Mientras Jan se hallaba en el costoso ambiente de Delmonico’s en Nueva York el viernes por la noche, Glenn Lutz estaba solo en el bar de su propio palacio, consumiéndose. El salón estaba oscuro casi en su totalidad, excepto en la parte posterior del mismo bar. Una botella medio vacía de ron se hallaba al lado del vaso de Glenn. Esta era la segunda del día y quizás no sería la última. El bar había sido tallado en madera de caoba y teñido de un café muy oscuro. De entre todos los colores, la decoradora había querido pintarlo de amarillo brillante. Pero eso había sido antes de que él la despidiera. Sí señor, él había despedido a ese pequeño monstruo, exactamente después de haberle mordido el labio. Bueno, eso había sido una noche.
Glenn recordó la ocasión y trató de sonreír, pero el rostro no le cooperó. El plan que había ideado era bueno, pero exactamente ahora no lo sentía así. Se había vuelto evidente que él podía enjaular a cualquier mujer. Mujeres tan hermosas como Helen, mujeres a quienes él no extrañaría. Enjaular a Helen no era lo que en realidad deseaba, ¿no es así? No, era el espíritu libre de ella lo que más le atraía. El mismo hecho de que ella lo resistiera con una tenacidad que la mayoría ni siquiera soñaría tener. Incluso el hecho de que hasta ahora ella había huido media docena de veces. Cada vez su deseo por ella había aumentado hasta que ahora casi no podía resistirlo.
De modo que, aunque le entusiasmaba la idea de enjaularla u obligarla a volver, había concluido que le iba a permitir regresar por sí misma. Él necesitaba que ella lo deseara a él. Este era el siguiente paso en esta demencia a la que Glenn se había entregado.
Entre las decisiones que había tomado en la vida, la de dejarla en libertad de escoger era quizás de la que ahora más dudaba. Porque siempre había la posibilidad de que ella no regresara, ¿de acuerdo? De pasar eso, él saldría con una ametralladora y, en una larga ráfaga entrecortada, destrozaría a ella y a cualquiera que estuviera cerca. O tal vez volvería al método de la jaula.
El plan no le prohibía quitar obstáculos que surgieran en el camino entre ella y él, desde luego. El predicador, por ejemplo. Buen Dios, precisamente un predicador. Esa misma noche Charlie le había informado desde la comisaría que la casa a la que Helen había entrado pertenecía a un tal Jan Jovic. Y Charlie había oído hablar del hombre. Un tiempo atrás había visto en las noticias una historia acerca de un hombre… un predicador que había escapado de la prisión o algo así. ¿Un predicador? ¿Estaba un predicador tratando de robarle a su Helen? Glenn había arrojado el teléfono a través del salón cuando Charlie se lo contó.
El tipo resultó ser uno de esos extranjeros que había escrito un libro acerca de la guerra y que había ganado un dineral. La danza de los muertos. El primer impulso de Glenn fue matar al hombre. Él había sabido todo esto a los treinta minutos de regresar. Fue entonces, después de concluir que un predicador no podía representarle una amenaza, que había ideado el plan. Había hecho una llamada telefónica al predicador, y luego él mismo se había ahogado en varias botellas de ron.
Había pasado todo el día andando de un lado a otro, sudando y gritando, totalmente inmovilizado para realizar cualquier asunto. Él mismo se había obligado a tener una cita para almorzar con Dan Burkhouse, su banquero y amigo por diez años. Fue Dan quien le prestara su primer millón, a cambio de un poco de presión en un préstamo no cancelado. Bueno, Glenn había matado al incumplido, implicando así a Dan, y haciéndolo confidente por necesidad. Además de Beatrice, solo Dan conocía los sucios secretos que convertían a Glenn Lutz en el individuo que era. Por supuesto, ni siquiera ellos sabían la verdad acerca de la juventud de Glenn.
Había ido vestido en su guayabera hawaiana, y entre bocados de pargo rojo en el Florentine le había contado a Dan acerca de su decisión de dejar que Helen viniera y se fuera. De no haber estado en el comedor privado, sin duda el agitado tono del desesperado hombre habría ocasionado asombro en algunas personas. El banquero había movido la cabeza de lado a lado.
—Estás perdiendo la perspectiva, Glenn. Esto es una locura.
—Ella me ha poseído, Dan. Siento que me desmorono cuando no está conmigo.
—Entonces deberías conseguir ayuda. La mujer equivocada puede derribar a un hombre, ¿sabes? Estás yendo demasiado lejos con esto.
Glenn no había respondido.
—¿Cómo puede una mujer hacerte esto? —presionó su amigo—. Hay cien mujeres esperándote allá afuera.
Glenn había mirado al hombre y de manera eficaz le había cortado la charla.
Ahora levantó la botella y se la llevó a la boca. El líquido bajó ardiéndole por la garganta pero él se aguantó. Pensó que iría a vaciar la botella por completo. Inclinarla hacia arriba y chuparla hasta hacerla implosionar. O simplemente metérsela toda en la garganta. Sin dolor no hay ganancia. ¿Y qué le estaba doliendo ahora? El pecho le dolía porque Helen le había clavado una estaca en el corazón, y pesar de lo que la vieja bruja Beatrice le había dicho, él aún tenía un corazón. Este era tan grande como el cielo y quemaba como el infierno.
Se sacó la botella de la boca y la arrojó contra la pared reflejante. Se destrozó astillándose. No seas un borrachín tan melodramático, Lutz.
El teléfono chilló en el mortal silencio y él se sobresaltó. Se levantó y corrió hacia el aparato, aferrándose a la más diminuta esperanza de que fuera Helen.
—Lutz.
—Glenn.
Era la bruja. Glenn se dejó caer en el bar.
—Tengo una llamada para ti. Tal vez quieras contestarla.
—No estoy recibiendo llamadas telefónicas.
El teléfono le hizo clic en el oído antes de que el hombre pudiera colgarlo en la oreja de la bruja. Ella había colgado primero. ¡Eso era! Ahora mismo él iría allá y…
—¿Aló?
La voz habló suavemente en el auricular y el corazón de Glenn le subió hasta la garganta. Se levantó bruscamente.
—¿Aló?
—¿Helen? —contestó con voz temblorosa.
—Hola, Glenn.
¡Helen! El corazón de Glenn le pateaba ahora las paredes del corazón. Los ojos se le inundaron de lágrimas. Oh, Dios, ¡era Helen! Quiso gritarle. Quiso suplicarle.
—¿Estás enojado conmigo? —preguntó ella tranquilamente.
—¿Enojado? —objetó Glenn apretando los ojos e intentando esforzarse—. ¿Por qué te fuiste? ¿Por qué te la pasas yéndote?
—No sé, Glenn —contestó ella e hizo una pausa; por el sonido de la voz la mujer estaba a punto de llorar—. Escucha, quiero un poco de sustancia.
—¿Con quién estás?
—Con nadie. Me estoy quedando en la casa de este hombre con la dama de la que te hablé, pero ella se fue a casa a regar algunas flores o algo así. Se ha ido por algunas horas.
—¿Crees que no lo sé? ¡Crees que soy un inútil aquí, esperando que vengas arrastrándote a casa!
Tranquilo, muchacho. Juega con ella. Atráela.
—Te extraño, Helen —declaró él en voz baja después de respirar hondo—. Te extraño de veras.
Ella permaneció en silencio.
—¿Qué te hice para que te fueras de aquí? Simplemente dímelo —le rogó él.
—Me golpeaste.
—¿No te gusta eso? ¿No te gusta ser golpeada de ese modo? Lo siento. Juro que lo siento. Creí que te gustaba, Helen. ¿Te gusta?
—No —contestó ella ahora en voz suave.
—Entonces, lo siento. Juro que no lo volveré a hacer. Por favor, Helen, me estás matando aquí. Te extraño, cariño.
—Yo también te extraño, Glenn.
¿De veras? Querida Helen, ¿de veras? Le bajaron lágrimas por la mejilla.
—Quiero ir, Glenn. Pero deseo que me prometas algunas cosas, ¿está bien?
—Sí, lo que sea. Te prometeré cualquier cosa, Helen. Solamente vuelve a casa, por favor.
—Tendrás que prometerme que me dejarás volver siempre que desee.
—Sí. Sí, lo juro.
—Y tendrás que prometerme que puedo salir siempre que quiera. Promete eso, Glenn. No me puedes obligar a que me quede. Quiero quedarme, pero no si me obligas.
Él titubeó, con dificultad para encontrar las palabras. Por otra parte, ella ya tenía el poder. ¿Y qué era una promesa sino palabras?
—Te prometo. Juro que puedes salir siempre que quieras.
—Y no quiero que me golpees, Glenn. Lo que sea, pero no golpes.
Esta vez todo en el interior de él rugió contra lo absurdo de la petición. Una cosa era dejarla ir, ¿pero también castrarlo? Él pensó que iba cuesta abajo.
—Te lo prometo, Helen.
—Promete todas esas cosas, Glenn. De otro modo no creo que pueda ir.
—¡Dije que lo prometo! ¿Qué más quieres? ¿Quieres que me corte los dedos?
Tranquilo, tranquilo.
El individuo bajó la voz.
—Sí, te lo prometo, Helen.
Ella titubeó y él se preguntó si la había perdido en esa última reacción. Sintió que el pánico hacía que el pecho se le hinchara.
—¿Puedes enviar un auto? —pidió ella.
—Tendré un auto allí en dos minutos. Ahora mismo tengo uno en la calle —expresó él; ella no contestó—. ¿Está bien, Helen?
—Está bien.
—Qué bueno. No te pesará, Helen. Te juro que no te pesará.
—Está bien. Nos vemos —concluyó ella, y colgó.
Con mano temblorosa, Glenn puso el auricular en la horquilla. Euforia le corrió por las venas, y respiró con dificultad. Profirió un corto sonido chillón, fue hasta la mitad del salón y regresó. Cuando agarró el teléfono para llamar a Buck le temblaban las manos de tal modo que apenas logró marcar el número.
¡Ella estaría aquí en quince minutos! Ah, tantos preparativos por hacer. Tantos, tantos que él apenas podía esperar.
Había tres flores ahora, cada una del tamaño de melones pequeños, de color blanco brillante y bordeadas en rojo, del doble de tamaño que cualquier otra flor en el invernadero. Con delicados dedos, Joey inspeccionó cada parte de la planta. Ivena siempre lo había recordado como un jinete de carreras, muy delgado y pequeño, del tipo que difícilmente podría catalogarse de afamado horticultor. Con sus pantalones anticuados y camisa de algodón, parecía más un jardinero común que científico.
—¿Qué opinas de ellas? —preguntó Ivena.
El hombrecito curioseó entre los pétalos y refunfuñó.
—Vaya, sin duda que tienen su fragancia, ¿no crees?
—Sí. ¿Has visto algo así?
—¿Y afirmas que no hiciste este injerto? Porque definitivamente se trata de un injerto.
—No que yo recuerde. Cielos, no soy tan desmemoriada.
—No, por supuesto que no. ¿Ha tenido alguien más acceso a este invernadero?
—No.
—Entonces supondremos que tú hiciste este injerto.
—Te estoy diciendo…
—Hagamos de cuenta, Ivena. Esto seguramente no apareció así no más. De cualquier modo, nunca había visto un injerto como este. Estamos observando varias semanas de valioso crecimiento aquí y…
—No. Menos de una semana.
—¿Dice esto una mujer que ni siquiera recuerda haber injertado la planta? —objetó el hombre con la cabeza inclinada y mirando a Ivena por sobre los lentes de montura metálica—. Yo solo te estoy indicando lo que ven mis ojos, Ivena. Tú decides qué quieres creer.
Ella asintió. Él estaba equivocado, desde luego, pero dejó pasar el asunto.
—Aun con pocas semanas de crecimiento, estas flores son extraordinarias. Los estambres que puedes ver allí se parecen a los de los lirios, pero estos pétalos blancos bordeados de rojo… nunca los he visto.
—¿Podrían ser tropicales?
—Estamos en Atlanta, no en el trópico. Hice mi tesis sobre anomalías tropicales en zonas subtropicales, y nunca me había topado con algo como esto.
Joey palpó, apretó y lanzó exclamaciones de insatisfacción por algunos minutos, sin brindar ningún otro comentario. Ivena dejó que el hombre examinara la planta a su ritmo, y volvió a analizarse la memoria porque el tipo insistía en que ella debió haber hecho el injerto. Pero ella aún opinaba que él estaba equivocado. No había injertado esa enredadera en el rosal más de lo que había ganado recientemente el Pulitzer.
Al final el hombre se irguió y se quitó los lentes.
—Um. Increíble. ¿Te importaría que me llevara una de estas flores al laboratorio del jardín botánico? Tiene que existir. Simplemente no logro identificarla aquí. Pero creo que lo lograremos con algunos análisis. Podría tomar un par de semanas.
El hombre meneó.
—Nunca ni siquiera había oído de una enredadera como está saliendo de un rosal.
—¿Quieres cortar una?
—Solo una. Tienes muchas más que vienen tras estas. Son flores, no niños.
—No, por supuesto que no lo son. Sí, puedes cortarla. Solo una —aceptó ella.