Capítulo dos

Ivena hizo una pausa en la lectura y tragó grueso ante los recuerdos. Querido Padre, dame fortaleza.

Ella pudo oír la voz del comandante como si estuviera aquí hoy día en el invernadero; de repente frunció iracunda los labios, remedándolo.

—¿Tengo ahora la atención de ustedes?

Ivena calmó el rostro y cerró los ojos. ¿Tengo ahora la atención de ustedes? Bueno, ¿tenemos ahora la suya, Sr. Comandante Importantísimo?

Por años ella se había dicho que en ese entonces debieron haberles dicho a los niños que se fueran. Que volvieran a las casas. Pero no lo hicieron. Y al final ella sabía que hubo una razón para eso.

Detrás de Ivena el reloj hacía tictac en la pared, un sonido por cada sacudida del segundero. A no ser por la respiración de la mujer, ningún otro sonido rompía el silencio. Revivir ese día no siempre era lo más agradable, pero cada vez le provocaba una asombrosa fortaleza y una paz profunda. Y más importante, no recordar —en realidad no participar una vez tras otra— haría una mofa de ello. Hagan esto en memoria de mí, había dicho Cristo. Participen del sufrimiento de Cristo, había dicho Pablo.

Y sin embargo los estadounidenses se habían transformado en cierta clase de insignia espiritual al negarse a mirar el sufrimiento por temor a contagiarse como con una enfermedad. Convirtieron la muerte de Cristo en imágenes borrosas de Escuela Dominical a las que no dejaban salir de las páginas ni entrar ensangrentadas en sus mentes. Despojaron a Cristo de su dignidad, pasando por alto la brutalidad de su muerte. Esto no era diferente a alejarse horrorizados de un leproso con rostro hinchado. La personificación del rechazo.

Algunos con desagrado hasta cerrarían el libro aquí y volverían a sus tejidos de punto. De pronto tejerían agradables y endebles imágenes de una cruz.

Ivena se dio cuenta que se le habían tensado todos los músculos del cuerpo.

Se relajó y esbozó una pequeña sonrisa.

—¿Qué eres tú, Ivena, el mesías para Estados Unidos? —susurró—. Hablas del amor de Cristo; ¿dónde está el tuyo?

Movió la cabeza de un lado al otro y abrió nuevamente el libro.

—Dame gracia, Padre.

La mujer volvió a leer.

—¿Tengo ahora la atención de ustedes?

El corazón del padre Michael pareció detenerse a mitad de latido. Ahora susurró su oración, en voz suficientemente alta para que lo pudieran oír las mujeres más cerca de él.

—Padre, protege a tus hijos.

El líder del escuadrón estaba poseído del demonio. Michael lo había sabido desde el momento en que el hombrón entrara a la plaza. Sí, aun si voy por valles tenebrosos, no temo peligro alguno.

Débilmente oyó el revoloteo de alas a la derecha. La paloma había tomado vuelo. El comandante miró al sacerdote. ¿Tengo ahora su atención?

Las alas de la paloma se agitaban por el aire. Sí, usted tiene mi atención, comandante. Tuvo mi atención desde antes que usted iniciara esta locura. Pero no lo dijo porque la paloma se había detenido encima de él y batía las alas ruidosamente. La mirada del cabecilla del ejército subió hacia el ave. Michael se inclinó hacia atrás para compensar la espalda corcovada y miró hacia lo alto.

En ese momento el mundo entró en silenciosa cámara lenta.

Michael pudo ver al comandante parado, con las piernas extendidas. La blanca paloma volaba con gracia encima de él, abanicándole un poco de aire, como un ángel respirándole a dos metros sobre la cabeza.

La respiración le pasó por el cabello, por la barba, fría al principio y luego repentinamente cálida. Por encima del ave aparecía un hoyo en las nubes que permitía al sol enviar sus rayos de calidez. Michael pudo ver que los cuervos aún sobrevolaban en círculos, ahora había más de ellos… siete u ocho.

Vio esto en esa primera mirada, mientras el mundo avanzaba muy lentamente. Luego sintió la música en el viento; al menos así fue como pensó de ella, porque la música no le sonaba en los oídos sino en la mente y en el pecho.

Aunque solo eran algunas notas, extendían una extraña exaltación. Un susurro que parecía decir:

—Amado mío.

Solamente eso. Solamente: Amado mío. De pronto la exaltación se precipitó a través de él como agua, le pasó por los lomos, directamente hasta las plantas de los pies.

El padre Michael respiró de modo entrecortado.

La paloma tomó vuelo.

Un escalofrío placentero le ascendió por la espalda. ¡Santo Cielo! Nada ni siquiera remotamente parecido le había acontecido en toda la vida. Amado mío. Como el ungimiento de Jesús en el bautismo. Este es mi Hijo amado; estoy muy complacido con él.

Él siempre había enseñado que el poder de Cristo era tan real para el creyente de hoy como lo había sido hace dos mil años.

Ahora Michael había oído esas palabras de amor. ¡Amado mío! Dios los iba a proteger.

Comprendió que aún se hallaba incómodamente echado hacia atrás y que la boca se le había abierto, como un hombre a quien le habían disparado. Cerró la boca y se enderezó hacia delante.

Los demás no habían oído la voz. Tenían las miradas fijas en él, no en la paloma, que se había posado en el techo más cercano, en la casa de la hermana Flouta rodeada por aquellos rosales rojos. La fuerte y agradable fragancia de las flores le llegó hasta los senos nasales. Lo cual era extraño. Exactamente ahora debería estar combatiendo con el pánico, aterrado por estos hombres armados. En vez de eso la mente se tomaba su tiempo con el fin de oler los rosales de la hermana Flouta, y de hacer una pausa para oír el acuoso gorgoteo de la fuente a la izquierda.

Una burlesca sonrisa le surgió en las comisuras de los labios. Supo que era burlesca porque no le correspondía enfrentar a este monstruo ante él con una débil y refinada sonrisa; pero apenas logró controlarla, y rápidamente levantó una mano para taparse la boca. El gesto debió parecerse a un niño ocultando un ataque de risa. Esto enfurecería al hombre.

Y así fue.

—¡Quítate esa estúpida sonrisa de la cara!

El comandante caminó hacia Michael a grandes zancadas. A excepción de los cuervos que sobrevolaban en lo alto, y del insistente gorgoteo de la fuente, el clérigo solo podía oírse el corazón, latiéndole como una bota contra un tambor hueco. La cabeza aún le zumbaba por las palabras de la paloma, pero otro pensamiento se formó lentamente en la mente del sacerdote: comprender que había oído la música por un motivo. No era una ocurrencia de todos los días, ni siquiera de todos los años, que el cielo se extendiera de manera tan adrede hacia un hombre.

Karadzic se detuvo y miró a las mujeres y los niños.

—¿Así que ustedes afirman ser personas de fe?

Hizo la pregunta como si esperara una respuesta. Ivena miró al padre Michael.

—¿Son mudos todos ustedes? —inquirió Karadzic, con el rostro rojo por la ira.

Nadie contestaba aún.

—No, no creo que ustedes sean personas de fe —continuó Karadzic plantándose firme con las piernas separadas—. Creo que su Dios los abandonó, tal vez cuando ustedes y sus párrocos asesinos quemaron la iglesia ortodoxa en Glina después de meter en ella a mil mujeres y niños.

Los labios del comandante se le curvaban al formar las palabras.

—Quizás el olor de los cuerpos carbonizados de esas personas subió a los cielos y envió al infierno al Dios de ustedes.

—Esa fue una horrible masacre —el padre Michael oyó decirse—. Pero no lo hicimos nosotros, amigo mío. Aborrecemos la brutalidad de la Ustacha. Lo más probable es que ningún ser que tema a Dios podría tomar la vida de otro con tanta crueldad.

—Le disparé a un hombre en las rodillas exactamente una semana antes de matarlo. Eso fue bastante brutal. ¿Estás insinuando que yo no soy un hombre con temor de Dios?

—Creo que Dios ama a todos los seres humanos, comandante. A mí no más que a usted.

—¡Silencio! Tú cruzas los brazos en tu engalanada iglesia entonando lindas canciones de amor, mientras tus hombres deambulan por la campiña, buscando un serbio a quién tajar.

—Si usted fuera a buscar en los campos de batalla hallaría a nuestros hombres suturándoles las heridas a los soldados, no matándolos.

Karadzic entrecerró brevemente los ojos ante la afirmación. Por un instante solo se quedó mirando. De repente sonrió, pero no con una sonrisa amable.

—Entonces seguramente se puede probar la verdadera fe —expresó, luego giró hacia uno de los soldados—. Molosov, tráeme una de las cruces del cementerio.

El soldado miró a su comandante con una ceja arqueada.

—¿Estás sordo? Tráeme una lápida.

—Están enterradas, señor.

—¡Pues desentiérrala!

—Sí, señor —respondió Molosov, quien salió corriendo por la plaza y entró al cementerio adyacente.

El padre Michael observó al soldado patear la lápida más cercana, una cruz como todas las demás, de sesenta centímetros de alto, hecha de concreto. Conocía muy bien el nombre del finado. Se trataba del viejo Haris Zecavic, enterrado hace más de veinte años.

—¿Cuál es la enseñanza de tu Cristo?

Michael volvió a mirar a Karadzic, quien aún conservaba la sonrisa retorcida.

—¿Um? ¿Cargar su cruz? —declaró el comandante—. ¿No es eso lo que tu Dios te ordena hacer? «¿Toma tu cruz y sígueme?»

—Sí.

Molosov jalaba la cruz que había despegado del cementerio. Los aldeanos observaban, asombrados.

—Exactamente —concordó Karadzic gesticulando hacia ellos con el rifle—. Como ves, no soy tan estúpido en asuntos de fe como crees. Mi propia madre era una cristiana devota. Pero entonces también era una ramera, y por eso sé que no necesariamente todos los cristianos están bien de la cabeza.

El soldado dejó caer la cruz a los pies de Karadzic, la cual aterrizó con un fuerte golpazo y cayó de plano. Una de las mujeres lanzó un agudo sonido:

Marie Zecavic, hija de treinta años del hombre, posiblemente lamentando la destrucción de la tumba de su padre. El comandante miró a Marie.

—Hoy día estamos de suerte —declaró el jefe de los soldados, aún mirando a la mujer—. Hoy tenemos una cruz verdadera para que la cargues. Te daremos una oportunidad de probar tu fe. Ven acá.

A Marie se le hizo un nudo en la garganta, lo que le impidió llorar. Levantó la mirada con ojos temerosos.

—Sí, tú. Ven acá, por favor.

—Por favor… —empezó a suplicar el padre Michael dando un paso hacia el comandante.

—¡Quieto!

Michael se detuvo. Garras de muerte le produjeron cosquilleos en la columna vertebral. El sacerdote asintió e intentó sonreír con calidez.

Marie caminó hacia el comandante con pasos vacilantes.

—Pongan la cruz en la espalda de la mujer —ordenó Karadzic.

El padre Michael dio un paso al frente, levantando instintivamente la mano derecha en señal de protesta.

—¡Quieto! —exclamó el comandante girando hacia él, con una mueca en los labios.

La voz del caudillo resonó en toda la plaza.

Molosov se inclinó hacia la cruz, la cual debía pesar no menos de treinta kilos. El rostro de Marie se contrajo de miedo. Silenciosamente le corrieron lágrimas por las mejillas.

—No llores, hija —enunció el soldado con desdén—. Solo vas a cargar una cruz para tu Cristo. Eso es algo noble, ¿no es cierto?

Karadzic asintió con la cabeza a su subordinado, quien alzó la cruz hasta la espalda de Marie. El cuerpo de la mujer empezó a temblar, y Michael sintió que se le hinchaba el corazón.

—No te quedes allí no más, mujer, ¡sujeta la cruz! —ordenó el cabecilla con brusquedad.

Marie se inclinó hacia el frente y echó las manos atrás para agarrar la losa. Molosov soltó el peso. La espalda de la mujer se combó por un momento, mientras un pie le tambaleó hacia adelante antes de afirmarse.

—Muy bien. ¿Ves? No es tan malo —formuló Karadzic dando un paso atrás, complacido consigo mismo. Entonces se volvió hacia el padre Michael—. No está tan mal. Pero te diré, sacerdote… si ella deja caer la cruz tendremos un problema.

El corazón de Michael se aceleró. Por el cuello le subió un calor que luego le detonó en las orejas. Oh, Dios, ¡fortalécenos!

—Sí, por supuesto. Si ella deja caer la cruz significa que eres un impostor, y que tu iglesia es malvada. Nos veremos obligados a sacarte a golpes un poco de piel —previno el comandante mientras se le ensanchaba la retorcida sonrisa.

El padre Michael miró a Marie y trató de calmar el corazón que le latía con fuerza. Asintió, reuniendo todas las reservas de valor.

—No temas, Marie. El amor de Dios nos salvará —le dijo.

Karadzic dio un paso al frente e hizo oscilar una mano. Un fuerte chasquido resonó en las paredes, y la cabeza de Michael rebotó bruscamente. El golpe le sacó ardientes lágrimas en los ojos y sangre en los labios. Miró hacia arriba al techo de la hermana Flouta; la paloma aún se hallaba posada en lo alto, inclinando la cabeza para ver la escena abajo. Paz, hijo mío. ¿Había él oído en realidad esa música? Sí. Sí, la había oído. Dios le había hablado realmente. Dios los protegería.

Padre, protégenos. Te lo ruego, ¡protégenos!

—¡Marcha, mujer! —ordenó Karadzic señalando hacia el extremo de la plaza.

Marie caminó al frente. Los niños observaban con ojos desorbitados. Gritos ahogados se extendían por la plaza.

Todos vieron cómo con gran esfuerzo Marie llevaba la carga a través del concreto, con cada pisada forzaba los pies de los que le sobresalían venas. Ella no era la más fuerte. Oh, Dios, ¿por qué no pudo haber sido otra… Ivena o incluso uno de los muchachos mayores? ¿Pero Marie? ¡Ella tropezaría en cualquier momento!

—¿Por qué la pone a prueba precisamente a ella? —preguntó Michael sin poder contenerse—. Yo soy…

¡Plas!

La mano del caudillo le dio al sacerdote de lleno y con tanta fuerza que esta vez lo hizo retroceder un paso tambaleándose. Una dolorosa hinchazón se le extendió en la mejilla derecha.

—La próxima vez será con la culata de un rifle —amenazó el comandante.

Marie llegó a la pared extrema y regresó. Se tambaleaba, buscando ayuda en los ojos del padre Michael. Todos la observaban en silencio, primero al ir y luego al volver, inclinada bajo la carga, con los ojos alterados por el miedo, recorriendo penosamente el camino de ida y vuelta. Casi todos los soldados parecían divertirse. Sin duda habían visto atrocidades que hacían parecer esto como un juego en comparación. Sigue adelante, prueba tu fe en Cristo. Síguele las enseñanzas. Carga esta cruz. Y si la dejas caer antes de que nos cansemos de observar, golpearemos a tu sacerdote hasta convertirlo en una pulpa sangrienta.

Michael oró. Padre, te lo suplico. Te ruego realmente que nos protejas. ¡Te lo imploro!