Capítulo diecinueve

Karen se había programado para volar a Hollywood a las diez de la mañana del lunes. Jan llegó a la oficina a la diez y media. Para empezar, la visión le había vuelto a interrumpir el sueño. El encuentro con Helen tampoco le había ayudado a dormir. Pero con toda sinceridad, la llegada tarde era motivada tanto por el horario de Karen como por los propios hábitos de dormir que él tenía. Sin duda Jan no se encontraba en condiciones de mirar a Karen a los ojos, mucho menos de explicarle las ojeras bajo sus propios ojos. Para alivio de él ella se apartaría a tiempo. Citas con una docena de contactos la mantendrían ocupada por tres días. No la vería hasta el jueves, lo cual le venía bien. Debía aclarar las voces que le circulaban en la cabeza.

Jan entró, decidido a hacer que la mente volviera a tener una apariencia de razón. Billy Jenkins, un flacucho empleado en el departamento de correspondencia, lo felicitó en el ascensor.

—Vaya, Sr. Jovic. Qué fantástico lo de la película, ¿eh?

—Ajá —soltó incómodo Jan, sonriendo lo mejor que pudo.

Pero el corazón de él no estaba nada bien.

Toda esperanza de despejar la mente desapareció a las once, mientras se hallaba con los pies sobre el escritorio; porque allí fue cuando Ivena lo llamó y le contó la idea que se le había ocurrido. Ella había visto a un auto merodeando en la calle y no creía que Helen estuviera segura en la casita. Así que ella y Helen se quedarían unos días más en el sótano de Janjic. Esa era la idea de Ivena. No había otra alternativa. Estarían seguras en el enorme apartamento debajo de la casa de Janjic; Dios sabía que el sistema de seguridad que Jan había adquirido sería útil para algo.

—¿Cómo?

—Es eso o enviarla a un refugio, y sabes muy bien que enviarla a un refugio no sería mejor que dejarla abandonada en la calle. Al anochecer habría vuelto a las manos de esa bestia. Y no podemos permitir eso.

Jan no respondió.

—¿Janjic? ¿Me oíste?

—Ella no se puede quedar en mi casa, Ivena.

—Tonterías, cariño, Yo estaré allí —objetó ella, e hizo una pausa—. Además algo extraño está pasando en mi casa, Janjic.

—¿Está actuando Helen de modo extraño?

—No, no. Se ha muerto el rosal de Nadia.

—Por favor, Ivena. Perdóname por parecer indiferente, pero aquí hay en juego más que tu huerto. Ella no se puede quedar en mi casa.

—Janjic, oye por favor —pidió Ivena después de exhalar en el teléfono—. Piensa más allá de ti mismo. Esta vez no se trata solo de ti. Ni siquiera sabrás de nosotras.

Él quiso decirle algunas cosas. Como el hecho de que estaba bastante seguro de que no estaría consciente de nada, a excepción de ellas. Como el hecho de que la corazonada que Ivena detectara se había convertido ahora en un latido constante.

Pero no dijo nada. Y ella tenía razón, pensó; esto estaba por sobre él. Le brotó sudor en la frente. Se dio cuenta que Ivena ya le había sentido el corazón. ¿Y sin embargo ella sugería esto? ¿Qué estaba conspirando?

—De todos modos, no te preocupes por nosotras. Ahora me debo ir; debemos hacer algunas compras.

—¿Más compras?

—Comida. Tu surtido es muy espantoso. Adiós, Janjic.

—Adiós, Ivena.

Ella no le preguntó nada acerca de la noche anterior, y Jan no le brindó detalles. Pero a ciencia cierta ella sabía que había brotado algo.

¿Y qué había brotado? El corazón le había brotado. A menos que se equivocara por completo, el corazón se le había adherido al de ella. A Helen. Cada célula de materia gris en Jan objetaba con vigor, por supuesto, pero esto parecía influir poco en las emociones que le corrían por las venas.

Pasó buena parte del día discutiendo consigo mismo. Diciéndose que había sido un tonto al llevar a Helen a comer. Por permitirse incluso mirar a tal jovencita.

Por otra parte, ella solo era nueve años menor que él. Y era una mujer. Una mujer soltera. Y él era un hombre soltero.

¡Pero estás comprometido, Janjic! ¡Hiciste una promesa!

Pero no estoy casado. Y no he hecho nada que traicione a Karen. ¿Puedo remediar esta locura? ¿La solicité?

Jan, estás enamorado de Helen.

Ya no daba razones tan enérgicas contra esa voz. Se lo había repetido una docena de veces, y no había logrado convencerse de algo distinto. Solo podía repetir las razones de por qué no debería amarla… al menos no amarla de ese modo. Razones tales como el hecho de que ella era una drogadicta, ¡por Dios! O como el hecho de que ella era amante de otro hombre. Amante de ese desquiciado de Glenn. O que lo había sido. Santo cielo, ¿en qué estaba pensando él? Karen era perfecta en todo sentido, y también le hacía palpitar el corazón a un ritmo constante.

Sí, pero no como Helen, Jan. Estás enamorado de Helen.

¡Tonterías! ¿Y qué respecto de Roald y La danza de los muertos? ¿De Frank Malter, Barney Givens y Bob Story? Sin duda las orejas de los líderes de la iglesia echarían humo si supieran lo que se estaba cocinando aquí. Ellos le advirtieron contra la aparición del mal, y esta locura con Helen no sería nada menos.

Y el asunto de la película, ¿qué le importaría a Hollywood lo que él hiciera? Esa gente del cine no era la más moral. No tendrían ningún problema.

Pues bien, ¡el hecho de que él ahora pensara en la falta de moral de Hollywood con relación a este asunto de Helen demostraba que ella debía irse!

Era Karen a quien se estaba pisoteando con esta insensatez. Con esta traición en el corazón de él.

Al finalizar ese primer día Jan tal vez había logrado realizar el trabajo de una hora. Ivena lo llamó a las cuatro y le informó que ella y Helen estaban preparando la cena. En casa de él.

—¿Q-qué? —tartamudeó él, poniéndose de pie.

—¿Hay algún problema, Janjic? —preguntó ella titubeando—. Yo pagaré por los comestibles si… —No, no, no.

¿Pagar por los comestibles? ¿De qué estaba hablando ella? Él pasó a insistir en que con lo de la película debía trabajar hasta tarde. Que cenaran sin él. Ella convino de mala gana, y Jan lanzó un suspiro de alivio. No que no deseara ver a Helen. No que no quisiera sentarse frente a ella y mirar dentro de esos profundos charcos de amor. Es más, el mismo pensamiento de sentarse bajo el encanto de ella le provocó sudor en las palmas de las manos. ¡Pero no podía hacerlo! ¡No con Ivena allí! ¡No sin Ivena allí! No hasta que él hallara algún sentido en esta locura.

Cuando Jan manejó hasta la casa a las diez, el Escarabajo de Ivena se hallaba en la calle; estacionó el Cadillac frente a este, cuidando de no despertarlas al abrir la puerta del garaje. Miró por la ranura del correo y vio que las luces estaban apagadas. Si Helen estaba allí, se habría retirado a la suite del sótano. A menos que estuviera esperándolo otra vez en el pasillo. Él pasaría a su lado. El pensamiento le envió un escalofrío por la columna y de repente deseó con desesperación que ella hubiera hecho precisamente eso. Con movimientos torpes buscó la llave y entró sin hacer ruido.

Pero esta noche Helen no estaba en el pasillo. Es más, él ni siquiera podía estar seguro de que ella estuviera en la casa. Y no pensaba ir a golpearle la puerta. Anduvo en puntillas por el corredor, puso el despertador a las cinco de la mañana, y se metió a la cama.

El martes resultó ser un día variado; por una parte fue ocupado, lo cual era bueno. Por otra, Jan descubrió que su pequeño secreto no era tan secreto.

Tanto Lorna como John entraron a la oficina y le preguntaron si todo estaba en orden, a lo cual él contestó que desde luego que sí, y de inmediato llevó la conversación a detalles operacionales.

Pero Betty no era tan fácil de disuadir.

—Jan, no eres el mismo en estos días —le comentó preocupada.

—Tonterías.

—No tendrá esto algo que ver con la muchacha, ¿o sí?

—¿Qué muchacha?

—La que rescataste en el parque.

Jan sintió que la sangre se le escurría del rostro.

—Ah, vamos, Jan, todos están susurrando al respecto. Dicen que esta chica se quedó en tu apartamento algunos días.

—¿Quién te dijo eso?

—Se lo oí a John. ¿Es cierto entonces?

—Sí. Solo por unos días. Con Ivena, por supuesto.

—¿Y qué de ti, Jan? ¿Qué piensas de esta muchacha?

—Qu… nada. ¿Qué quieres decir? Sencillamente le brindé un lugar dónde quedarse mientras esto pasa. ¿Qué quieres decir? —cuestionó él, y pensó en que pudo haberse revelado algo al decir esto.

—No puedes ocultar de mí tus sentimientos, Jan —contraatacó ella con la cabeza inclinada y los ojos fijos en los de él—. ¿Y qué pensaría Karen de esto?

—Karen lo sabe. Helen es un desastre, ¡por amor de Dios! No podemos echarla a la calle por el bien de las apariencias.

—Quizás. No te estoy juzgando; solo estoy preguntando. Alguien debe mantenerte a raya. De todos modos, solo quería que supieras que hay algunos comentarios… tú sabes cómo circulan esas cosas.

—Bueno, diles amablemente a todas las cotorras que no me hacen ninguna gracias sus indiscreciones.

—Nadie te ha acusado de nada —se defendió Betty con una ceja arqueada—. Karen es una dama muy amorosa, y puedes entender que ella cuenta con la solidaridad de los empleados.

—¡Eso es absurdo! ¡No hay nada con qué solidarizarse!

—No dije que yo te desaprobara, Jan. Solo te estoy advirtiendo que otros sí podrían hacerlo.

—¿Qué están haciendo allá abajo? ¿Haciendo sus apuestas sobre el asunto? Esto es ridículo. Helen es simplemente una mujer, por Dios. Solo porque esté usando mi apartamento no significa que yo tenga sentimientos por ella.

—¿Los tienes?

—Por supuesto que no. Como persona, sí, pero… Por favor, Betty. Este ha sido un día muy difícil.

—Entonces oraré por ti, Jan. Seguramente no podemos dejar que nuestra estrella de cine se nos desmorone ahora, ¿verdad? —manifestó ella guiñando un ojo y saliendo luego.

Jan pasó la media hora siguiente tratando desesperadamente de rechazar la revelación de que él se había convertido en objeto de apuestas. ¿Era así de evidente su locura?

Roald llamó a las diez y quiso que Jan se reuniera con el director de Amnistía Internacional, Tom Jameson, quien volaba a Atlanta al mediodía. Jan pasó tres horas con el hombre y con entusiasmo concordó cenar con él a las siete. Pensó que para las cuatro de la tarde habría recuperado una apariencia de razón.

Llamó a Ivena a las cinco y le informó que esta vez tampoco cenaría con ellas. Ella no puso objeción. En realidad parecía distraída.

—¿Está todo bien, Ivena?

—Sí, desde luego. Nada podría estar mejor.

—Me oíste entonces; esta noche llegaré tarde a casa. No me esperes despierta.

—Algo está sucediendo, Janjic —comunicó ella, quien parecía ansiosa, e incluso exaltada.

—¿Qué quieres decir? ¿Hizo algo Helen?

—No. Pero lo siento en los huesos. Algo muy único está pasando, ¿no lo sientes? El cielo parece más brillante, siento más ligeros los pies. Mi jardín está en plena floración.

—Creí que el rosal de Nadia estaba muerto.

—Sí.

—Um. Bien, pareces estar animada. Eso es bueno. Pero no la dejes sola mucho tiempo.

—¿A Helen? Ella está bien, Janjic.

—Sí, pero todavía está en mi casa. No podemos tener una extraña andando por ahí sola.

—Ella no es una extraña. Relájate, Janjic.

¿Relájate?

No estaba seguro de lo que había oído.

—¿Qué?

—Debes calmarte, Janjic. Algo está ocurriendo.

—Claro que algo está ocurriendo. Me estoy casando. Estamos haciendo una película.

—Mucho más, creo.

—Y no tengo idea de qué estás hablando.

Se hizo silencio entre ellos por unos instantes. Ella no le estaba contando todo, pero no estaba seguro de querer oír todo ahora.

—¿Vio ella a un consejero? —quiso saber Jan.

—Vio al padre Stevens esta tarde. Le gustó.

—Bien. Eso es bueno. Tal vez podamos hallarle nuevo alojamiento.

—Tal vez.

Así lo dejaron, y Jan pasó las dos horas siguientes sacudiéndose la charla de la cabeza.

Relájate. Algo está pasando, Janjic.

La cena con Tom Jameson fue una grata distracción. El entusiasmo del hombre por el proyecto de la película, y sus posibilidades, eclipsaron el asunto de Helen. Para las once de la noche Jan se había recuperado lo suficiente como para silbar alegremente mientras conducía a casa. La locura lo había dejado.

Pero todo eso cambió el miércoles.

Se levantó a las cinco y se duchó, pensando en la conferencia telefónica que Nicki había arreglado entre Roald, Karen y él a las nueve. Karen tenía algunas noticias que deseaba informarles.

Solo cuando salió del dormitorio vestido y listo para la oficina volvió a pensar en Helen, durmiendo abajo en la suite. Le surgieron nervios en el estómago. Dio la vuelta hacia la cocina y se detuvo a media zancada.

De repente esos nervios se hicieron formidables, monstruosos y convulsivos al máximo porque de pronto ella estaba allí, inclinada sobre la cafetera, vestida con una descomunal camisa blanca que le llegaba hasta las rodillas.

Jan dio un paso atrás ante la posibilidad de que ella no lo hubiera visto.

—Buenos días, Jan.

Él tragó grueso, volvió a dar el paso al frente y entró.

—Buenos días, Helen —contestó él; ella aún no había alzado la cabeza para mirarlo—. ¿Dónde está Ivena?

—Todavía está en cama. ¿Dormiste bien? —preguntó ella haciendo ahora girar la cabeza, manipulando aún la cafetera.

—Sí —creyó él haber dicho, pero no podía estar seguro con toda la conmoción que le corría por la cabeza; lo volvió a decir, solo para estar seguro—. Sí.

Ella lo estaba mirando con esos ojos azules, sonriendo de modo inocente. Nada más; él pudo ver eso. Pero vio más. Ella le lanzaba su encanto. Jan sintió endebles las rodillas y se le paralizó la respiración. Oleadas de calor le empapaban toda la espalda. De modo instintivo alargó una mano hacia la refrigeradora para afirmarse.

Estás enamorado de ella.

—Parece que no logro que el agua… ¿Sabes cómo funciona esto?

—Sí.

Ella esperó que Jan dijera más, pero él solo se quedó allí tontamente; no estaba pensando con mucha agilidad.

—¿Me puedes mostrar cómo? —pidió Helen.

—Claro.

Él se acercó y se inclinó sobre la cafetera, sin ninguna idea de lo que ella quería que hiciera. Helen se alejó no más de treinta centímetros, seguramente no más. No más allá del alcance del codo masculino, el cual chocó contra el estómago de ella. El toque envió una ola de aire caliente por la mente de Jan, quien perdió la poca concentración que había logrado tener.

Estás enamorado de ella, Jan.

Él casi se endereza y le ordena callarse a la voz. Pero hasta el pensamiento de hacerlo se alejó con el resto de su razón. En vez de eso toqueteó con torpeza los botones, la cafetera y el enchufe, preguntándose aún qué se suponía que él estaba haciendo aquí.

Helen se irguió al lado de Jan, mirando por sobre el hombro de él, con el cálido y dulce aliento femenino jugando con los cabellos del hombre en la nuca. O quizás no; quizás era una brisa de la ventana. Pero igual a él se le levantaban los cabellos del cuello, y le sacudió un repentino pánico de que ella pudiera notar el efecto que producía en él.

Jan se enderezó, pero demasiado rápido y sin dirección, golpeándose la cabeza contra el mueble encima del mesón. Tas.

—¿Estás bien? —inquirió Helen riendo—. En realidad solo necesito que se prenda.

—¿Prenderla?

Jan se inclinó sobre la máquina. Tal vez ella no le había notado la rigidez. El botón de encender apareció allí de pronto, grande y llamativo a la derecha, y él se preguntó cómo ella no pudo haberlo visto. Entonces lo presionó, oyó un suave silbido, y se salió del lugar de trabajo.

—Ya está.

—Gracias, Jan.

—De nada. No hay problema —declaró él retrocediendo y agarrando un banano de la canasta de frutas—. ¿Así que todo está funcionando para ti allá abajo?

—Perfecto. La televisión no funciona pero al menos la cafetera es un asunto sencillo —contestó ella sonriendo; él rió como si el comentario fuera realmente cómico.

—Bueno, si necesitas algo, házmelo saber.

—¿Jan?

—Sí —respondió él mordiendo el banano.

—¿Cuánto tiempo me puedo quedar aquí?

—Bueno, ¿cuánto tiempo necesitas quedarte?

—Creo que eso depende de ti.

¡Esos ojos! Querido Dios, ¡los ojos de ella lo estaban sofocando! Aleja la mirada. ¡Aleja la mirada, Jan!

—¿Crees eso?

—Esta es tu casa —asintió ella, sin dejar de mirarlo a los ojos.

—Sí, imagino que así es —concordó él y le dio otro mordisco a la fruta—. Bien, digamos que te puedes quedar aquí hasta que te debas ir.

—¿De veras?

—¿En cuánto tiempo estás pensando? —preguntó él.

—No lo sé —respondió ella sonriendo, y él creyó que ella le pudo haber guiñado un ojo, pero rápidamente concluyó que no había sido así—. Como dije, eso depende de ti.

—Está bien —convino Jan; por un increíble momento ambos continuaron con contacto visual, y luego él se volvió—. Bueno, debo irme a la oficina para una conferencia telefónica que han convocado.

Empezó a ir hacia la puerta principal, sosteniendo aún el banano en la mano derecha.

—Jan.

Él alargó la mano hacia la puerta con la palma sudorosa y se volvió hacia ella.

—Quizás podríamos cenar esta noche —anunció ella.

Las rodillas de Jan no se quedaban quietas. Helen estaba parada ahí sonriéndole, y cada fibra en el cuerpo de él le gritaba que corriera allá, cayera de rodillas, y le suplicara que lo perdonara por incluso pensar que ella era cualquier cosa menos que un ángel.

Estás enamorado de ella, Jan. Estás perdidamente enamorado de ella.

Esta vez no se molestó en ofrecer una defensa.

—Sí. Me gustaría —contestó; la voz le temblaba pero no trató de afirmarla—. Me gustaría mucho.

Jan abrió la puerta y salió al aire fresco de la mañana, por poco sin poder respirar. Casi había doblado por la acera que corría paralela a la calzada cuando recordó el auto, y regresó. Se dio cuenta que tenía un banano medio comido en la mano al intentar abrir la puerta del vehículo. Odiaba en gran manera los bananos. Ivena debió haberlos comprado. Resopló y lo lanzó al lecho de flores, pensando en agarrarlo cuando regresara.

Cuando regresara para llevar a cenar a Helen.

Glenn Lutz estaba sentado detrás del escritorio esa misma tarde a las cuatro, sudando profusamente. Había tomado los últimos cinco increíbles días sin Helen en tan buena forma como cualquier hombre cuerdo. Pero esa cordura que aún tenía lo estaba deteriorando de manera insoportable.

Helen había venido el último viernes por la noche, había aspirado un puñado de droga y luego lo había incitado de la manera en que solo ella sabía hacerlo. Había jugado con él al gato y el ratón durante una hora, corriendo y huyendo histéricamente, antes de que al fin él ya no pudiera aguantar más y rompiera la promesa de no pegarle. Había sido un golpe con el puño, en la parte superior de la cabeza, y la había lanzado como un saco de papas. Cuando ella volvió en sí quince minutos después se había comportado mucho más colaboradora.

Glenn la había dejado ir como prometiera, jurando que el golpe había sido una equivocación. ¿Cuándo volvería ella? Pronto, había contestado. ¿Al día siguiente? Quizás. Pero solo si él prometía no golpearla.

Pero ella no había regresado al día siguiente. Ni al próximo, ni al otro, o al subsiguiente. Y ahora Glenn comprendió que no podría mantener la promesa de darle la libertad que ella exigía. Al principio se había convencido que estar sin ella solo aumentaría el placer cuando llegara el momento. Como cruzar un desierto sin agua y luego sumergirse en una laguna dentro de un oasis. Bueno, eso estaba bien por uno o dos días, pero ahora el desierto lo estaba matando y era hora de llamar al ejército. Eso o desfallecer y morir.

Miró el reloj en la oficina. Ahora eran las cinco de la tarde. No había ido a casa en cuatro días. Esa era una nueva promesa que había hecho: Solo iría a casa a bañarse en días posteriores a ver a Helen. El resto del tiempo realizaría sus actividades bajo sus condiciones, poniéndose desodorante si una reunión lo requería, pero por lo demás manteniéndose puro hasta el regreso de ella. En momentos de claridad se le ocurrió que con el tiempo se había vuelto un tipo demente; que cualquier hombre en la calle que supiera cómo vivía Glenn Lutz palidecería como una sábana. Pero los demás no eran él, ¿verdad? No poseían el poder ni el dominio propio que él exhibía. No tenían su pasado con Helen. Y por lo que a él concernía, también ellos podrían ahogarse en sus propias aguas santas. Había un tiempo para conquistar el mundo y un tiempo para conquistar a una mujer. Ya estaba harto de conquistar el mundo; ahora había una mujer que suplicaba ser conquistada. La verdad es que esa era una tarea muchísimo más noble.

Era hora de ir a traer a Helen. No irrumpiría en la casa del predicador, por supuesto. Irrumpir y entrar involucraría vecinos, alarmas y evidencia física que resultaría riesgoso. Siempre era mejor raptar una persona fuera de su casa.

Glenn se puso de pie, se secó el sudor de la cara y extendió los dedos, salpicando el escritorio con gotitas de humedad. Esta vez… esta vez tendría una mayor reserva de motivación para depositar en Helen. Si ella esperaba que él se sentara a esperar agonizando, entonces tendría que darle a él un poco de su propia vida para sustentarlo. Él sonrió ante el pensamiento. Claro. Muy claro.

Sonó un toque en la puerta y él se sobresaltó. Sería Buck o Beatrice. Nadie más se atrevería, aunque pudieran llegar al último piso.

—Adelante.

Beatrice entró. Se había amontonado el cabello a treinta centímetros de alto y se veía absurdo, exagerándole la inclinada frente. Estaba claro que ella era una bruja.

—¿Qué pasa? —preguntó él.

—Le tengo una sorpresa —dijo ella.

Los dientes de la mujer parecían grandes para la boca, pero también eso podía ser una ilusión producida por el peinado.

—¿Qué?

—Ella está en el palacio.

—¿Ella…?

El significado de las palabras de Beatrice lo impactó y el hombre se quedó sin habla.

—Helen está en el palacio —repitió la mujer.

—¿Helen?

La voz le salió áspera. ¡Increíble! Giró hacia la puerta que llevaba a la torre oeste.

—¿Ella…? ¿Helen?

—Está esperando —asintió la bruja conteniendo la risa.

El alivio lo cubrió como una oleada de agua caliente. Inmediatamente todo el cuerpo le tembló. ¡Helen! ¡Su flor había regresado!

Glenn ya respiraba con dificultad. El rostro le palideció y le temblaban los labios. Salió de su sitio y avanzó pesadamente hacia la puerta que lo llevaría hacia ella.

Helen estaba sentada en el borde de la pista de baile en el palacio, jugueteando con las manos, aterrada de haber venido. Había vuelto después de casi cinco días sin él, impotente para detenerse, parecía. E impotente porque las piernas le temblaban y el cuerpo se le convulsionaba por la abstinencia. Esto hacía que el estómago se le revolviera y le salivara la boca. Si físicamente no era adicta, entonces lo era en peor manera: a partir del alma.

Pero debía volver para las cinco y media. Sí, tenía que regresar para Jan, no podía enloquecerse aquí… esto la arruinaría. Había pasado el día con los nervios destrozados, luchando desesperadamente por controlarse, hasta que finalmente decidió que una dosis no le haría daño. Un chapuzón de vuelta a las aguas. Después de todo ella aún era un pez, y los peces no podían permanecer para siempre sobre la playa. Una probadita de… esto.

Ese sacerdote al que Ivena la enviara le había hablado de estabilidad en términos de lealtad y confianza. Sin embargo, ¿qué podría él saber de ella? Esta era la lealtad y la confianza de Helen: las drogas. Y Glenn. La bestia. La bella y la bestia.

La puerta de la derecha se abrió y de un brinco Helen se puso de pie. Él estaba parado allí con las manos extendidas como un pistolero, jadeando y sudando.

—Glenn —expresó ella, pensando que ahora debería irse; o que debería correr hacia él y rodearlo con los brazos.

Helen sonrió, en parte con seducción y en parte divirtiéndose consigo misma.

—Te extrañé, Glenn.

—Oh, yo también te extrañé, nena —declaró él poniéndose de rodillas y empezando a llorar—. Te extrañé muchísimo.

Ella sintió una extraña mezcla de empatía y disgusto, pero eso no la detuvo. Fue hacia él, y al llegar se puso de rodillas y lo besó en la frente. Él olía a carne en descomposición, pero ella se estaba acostumbrando a las peculiaridades del canalla.

Entonces Helen colocó los brazos alrededor de la enorme estructura del hombre y juntos cayeron hacia atrás.