Glenn Lutz estaba otra vez en su juego. Conducía negocios mientras almorzaba: un envío de drogas desde Jamaica; y por sus cuentas aproximadas el reparto le colocaría más de quinientos mil dólares en su banco el próximo mes. Tendría que poner ese bocado en la nariz de Beatrice.
La limusina lo volvió a llevar a las Torres Gemelas donde subió en el ascensor a la posición privilegiada que él tenía en lo alto de la torre este. Recuerdos de su reunión con Helen le produjeron una sonrisita de suficiencia en la cara. Ellos estaban hechos el uno para el otro, pensó. Esculpidos de la misma piedra cuando niños y apenas ahora presentados uno al otro, siendo ya bastante adultos para jugar de modo apropiado. Anoche Helen había subido a un nivel más grandioso y él se le había unido allí. La había dejado a las dos de la mañana acurrucada en estado semicomatoso sobre la cama, había ido a casa, se había duchado, y había recuperado el deseo por ella.
Esta había sido una buena mañana, pensó. Todo había vuelto a su lugar. Él hasta había visto a la esposa y los hijos, aunque no había hablado con los chicos, pues al salir de la ducha ya se habían ido a la escuela. Por otra parte su esposa estaba enfurecida en la cocina, haciendo cualquier cantidad de preguntas menos la única que le resonaba en la mente: ¿Dónde has estado en los tres últimos días, Glenn?
No importa dónde haya estado, cerebro de carne. Soy dueño de esta casa, ¿no es así? Ocúpate de tus asuntos o estarás en la calle antes de que tengas tiempo de pestañear. Tú y tus chicos. De todos modos ella ya no era realmente una esposa. Una madre puertas adentro, cuidada bastante bien, y los dos lo sabían.
Glenn pasó el resto de la tarde haciendo llamadas telefónicas, acrecentando lentamente el apetito por la mujer. No se trataba de la clase de deseo como cuando ella lo dejara… no, nada podría ser tan fuerte. Era un deseo que venía y se iba con el paso del día, y ahora estaba viniendo.
Salió de su oficina vacía y llena de espejos a las seis de la tarde y entró al puente adjunto que se extendía sobre la brecha de tres metros hacia la torre oeste. Solamente él usaba este pasaje privado. Era una de las características de las torres que le habían atraído en primera instancia. No poseía todo el edificio, pero tenía un contrato de arrendamiento por veinte años sobre los pisos que le importaban, incluyendo el pasaje que separaba convenientemente las dos vidas que llevaba.
Entró al palacio.
—¿Helen? —llamó; el cuarto se hallaba en la tenue luz del final de la tarde—. ¿Helen?
Ella estaba aquí, desde luego. Él había llamado solo una hora antes, no había recibido respuesta, por lo que envió a Beatrice a chequear. La secretaria había vuelto al teléfono para informarle que Helen aún se hallaba tumbada en la cama, muerta para el mundo.
—¡Helen! —gritó, corriendo hacia la puerta de ella y abriéndola de sopetón.
Al principio creyó que ella estaba en la ducha porque la cama se hallaba vacía; un enredo de sábanas medio salidas del colchón. Sonrió y se fue en puntillas hacia el baño. También estaba vacío. Vapor de una ducha reciente, pero nadie allí. La cocina, tal vez.
A menos que… Entonces le cruzó por la mente el pensamiento de que ella hubiera vuelto a huir. Un destello de pánico le subió por la columna. Rezongó, dio media vuelta en el baño y atravesó torpemente el piso hasta la tercera habitación en el pequeño apartamento. Llegó a la esquina y giró hacia el piso de la cocina. ¡Estaba vacía!
¡Imposible! ¡La bruja había acabado de revisar!
Glenn regresó al dormitorio principal y fijó la mirada en el basurero en que él había lanzado el vestido rosado, mascullando obscenidades. Pero el basurero estaba abierto y vacío. El vestido había desaparecido. Entonces lo supo con seguridad. Helen había huido.
A menos que en realidad no hubiera huido sino que estuviera escondida en alguna parte, para jugar.
—¡Helen! —llamó, y volvió al cuarto principal, gritando el nombre de ella—. ¡Helen! Escucha imbécil, ¡esto no es gracioso! Vienes inmediatamente aquí o te voy a curtir a golpes, ¿oyes?
El silencio de la habitación pareció espesarse alrededor de él; resolló, inhalando aire como si se fuera a acabar en cualquier momento.
—¡Helen! —volvió a gritar mientras corría hacia las puertas dobles y halaba las manijas, solo para descubrir que estaban cerradas según las instrucciones que él había dado. ¿Cómo entonces? Saltó hacia el cajón debajo del bar, lo abrió y agarró el contenido.
¡Pero la llave no estaba! ¡La moza había agarrado la llave y había huido!
Una nube roja llenó la visión de Glenn. ¡La mataría! ¡La próxima vez que pusiera las manos encima a ese vómito la despellejaría viva! Nadie… nadie le hacía esto y sobrevivía. Los brazos le estaban temblando y se agarró del bar para afirmarse.
Tranquilo, muchacho, te vas a reventar el corcho aquí.
Como si hubiera oído, el corazón pareció tartamudear. Un pequeño pinchazo de dolor le recorrió el pecho, y se agarró firmemente el pectoral izquierdo. Tranquilo, muchacho. Respiró a un ritmo constante y trató de calmarse. No se repitió el dolor.
Glenn se tambaleó hacia el teléfono de pared, limpiándose el sudor de la frente. Pulsó el número de la bruja. Ella levantó la línea interna de la oficina al décimo timbrazo.
—El señor Lutz ya se fue hoy a casa. Por favor, llame de nuevo…
—Beatrice, soy yo, ¡idiota! ¿Y qué estabas haciendo mientras nuestra palomita se dedicaba a volar por el gallinero?
—¿Se ha… se ha ido? —balbuceó ella en respuesta.
—Ahora óyeme, bruja gorda. Consígueme a Buck en este instante. No en cinco minutos, ni en tres minutos, ¡sino ahora mismo! ¿Oíste? Y dime que rastreaste la llamada que te ordené ayer.
—Tengo la dirección.
—Más te valdría esperar que ella aparezca allí. ¡Ahora ven acá y abre esta maldita puerta!
Glenn puso violentamente el auricular en la horquilla. Esta vez se aseguraría que las cosas fueran bien, aunque tuviera que hacerlas él mismo.
Levantó las manos y se cubrió el rostro. Helen, Helen. ¿Qué has hecho? La malagradecida imbécil aprendería esta vez la lección. Él no iba a soportar más esta tontería.
No podía hacerlo.
La extraña enredadera en el invernadero había crecido mucho, añadiendo treinta centímetros de longitud en cada uno de los dos últimos días. Ivena seguía creyendo que podría tratarse de alguna clase de mala hierba que se apoderaba del rosal a la manera amazónica. Pero hoy comprendió que algo había cambiado.
Fue el olor lo que la recibió al abrir la puerta del invernadero. El acre aroma de botones de rosas, pero más fragante que cualquiera de los olores que las flores de ella brindaran alguna vez.
Abrió la puerta y la cerró. A la derecha, las altas orquídeas brillaban de amarillo después del rociado. Tres filas de rosas rosadas se alineaban en la pared opuesta. Tulipanes rojos se acercaban a la madurez a lo largo de la pared de la cocina. Pero todo esto registraba la imprecisión de un telón gris de fondo.
Fue la planta en el centro de la pared izquierda la que atrajo la atención de Ivena. El rosal de Nadia, el cual ahora difícilmente era un rosal. Una sola flor posada sobre las enredaderas verdes. Una flor del tamaño de una toronja, e Ivena se dio cuenta que el dulce aroma venía de esta única flor.
Entró al invernadero y recorrió medio camino hacia la planta antes de detenerse.
—¡Caramba, caramba!
La vista ante ella era una imposibilidad. Tragó grueso e indagó en su memoria una flor que se pareciera a esta. Una flor blanca con cada pétalo bordeado de rojo, redonda como una rosa pero grande como una azucena belladona.
—¡Caramba, caramba!
Querido Dios, ¿qué tenemos aquí?
El aroma era demasiado fuerte para haber sido destilado de las flores, como en un perfume. Demasiado fuerte para ser natural. Ivena siguió caminando con paso menudo y se inclinó para ver las lianas debajo de las flores. No habían crecido tanto desde ayer, pero habían producido esta asombrosa flor.
Ivena dio media vuelta y salió corriendo del espacio, agarró un grueso libro de horticultura de la sala y regresó, hojeando a través de las mismas páginas que ya había estudiado tres veces en igual cantidad de días. Sencillamente debía identificar esta planta de vertiginoso crecimiento. Y ahora que había florecido no sería tan difícil. Una flor era la más extraordinaria firma de una planta.
Había repasado las páginas de rosas sin que coincidiera ninguna. Dio vuelta a la última página de rosas sin hallar ninguna parecida. Entonces sería una liliácea. Quizás incluso una orquídea, o un tulipán, de algún modo polinizado por los de ella, lo cual era imposible. Sin embargo, ella estaba fuera de su reino de conocimiento.
Le llevó tres cuartos de hora revisar todo el libro de referencia. Al final no logró encontrar algo que se asemejara remotamente a la extraña flor.
Cerró el libro y se inclinó sobre la estructura que alojaba la planta.
—¿Qué eres tú, mi querida flor? —susurró.
Tendría que pedirle a Joey que viniera a echar un vistazo. Él tendría una explicación. No te conviertes en maestro de jardines botánicos sin conocer tus flores.
Ivena bajó la nariz hasta los pétalos. El aroma se le fue directo a los pulmones; pensó que realmente podía sentirlo. Era más que una fragancia… era como si los pétalos estuvieran despidiendo aliento, algo tan dulce y agradable que ya no deseaba salir del invernadero.
—¡Caramba! ¡Caramba!
Se quedó otros diez minutos, cautivada por la increíble invasión a su mundo.
Helen se acercó a la casa de Ivena por el norte, corriendo a toda velocidad por la acera con el vestido puesto, totalmente ajena a su apariencia. Tenía que llegar a esa casa; era lo único que importaba ahora. Ivena y Jan sabrían qué hacer; ella había pasado las últimas horas convenciéndose de eso.
El plan, si podía llamarlo así, había marchado como mecanismo de relojería. Por supuesto que el plan solo tenía una hora de antigüedad y terminaría en menos de treinta segundos cuando tocara a la puerta de Ivena. Más allá de eso no sabía qué hacer. Lo que sí sabía era que a la una de la tarde había despertado de su noche de complacencia con el absoluto discernimiento de que debía salir de la pocilga de Glenn.
Se había sentido de igual forma antes, desde luego, y se había ido. Pero esta vez… quizás esta vez fuera para bien. Imágenes de Jan e Ivena le vagaban por la mente, llamándola. Eso había sido bueno, ¿verdad? Sentada como una verdadera dama, comiendo salchichas y vegetales, y conversando con un hombre así de real. Un hombre tan sofisticado y amable. ¿Y cuándo había pasado ella un día con una persona tan sabia como Ivena? A pesar de los gustos anticuados de la mujer, ella tenía un intelecto de libros escritos.
Helen había pasado cuatro horas tendida en cama sintiéndose mareada, sola e increíblemente inútil. Se había levantado dos veces a vomitar, una después de ponerse a recordar la manera en que Glenn la había baboseado durante la noche, y otra por las drogas. Se hallaba en cama cuando la bruja llegó a revisar a las cinco, y Helen decidió quedarse inmóvil. Fue entonces, cuando Beatrice salió, que concibió el plan. El ardid era actuar de prisa, salir usando la llave de Glenn, y poner tanta distancia como fuera posible entre ella y el palacio antes del regreso del cerdo. Imaginó que tenía una hora; él no habría enviado a Beatrice si estuviera en camino.
Helen había cruzado la calle y abordado un autobús antes de pensar en la posibilidad de que Ivena no la recibiera con los brazos abiertos. Ivena no le pareció la clase de persona que brindaría fácilmente una segunda oportunidad. Por otra parte, ella y Jan serían de los que perdonan y olvidan. O al menos de los que perdonan.
Una vez más echó una rápida mirada hacia atrás en la calle, no vio autos, y corrió hacia la puerta. Respirando tan firmemente como podía levantó una temblorosa mano hasta el timbre y lo pulsó. El débil sonido de la campanilla se oyó al otro lado de la puerta. Se alisó el vestido, el que Ivena había insistido en que ella comprara, y esperó, anhelando con todo el corazón entrar a la cálida seguridad de esta casa.
La puerta osciló e Ivena apareció allí, usando un vestido azul claro.
—Hola, Helen —saludó la dama como si nada en absoluto fuera extraño acerca de esta reaparición.
Podría haber continuado con una pregunta como: ¿Conseguiste la leche que te pedí? En vez de eso se hizo a un lado.
—Entra, cariño.
Helen pasó al lado de Ivena.
—Entra a la cocina; estoy preparando la cena —anunció Ivena siguiendo adelante—. Puedes ayudarme, si quieres.
—Ivena. Lo siento. Yo solo…
—Tonterías, Helen. Podemos hablar de eso más tarde. ¿No estás herida?
—No —negó Helen meneando la cabeza—. Estoy bien.
—Tienes una fea contusión en la mejilla. Te la hizo este tipo Glenn, ¿verdad?
—Sí.
—Deberíamos ponerle encima un poco de crema.
Helen miró a la dama mayor y sintió un placer que casi nunca había experimentado, una extraña aceptación incondicional. Esto le inundó el pecho y le asió el corazón por un momento. No pudo impedir que se le abriera la boca.
—¿No estás enojada entonces?
—Lo estuve, hija. Pero anoche solté la ira. ¿Estabas esperando enojo?
—¡No! ¡Por supuesto que no! Solo que yo… no estoy acostumbrada a ser… La voz se le apagó, ante una pérdida de palabras.
—¿No estás acostumbrada a ser amada? Sí, lo sé. Bueno, por qué no vas a ver cómo está el estofado mientras hago una rápida llamada telefónica.
—Claro.
Ivena simplemente le dio la bienvenida otra vez como si Helen solo hubiera ido a la esquina por un poco de leche.
—¿Te gusta? —preguntó Helen, haciendo una reverencia con el vestido.
—Veo que usaste el mejor para tu pequeño viaje —contestó Ivena sonriendo—. Sí, me gusta.
Helen dejó que Ivena hiciera la llamada telefónica mientras daba un vistazo a la olla de estofado hirviendo. El aroma le hizo sonar el estómago; no había comido desde que saliera ayer. Ivena hablaba ahora en tono exaltado. ¡Con Jan! ¿Qué significaba eso? ¿Significaba que estaban celebrando los rendimientos del pequeño proyecto que tenían? ¿O significaba que Jan desaprobaba que Ivena…?
—¿Helen? —llamó Ivena.
—¿Sí?
—¿Usaste ayer el teléfono?
Para llamar a Glenn; lo había olvidado.
—Sí —contestó ella.
Hubo otro momento de conversación antes de que Ivena colgara y entrara aprisa a la cocina, apagando el hornillo y volviendo a poner la olla caliente en la refrigeradora.
—Vamos, querida. Debemos irnos —expresó Ivena.
—¿Irnos? ¿Por qué?
—Jan afirma que es demasiado arriesgado. Si Glenn es tan poderoso como dices, pudo haber rastreado tu llamada. ¿Sabes si él haría algo así?
—Sí —respondió ella tragando saliva.
—¿Y sería un problema que viniera a buscarte?
—Sí. ¡Por Dios, sí! —exclamó Helen dando la vuelta, asustada al pensar en eso; cierto, ¡es probable que en este mismo instante él esté en camino!—. ¡Tenemos que salir, Ivena! Si Glenn me encuentra aquí…
Ivena ya la estaba empujando hacia el frente.
—Entra rápido a mi auto —ordenó Ivena mientras agarraba un manojo de llaves de la pared y suavemente empujaba con el codo a Helen hacia la puerta.
Se detuvieron y miraron en ambas direcciones antes de atravesar corriendo el césped y meterse al viejo Volkswagen Escarabajo gris con paneles laterales oxidados. Ivena no subía rápido y Helen la animó.
—¡Apúrate, Ivena!
—Me estoy apurando. No soy ninguna niña.
Ivena encendió el auto y arrancó con un chirrido.
—Gracias a Dios que manejo más rápido de lo que corro —expresó y salió rugiendo por la calle.
—Presiona el pedal a fondo, mamá —bromeó Helen, aliviada—. ¿Adónde vamos?
—A casa de Janjic —contestó Ivena—. Iremos a la mansión de Janjic.
Glenn estaba en la parte trasera de la limusina, preocupado, furioso y gritando largas sartas de obscenidades mientras Buck piloteaba el vehículo con el brazo bueno y usaba el otro como guía. Sparks no había resultado tan afortunado; pasaría un mes antes de que pudiera usar el brazo otra vez. Pero la bala de Buck no había hecho nada más que hundírsele en el hombro. Unos centímetros más abajo y le habría perforado un hoyo en el corazón; el hecho no se le había escapado al matón.
—Un poco más adelante, señor —informó Buck.
—¿Dónde? —preguntó Glenn inclinándose al frente; la luz ya era débil.
—Debería ser una de esas casas allá a la izquierda.
Un auto arrancaba de una entrada adelante; un antiguo Escarabajo gris. Algún adolescente bandido luciendo su juguete nuevo. Disminuyeron la velocidad y siguieron la numeración. 115 Benedict, había dicho Beatrice. 111… 113… 115.
—¡Para!
Era una casita rodeada por un centenar de plantas con flores blancas. Y sí él tenía razón, en esa casa habría una flor a punto de ser erradicada. O aplastada, dependiendo de cómo resultara todo esto.
—¿No es esa la entrada de donde salió ese Escarabajo? —inquirió Buck.
¿Escarabajo? ¡El Escarabajo gris! Glenn volteó a ver hacia la calle.
—¡Sí!
No podría estar lejos. ¿Había girado a la izquierda o la derecha en el extremo?
—¡Muévete, idiota! No te quedes allí sentado, ¡tras él!
Salieron chirriando en persecución y alcanzaron el auto treinta segundos después, desplazándose al oeste. Glenn se inclinó sobre el asiento, respirando con dificultad al oído de Buck y escudriñando en medio del anochecer. Al instante reconoció la cabeza… esa cabeza rubia clara que anoche mismo él había acariciado. Si pudiera estirar la mano ahora agarraría un mechón de ese cabello y sacudiría a la tipa como muñeca de trapo, pensó. Y pronto haría eso, ¡por qué la había encontrado! Había encontrado a la vagabunda. Dulce, dulce Helen. Ahora no importaba si ella intentara esconderse otra vez en la casa de flores o en el actual destino del Escarabajo. Esta vez él se encargaría de corregir las cosas. Tendría que ser un plan que perdurara. Uno que la tomara totalmente desprevenida y la convenciera por completo de quedarse en su jaula. O mejor aún, un plan que la atrajera otra vez por decisión propia. Porque ella lo amaba. Sí, ella lo amaba. Ven acá, gatita, ven gatita.
Glenn se dio cuenta que la boca se le había abierto sobre el asiento de cuero delante de él. Un hilillo de baba había caído al respaldo del asiento. Tragó saliva y se sentó derecho.
—¡Retrocede! —ordenó bruscamente—. Retrocede y sigue ese auto hasta que se detenga. Si lo pierdes te juro que te meteré una bala en el otro brazo.