La depresión había afectado a Helen después de dos horas con Glenn, mientras Ivena se había ido a cuidar las flores. La situación era que ella aún se hallaba elevada en ese momento, pero la emoción todavía le recorría por los huesos como una marea insaciable. Tristeza.
De alguna manera las cosas se le habían virado en la mente. Este no era el palacio como a Glenn le gustaba llamarlo. Lo sintió como una mazmorra comparada con la casa de Jan. Ella había dejado el blanco palacio por el sucio calabozo… así es como lo sentía, y eso le estaba produciendo náuseas. Peor aún, ella había dejado un príncipe por este monstruo.
Helen la había pasado en la cama y pensado al respecto. El predicador no era su príncipe. No podía serlo. Ellos eran como la suciedad y el postre de vainilla; sencillamente los dos no se mezclan. Y estaba claro quién era quién.
No que Jan no fuera un príncipe… lo era; pero no el príncipe de ella. Nunca podría ser su amante. Ni siquiera se podía imaginar eso. ¿Qué dirían al respecto? Helen ganándose el corazón de un famoso escritor que conducía un Cadillac blanco. Un tipo tímido y apuesto con ojos color avellana, cabello ondulado, y un verdadero cerebro debajo de esos rizos. Un hombre de verdad.
Si fueran solo ellos dos sin toda esta confusión alrededor, ella podría incluso intentarlo con él. Quizás no fuera la Señorita Cosmopolita, pero era una mujer, y una que no tenía problema para leer la mirada en los ojos de un hombre. Las de Jan no eran de esas miradas vagas, como a las que Helen estaba acostumbrada, sino que allí había luz, ¿verdad? A veces ella pensaba que podría tratarse de pesar. Empatía. Pero en otras ocasiones eso le hacía palpitar el corazón un poco más rápido. Fuera como fuera, cada vez que habían estado juntos las miradas de él se habían vuelto frecuentes y prolongadas. Eso bastaba, ¿correcto?
Le gustas, Helen.
Él está casado.
No, no lo está. Está comprometido.
Santo cielo, ¡simplemente imaginarse tener del brazo a un hombre como ese! O imaginarse a alguien así amándole a uno de veras. Ese último pensamiento parecía absurdo, como si las drogas estuvieran haciéndole efecto, por eso se sacó la estupidez de la mente.
Pero la tristeza no saldría, y los pensamientos regresaron cinco minutos después. ¿Pero y si… Helen?
¿Y si…? ¡Yo moriría por un hombre como ese! Estaría feliz de solo sentarme con él, agarrarle la mano, y llorarle en el hombro. Y lo amaría hasta el día de mi muerte, así sería y si… Y no solo a un hombre como ese, sino a Jan.
Pero vino de nuevo, ella era la mugre y él la vainilla. Nunca merecería un hombre como ese. Esos dos elementos no se mezclaban.
Helen se había quedado otra hora y luego había dejado al enorme cerdo boca abajo sobre el suelo, inconsciente al lado de un pequeño charco de su propio vómito.
Había vuelto todavía intoxicada, y para su alivio Ivena aún no llegaba; se había acostado debajo de sábanas limpias, quedándose dormida sin quitarse la ropa.
Ivena estaba arriba preparando el desayuno cuando Helen despertó. Eso le dio tiempo de ducharse y cambiarse antes de presentarse con tanta confianza como le fue posible reunir. Si Ivena sabía algo acerca de la escapadita al calabozo, no lo mostró.
Helen pasó la mayor parte del día andando aturdida por la casa, e Ivena le permitió que lo hiciera. La casa de Jan se sentía en realidad como un palacio, y en una manera extraña ella se sentía sucia sobre ese suelo. Pero podría limpiarse, ¿no era cierto? La idea le produjo un zumbido en la mente. ¿Y si…?
Y Jan venía a casa esta noche.
Dos días después, el domingo en la noche, Jan estacionó el Cadillac en la calle y subió el caminito hacia su casa. La oscuridad había tranquilizado la ciudad, trayendo con ella una refrescante brisa. Las cigarras estaban en pleno coro, chirriando sin cesar, siempre presentes pero invisibles en la noche. La cruz de roble colgaba tranquila encima de la puerta. Al vivir morimos; al morir vivimos.
El viaje a Nueva York había resultado en la mayoría de aspectos tan bien como lo planearon; y en otros, mejor de lo que imaginaron. El sábado firmaron el trato, depositaron el millón de dólares con un poco de fanfarria, y decidieron quedarse en la Gran Manzana hasta el domingo. Jan había llamado a Ivena, informándose que no había pasado nada malo. Al menos nada de lo que él debiera preocuparse. Ivena no se había complicado. El viernes en la tarde había hecho algunas entregas de flores, unos cuantos clientes de última hora aprovisionándose antes del fin de semana; pero por lo demás ella y Helen se habían sentado por ahí a hablar, aburriéndose de no estar en una casa que no era la suya.
Janjic sacó la llave y abrió la puerta principal. Tenue luz brillaba desde el fondo del pasillo que llevaba a las habitaciones, pero el resto de la casa estaba a oscuras. Pulsó el interruptor que controlaba las luces de la entrada, y estas se encendieron.
—Hola.
Silencio.
—¡Ivena!
Jan entró a la sala, cargando aún el bolso de viaje. ¿Habrían salido ellas? Pulsó otro interruptor y la sala se inundó de luz. Ninguna señal de las mujeres.
—¡Ivena!
—Hola, Jan.
Él giró hacia la voz. Helen estaba parada e inclinada sobre la pared en la suave luz del pasillo, con los brazos cruzados y una pierna levantada como una cigüeña. Al instante él sintió débiles las rodillas, como si ella le hubiera inyectado una droga que se le hubiera ido hacia las articulaciones.
—¡Buenas noches! Me asustaste —notificó él.
—Lo siento —respondió Helen; pero estaba sonriendo.
—¿Dónde… dónde está Ivena?
—Se fue hace una hora. Dijo que no podía pasar el resto de la vida aquí mientras las plantas se le mueren en casa. Está tan emocionada por algunas de esas flores que dice que por allí se están chiflando con ellas. No hemos oído ni pío de nadie, por tanto creímos que sería bastante seguro que Ivena saliera.
—¿Acaba de salir? ¿Va a regresar?
Helen bajó los brazos y caminó hacia la luz. Él vio inmediatamente la diferencia y el corazón le palpitó con fuerza. La joven usaba un blanco vestido de noche, sin tirantes y con brillo, el que le caía sobre el pequeño cuerpo como una crema fluida. Usaba sandalias y un collar de perlas que resplandecía en la luz de la cocina. Pero fue el rostro de ella lo que le había hecho arder el corazón. Sonreía y lo miraba. Los moretones habían desaparecido, ya fuera bajo la mano de Dios o por la cuidadosa aplicación de maquillaje, y sinceramente él creyó que había sido la mano de Dios, porque el cutis se le veía tan suave como marfil nuevo. El cabello le caía justo bajo las orejas, curvado en delicados rizos.
La mano de Jan soltó el bolso de viaje que llevaba, el cual aterrizó con un golpe lejano. Dios mío, se había olvidado totalmente de la locura.
Helen lo miraba con esos increíbles ojos azules, sonriendo; giró hacia la cocina pero siguió mirándolo por un momento. Se bamboleaba naturalmente como si hubiera nacido para usar ese vestido. La mente de Jan comenzó a agitarse. Dejaste caer la maleta, zoquete. Te quedaste aquí como un idiota, boquiabierto ante ella, ¡y dejaste caer la bolsa de viaje!
—Sí, se fue —indicó Helen—. Quiere que la llames cuando regreses, lo cual imagino que es ahora.
La muchacha agarró una manzana de la frutera y le dio un pequeño mordisco.
—¿Así que no dijo nada de que fuera a regresar? —preguntó Jan, abriendo la nevera.
—Explicó que no creía que fuera necesario.
—¿No?
—No —repitió Helen, luego lo miró por detrás de la manzana y guiñó un ojo—. Señaló que deberías llevarnos a comer afuera.
—¿Dijo eso? ¿Llevarlas a ti y a Ivena?
—Sí. ¿Qué dices, Jan? ¿Quieres llevarme a comer afuera? No me vestí así para nada, ¿sabes? —expresó ella, y dio otro mordisco, los dientes crujieron al atravesar la frágil fruta.
Ahora él estaba allí acorralado. Acorralado con el corazón latiéndole y las rodillas debilitadas, como un adolescente en su primera cita. La refrigeradora estaba abierta y él no había sacado nada de ahí. Cerró la puerta.
—Bueno, creo que eso sería…
—¡Maravilloso!
Ella lanzó la manzana al lavaplatos y corrió hacia Jan. Antes de que él pudiera moverse le tomó la mano entre las suyas, llevándolo de vuelta al pasillo.
—Quiero mostrarte algo —le anunció.
Jan caminó a tropezones tras ella, demasiado aturdido para hablar, y muy consciente de las manos de ella sobre la de él.
—¿E Ivena?
—La llamaré mientras te alistas.
Ella lo condujo a la habitación de él.
—Espero que no te enfades, pero sencillamente no me pude resistir —declaró Helen, volviéndose para mirarlo con una sonrisa en los labios.
La puerta estaba abierta y ella lo jaló. Sobre la cama yacía el mejor traje negro de él; una camisa blanca y su corbata roja estaban arregladas nítidamente con la chaqueta. Los pantalones colgaban hasta el suelo y los dobladillos caían sobre los zapatos.
—¿Usarás esto?
Ella había estado aquí. Helen había hecho esto.
—Hallé esta ropa en tu clóset. Es perfecta.
—¿Hallaste esto en mi clóset?
—Sí. Es tuya. ¿No la reconoces?
—Sí, desde luego que sí. Solo que… —titubeó él, luego rió entre dientes—. Es que no todos los días tengo mi ropa dispuesta para mí.
—¿Estás enojado?
—No. No. Así que quieres que yo use este traje y te lleve a comer, ¿correcto?
Ella lo miró sin responder.
Él rió.
—Está bien, señora —asintió él haciendo una reverencia con la cabeza—. Tus deseos son órdenes. Si tienes la bondad de salir, me vestiré y saldremos. ¿Sugirió Ivena dónde cenaremos?
—En La Orquídea.
—La Orquídea, entonces.
Ella inclinó la cabeza, como sorprendida de que él hubiera aceptado tan de repente. El rostro de Helen se iluminó con una pícara sonrisa, la que acompañó de una reverencia.
—Estaré esperando —dijo, saliendo y cerrando la puerta detrás de ella.
Jan se duchó a toda velocidad, con la mente ocupada en reprenderlo por seguir el juego. No era que no quisiera llevarla a cenar, o ni siquiera que no debería hacerlo. Era que las rodillas se le habían debilitado al verla; que él sí quería llevarla a comer. Era la locura de todo eso; era la voz que empezara a hablarle mientras el agua caliente le caía en la cabeza. Ella te gusta, Jan. Te gusta de verdad, ¿no es así?
Sí, me gusta Helen. Ella es una persona tratable, con encanto y…
No, te gusta realmente, ¿verdad que sí? Te gusta tanto que apenas puedes soportarlo.
¡No seas ridículo! Estoy comprometido con Karen. ¿Y qué de Karen? Oh, ¡querida Karen!
Obligó a la mente a una nueva línea de pensamiento. Iban a ir a La Orquídea, el restaurante más fino de la ciudad. Un romántico…
¡Basta! Se sacudió la cabeza y salió de la ducha. Santo cielo, él no era un escolar indisciplinado. Estos asuntos del corazón era mejor pensarlos con mucho cuidado.
Jan rezongó y se vistió rápidamente.
No estás casado. Ivena estará allí, por supuesto. Solo es una cena. Una cena de despedida… durante la comida le dirás que debe irse.
Un temblor se le había apoderado de los dedos y tuvo algunos problemas con los botones, pero se las arregló después de unas cuantas reprimendas más. Se examinó en el espejo por última vez. El cabello ondulado estaba peinado hacia atrás y húmedo, más oscuro que el de Helen pero aún rubio. Los ojos eran casi tan brillantes, color avellana no azules, pero igual de centelleantes. Él tenía cuadrada y fuerte la mandíbula, mientras la de ella era tan… delicada. Se cacheteó ligeramente la mejilla con la mano derecha. ¡Basta!
Helen estaba esperando en la silla de él, una pierna cruzada sobre la otra, una copia de La danza de los muertos abierta entre las manos. Levantó la mirada y cerró el libro.
—Vaya, qué guapo —exclamó ella poniendo el libro en la mesa de centro y yendo hacia él con una mano extendida, deslizándose con garbo en ese vestido.
—¿Qué pasó con Ivena?
—Nos encontrará allá. ¿Nos vamos, entonces?
—Sí —contestó él, la agarró del codo y la sacó de la casa.
Querido Dios, ayúdame, oró.
Jan empujó la puerta del baño de caballeros y entró. ¡Ivena se había atrasado! Y su ausencia se estaba convirtiendo en un problema muy grande.
El baño estaba vacío. Se recostó contra el lavabo y se apoyó en las manos. La mente le giraba en círculos atolondrados, confusa, zumbándole. La respiración le brotaba en breves resuellos. Era como si hubiera ingerido alguna droga alucinógena que ahora le ardía furiosamente en la corriente sanguínea. Pero no había hecho eso, estaba seguro. Lo único que había hecho era traerla aquí, pedir la comida, y entablarle una pequeña conversación. Contrólate, Janjic. Domínate.
Dio vuelta al grifo y se lanzó agua a la cara. Era la chica. Era Helen. Ella lo había cautivado. La voz de ella era la droga, su aliento era un estupefaciente que le hacía enderezar la columna y que se le extendía como fuego por los huesos. Por eso Jan se había disculpado y había venido aquí ni a los cinco minutos de la comida… porque allá estaba perdiendo la razón, viéndola morder el salmón y beberse el agua. Observándola mover la mandíbula con cada palabra.
Jan se palpó el rostro con una toalla y se irguió para mirarse la imagen en el espejo.
—Dios mío, ¿qué me estás haciendo? —susurró, y lo dijo como una oración—. ¿Cuál es el significado de esto?
Te estás enamorando de ella, Janjic.
No contestó la acusación. Esta simplemente se le alojó en la mente, torpe y desencajada, como un eructo en medio de un cuidadoso discurso.
Si no tienes cuidado, te enamorarás de esta chica.
Pero ¿por qué, por qué, por qué? ¡No me quiero enamorar de ella! No hay motivos para eso.
Debía encontrar algo de dominio propio en alguna parte, porque sencillamente no podía darse el lujo de entregar el corazón a alguien tan improbable como esta mujer sentada allí con los ojos bien abiertos, tan delicada y tan…
Oh, Dios… esto era lo más ridículo que Jan podía imaginar. Si le hubieran pedido que contara una historia absurda, la imaginación no le habría vagado hasta tan lejos. Solo unos días atrás había prometido matrimonio a Karen ante todo el mundo. Ahora estaba en el restaurante más extravagante de Atlanta, cenando con otra mujer. Con Helen.
Con una mujer tan hermosa, tierna y genuina que parecía tener el poder de derretirle el corazón con una sola e inocente mirada.
El rostro de Karen le deambuló por la mente, y Jan se quejó. Volvió a recostarse en el lavabo. Karen, ¡querida Karen! ¿Qué estoy haciendo? ¡Rescátame! Si ella tan solo pudiera verlo ahora, jugando al adolescente con la pequeña y sexy hippie. El hombre hizo crujir los dientes y se golpeó el costado de la cabeza con la palma de la mano.
—¡Basta, Janjic! ¡Deja esta tontería! —exclamó en voz alta; y luego se dijo para sí: Venir aquí fue una terrible equivocación, y ahora vas a tener que salir allá y arreglar este desorden. Has llevado esto al extremo.
—Discúlpeme.
Jan dio la vuelta. Un extraño estaba en la puerta mirándolo con curiosidad.
—¿Está usted bien?
—Sí —contestó parpadeando; ¿cuánto tiempo había estado observándolo este hombre?—. Sí, estoy bien.
Se enderezó la chaqueta y salió aprisa del baño. Estás perdiendo el juego, Jan.
Regresó a la mesa sobre piernas endebles. La vio cuando aún estaba a veinte pasos de distancia, delicadamente sentada y sola con la vista del horizonte de Atlanta desde el piso veinte de La Orquídea. Una elevada vela blanca proyectaba un tono amarillento en el cuello de ella, que miraba lejos de él, hacia las luces de la ciudad abajo. Tenía la mano izquierda ligeramente montada sobre la copa, trazando con el índice círculos alrededor del borde. El cabello le reposaba delicadamente sobre la mejilla, acariciándole la sedosa piel.
Detalles como estos eran los que le llamaban la atención a Jan; y no los veía porque fueran excepcionales, sino porque Helen era excepcional. Ella podría estar rascándose el barro de las suelas allá arriba, y las rodillas de él se le amortiguarían.
Un hormigueo le subió a Jan por la columna y le reventó en la base del cuello. El aire se enrareció alrededor, obligándolo a boquear para respirar. Se detuvo detrás del mostrador de ensaladas.
Estás actuando como un colegial, Jan. ¡Contrólate!
Se enderezó la corbata y siguió caminando. Al llegar allí se deslizó en la silla. En realidad intentó deslizarse en la silla; resultó más como una caída. Contrólate, zoquete.
—Ah, hola. Regresaste.
—Sí.
Bueno, Janjic. Debes decirle ahora que todo esto ha sido un terrible error y que ustedes deben irse inmediatamente.
—He estado pensando en lo maravilloso que has sido conmigo —expresó Helen.
Jan levantó la mirada y vio cómo ella se metía de manera inocente un pedazo de salmón en la boca. Inocente porque no parecía que a propósito estuviera tentándolo, haciéndole perder el control, o algo por el estilo. La chica solo estaba comiendo un pedazo de tierno salmón. Esto lo inundó con una vertiginosa lluvia de imágenes… imágenes que le provocaron enloquecedoras vibraciones en los huesos.
—No logro recordar alguien más que haya sido tan amable conmigo —continuó ella alzando la mirada; la llama de la vela le resplandeció en las pupilas.
—Realmente no es nada —declaró él—. Eres alguien a quien se debería… con quien es bueno ser amable.
—¿Por qué?
—¿Por qué?
—¿Por qué soy una persona a quien se debería amar? Eso es lo que quieres decir, ¿no es verdad?
¡Buen Dios! ¡Santo cielo ayúdame!
—Sí. Todo el mundo debería ser amado.
—Eres muy amable.
—Gracias. Trato de serlo.
—Leí algo en tu libro esta tarde. Experimentaste muchas dificultades en tu juventud.
—No muy distintas de las tuyas.
Estás dilatando, Janjic. Entonces cortó su propio salmón y mordió un bocado. La carne estaba tierna y agradable.
—¿Leíste respecto de la aldea? —quiso saber él.
—Sí.
—¿Y qué creíste?
Helen encogió los hombros.
—Me pareció… —titubeó ella.
—Di lo que desees. Te pareció, ¿qué?
—Bueno, simplemente pareció un poco, no estoy segura… tal vez ilógica. Que la hija de Ivena… ¿cómo se llamaba?
—Nadia.
—Fue una locura. No me puedo imaginar a alguien muriendo así. Tampoco al sacerdote. En realidad, yo nunca podría hacer algo tan tonto. No me malinterpretes, estoy segura que para Ivena fue difícil ver que mataran a su hija. Solo que no entiendo del todo cómo la niña pudo hacer algo tan insensato. ¿Tiene sentido eso?
—¿Y qué habrías hecho tú?
—Les habría dicho cualquier cosa que ellos quisieran oír. ¿Por qué morir por unas cuantas palabras?
Jan la miró, asombrado por la falta de comprensión que mostraba en el asunto. ¿En verdad ella no comprendía el amor? ¿Y tú, Jan? Más que ella. Mucho más que ella.
—¿Entonces nunca has sentido la clase de amor que sentían Nadia o el sacerdote? —objetó Jan.
—Imagino que no. ¿Y tú?
—Sí —contestó él—. Así creo.
Jan comió otro bocado. Allá vas, Romeo. ¿Cuántas veces te has hecho la misma pregunta? ¿Cuántas veces te la ha hecho Ivena? Y ahora la pregunta viene de Helen.
Ella no dijo nada. El tenedor tintineaba en la porcelana; los labios de la muchacha hicieron un ligero estallido mientras engullían otro bocado.
—Escribes muy bien, Jan —comentó en voz melodiosa.
Él alzó la mirada. Ella estaba lanzándole otra vez su magia; los ojos, la voz, el cabello, la mirada… todo lo sofocó y le hizo sentir como si el corazón le palpitara en melaza.
—Gracias. Empecé a escribir cuando era muchacho.
—Tus palabras son muy hermosas. La forma en que describes las cosas.
—Y tú eres muy hermosa —enunció él.
¡Dios mío! ¿Qué acabo de decir?
El primer instinto de Jan fue retirar las palabras. Disculparse y decirle que debían irse ahora porque él acaba de volar desde Nueva York y estaba muy cansado. Tan cansado como para decir que ella era hermosa, lo cual, aunque tan cierto… tan, pero tan cierto… no tenía por qué salirle de la boca, pues estaba comprometido con otra mujer. ¿Sabía ella eso? Por supuesto que lo sabía.
Él hizo totalmente caso omiso al impulso.
—Sabes eso, ¿no es así? Eres muy hermosa, Helen. No solo en tu apariencia sino también en tu espíritu. Tú, Helen. Eres una bella persona.
Ella pestañeó lentamente, como si hubiera sido atrapada en un sueño surrealista. Los ojos le vagaron por un momento, como protegiéndose de algo, y luego lo miró.
—Gracias, Jan. Y yo creo que eres muy apuesto.
Jan sintió que se le entumecían las manos. Ellos se estaban mirando, trabados en un abrazo visual. Todo en el interior de él quería extenderse por la mesa y acariciarle la barbilla. Saltar del asiento, tomarla en los brazos, estrecharla y besarla en los labios. Se las arregló para encontrar alguna profunda reserva de dominio propio y permanecer sentado.
¡Por favor, Padre! ¿Por qué siento tan fuerte atracción? Estos son sentimientos nuevos.
Se le acaloraron las orejas. Pero esto era una locura. Sin embargo, mientras abrazaba la locura le rugía por el cuerpo como un feroz león. Esto no puede ser obra mía, pensó. Está más allá de mí. Ahora entre ellos había un vínculo físico, como un cordón eléctrico.
—Hace calor aquí, ¿o solo soy yo? —expuso ella en voz baja.
—Quizás solo seamos nosotros —corrigió él, y supo que más tarde se arrepentiría de haberlo dicho.
Una cosa era halagarle la belleza a alguien. Otra totalmente distinta era decirle a una mujer que le producía calor a uno. Pero el momento lo exigía, pensó. Lo exigía absolutamente.
—Sí, tal vez —asintió ella, y sonrió.
Jan no contestó nada y levantó el vaso de agua. Bebió rápidamente, sintiendo de pronto que el pánico le calaba la mente. ¿Qué estaba él haciendo? ¿Qué estaba haciendo en el nombre de Dios?
—Debo hacerte una confesión —expuso Helen—. Mentí. Ivena no dijo nada acerca de que nos llevaras a comer. Lo inventé yo.
—¿Lo hiciste? —preguntó él bajando el vaso.
—Quería estar a solas contigo.
—¿No va a venir ella?
—No. No la llamé.
Jan comenzó a ponerse ensalada en la boca, muy consciente del calor que le sonrojaba el rostro. Pero no era ira.
Ella siguió el ejemplo y comió de su propia ensalada. Comieron en silencio por todo un minuto, reflexionando en el intercambio de palabras. Esto hizo poco bien a Jan; la mente le había dejado de funcionar sin ningún significado. Algo le había ocurrido, y no lograba abordarlo con alguna comprensión. Primero la visión y ahora esto.
—¿Y qué pasa con Glenn? —inquirió él.
La pregunta pareció como la que podría hacer un adolescente llevado por los celos. Jan engulló ensalada rápidamente.
—Te lo dije, terminamos —contestó ella apartando la mirada.
—Sí, pero volviste a él después de decir eso. Y él es bastante obsesivo, ¿no es verdad? Tal vez él no haya terminado contigo.
—Sí, bueno. Yo terminé con él. Y podrá ser obsesivo, pero eso está cerrado en ambas vías. Si salí, el asunto se acabó. Fue una insensatez de mi parte regresar, pero entonces apenas te conocía, lo sabes.
Jan dejó de enfocarse en cuestionamientos y volvió a su ensalada. Ya había dicho suficiente.
Helen volvió a dirigir la conversación hacia el libro, preguntando cómo era la prisión serbia. Esta fue una desviación bienvenida, en la que Jan se metió de lleno; cualquier cosa que lo distrajera de la locura. Pero desde ese momento hubo un brillo en los ojos de Helen… el cual le comunicaba que ella había mirado en las profundidades del corazón de Jan. Brillo que él temió que reflejara su propia mirada. No importaba, él no podía cambiar eso.
Siguieron sentados a la mesa durante otra hora, hablando de sus pasados y alejándose del presente. Después de todo, el presente ya había hecho un buen trabajo presentándose.
Jan llevó a Helen a casa, a la de Ivena. Se quedaría con Ivena al menos durante la noche, hasta que desarrollaran un plan más adecuado. ¿Cuál?, preguntó ella. Él no tenía idea cuál. Tal vez a Ivena se le ocurrieran algunas. Pero él no podía ir y hablar ahora con su amiga. No, ¡para nada! Era demasiado tarde. Él realmente debería irse a dormir.
Jan dejó a Helen en la acera, la vio ir hacia la puerta, y partió sin mirar hacia atrás para ver cómo podría reaccionar Ivena. Él tenía húmedas las palmas de las manos y pegajosa la camisa, y sentía la mente como si lo hubiera intentado besar una licuadora mientras él se esforzaba por quitarse de encima los nervios con Helen.
Entonces clamó a Dios, en el silencio del auto. Padre, tú me creaste, ¿pero lo hiciste para que sintiera esto? ¿Qué clase de emociones son estas que me circulan por el corazón? ¿Y por quién? ¿Por esta mujer que apenas conozco? Por favor, te lo ruego, ¡apodérate de mi espíritu! Me estoy sintiendo deshecho.
¿Y Karen? Oh, amado Dios, ¿qué de Karen?
Jan ya no tuvo más presencia de ánimo para orar. Sencillamente condujo a casa y poco a poco se desconectó por completo.