Capítulo dieciséis

P: ¿Cómo se siente esta clase de amor?

R: ¿El amor del sacerdote? Imagine desesperación extrema. Imagine un profundo anhelo que arde en la garganta. Imagine rogar para estar con su amado en la muerte. En sus cánticos el rey Salomón caracterizó la sensación como una enfermedad. Shakespeare la previó como la muerte de Romeo. Pero Cristo… Cristo murió de verdad por su amor. Y el sacerdote lo siguió gustoso.

P: ¿Y por qué tan pocos cristianos asocian amor con muerte?

R: El solo hecho de ser cristianos no necesariamente significa ser seguidores de Cristo. Los seguidores de Cristo caracterizarían de este modo al amor porque Cristo mismo lo hizo.

JAN JOVIC, AUTOR DEL ÉXITO

DE LIBRERÍA LA DANZA DE LOS MUERTOS;

ENTREVISTA CON EL TIMES DE NUEVA YORK, 1960

Jan andaba en medias de un lado al otro en la entrada caminando sobre la brillante baldosa color ladrillo, sintiéndose atornillado dentro de un nudo sin saber exactamente por qué. Ivena iba hacia allá, llevando consigo a Helen. Así que la mujer había regresado después de todo. Ivena tenía razón; deberían mostrarle el amor cristiano. Cristo había comido con los vagabundos de la época; se había hecho amigo de los personajes más indecorosos; hasta había animado a la prostituta a que le lavara los pies.

¿Por qué entonces Jan estaba tan renuente a adoptar a Helen?

Padre, ¿qué está sucediendo aquí? Tú me tocas con esta mujer; me pones este absurdo pesar por ella, ¿pero por qué razón? A menos que no fueras tú sino yo quien hace aparecer esos sentimientos en mi propia mente.

Quizás para nada era renuencia lo que él sentía, sino temor. Temor por lo que la mujer le hiciera las dos veces que la había visto. El rostro de Karen le resplandeció en la mente, sonriendo cálidamente. Hasta ella había concluido que él debería mostrarle amistad a Helen, aunque la conclusión no había llegado tan fácil.

Jan dejó su caminar y respiró profundamente por la nariz. El fuerte olor de vainilla proveniente de tres velas encendidas le inundó las fosas nasales. Había apagado las luces, un hábito arraigado durante el sitio de Sarajevo. Apagar las luces y mantenerse agachado. Por supuesto, esto no era Sarajevo y no había ningún sitio. Pero esta era Helen, y él no había imaginado a esos dos hombres persiguiéndola en el parque. Ella estaba en más peligro del que dejaba saber.

El timbre de la puerta sonó y él se sobresaltó. ¡Ya están aquí!

Jan se paró ante la puerta y la abrió.

—¿Estás bastante seguro que esto sea necesario, Janjic? —preguntó Ivena, entrando con Helen a la zaga.

Jan cerró la puerta, puso el pasador, y se volvió hacia ellas.

—Quizás no, pero no podemos tomar el riesgo de equivocarnos —explicó, y en seguida se volvió a Helen, quien se hallaba en la penumbra—. Hola, Helen. ¿Qué crees tú? ¿Es necesario esto?

Ella dio un paso adelante hacia la luz amarilla; la menuda mujer con corto cabello rubio y profundos ojos azules, vestida en un arrugado vestido rosado. Era difícil imaginar que ella fuera la causa de toda esta conmoción. Solo era una drogadicta. No tenía zapatos y tenía los pies sucios… eso la descubría. Una inspección más de cerca mostraba la redonda contusión en la mejilla izquierda. La habían golpeado allí con mucha fuerza. El corazón de Jan le saltó de repente en el pecho.

—Podría ser —respondió ella.

—¿Y de qué clase de peligro estamos hablando? —inquirió él tragando saliva, plenamente consciente de que ella ya lo estaba afectando, y temeroso de que pudiera ahogarlo con la propia compasión de él.

Padre, por favor.

—No sé… nada. Tú viste a los hombres que nos perseguían.

—¿Debemos entonces llamar a la policía?

—No.

—¿Por qué no? Este tipo te ha maltratado. Estás en peligro.

—No. Nada de policía.

—Estar parados aquí no nos hará bien —terció Ivena girando hacia la sala—. Ven, Helen, y dinos qué ocurrió.

La joven mantuvo por un momento la mirada en Jan antes de volverse y seguir a Ivena. Jan las vio irse. Pensó que Ivena había adoptado realmente a Helen. Se sentaron en triángulo, Helen en el sofá grande, Ivena en el diván de dos puestos, y Jan en su tradicional sillón de cuero, y por un instante ninguno habló. Entonces Helen se retorció las manos, las acercó hacia sí como si se fuera a abrazar, y sonrió.

—Vaya, huele rico aquí. ¿Es vainilla eso, Jan?

La voz de ella se le movió a Jan en la mente como si tuviera vida. ¡Santo cielo! ¡Estaba sucediendo otra vez! ¿Y qué había dicho ella? ¿Es vainilla eso, Jan? Pero esas palabras, el simple sonido de la voz de la muchacha, y la imagen de ella acurrucada en el sofá eran como dedos que le tocaban los acordes de la mente.

—Sí —contestó él—. De las velas.

—Así que esta es la mansión de la que Ivena se la pasa hablando —manifestó ella mirando alrededor—. Es bonita.

—Es demasiado grande —afirmó Jan.

—¿Vives solo aquí?

—Sí.

—Entonces tienes razón; es demasiado grande.

—Siempre le he dicho lo mismo —intervino Ivena con una ligera exclamación de desdén—. Él necesita una buena mujer para hacer un hogar de esto. Ahora dinos, Helen. ¿Por qué te fuiste ayer?

Llegó el momento; Ivena había optado por el enfoque directo, como una buena madre.

Y a Helen pareció no importarle esta vez.

—No lo sé. Estaba triste, imagino —contestó.

—¿Triste? ¿Triste por este tipo que te hizo ese moretón en la mejilla?

Ella encogió los hombros y se mordió el labio.

—¿Y por qué regresaste? —preguntó Ivena después de mirar a Jan.

Helen volvió a encogerse de hombros. Miró una de las lámparas de piso, y Jan vio que los ojos de la mujer brillaban ante la luz ámbar. Él pensó que ella estaba tan confundida y desesperada como cuando vino la primera vez. Una chica tan categóricamente perdida que ni siquiera sabía que estaba perdida. Una mujer en tensión por una dolorosa infancia y colgando de un solo hilo. En su caso podría ser un hilo de placer. Dale placer, en cualquier forma, y ella se aferraría a ti. Pero dale amor y podría huir, confundida por las extrañas ideas de confianza y lealtad. El ir y venir de la mujer era asunto tanto de hábito como de anhelo.

Jan la miró y se le oprimió el corazón. Helen, Helen. Tierna Helen. Se secó un pequeño resplandor de sudor en las palmas de las manos.

—No debes temer, Helen. Estarás segura aquí. Lo prometo.

—Eso espero —respondió ella alzando sus ojos azules.

—Pero debemos saber más acerca de Glenn, creo. Ahora estamos involucrados; deberíamos saber más.

Helen asintió lentamente y entonces les habló de Glenn. La pura verdad, en su propia opinión, por supuesto, pero con sinceridad en la voz. Poco a poco reveló la horrible verdad acerca de su relación con el enloquecido traficante de drogas. Y también poco a poco, mientras ella hablaba, Jan sentía que se acrecentaba el pesar por ella. Él se levantó una vez para revisar la calle, pero volvió sin reportar nada extraño.

Glenn era un individuo que vivía para controlar, y bajo las capas de la ciudad halaba un montón de cuerdas… creía Helen de él. Lo había oído y visto manipular a hombres mucho más poderosos en la opinión pública. Pero en realidad era Glenn quien halaba las cuerdas con sus enormes puñados de dinero. Era un poder tan asfixiante como las drogas. Era una relación de «toma y dame»… ambas partes daban y ambas tomaban.

La voz de Helen zumbaba con dulzura por la mente de Jan, como una droga que se movía en el aire… afectándole las emociones como ninguna otra voz lo había hecho. La escuchaba, y parecía hinchársele físicamente el corazón; le crecía y le dolía con cada nueva frase que ella pronunciaba. Tanto que para el final de la historia, él dejó de oírla por completo.

No era la manera en que Helen miraba; era más, mucho más. Era la voz de la muchacha; la mirada en lo más profundo de los ojos. Un fuego intenso en las pupilas femeninas que lo cautivaban. Era el desaliñado inglés con que ella hablaba, la risita nerviosa, y su claro enfoque en la verdad. No había una sola fibra de falsedad en Helen.

Pero aun más. Era el hecho de que el corazón de ella estaba latiendo. Estar sentada allá sobre el sofá y con el corazón latiéndole, hacía que al mismo tiempo también le latiera el corazón a Jan. El pensamiento le puso a sudar las palmas.

Se imaginó hablando con Karen al respecto. Oh, Karen. Esta mujer está muy herida. Tiene tanta necesidad de amor. Del amor de Dios. Del amor de Cristo.

Ahora él sabía que Helen, la dulce Helen, no era una mujer común y corriente. Y darse cuenta de esto hizo que empezara a empapársele la espalda de la camisa con sudor.

—¿… me quedaré? —estaba preguntando Helen.

Ella le había preguntado a él.

—¿Perdón? Lo siento, ¿qué?

—¿Qué hacemos ahora? ¿Has estado escuchando, Jan? Porque pareces distraído. ¿No parece él distraído, Ivena?

—Desde luego, he estado escuchando —declaró él y se sonrojó.

Helen le estaba sonriendo pícaramente como si lo hubiera atrapado, y de pronto él se sintió inhibido. Ella es hermosa, pensó. Vestido rosado arrugado, cabello rubio despeinado y todo. Hermosísima. En realidad despampanante. Hasta con los pies descalzos. Son pies tiernos.

¡Basta, Jan! ¡Basta! ¡Esto es absurdo! Casi estás casado y he aquí comiéndote con los ojos a una jovencita.

—¿Qué dirías tú, Ivena? —investigó él mirando a Ivena y oyéndose la voz como a la distancia.

Ella había bajado la cabeza y lo estaba mirando por detrás de sus propias pestañas.

—Yo diría que detecto una corazonada, Janjic.

¡Ella se estaba refiriendo al corazón de él! Santo cielo, ¡lo estaba acusando exactamente aquí delante de Helen!

—Muy bien. Te quedarás entonces la noche. Sería peligroso que regresaras sola a tu casa. Usa el apartamento.

—¿Apartamento?

—Hay una suite equipada en el sótano. Antiguos cuartos de huéspedes. En realidad nadie lo ha usado desde que Ivena lo ocupara por algunas semanas mientras encontraba casa. Tiene su propia entrada pero es muy seguro. Ivena está al tanto de todo.

Jan miró a Ivena y vio que ella había arqueado una ceja.

El agudo timbre del teléfono evitó que Jan hiciera algún otro comentario. Se paró rápidamente y corrió a la cocina. Ivena había ido demasiado lejos esta vez. Hablaría con ella acerca de esta tontería de la corazonada.

Pero ella tiene razón, Janjic.

—Aló —contestó después de agarrar el auricular de la pared.

Ella no podría tener razón.

—¿Jan Jovic? —preguntó una voz áspera.

—¿Sí?

El hombre en el teléfono respiró hondo, pero no habló. El corazón de Jan le latió con fuerza.

—¿A la orden?

—Escúchame, pequeño fanfarrón. ¿Crees que te puedes quedar con ella?

Unos cuantos jadeos de respiración dificultosa llenaron el auricular, y Jan dio media vuelta alejándose de las mujeres. Un pequeño destello se le encendió en la mente, y de pronto se volvió a ver allí. Enfrentando la ponzoñosa mirada de Karadzic en un lejano paisaje.

—Ella es una perra en celo —continuó la voz—. ¿Sabes cómo mantener a otros perros lejos de una perra en celo?

¡Era Karadzic! ¡Era él!

—Los matas —añadió la voz—. Ahora estás advertido, predicador proxeneta. Si ella no regresa a la perrera en cuarenta y ocho horas le suplicarás a Dios nunca haber puesto los ojos en ella.

Otra vez respiración pesada.

La mente de Jan dio vueltas, agarrado por el pánico.

Sonó un suave clic. Y un tono de dial.

Jan no pudo moverse por un momento. ¿Lo estaban amenazando? ¡Por supuesto que sí! Pero no se trataba de Karadzic, ¿verdad que no? Era Glenn Lutz.

Jan respiró pausadamente y pestañeó varias veces para recuperar la claridad en la visión. Las mujeres habían dejado de charlar. Devolvió el auricular a la horquilla.

—¿Hay algún problema, Janjic? —preguntó Ivena.

—No —contestó él, y al instante pensó: Eso fue una mentira.

¿Pero qué más podía decir? No me hagan caso. Solo me estoy volviendo loco aquí. Lo hago una vez al mes. Me ayuda a permanecer en contacto con mi pasado.

Jan consideró excusarse e ir a la alcoba. En vez de eso abrió la refrigeradora y por unos momentos observó lo que contenía. Alargó una mano temblorosa hacia la jarra de té, cambió de opinión y en vez de eso asió una pequeña botella de refresco. Poco a poco el temblor se le abrió paso hacia los miembros.

Esto era demasiado. Él tenía una vida a la cual prestar atención, por amor de Dios. En la mañana viajaría para Nueva York. ¡Con Karen! ¡Su novia! En realidad debería entrar allí y decirle a Ivena que debía llevarse a Helen al refugio femenino de una iglesia o a otro lugar dotado apropiadamente de personal para ayudar a mujeres necesitadas. Esta era la casa de él, no una iglesia. ¡Y ahora el maniático amante de ella le estaba amenazando la vida!

Pero cuando entró a la sala y vio a Helen sentada en el sofá se le volvió a hinchar el corazón, a pesar de la extraña mirada que ella le lanzó al paso. El estómago se le paralizó por un momento.

¡Querido Dios, esto era una locura!

Tal vez, pero Jan supo por primera vez, al ver a la muchacha en el sofá, que él no quería que ella se fuera. Es más, la idea de que ella se fuera le produjo en el pecho una sensación muy parecida al pánico.

Lo cual representaba un problema, ¿no era cierto? Un problema muy grande.

Jan apenas durmió esa noche. Susurró oraciones a su Padre en que le suplicaba entendimiento, pero este no llegaba. Si Dios le había encendido de veras el corazón por esta mujer, ¿qué clase de interruptor había disparado? ¿Y por qué? ¿Y qué haría Karen de la corazonada de Ivena? La cual tal vez era más que una corazonada.

Ella nunca entendería. Tampoco Roald. ¿Cómo podrían hacerlo? ¡Ni siquiera Jan entendía!

Se levantó una docena de veces buscando a través de las ventanas alguna señal de intrusos, pero finalmente se adormeció como a las tres de la mañana.

Salió de la casa a las seis, antes de que Ivena o Helen emergieran de sus habitaciones. Ellas habían concordado en que si alguien debía dejar la casa sería Ivena, sola. Helen no saldría por ningún motivo. Y bajo ninguna condición le abrirían la puerta a algún extraño. Había alimentos de sobra en la refrigeradora para que se las arreglaran. Él pensaría detenidamente el asunto y volvería de Nueva York con un plan, lo prometió.

Karen le lanzó varias miradas extrañas durante el viaje al aeropuerto.

—¿Qué pasa? —preguntó él una vez.

—Nada. Solo que pareces distraído —contestó ella.

Casi le habla de la excéntrica amenaza, pero decidió que no era necesario lanzarle preocupaciones encima.

—Tengo muchas cosas en la mente —explicó él con una sonrisa, lo que pareció satisfacerla.

Una hora después el jet se elevaba a diez mil kilómetros. Lentamente empezaron a borrarse las imágenes que lo habían mantenido despierto durante la noche.

Estaban sentados juntos en la cabina de primera clase, con los dedos entrelazados, hablando de todo y de nada, volando alto en el propio mundo privado de ellos. El almizclado perfume que ella usaba olía delicado y femenino, como la misma Karen, pensó él. Sirvieron la comida: colas de langosta, papas con mantequilla, y una salsa de vino tinto que él nunca antes había probado… al menos no con langosta. Estaba estupenda. Sin embargo, Karen le advirtió a la azafata que no habían preparado correctamente los fríjoles, y Jan se sintió incómodo porque ella manifestara eso.

Roald había dispuesto reunírseles con un séquito de líderes cristianos y activistas de derechos humanos que apoyaban fuertemente la realización de la película. También estarían algunas personalidades de Delmont, le había dicho Karen. Deseaban hacer de la ocasión un acontecimiento. Confiaban en que Roald y Karen idearan cualquier excusa para promocionar. Él se lo había dicho a Karen y ella soltó una risita nerviosa, mordiéndose la lengua entre los dientes frontales. Ella no rió… eso se habría esperado; sino que sonrió como una niñita, se mordió la lengua, y entrecerró los ojos como si hubiera hecho algo especialmente peliagudo, aunque ambos sabían que no había sido nada extraordinario. Ella hacía eso porque estaba con él. Lo hacía porque estaba enamorada.

Jan se reclinó en el asiento y sonrió. Aquí es adonde perteneces, Janjic.

—¿Sabes? Es asombroso pensar en la fidelidad de Dios —comentó él.

—¿Cómo así?

—Mírame. ¿Qué ves?

—Veo un hombre fuerte en la cima del mundo.

Él trató de no sonrojarse.

—Soy un muchacho que se crió en los barrios bajos de Sarajevo y que se quedó sin familia por la guerra y la enfermedad. Un joven que deambuló por Bosnia, matando junto con los demás. Y entonces una vez, en un pueblito, hice algo decente; algo correcto. Defendí la verdad. Defendí a uno de los hijos de Dios e inmediatamente me encarcelaron durante cinco años. Pero ahora mírame, Karen. Ahora Dios me ha concedido esta increíble bendición de vivir —entonces sonrió con ella—. Ahora estoy volando en primera clase, comiendo langosta con quien será mi esposa. ¿No dirías que Dios es fiel?

—Sí. Y que esa fidelidad está ahora a mi favor —asintió ella sonriendo—. Porque estoy sentada a tu lado.

Ella le agarró la mano y la besó tiernamente. Él la miró y le surgió deseo. Era un momento demencial; uno en que él pensó que debían adelantar la boda. Diciembre parecía otra vida. Fuguémonos, Karen.

¿Y por qué no?

—¿Me amas, Jan?

La pregunta le hizo bajar una bola de calor por la columna.

—¿Cómo no podría amarte, Karen? Eres brillante, eres encantadora y, sí, te amo.

—Excelente —contestó ella sonriendo ante las palabras—. Me conformaré con eso.

Jan la besó y selló las palabras. Pensó que necesitaba la reafirmación más que ella.

Cuando aterrizaron en Nueva York una larga limusina blanca los llevó al Hilton del centro de la ciudad, donde los condujeron al salón principal de recepción. Treinta o más personas esperaban bajo una enorme araña de cristal, con Roald en el medio. Frank y Barney estaban junto a él, los dos sonriendo de oreja a oreja… debieron haber venido de Dallas con Roald.

Karen hizo girar a Jan hacia ella exactamente en la entrada y con rapidez le apretó la corbata.

—¿Qué harías sin mí, eh? Recuerda sonreír a las cámaras. No demasiado. Ten confianza. Recuerda, ellos valoran la seguridad personal.

Él se sintió incómodo como para responder, así que solo aclaró la garganta.

Los aplausos resonaron por el pasillo, y por un momento el ajetreo del hotel pareció estancarse. Al instante Jan se dio cuenta que todas las miradas se enfocaban en él.

Asintió con cortesía y dejó que amainaran los aplausos. Roald levantó la mano.

—Damas y caballeros, estoy orgulloso de anunciar que estamos llegando a un acuerdo con Delmont Pictures para producir una película de La danza de los muertos para estreno teatral.

De inmediato el salón prorrumpió en aplausos. Todo eso era innecesario, por supuesto, pero Roald tenía sus maneras.

Él no había terminado.

—Esta es la historia de Jan Jovic; un relato que alcanza a todos aquellos que sufren por causa de la cruz; una película que llevará un mensaje de esperanza a millones que necesitan oír del amor de Dios y de quienes aún sufren en todo el mundo.

Otra oleada de aplausos. Una cámara de televisión captaba la ocasión en vídeo. Jan inclinó la cabeza y volvieron a aplaudir, sonriéndole orgullosamente. Todos ellos se habían reunido por sus propias causas; algunos por una película rentable, otros por grupos de amnistía, tal vez esperando aprovechar esta película con el fin de levantar sus propios fondos. Algunos para los fondos de la iglesia.

Querían unas palabras de Jan, y él las pronunció brevemente, agradeciendo en público a Roald y Karen por su imperecedero apoyo y servicio, a lo cual todos ellos debían esta oportunidad. Luego Jan se mezcló en la reunión con todos los presentes que esperaban saludarlo y discutir sus apreciaciones o inquietudes particulares. Él respondió una docena de preguntas a periodistas con micrófonos extendidos. Tenía experiencia con los medios de comunicación, desde luego, y los atendía mientras los demás hablaban en grupos pequeños, comiendo queso y camarones y sorbiendo bebidas. Karen daba vueltas por todas partes, lanzando la operación como solo ella sabía hacerlo. Varias veces las miradas de ambos se encontraron. Una vez ella le guiñó y él se enredó con la pregunta que un periodista acababa de hacerle.

Ya era de noche cuando salió el último invitado. Roald y Karen insistieron en salir a cenar, a lo más exclusivo. Una hora después estaban sentados alrededor de una mesa de Delmonico’s en Broadway, analizando el día. Todo estaba dispuesto para la reunión con Delmont en la mañana. Solo sería una formalidad… eso y recoger un cheque, desde luego. Un millón al legalizar el contrato, cuatro millones dentro de treinta días. Levantaron las copas y brindaron por el éxito. Parecía apropiado.

—Karen me comentó que el otro día te topaste con una adicta a las drogas —dijo Roald mientras cortaban sus churrascos—. Que ella pasó la noche en casa de Ivena y que luego se fue con mil dólares de los fondos del ministerio.

—Bueno no, en realidad no se llevó mil dólares —objetó Jan mirando a Karen—. Ivena le compró algunas prendas por sugerencia mía.

—Qué bueno, Jan —manifestó él, y Jan no pudo medir la sinceridad del hombre—. Así que en alguna parte hay una drogadicta vagando por ahí con un abrigo de visón y riéndose por cómo se lo esquilmó a un desafortunado imbécil.

—No —negó Jan retrocediendo ante el cinismo—. No fue un abrigo de visión. Y ella dejó la ropa, menos un vestido rosado.

—¿Un vestido rosado? —preguntó Karen.

—Uno que Ivena le hizo comprar —respondió Jan con una sonrisa.

Ella no le devolvió la sonrisa.

—Bueno, la tipa desapareció —comentó Roald poniéndose otro bocado en la boca—. Pasado mañana mil dólares parecerán dinero suelto.

—En realidad ella no desapareció —confesó Jan bajando la mirada y cortando su churrasco—. Volvió anoche.

—¿Regresó? —inquirió Karen después de quedarse helada por un momento.

—Sí. Apareció en casa de Ivena y las hice venir a la mía.

—¿Estás diciendo que esta mujer está en tu casa? —exclamó Roald mirando a Karen y luego otra vez a Jan—. ¿Ahora?

—Sí, con Ivena. ¿Es eso algún problema?

—¿Por qué tu casa? —quiso saber Karen.

Un trozo de bistec permaneció en el tenedor de ella, quien tenía los ojos bien abiertos.

—La están persiguiendo. No creí que estuviera segura en casa de Ivena.

—A ver si nos entendemos —volvió a intervenir Roald; Jan pensó que ellos no estaban tomando esto muy bien—. Una drogadicta viene huyendo hacia ti, sale corriendo con mil dólares, regresa al día siguiente con una banda de gángsteres tras ella, ¿y la metes en tu propia casa? ¿No la llevaste a la policía o al refugio, sino que la dejaste en tu casa mientras tú sales para Nueva York? ¿Es así?

—Tal vez debí haber llamado a la policía, pero… —¿Ni siquiera llamaste a la policía?

—Ella insistió en que no lo hiciera. Mira, ella estaba en peligro, ¿bueno? Quizás debí llamar a la policía. Pero no podía simplemente decirle a la muchacha que se fuera al diablo, ¿verdad? Olvidas que dirijo un ministerio que aboga por socorrer a quienes sufren. No solo en Bosnia sufre la gente.

El intercambio los dejó en silencio por un momento.

—Deberíamos ver a quién socorremos —cuestionó Roald—. Esta es la clase exacta de asuntos del que hablamos en…

—¿Por qué te preocupa eso? —retó Jan—. Ayudé a una mujer desesperada por su vida, y ¿es eso un problema?

—No, Jan. Pero tienes que entender… ahora estamos en un momento muy delicado. Este asunto de la película depende de tu reputación. ¿Comprendes eso?

—¿Y qué tiene que ver con mi reputación que ayude a una drogadicta?

—Ella está en tu casa, Jan. Tienes a una joven drogadicta en tu casa y eso definitivamente podría estar mal para algunas personas.

—No puedes hablar en serio. ¿Crees de veras que alguien cuestionaría eso?

—¡Eso es exactamente lo que estoy sugiriendo! Ahora estás en una nueva posición, amigo mío. Cualquier indicio de desliz y los muros se podrían venir abajo. A quien mucho se le da, mucho se le exige. ¿Recuerdas? ¿O has olvidado por completo nuestra conversación? Frank se ahorcaría si supiera que estuviste entreteniendo a una joven. Especialmente ahora que estás comprometido.

—¡Basta! —exclamó Karen—. Ya diste tu opinión, Roald. No seas necio en cuanto a eso. Es mi compromiso, no solo es acerca de Jan que estás hablando con tanta ligereza. Tengamos un poco de decencia.

Roald y Jan miraron sus platos y se volvieron a dedicar a sus churrascos.

—Bueno, aunque es verdad que se podría ver mal que una joven se esté quedando con Jan, aquí estamos hablando de una situación variable. Dudo incluso que tus compañeros más conservadores lleguen a disgustarse porque Jan ayude durante unos días a un adicto a las drogas, mujer o no. No hagamos de esto más de lo que es.

—Gracias, Karen —enunció Jan—. No pude haberlo dicho mejor.

Roald no respondió inmediatamente.

—Y no te preocupes, Roald —continuó Jan mirando a Karen y guiñándole un ojo—. Ella no se quedará allá mucho tiempo. Tan pronto como regrese le daré la ayuda que necesita.

—Lo siento. Quizás hablé demasiado rápido —reconoció Roald con una sonrisa—. Tienes razón.

Entonces levantó la copa para brindar.

—Solo salí en defensa tuya, amigo. No tuve ninguna intención de ofender.

—Disculpas aceptadas —contestó Jan levantando su copa y haciéndola tintinear contra la de Roald.

Bebieron.

—Así está mejor —comentó Karen con una sonrisa—. Haces lo que se debe hacer, Jan. Solo recuerda que tu enorme mansión allí, como la llama Ivena, solo tiene espacio para una mujer.

Ella guiñó un ojo y se les unió en el brindis.

—Asegúrate que la muchacha se vaya cuando regresemos.

—Por supuesto.

—Envíala al refugio presbiteriano en la avenida Crescent, o entrégala al Ejército de Salvación, escoge lo que quieras. Pero ella no se puede quedar en la casa —estableció Karen.

—No. No, desde luego que no.

Se miraron en silencio por unos momentos.

—Bien, entonces —cortó Roald—. Eso está solucionado.

Todos los tres se llevaron bocados a la boca al mismo tiempo, y la comida se reanudó. Esa fue una pequeña advertencia en un viaje de otro modo perfecto, pensó Jan. Y Karen tenía razón. Él tendría que solucionar el asunto en cuanto regresaran. En realidad debía hacerlo.