerrado, encogido de miedo por esos dos estallidos en la cabeza. No podía ver; solo podía correr. La condición demostraba ser lamentable.
Jan había cubierto menos de diez metros cuando las rodillas le chocaron contra un mueble. Gritó y cayó de frente contra un objeto acolchonado. Un canapé. La cabeza le dio vueltas y él rodó, aterrizando de costado con un golpe sordo que lo dejó sin aliento.
Se lanzaron sobre él, como dos hienas abalanzándose para devorarlo. Unas manos lo pusieron de rodillas y lo inmovilizaron. Era como si prepararan el golpe definitivo; uno, dos, tres… ¡tas! Este le cayó en la coronilla, y la víctima se derrumbó en un mar de oscuridad.
Penumbras bordearon la mente de Jan, invitándolo a despertarse, pero él pensó en dormir un poco más. Una fastidiosa campanilla le retumbaba ya muchas veces en los oídos, como un mazo golpeando un gong.
El sonido le invadía despiadadamente el profundo sueño y rodó…
Pero fue allí donde terminó el espectáculo de la campana. Porque no pudo rodar.
Abrió un ojo y lo único que vio fue oscuridad. Un monstruo le retumbaba en el cráneo, enviándole punzadas de dolor por la columna. Trató de levantar la cabeza, pero esta no quiso moverse. Poco a poco le volvió la conciencia.
Supo entonces que no se hallaba en su cama. Yacía de costado en un rincón, con la espalda contra una pared. Estaba desnudo excepto por su ropa interior. Manchas oscuras le recorrían el abdomen y le teñían de rojo los calzoncillos blancos. Sangre.
Esas dos sombras lo habían golpeado en mala manera. Jan volvió a tratar de levantar la cabeza, y esta vez lo consiguió por todo un segundo antes de caer hacia atrás en la alfombra con un golpe seco. Pagó el esfuerzo con un pinchazo en el cerebro, y apretó los ojos por el dolor.
Aún estaba en el club nocturno, logró captar eso. Paredes con espejos y una pista negra de baile. Luces de colores proyectaban tonos rojos, verdes y amarillos a través de la negra alfombra.
—Está despertando, señor —informó una voz a la izquierda.
Manos le agarraron el brazo y lo jalaron hasta sentarlo. Se tambaleó allí por un momento y luego levantó la cabeza. Esta vez logró erguirla del todo y reposarla contra la pared detrás de él. Una figura se hallaba en el bar a la derecha, poniendo un teléfono en la horquilla. El hombre tenía una venda alrededor del hombro. Jan no había hecho eso, ¿o sí? No que pudiera recordar.
El tipo vestido de negro estaba sentado en una silla plegable y lo miraba inexpresivamente. El reflejo de Jan le devolvió la mirada desde la pared con espejos. Hilillos de sangre le bajaban por el cuello y el pecho desde el cabello enmarañado de rojo. ¿Qué estás haciendo aquí, Jan? ¿Y dónde demonios estás?
Se respondió sus propias preguntas. Estás en un lugar de propiedad de Glenn Lutz porque Helen te pidió que vinieras.
Se abrió una puerta a la izquierda y Jan solamente pudo girar los ojos, favoreciendo la dolorida cabeza. Era Glenn. El hombre parecía deslizarse en vez de caminar. Las enormes manos le colgaban con gruesos dedos que se torcían como raíces regordetas. Jan lo miró a los ojos. Estos no eran más que huecos negros, pensó. Un escalofrío le pinchó la columna. El hombre sonreía, y los dientes torcidos parecían demasiado grandes para la boca.
—Vaya, vaya. Así que el predicador ha decidido unírsenos de nuevo. Has estado aquí casi todo un día y finalmente tienes la cortesía de mostrar el rostro —expresó mirando a Jan; era obvio que saboreaba el momento—. Pido disculpas por la sangre, pero no estaba seguro de que quisieras cooperar sin la persuasión adecuada. Y por desnudarte… detesto humillarte, pero…
Hizo una pausa.
—En realidad eso no es verdad. Nada de eso es cierto. Me encanta la sangre. Aunque hubieras convenido en todo, te habría golpeado hasta dejarte ensangrentado.
Helen tenía razón. Este tipo era el diablo. Poseído tal vez. Jan pronunció una silenciosa oración. Padre celestial, sálvame por favor.
—Pero ya sabes eso, ¿no es así, predicador? —preguntó Glenn inclinando la cabeza hacia delante y sonriendo como calabaza iluminada de Halloween—. Has tocado a nuestra tierna flor, ¿verdad que sí? ¿Um? ¿Palpaste los moretones de ella?
—No —respondió Jan con voz ronca.
Glenn dio un paso al frente e hizo oscilar el brazo en un amplio arco. La mano chocó como un garrote en la cabeza de Jan. Si no hubiera estado sentado, el golpe lo habría derribado. En la posición que se hallaba, casi le rompe el cuello. Un asalto de dolor lo engulló y lo lanzó por un precipicio de oscuridad.
Jan ni siquiera supo que se había desmayado hasta que volvió a lidiar con su conciencia. Debió haber pasado algún tiempo, porque Glenn estaba inclinado sobre el bar con una bebida en la mano. La panza le colgaba, desnuda como una sandía albina debajo de la guayabera hawaiana que se le levantaba debido al mueble del bar. El tipo regresó a mirar, vio que Jan se había movido, se irguió, y atravesó el piso a grandes zancadas.
—¿Consciente otra vez? ¡Qué amabilidad!
Manos levantaron a Jan hasta sentarlo; él dejó caer la cabeza y cerró los ojos. Un dedo se le posó debajo de la nariz y se la alzó.
—Mírame cuando te estoy hablando —declaró Lutz dando un paso atrás, y Jan enderezó la cabeza—. Así está mejor. Ahora vamos a hacer esto una vez, predicador. Solo una vez. Porque sabes que no tengo todo el día, ¿de acuerdo? Sabes que soy Satanás, ¿no es verdad? Soy Satanás para ti. Te cortaría simplemente la lengua si te oigo hablar. Pero me agarraste en un buen día. Tengo otra vez mi preciosa flor, y eso me hace sentir generoso, así que vamos a hacerlo de manera diferente. Pero solamente lo haremos una vez; quiero que tengas mucha claridad al respecto. ¿Estás entendiendo esto?
El cerebro de Jan se aclaró. Asintió al hombre con un leve movimiento de cabeza.
—Háblame cuando te haga una pregunta, predicador.
—Ssí —respondió Jan con la lengua hinchada; ese último golpe le había provocado algún daño a la boca.
—Está bien —expresó Glenn girando y asintiendo hacia el individuo sentado en la silla plegable cerca del bar—. Tráela.
El hombre caminó hasta una puerta y tocó. Dos más salieron del otro cuarto; primero otro matón, y luego una mujer.
Helen.
Fue un momento extraño. Jan no estaba totalmente consciente; aún se hallaba en una niebla; la vida le colgaba sobre un precipicio, parecía suspendida de un hilo delgado. Y todo esto a causa de Helen.
Pero cuando los ojos se le enfocaron y él tuvo la certeza de que era ella, todo lo demás se volvió información inútil. Porque ella estaba aquí y él estaba aquí, y él le observaba esos ojos azules saliendo de las sombras, flores de delicada belleza. El pulso se le aceleró y de repente sintió endebles las rodillas. Quiso rogarle que lo perdonara y eso lo aterró. Ella debería estar implorándole perdón a él. ¿Y cómo podían estas rodillas sentir debilidad al verla? Ellos ya las habían herido debajo de él.
Tenía el cuerpo demasiado débil para mostrar algo de esto… demasiado débil para moverse. Estaba sentado como media res contra la pared, inmóvil, pero el corazón le empezó a hacer piruetas cuando Helen lo miró.
—Gracias, mi amor, por unirte a nosotros —declaró Glenn—. Ven, ponte frente a él.
Ella caminó hasta un punto a metro y medio de Jan, mirándolo desde el principio con esos ojos claros. Escúchame, Helen. Escúchame, todo está bien. Te amo, querida. Te amo con locura. Hablaba con la mente, pero sabía que ella tal vez no podía deducir nada de eso en el combado rostro de él.
—¡Levántenlo! —ordenó Glenn.
Los dos hombres se acercaron a Jan, cada uno lo agarró de un brazo, y lo levantaron hasta ponerlo de pie. Él sintió un dolor punzante en la cabeza y no podía soportar su propio peso. Lo sostuvieron por debajo de los brazos.
—Ahora tenemos juntos a los dos amantes —expresó Glenn poniéndose a un lado, como un ministro casando a un novio y una novia—. Es una escena encantadora, ¿verdad? ¿Qué te parece él, querida?
Esto se lo dijo a Helen.
Ella se quedó helada y con la boca ligeramente abierta. Tal vez él la había drogado. O quizás ella misma lo había hecho.
—¿Helen? —exclamó Glenn.
—¿Sí? —contestó ella con respiración entrecortada y en voz baja.
—Te pregunté qué pensabas de él.
—Se ve lastimado.
—Bien —dijo Glenn riendo—. Eso está bien. ¿No te dan ganas de escupirlo?
Ella no respondió.
—Helen, ¿recuerdas nuestra charlita anterior? ¿Um? ¿La recuerdas, cariño?
—Sí.
—Bien. Ahora, sé que quizás no se sienta natural al principio, pero lo será más tarde. Por tanto, quiero que hagas aquello que hablamos, ¿de acuerdo?
El salón pareció quedarse sin aire. Ninguno se movió. Jan colgaba sin fuerzas. Helen miraba como si estuviera por completo en otro mundo. Un momento de juicio. Pero Jan no sabía qué se estaba juzgando.
—Helen —pronunció ahora Glenn en voz muy baja.
Nada.
—Helen, si no haces aquello de lo que hablamos te romperé algunos de tus huesos. ¿Me oyes, princesa?
Helen titubeó y luego dio un paso al frente. Tragó grueso y cerró los ojos. El sonido de su respiración superficial se oía en oleadas en el salón. Pero ella no hizo ningún otro movimiento.
—Helen, juro que te romperé algunos huesos, querida —amenazó Glenn con mucha calma.
Las fosas nasales de ella resoplaron y frunció los labios. Luego se inclinó hacia delante y escupió a la cara a Jan.
Jan parpadeó, horrorizado, mirando la expresión dolida en Helen, apenas consciente de la baba que le caía en su propia mejilla.
—Bien —susurró Glenn—. Bien. Ahora golpéalo, Helen. Golpéalo y dile que te produce náuseas.
Helen cambió el apoyo en los pies, y Jan le vio el terror en los ojos. Se quedó quieta.
Glenn dio una larga zancada hacia Jan e hizo oscilar el puño como un mazo desde la cadera.
—¡Golpéalo! —gritó.
Los nudillos golpearon el costado izquierdo del pecho de Jan, quien sintió un dolor intenso en el corazón. El salón le dio vueltas, y por un momento creyó que se volvería a desmayar.
Glenn dio un paso atrás y miró a Helen. La cara le brillaba por el sudor.
—Lo golpeas tú o lo hago yo —determinó sonriendo—. Ese es el juego, Helen.
Jan comprendió entonces que Glenn deseaba arruinarlo. Todo esto se trataba de Helen, no de él. Él solo era un objeto. Jan sintió las primeras oleadas de terror atravesándole la mente.
¡No lo hagas, Helen! ¡No lo hagas! ¡Esto es una locura!
Esto no podía estar sucediendo. La policía irrumpiría en cualquier momento con las pistolas extendidas. Él era un hombre muy conocido; estaba a punto de convertirse en una celebridad, y se hallaba aquí en una pelea absurda de amantes entre dos almas anormales. ¡Él no tenía nada que hacer aquí!
El rostro de Karen le resplandeció en la mente. ¡Amado Dios! ¡Qué he hecho!
El cuerpo de Helen empezó a temblar, Jan lo vio y se preguntó si Glenn también lo había visto. Ella se veía pequeña y enclenque parada al lado de él. Fea. Jan parpadeó.
Ella es mi enemiga, pensó él. Una pequeña oleada de repulsión le cubrió el estómago a Jan. Se sintió inhumano en ese momento. Como un montón de basura en medio de un desfile; no como el escritor famoso en absoluto.
Oh Karen, querida Karen, ¿qué he hecho?
El rostro de Helen comenzó a contraerse. Le bajaban lágrimas por las mejillas. Las manos le temblaban en mala manera, y Jan pensó que ella estaba expresando su ira. Pero el rostro de Glenn palideció súbitamente; había visto algo más en ella.
—¡Hazlo, puerca! —rezongó—. Lo haces o te haré papilla, ¿me oyes?
La boca de Helen se frunció de pronto, y de la garganta le salió un sonido fuerte y chillón. Los ojos se le cerraron y se le empuñó la mano. Su llanto no era un gemido de ira sino un grito de angustia. Estaba a punto de hacerse trizas.
De pronto ella gimió en alta voz e hizo oscilar la mano en un amplio círculo.
Jan no supo si el golpe llegó a asestarse, porque en ese momento desapareció el club nocturno.
Se esfumó con un brillante resplandor de luz.
Él no se hallaba en la luz de colores, sostenido como un pedazo de res, sino parado en el borde de un campo interminablemente florido. El mismo desierto blanco que viera antes una vez, al tocar por primera vez a Helen.
Y de repente supo que había visto esta escena más de una vez. ¡La había visto mil veces! ¡Esta era la escena de sus sueños! ¡El campo blanco que le relucía en los sueños! ¿Cómo no lo había reconocido?
Allí había un silencio absoluto.
Silencio absoluto a no ser por el llanto.
La notó entonces. Había ante él más que el campo de flores; había una figura con un vestido rosado, parada sobre los pétalos a menos de cinco metros de él, mirándolo. Era Helen.
¡Helen!
Solo que Helen apenas lucía como Helen porque tenía el rostro tan blanco como el algodón y los ojos eran grises. Parecía como si hubiera estado en una tumba por un tiempo antes de que la hubieran desenterrado y colocado aquí, sobre el lecho de extrañas flores.
El pecho de la muchacha subía y bajaba lentamente, y miraba a Jan. Pero si lo reconocía no lo revelaba con esa mirada carente de expresión.
El llanto era por ella.
Él supo eso porque el lamento venía del cielo, de labios de invisibles dolientes. Como una misa de réquiem por los muertos. Tal tristeza, tal angustia a causa de Helen.
Ella aún lo miraba con labios pálidos y rectos, y ojos sin vida, respirando poco a poco mientras el cielo se llenaba con un millón de voces que aullaban.
Entonces las voces descendieron súbitamente sobre él, anegándolo en la tristeza que traían.
Él se puso a llorar al instante. Sin previo aviso. La presión del sufrimiento le cayó con tanta fuerza en el pecho que le impedía respirar. Solamente logró exhalar un prolongado gemido. Comenzó a entrar en pánico bajo el dolor. ¡Estaba agonizando! Sin ninguna duda esta era la muerte que le fluía por las venas. Cayó hacia delante, sin poder estar de pie.
Jan se hundió entre los blancos pétalos, boca abajo a los pies de ella. A los pies de Helen. Lanzó un grito ahogado y rodó de espaldas. El cielo sustentó un prolongado aullido; el dolor de eternos deudos. Y Jan lloró amargamente con ellos. Se agarró fuertemente para no desmoronarse, y lloró.
Los ojos de Jan estaban cerrados cuando el cielo se puso negro y en silencio. Solo se oía el llanto de él. De súbito abrió los ojos. Estaba otra vez en el club nocturno, colgando sin fuerzas entre los dos hombres y lloriqueando como un niño.
—¿…me oyes, pedazo de basura? —estaba diciendo Glenn por encima de Helen, quien había caído de rodillas, encogida de miedo y sollozando—. ¡Me produces náuseas!
Glenn la escupió.
—¡Me enfermas! —exclamó él.
Jan ejerció presión sobre las manos que lo sujetaban, pero lo único que consiguió fue invitar una nueva oleada de dolor en la cabeza. ¡Helen, querida Helen! El rostro se le contrajo con empatía. Oh, Dios, ¡sálvala, por favor! La amo.
Dile eso, Jan. ¡Díselo!
Ella se dobló en el suelo, sollozando, el rostro pálido y los labios despegados en desesperación. Jan le habló.
—Helen.
Le salió más como un gemido, pero a él no le importó ahora.
—Helen, te amo.
Ella lo oyó y abrió los ojos. Eran azules. Un azul profundo. Bañados en lágrimas, rojos en los bordes, y repletos de sufrimiento, pero azules.
—Helen.
Ahora los dos lloraban a mares. Mirándose con rostros contraídos y llorando en silencio.
Glenn retrocedió un paso y miró entre ellos. Por un momento se le abrieron los ojos en gran manera. Luego el rostro se le puso rojo de la ira y se le contrajo. Saltó hacia delante y balanceó el pie hacia Jan como un futbolista al balón. La negra bota lo golpeó en las costillas. Algo crujió y el mundo del escritor comenzó a desvanecerse.
Helen había estirado los brazos hacia él; los dedos extendidos y tensos, como garras desesperadas. Glenn giró y bamboleó el pie hacia ella. La patada la golpeó en el costado y la dejó como un bulto tembloroso, pero ella no quitó la mirada de la de Jan.
Las bestias soltaron a Jan, quien cayó de bruces. Recibió otro golpe en la espalda. Y otro.
Perdió entonces el conocimiento, pensando que se acababa el mundo.
Dejaron a Jan atado en el rincón un día más, solo y sin agua. Durante este tiempo no vio a nadie. Iba y venía a través de campos de blancas flores y lugares que resonaban con sonidos de llanto. El cielo estaba llorando. El cielo lloraba por Helen.
Jan solo podía imaginar lo que la bestia le había hecho a ella. Pero no soportaba imaginarlo, por lo que casi no lo hacía. Nuevas heridas en el pecho habían empapado de sangre la alfombra a sus pies antes de coagularse finalmente. Glenn lo había pateado dos veces; Jan recordaba eso. Pero los dolores y los moretones estaban por todas partes. Lo habían golpeado después de desmayarse.
En la noche vinieron por él, dos matones y Glenn. El monstruo reía y parecía recién bañado. Si Jan hubiera estado en buen estado se habría lanzado contra el hombre y lo habría estrangulado.
—Aviéntenlo en su propio patio —ordenó Glenn con satisfacción—. Y díganle que la próxima vez que se meta con mi mujer no tendrá tanta suerte.
El tipo rió entre dientes y los hombres pusieron de pie a Jan, quien perdió el conocimiento por el dolor.
Cuando volvió en sí estaba en su patio cerca de la piscina, de cara a las estrellas.