Capítulo veinte

«El amor que vi en el sacerdote y en Nadia era un sentimiento que acababa con el deseo por cualquier cosa que no fuera la unión con Cristo. Si aseveras amar a Cristo, pero no estás motivado a deshacerte de todo por esa perla de gran precio, te estás engañando. Esto es lo que Cristo dijo».

LA DANZA DE LOS MUERTOS, 1959

Jan se lanzó de lleno al viento y su auto rugió hacia la casa de Ivena. Ponga detrás del volante a un hombre que ha confiado excesivamente en un chofer durante la mayor parte de su carrera de conducción, y acelérele el corazón con pánico, y lo mejor es que advierta al público. Un auto en la derecha hizo sonar la bocina, y Jan presionó el acelerador. El Cadillac salió disparado e ileso por la intersección. Acababa de pasarse una señal de pare. Frenó con fuerza y oyó un chirrido; ¡esas eran las llantas de su auto! ¡Cálmate, Janjic! La casa de Ivena estaba exactamente en la esquina.

Eran celos lo que le rugía en la sangre, pensó. Y en realidad no le correspondía cortejar con los celos. Especialmente por Helen. No tan pronto. ¡Nunca! Santo cielo, escúchalo.

Pero ahí estaban: celos. Un temor irracional de pérdida que lo había enviado en picada. Porque Helen había desaparecido. Se había ido.

Había sido un buen día, además. La conferencia telefónica con Karen pudo haber sido difícil, pero la sonora voz de Roald siempre presente se había adelantado a cualquier oportunidad de una charla privada. Karen anunció la noticia: A la luz del trato de la película, la editorial Bracken y Holmes había aprobado publicar otra edición de La danza de los muertos con actualizaciones que coincidieran con la película. ¡Y estaban financiando una gira por veinte ciudades! Jan quiso saber qué significaba eso. «Significa, querido Jan, más dinero, diría yo», había resonado la voz de Roald. Karen les comunicó entonces que la editorial había concertado una cena con Delmont Pictures el sábado en la noche. Querían allí a Jan. ¿Dónde? Nueva York, por supuesto. ¿Otra vez Nueva York? Sí, otra vez Nueva York. Sería algo gigantesco, mejor que cualquier cosa que ella podía haber deseado.

Jan se les había unido en el entusiasmo y luego colgó, sintiéndose a punto de estallar. La mente se le había convertido en una cuerda, jalada por dos mujeres. Karen la adorable, mereciendo el amor de él; Helen la inconveniente, sofocándolo con sus encantos de pasión. La locura era suficiente para enviar a cualquier hombre al sofá del psiquiatra, pensó Jan.

Pero eso habría sido lo de menos.

Jan había corrido a la casa a las cinco y media, descubrió que Helen no estaba y una nota de Ivena en la refrigeradora. Ella volvería en un par de horas. Pero no había ninguna señal de Helen. Rápidamente se duchó mientras esperaba que ella regresara.

Él se había vestido con el mismo traje negro que usara en la última salida de los dos, pero esta vez con una corbata amarilla. Había pasado una hora. Luego dos, mientras él caminaba de un lado al otro. Y entonces supo que ella no regresaría, y el mundo empezó a derrumbársele. Había llamado a Ivena, tragándose las lágrimas para que ella no pudiera oír.

Helen había desaparecido. Helen se había ido.

Paró en seco el Cadillac frente a la casa de Ivena y se bajó. Aún usaba el traje negro, pero sin corbata. Los brillantes zapatos de cuero crujieron en la acera de Ivena, fuerte en la noche. Tendría que contarle todo a ella… ya no podía andar por ahí cargando solo estas absurdas emociones.

—Hola, Jan —lo saludó ella en voz baja—. Entra por favor.

Él pasó a un lado de ella, se sentó en el sofá, cruzó las piernas y bajó la cabeza entre las manos. Un fuerte aroma de flores llenaba el espacio… perfume o tal vez popurrí. Casi era sofocante.

—Ivena…

—Deja que prepare un poco de té, Janjic. Ponte cómodo.

Ivena se fue directo a la cocina y regresó con dos tazas de té humeante. Puso el de él en la mesita de lámpara a la mano y se sentó en su sillón favorito.

El rostro del hombre estaba lívido e hizo caso omiso del té.

—Gracias, Ivena, hay algo que debo decirte. En realidad…

—Así que, Janjic, ¿no me equivoqué acerca de la corazonada?

—No, no te equivocaste —confesó él sorprendido, y luego levantó la mirada; entonces se puso de pie, recorrió tres pasos y volvió a la silla—. No sé que me está pasando. Esta absurda idea de que Helen se quedara en mi casa no fue la mejor.

—Estás trastornado, puedo verlo. Pero no lances sobre mí tu frustración. Y si debes saber, estoy de acuerdo.

—¿Estás de acuerdo?

—Sí, lo apruebo. Al principio no, desde luego, al verte la primera vez mirándola, pensé que debías estar loco, estando comprometido con Karen como estás.

Él la miró, incrédulo.

—Pero no, no estabas loco. Sencillamente te estabas enamorando de una mujer y haciéndolo bastante difícil —declaró Ivena, sorbió su té y puso el platillo en la mesa—. De modo que ahora estás enamorado de Helen.

—Me cuesta creer que estés hablando de este modo. No es tan sencillo, Ivena. No estoy simplemente enamorado de Helen. ¿Cómo puedo estar de repente enamorado de una mujer? Mucho menos de esta… esta…

—¿Esta mujer indecente? ¿Esta vagabunda?

—¿Cómo es posible que me suceda esto? ¡Estoy comprometido con Karen!

—Me he estado haciendo la misma pregunta, Janjic. Llevo tres días haciéndomela. Pero creo que esto está más allá de ti. No del todo, desde luego. Pero está por sobre lo que hagas. Te preocupas por Karen, ¿pero la amas?

—¡Sí! Sí, ¡amo a Karen!

—¿Pero la amas de la manera que amas a Helen?

—Ni siquiera estoy seguro de que amo a Helen. ¿Y qué quieres decir con «la manera»? ¿Existen ahora diferentes maneras de amar? —objetó él, y de inmediato levantó una mano—. No te molestes en contestar. Sí, por supuesto que existen. Pero no estoy para juzgar entre ellas dos.

Ivena se quedó en silencio.

—Deberías estar indignada —continuó, y él se sintió indignado de veras; indignado por sentirse confuso y enojado ante la desaparición de Helen—. ¿Y cómo supones que amo a Helen?

—Con pasión, Janjic. Ella te deja sin habla, ¿no es cierto?

Las palabras parecían absurdas, expresadas en voz alta de este modo. Era la primera vez que se presentaba el tema de forma tan clara; pero no había duda en el asunto.

—Sí. Sí, eso es correcto. ¿Y qué clase de amor es ese?

—Bueno, ella es una mujer bastante sensacional, debajo de toda la inmundicia —respondió Ivena sonriendo—. Eso en realidad no es tan desconcertante.

—Estoy diciendo cosas que no debería sacar a la luz, y tú me estás aconsejando como si esto fuera un enamoramiento de colegial —manifestó él mirándola por un prolongado minuto.

Ivena no respondió.

—Desde el principio ella tuvo un inesperado control sobre mi corazón, ¿sabes? —declaró él—. Yo no lo busqué.

Ella solo asintió con la cabeza, como si dijera: Lo sé, Janjic. Lo sé.

—Y hay algo más que deberías saber. Salí con ella. Antes de traerla aquí el sábado por la noche fuimos a cenar a La Orquídea. No se lo pedí, desde luego. ¡Ella me lo pidió! Ella preparó mi traje… este traje —confesó Jan y se presionó el pecho, sonriendo de pronto ante el recuerdo—. Fue increíble. Apenas pude comer.

—Lo sé.

—¿Lo sabes?

—Ella me lo contó —contestó Ivena con una ligera sonrisa.

—¿Te lo contó? ¿Te contó que apenas pude comer?

Ella asintió.

—Y me contó que te excusaste para ir al baño a fin de controlarte porque estabas, cómo lo expuso ella, desmoronándote, creo.

—¿Te dijo eso?

—¿Es verdad? —preguntó Ivena con una ceja arqueada.

—Tal vez, pero no puedo creer que Helen te dijera eso. ¿Se dio ella cuenta de eso?

—Ella es una mujer. Tú eres un hombre. El amor entre ustedes conlleva su propio lenguaje. Es imposible ocultar el amor, Janjic. Y Helen es mucho más perspicaz de lo que pareces darte cuenta.

—Tienes razón en que es perspicaz —concordó Jan echándose atrás en el sillón y sosteniéndose el rostro con las dos manos—. Por tanto tú lo sabes todo. Sabes que estoy locamente enamorado de ella.

Lo dijo y se sintió bien al hacerlo. Bajó las manos y se inclinó hacia delante.

—Que nunca he amado a otra criatura con tanta pasión. Que apenas logro pensar en algo más que en ella. Que cada vez que la miro a los ojos se me debilitan las rodillas y siento pesada la lengua. Me cuesta respirar de manera adecuada cuando ella está presente, Ivena —siguió manifestando él, y sintió que ahora mismo sentía eso—. El corazón me duele y se me infla el pecho. Estoy…

—Creo entender, mi joven serbio.

—Y ahora ella ha vuelto a él.

Ivena levantó la taza de porcelana y bebió sorbo a sorbo, como si apenas ahora saboreara el té.

—Sí. Y no es la primera vez —expuso ella, bajando la taza hasta el regazo.

—¿Qué quieres decir?

—Regresó allá la noche en que saliste para Nueva York. Solo por unas cuantas horas, pero se lo vi en los ojos.

¿Qué estaba ella afirmando?

—¿Qué pudiste ver en los ojos de ella?

—Pude olerlo. Y ella se agarraba apenada la cabeza el día siguiente. No soy idiota, Janjic.

La ira se le extendió por el cerebro al serbio. Se levantó del sillón.

—Juro que si alguna vez… ¡Mataré a ese demonio!

—Siéntate, Janjic.

—El canalla la está golpeando, ¿verdad que sí? —inquirió él con el rostro rojo de indignación—. ¡La está maltratando! ¿Cómo pudo ella volver a él?

—Siéntate, Janjic. Siéntate por favor. No soy el enemigo.

Jan se sentó y hundió la cabeza entre las manos. Era una locura. Ahora esto era más que locura. Era horror.

—¿Y quién es el enemigo? —cuestionó él.

—El ladrón que viene a robar y destruir —respondió ella.

Sí, desde luego. Él sabía eso, pero no facilitaba nada.

—¿Crees que el amor del padre Michael salía de su propio corazón? —preguntó Ivena.

—No.

—Claro que no, Janjic. Le has dicho lo mismo a todo el mundo. ¿Olvidas tus propias palabras?

—No olvido mis propias palabras —objetó él mirándola—. Aquí estamos hablando de Helen, no del sacerdote. Esto no se trata de luchar por nuestras vidas contra algún demente llamado Karadzic. ¡Estoy frente a emociones ridículas que me están volviendo loco!

—Y estas emociones que te están enloqueciendo son los mismos sentimientos que llevaron al padre Michael a la cruz. Son los que mostró Cristo mismo. Porque Dios amó en gran manera al mundo, Janjic. ¿Es este el amor con el que amas a Helen? —desafió ella; él la miró tontamente—. Te juro, Janjic, que a veces puedes ser un zoquete. Estás sintiendo el amor del sacerdote; el amor de Cristo. Este no viene del corazón de uno. ¿Has pensado alguna vez en la posibilidad de que no se supone que te debas casar con Karen? Entonces te lo diré ahora: no te puedes casar con Karen.

—¿Debido a esta pequeña contradicción con Helen? No seas…

—¡No! Porque Dios no querría que te casaras con Karen. Es mejor romper ahora antes de que hagas un pacto con ella. ¿O consideras un compromiso igual que un pacto matrimonial?

—No.

—Bien entonces. Debes seguir este amor que Dios te ha puesto en el corazón por Helen. Y debes hacerlo sin ninguna ofensa hacia Karen.

—¿Cómo diablos puedo ir tras una relación con una incrédula?

—¿Le ordenó Dios a Oseas que se casara con Gómer? De todos modos no estoy sugiriendo que te cases con la chica. Pero aquí hay más que contactos visuales, Janjic. Considéralo un mensaje de Dios.

Esto lo impactó tan claramente en ese momento como la montaña de aire. ¿Podría ser? Jan había visto esa breve visión del campo florido y había oído el llanto. Tal vez fue más que un acto casual de la gracia de Dios con fin de revelar esa gracia. ¡Quizás era el deseo de Dios que él amara a Helen! Y no solo como una pobre alma perdida, sino como alguien por quien el corazón de él suspirara.

La idea inundó a Jan con una repentina sensación de calma, pues retiró la locura de la confusión que sentía, otorgándole validez. Ivena debió haber visto el cambio en él porque sonrió.

—Según tú, se supone que yo ame a Helen —declaró—. Por eso es que lo apruebas.

—Tanto como Cristo ama a la iglesia, creo.

—¿Y ama Cristo a la iglesia con esta emoción loca y apasionada?

—¿Te gustaría ver algo? —preguntó Ivena parándose y yendo al librero en la pared opuesta.

Un florero azul que contenía una sola flor se hallaba en el tercer estante. Una brillante flor blanca con pétalos bordeados de rojo, del tamaño de la mano de Jan. Ivena la sacó del florero y la puso frente a él como una colegiala presentando su clavel.

—¿Hueles?

Era la fuerte fragancia que Jan había percibido al entrar.

—Huelo algo. Creí que era tu perfume.

—Pero no estoy usando ningún perfume, Janjic.

Jan se puso de pie y fue hacia la flor. Al instante el aroma se le hizo más fuerte en las fosas nasales.

—Ahora lo hueles —afirmó ella sonriendo.

—Es fortísimo.

—Pues sí. Es un aroma agradable, ¿verdad?

—¿Y viene todo de esa sola flor? ¿Naturalmente?

—Sí.

Jan analizó los pétalos. Le parecían extrañamente conocidos. Ella le pasó la flor y él la sostuvo a la luz.

—¿Dónde la hallaste?

—Las estoy cultivando, en realidad. ¿Te gusta?

—Es asombrosa.

—Sí. Creo que tal vez me haya topado con una nueva especie. Ya le di una a Joey para analizarla.

—¿No sabes el nombre? —inquirió él, haciendo girar la flor en la mano.

Los pétalos eran como satín. La fragancia le recordó a una rosa de olor muy fuerte.

—No. Son el resultado de un injerto de rosa.

—Asombroso.

—Sí —asintió Ivena sonriendo de oreja a oreja, como una niña henchida de orgullo—. El aroma es como el amor, Janjic. Una semilla no puede dar fruto a menos que muera y caiga a la tierra. Pero mira adónde lleva todo. Es una agradable fragancia que implora ser asimilada. No algo que simplemente puedas pasar por alto, ¿no es así?

Jan puso la nariz cerca de un pétalo y volvió a oler. La fragancia de la flor era tan fuerte que le trajo lágrimas a los ojos. La devolvió al florero y él volvió al sillón.

—¿Crees por tanto que yo debería amar a Helen? —preguntó moviendo la cabeza de un lado al otro—. Ellos se pondrán como una furia.

—¿Quiénes?

—Karen, para empezar. Roald, los líderes, los empleados… todo el mundo.

—Pero no puedes fingir. Eso sería peor.

Entonces él recordó por qué había venido aquí en primera instancia.

—Ella ha desaparecido.

—Volverá —afirmó Ivena dándose la vuelta.

—¿Estás segura? ¿Cómo puedes saber eso?

—No lo sé. Pero ella es mujer y te lo estoy diciendo, regresará.

Se sentaron y hablaron de lo que deberían hacer entonces. ¿Deberían llamar a la policía? ¿Y decirles qué?, dijo Jan. Que esta muchacha llamada Helen había vuelto a su amante, lo cual no era bueno porque Jan Jovic… sí, el famoso escritor Jan Jovic, estaba chiflado por ella. Pero no era chifladura porque se trataba del amor de Dios, el cual era chifladura y no lo era. Lo mismo pero distinto. Quizás. Sí, eso quedaría bien.

Al final acordaron que no podían hacer nada. No esta noche al menos. Orarían para que Dios protegiera a Helen y le revelara su amor. Y para que Jan oyera la voz de Dios y no se comportara como un enajenado en sus propias emociones. En realidad esa última oración fue de Ivena, pero Jan se descubrió a sí mismo estando de acuerdo. Dios sabía que Jan caminaba aquí sobre terreno nuevo. El terreno del amor.

Jan casi se enferma el jueves por la mañana. Helen no había vuelto y él solo había dormido tres horas, la mitad del tiempo sobre el sofá. Con toda sinceridad, él estaba enfermo, pero no de la clase de enfermedad que Karen comprendería. Al menos no mientras esta condición estuviera dirigida a otra mujer. Finalmente se arrastró a la diez, aunque por ninguna otra razón que evitar la agonía de esperar.

Los empleados lo estaban mirando con ojos inquisidores, pensó él. Lo sabían, todos lo sabían. Las indulgentes sonrisas y los ceños ligeramente fruncidos lo revelaban. Pudo haber imaginado los ceños fruncidos, pero tal vez no. Según la admisión de Betty, que él aún trataba de descartar, ellos prácticamente estaban haciendo apuestas acerca de la sensatez de él.

Karen entró a la oficina de Jan a los cinco minutos de que él llegara, tarareando y meneándose con el tono. Gracias a Dios que ella no estaba muy relacionada con el chisme en los pisos más bajos. Jan le sonrió lo mejor que pudo, y escuchó con paciencia mientras ella hablaba del viaje.

Había sido todo un éxito, por lo que Karen contaba; éxito para poner en el portafolio de ella. No solo era el acuerdo de reimpresión con la editorial, sino que eran ocho —cuéntalas, ocho— apariciones en televisión en los próximos dos meses, y eso sin incluir el lanzamiento de la nueva edición. Jan estaba feliz por ella, y las noticias lo distrajeron un poco. Creyó haber encontrado bastante resolución para mantener a Karen en un estado de ambivalencia general respecto de él.

Pero su opinión demostró estar equivocada.

—Todo está arreglado, Jan —anunció ella agitando dos tiquetes aéreos en la mano—. Tenemos pasajes en primera clase para Nueva York en el vuelo de las cinco y media de mañana.

¡Nueva York! Lo había olvidado.

—Yo creía que la cena era el sábado.

—Así es, pero creí que podríamos convertir el acontecimiento en un fin de semana. Roald no estará allá, ¿sabes?

De repente todo era demasiado. Jan sonrió; lo hizo, pero evidentemente no con tanta convicción como para engañarla. Es más, él no podía estar seguro de no haber dado la impresión de haber fruncido el ceño, si es que su corazón era algún juez. Karen bajó la mano con los pasajes, y Jan supo que su fachada no la había engañado.

Ella cerró la puerta y se sentó en una de las sillas para visitantes.

—Muy bien, Jan Jovic. ¿Qué pasa?

—¿Qué quieres decir?

Ella quiere saber por qué tienes el rostro decaído, zoquete.

—Algo está sucediendo —declaró ella mirándolo directo a los ojos—. Todo el tiempo has estado con esa sonrisa plástica. Yo podría entrar aquí y decirte que los marcianos acaban de aterrizar en la calle Peachtree y tú sonreirías y me dirías cuán buena es esa noticia. Estás tan distraído como nunca te había visto. Por consiguiente, ¿qué pasa?

Jan miró por fuera de la ventana y suspiró. Padre, ¿qué estoy haciendo? No quiero esto. La volvió a mirar. Ella lo miró con la cabeza ladeada, hermosa en los rayos matutinos que entraban por la ventana. Karen era un tesoro. Él no podía imaginar una mujer tan adorable como ella. Excepto Helen. ¡Pero eso era absurdo! ¡Helen estaba con otro hombre! En realidad es posible que ni siquiera regrese. Y aunque regresara, ¿cómo podría albergar pensamientos de amor para tal clase de mujer?

Padre, ¡te lo suplico! Libérame de esta locura.

—Dime, Jan —exigió Karen ahora con una voz de mujer que sabía.

Ella ya sabía algo, por intuición.

Él la miró a los ojos, y repentinamente quiso llorar. Por ella, por él, por el amor. Por todo lo que se debía decir, el amor lo había convertido en un gusano esta semana. Los ojos le ardían, pero no quiso llorar delante de ella. No ahora.

—Helen se ha vuelto a ir —informó él.

—Por supuesto, acordamos en que se iría —expuso ella reclinándose en la silla y cruzando las piernas—. ¿Y es eso un problema?

—Sí. En realidad lo es.

Él no pudo mirarla directamente.

—Jan… Ella es solo una muchacha —manifestó Karen en voz dulce y tranquila—. Perdida, errante, lastimada, seguro que así es. Puedo entender eso. Pero nuestro ministerio va más allá de esta sola persona.

Karen se inclinó hacia delante y puso la palma abierta sobre el escritorio para que él le estrechara la mano. Él la tomó.

—Todo saldrá bien, lo prometo.

Jan no podía seguir con esto. No podía.

—Ella no es tan solo una muchacha, Karen.

Se hizo un terrible silencio en la oficina.

—¿Y qué significa eso?

Él la miró a los ojos y trató de decirle.

—Ella significa más para mí. Ella… Karen retiró la mano y se sentó erguida.

—Te enamoraste de ella, ¿no es así? —lo confrontó, con ojos humedecidos.

—Yo… sí.

—¡Lo sabía!

—Karen, yo… Ahora ella estaba roja de ira.

—¿Cómo te atreves? —desafió con voz temblorosa, y Jan retrocedió—. ¿Cómo pudiste babearte por una vagabunda como esa?

—No estoy bab…

—¡Cómo te atreves a hacerme esto!

—Karen, yo…

—Yo te amo, ¡pedazo de zoquete! ¡Te he amado por tres años! —lo interrumpió; ahora estaba furiosa, y Jan supo que había cometido una equivocación garrafal al decírselo—. Estamos comprometidos, ¡por Dios! Salimos en televisión y prometimos amarnos frente a medio mundo, ¿y ahora me estás diciendo que te enamoraste de la primera joven tonta que se pavoneó delante de ti? ¿Es así?

—¡No, Karen! ¡No es así! Esto es algo que no puedo controlar.

—Oh, sí, desde luego. Qué tonta soy. No lo pudiste evitar, ¿verdad? ¿Se te arrastró al pie de tu cama para hacerte compañía en la noche? —expresó ella, ahora con lágrimas en los ojos—. ¿Y qué supones que signifique esto para nuestro compromiso?

—Yo tenía que decirte la verdad.

—¿Y qué se supone que yo le diga al estudio? ¿Pensaste alguna vez en eso antes de invitar a tu casa a esta patética y tonta joven? ¿Qué debería decirles yo, Jan? Oh, sí, bueno, Jan ya no está hablando sobre los mártires. Está escribiendo un nuevo libro; una guía personal para cohabitar con jovencitas guapas y superficiales. Es más, ahora mismo está viviendo con una de ellas. Se armará un escándalo, ¡te lo aseguro! ¡Roald te electrocutará!

Jan estaba demasiado aturdido para pensar con claridad, con mayor razón para hablar. Solo sentía que la tierra se lo tragaba. ¡Yo no quería lastimarte, Karen! Lo siento muchísimo. Karen, por favor

—¿Crees que puedes hacer esta película sin mí? ¡Eres un tonto al echar todo a perder!

La joven se paró de pronto; la mano atravesó el escritorio y fue a parar con un fuerte chasquido en la mejilla de Jan. La cabeza de él se zarandeó bruscamente a un lado. Karen dio media vuelta sin decir nada más, haló la puerta, y salió de la oficina.

—¡Karen! Por favor, yo…

No le salió nada más. La amas, dile eso. ¡De verdad la amas! ¿No es así?

Jan oyó el fuerte portazo en la suite del frente.

Por diez segundos completos el hombre no se pudo mover. Nicki entró corriendo, lo miró, y luego salió tras Karen. Para contarle al mundo entero.

El rostro de Jan le ardía, pero él apenas lo sintió. Simplemente se quedó allí aturdido, con una mirada acuosa y en blanco. Luego bajó la cabeza hasta el escritorio y dejó que le corrieran lágrimas. Pensó en que estaba agonizando. La vida no podía ser peor. Nada, absolutamente nada se podía sentir tan repulsivo.

Pero estaba equivocado.