Capítulo catorce

La mansión de Jan, como le decía Ivena, se hallaba al final de la calle; la entrada en forma de arco la bordeaban altos abetos, la puerta del frente portaba un simple saludo grabado sobre una cruz. Al vivir morimos; al morir vivimos. Detrás de la casa dispersas hojas de arce se movían empujadas por el viento a lo largo de una piscina enclavada en un césped bien cuidado… una absoluta necesidad en este calor, le había dicho Roald. Jan aún tenía que usarla. La decoración de la casa era suroccidental, por dentro y por fuera, desde las tejas rectangulares de cerámica en el techo hasta las baldosas rústicas que cubrían el piso de la cocina.

Con toda sinceridad, Jan se sentía incómodo en la enorme casa. Usaba la alcoba principal, la cocina y la sala, lo cual dejaba sin tocar otras cuatro habitaciones. El salón de ejercicios al fondo del pasillo estaba acumulando polvo y el comedor se había usado solo una ocasión, la primera vez que Karen y Roald vinieran a la inauguración de la vivienda. Todo el asunto había sido idea de Karen: dar a Jan una casa elegante que completara la imagen «de pobreza a riqueza» que ella estaba edificando alrededor de él. Roald había captado la idea, y halló la casa.

Jan e Ivena estaban en la sala bajo la iluminación indirecta de dos lámparas amarillas de piso, viendo tarde esa noche, y a través de una inmensa ventana, la piscina que brillaba tenuemente.

—Así que entonces ella se fue —comentó Jan—. ¿Qué puedo decir?

—Tenemos que encontrarla. ¿No lo ves? Ella está destinada a la perdición.

—Quizás, Ivena, pero también lo están un millón más de mujeres en esta nación.

—Sí, pero eso no significa que puedas pasar por alto a la que llegó suplicando ayuda. ¿Dónde está tu corazón, Janjic?

—Mi corazón está donde debería estar: con Karen.

—No es eso lo que quiero decir. Esto no tiene nada que ver con ella. Estoy hablando de Helen.

—Y Helen es adulta. Fue decisión de ella irse.

Jan había batallado con emociones conflictivas desde el momento en que oyó hablar de la desaparición de Helen. Al llegar a casa se había topado con una contestadora repleta de mensajes de una angustiada Ivena. Helen había desaparecido. Al principio un escalofrío de desasosiego se le había extendido por los huesos, pero después de controlarse comprendió que difícilmente debieron esperar algo distinto. La muchacha había entrado a las vidas de ellos como un torbellino y los había puesto a meditar. Y ahora se había ido muy rápido, y eso era bueno, pensó él.

¿Y la visión que él había tenido cuando se tocaron? Él ya había respondido. Solo porque los ojos se le hubieran abierto para Helen no significaba que ahora él tuviera una responsabilidad por ella. Además, el día con Karen no había logrado vaciarle del todo la visión de la mente.

—¿Qué esperabas? —continuó él—. No la puedes adoptar.

—¿Y por qué no? —respondió Ivena poniéndose tensa al lado de él—. ¿Es insensato hacerse cargo de un alma herida?

—Ella tiene veintinueve años, Ivena. Una mujer hecha y derecha, no una niña. Sencillamente no gastas mil dólares en una mujer adulta y esperas que cambie.

La referencia al dinero cayó en oídos sordos.

—Veintinueve. Nadia habría cumplido veintinueve este año, Janjic. ¿Sabías eso? —objetó ella con los ojos húmedos.

—No. Lo siento, Ivena, lo había olvidado.

—Bueno, yo no he olvidado a mi hija.

—Eso no es lo que quise decir.

—Helen podría ser ella —declaró Ivena volviendo el rostro hacia la piscina en el exterior—. Cabello rubio, ojos azules, tan frágil. Como una niña.

Entonces Ivena había visto en Helen a su propia hija.

—Lo siento muchísimo, Ivena. No estaba pensando respecto a…

—No estás recordando muy bien estos días, Janjic. Hablas de ello todo el tiempo, a tantos hombres hinchados en sus camisas blancas, sintiéndose muy importantes. ¿Pero recuerdas? —lo desafió, mirándolo—. ¿Recuerdas cómo te sentiste al ver morir a Nadia?

—Pero Helen no es Nadia —refutó él mirándola también, y parpadeando.

—No, no lo es. Pero después sí lo es, ¿o no? Es por eso que escribiste tu libro, ¿no es verdad? ¿Para qué otros pudieran sentir el amor del padre Michael y de Nadia del modo en que lo sentiste hace veinte años? Para que ellos pudieran mostrar ese amor, no a Nadia ni al padre Michael, sino a otros. A personas que necesitan desesperadamente un toque de Dios. A chicas de la calle como Helen. ¿No es por eso que escribiste tu libro? ¿O también has olvidado eso?

—No me mires con aires de superioridad, Ivena. Tal vez yo no haya perdido una hija, pero perdí mi inocencia y cinco años de mi vida. También estuve allí.

—Entonces quizás tu memoria no es tan buena. ¿Es realmente Helen tan diferente de mi Nadia?

—¡Por supuesto que lo es! Nadia sacrificó su vida, como un cordero. Ella era pura y santa, y aceptó la muerte por amor a Cristo. Helen… Helen no conoce el significado del sacrificio.

—No. ¿Pero y qué acerca de ti, Janjic? No pudiste detener el asesinato de mi hija; sin embargo, ¿puedes detener la destrucción de esta chica?

—Traté de detener el asesinato de Nadia —se defendió él poniéndose de pie—. ¡No deberías restregarme eso en el rostro! No tienes derecho a acumularme esta carga en la cabeza. Una cosa es sugerir que busque el amor de Cristo dentro de mi corazón, pero otra es sugerir que deje de lado mi vida por cada vagabunda que atraviese mi puerta.

—Y no tienes el derecho de suponer que solo porque sea yo quien diga la verdad, también sea yo quien haga esa verdad. No puedo cambiar la realidad de que estuvieras en la aldea cuando mi hija fue asesinada, no más de lo que puedo cambiar el hecho de que fuiste quien se apareció ayer en el umbral de mi puerta con una chica descarriada en extrema necesidad. Por tanto, simplemente te lo estoy diciendo: todos sabemos del amor de Nadia… el mundo entero sabe del amor de Nadia; lo has narrado muy bien. ¿Pero qué del amor de Jan?

Deseó arremeter contra ella; decirle que se callara. Ivena estaba consumida con este revivido enfoque en el amor. Y ahora, debido a que él había cometido la equivocación de llevarle a Helen, Ivena tenía en las manos un ejemplo tangible de ese amor. Jan se dejó caer en el mullido mueble y miró hacia fuera la piscina sin verla.

—¿Opinas tan mal de mi capacidad de amar?

—No sé lo que opino, Janjic —respondió ella suspirando—. Simplemente me remueve un profundo deseo de ayudar a Helen. ¿Por qué me recuerda a Nadia? Tal vez. ¿Por qué pasamos juntas un día y una noche y llegué a querer a la muchacha? Sí. Pero también porque ella está anhelando amor, pero ni siquiera lo sabe. ¿Cuán bueno es nuestro amor si no lo utilizamos?

Ella tenía razón. ¡Muchísima razón! Esta no era cualquier vagabunda que había atravesado muy campante el umbral de su puerta. Helen era una mujer; una Nadia adulta, sufriendo y perdida.

—Tú sentiste algo, Janjic —manifestó ahora Ivena en voz baja—. Las dos veces en mi casa sentiste algunas cosas con ella. Dime lo que viste.

La petición lo agarró desprevenido. Pensándolo ahora, las objeciones de él durante las horas anteriores parecían absurdas. Él había sentido el corazón de Dios para con Helen, ¿no era así? Y si Ivena supiera cuán claramente…

—Te lo dije —contestó él después de suspirar—, fue extraño.

—Sí, me lo dijiste. Dime entonces cómo es lo extraño.

—Tristeza. La miraba y sentía el dolor de la tristeza. Y oí un lloro. Luz blanca y llanto —confesó él; en realidad sí, ella se lo diría sin rodeos ahora; y él lo merecía, así que movió la cabeza de un lado al otro—. Fue muy vívido en ese momento. Bondad.

Se quedaron en silencio por un instante.

—¿Así que sentiste este aliento de Dios en el corazón y aún discutes conmigo en cuanto a si Helen necesita nuestra ayuda?

Él cerró los ojos y suspiró. Sí, ella también tenía razón al respecto, ¿verdad? Y sin embargo él no necesariamente quería sentir el aliento de Dios cuando se trataba de Helen.

—¿Por qué te resistes? —preguntó ella.

—Quizás me aterra la idea de jugar a la niñera con esta chica de la calle.

—¿Te aterra? ¿Y no te asusta lo que viste en presencia de ella?

—Sí, Ivena. ¡Me asusta por completo! No estoy afirmando que eso esté bien. Simplemente te estoy diciendo cómo me siento. Ya tengo demasiadas cosas y no necesito ahora una vagabunda acampando afuera del umbral de mi puerta. Tengo un viaje a Nueva York en un par de días, debo resolver con Karen los detalles de la boda; tengo la película…

—Ah, sí, la película. La había olvidado. ¡Qué tonta soy! Tienes que hacer una película acerca de cómo realmente es el amor. Que Dios te libre de sacar tiempo para tratar de amar a una pobre alma.

Ella tiene razón, lo sabes.

—¡Ivena!

—No, tienes razón. Ahora todo tiene perfecto sentido para mí. Cristo ya ha muerto por el sufrimiento del mundo; no es necesario que el resto de nosotros suframos injustamente. Una niñita aquí, tal vez. Un sacerdote allá. Pero sin duda no quienes vivimos en nuestros lujosos palacios aquí en el jardín de Dios.

¡Ella tiene razón! Ella tiene razón.

—Ivena, ¡basta!

Se volvieron a quedar en silencio. Esto era algo común entre ellos; o hablaban con sentido o no hablaban.

—Tú sabes, Janjic, existen muy pocos que han presenciado el amor incondicional que el padre Michael nos enseñó durante los años anteriores a su muerte. Él hablaba a menudo de ese amor, de la esperanza de gloria como si eso fuera algo que realmente pudiéramos saborear —declaró la serbia, y sonrió de manera reflexiva—. Él hablaba y nosotros escuchábamos, imaginando cómo podría ser aquello, anhelando ir allá. Los cristianos estadounidenses quizás no tengan esperanza de nada más allá de lo que pueden agarrar con los dedos en esta vida, pero te aseguro que nosotros esperamos vida después de la muerte. «Cuando tienes un amor desesperado por Dios, diría el padre Michael, las comodidades de este mundo se sienten como flores de papel. Fácilmente se pueden dejar de lado si de veras tienes el amor de Dios».

Ivena hizo una pausa.

—Janjic, ¿has pensado en la discusión que tuvimos el otro día?

—Sí —contestó él—. Lo he hecho.

—Tal vez para enseñarnos algo de su amor es que Dios trae a nuestras vidas a personas como la joven Helen.

—Tienes razón —aceptó Jan reclinándose en la silla y cerrando los ojos.

El hombre se frotó la cara con las manos. ¿Cómo pudo haber sido tan insensible? ¿Se ha vuelto mi corazón así de cruel? Dios, ten misericordia de mí.

—Anoche volví a tener el sueño. Siempre lo mismo. Si tienes razón y de algún modo el sueño es de Dios, no me disgustaría si él acelerara su reloj solo un poco.

Pero Ivena no estaba escuchando.

—El padre Michael enseñó bien a Nadia, ¿sabes? —expresó ella con voz distante—. A veces creo que le enseñó demasiado bien.

La boca de Ivena le tembló hasta fruncir el ceño, a pesar de sus mejores esfuerzos por permanecer fuerte. Jan se levantó de la silla y se arrodilló al lado de Ivena. Ella comenzó a llorar y él le puso el brazo alrededor de los hombros.

—No, Ivena. No demasiado bien.

Este flujo libre de dolor ocurría rara vez, y ninguno intentaba detenerlo. De los apretados ojos de Ivena brotaron lágrimas que rápidamente corrieron a raudales. Jan la apretujó contra el pecho y la dejó llorar, ahogando las propias emociones de él.

—Shhh, está bien. Ella espera por ti, Ivena —la consoló—. Shhh.

Permanecieron así abrazados por varios y prolongados minutos; luego Jan le trajo un vaso de agua y se volvió a sentar en su propia silla. Ella aspiró profundamente y comentó cuán blanda se estaba haciendo en la vejez, y él insistió en que el corazón tierno de ella nada tenía que ver con la edad.

—Por tanto entonces —reflexionó Jan al poco rato—. Si es cierto que Dios ha traído a Helen a nuestras vidas para enseñarnos de su amor, ¿quién la ha sacado de nuestras vidas?

—Ella misma se salió —respondió Ivena.

—¿Y cómo propones que la hallemos?

—No lo haremos. Si en realidad es la voluntad de Dios, él la volverá a dirigir hacia nosotros.

—¿Sabes? —asintió Jan—. A pesar de todas mis quejas acerca de Helen, debo decir que disfruté su compañía. Ella tenía algo, ¿no crees?

—Sí. Solo que cuídate, mi joven serbio. Después de todo estás comprometido para casarte.

—¡No seas ridícula! —exclamó Jan sonrojado.

—Si yo sospeché una lucha en tu corazón, ¿crees que ella no se dio cuenta?

—Por favor. ¡No todo el mundo es tan romántico como tú!

—¿Yo, romántica? ¡Ja! No muchos me acusarían de eso.

—Es porque pocos te conocen tan bien como yo, querida.

—No estoy juzgando, Janjic. Solo te estoy diciendo lo que veo.

—Y tal vez por eso es que no estoy tan ansioso de que Helen vuelva a entrar en nuestras vidas —confesó él claramente—. Estoy en una etapa delicada de mi vida, tú lo sabes. Tengo responsabilidades; tengo un ministerio; me voy a casar. Toda esta charla del amor me está haciendo marear.

—No te preocupes por las responsabilidades que Roald y los demás líderes de la iglesia pongan sobre ti. Solo guarda tu amor por Cristo y tus demás afectos resultarán.

Jan asintió.

—En el fondo en realidad eres romántica, ¿no es así, Ivena? Y toda esta conversación del amor es tu taza de té favorita.

—Y la tuya, querido. Y la tuya.

Jan estacionó el Cadillac y subió por el ascensor al octavo piso a las nueve de la mañana del día siguiente. Otra vez estaba en su forma impecable: camisa blanca planchada, elegante pantalón negro, y delgada corbata negra satinada.

Con ojos vivarachos Nicki pió alegremente un Buenos días y le trajo café. Él pensó que debería servirse su propio café. Conducir su propio auto, servirse su propio café, y amar como Cristo había amado. ¿Qué diría Karen a eso?

Ella llegó media hora más tarde, usando un reluciente vestido azul y con una sonrisa resplandeciente.

—Buenos días, Jan —saludó recostada en el marco de la puerta con los brazos cruzados—. ¿Dormiste bien?

—Dormí bien.

El brillo en los ojos de ella le llenó la sangre de una avidez por adrenalina.

—Qué bueno. Yo también. He oído que estos días has estado conduciendo tú mismo.

—Sí.

—¿Crees de verdad que sea buena idea?

—Sí.

—Está bien —asintió ella sonriendo.

Pero él sabía que Karen no quería realmente expresar que eso estaba bien.

Se sostuvieron la mirada durante todo un segundo antes de que ella saliera hacia su propia oficina.

¿Qué pasaba con el corazón? ¿Qué locura significaba que una simple mirada de una mujer pudiera probar tanta perplejidad? Jan carraspeó. Tenía una buena cantidad de llamadas por devolver, pero de repente al pensar en hacerlas le pareció tan totalmente trivial que las puso de lado y se paró del escritorio. Más tarde podría volver a ellas. Debía hablar con Karen.

Jan entró a la oficina de la joven y se sentó frente a ella.

—Y ahora —expresó ella arqueando una ceja—. ¿Qué es lo que te preocupa?

Lo volvió a envolver esa sensación. Unas pocas palabras de Karen y el estómago le flotaba.

—Bueno, salimos mañana para Nueva York. ¿Está todo listo?

—Todo está listo. Pero sabes eso desde nuestra reunión de ayer.

—Sí. También sé que contigo suceden cosas tan rápido que no me puedo basar en las noticias de ayer —enunció él con una amable sonrisa.

—Nada ha cambiado. Volamos a las nueve, nos reunimos con Roald a la una, y firmamos el contrato al día siguiente. Dios mediante.

—Sí, Dios mediante.

Hablaron entonces de detalles ya cubiertos, pero dignos de otra revisión, considerando la gravedad del trato que estaba a punto de firmarse. También hablaron de planes de boda. La boda sería en Navidad… habían decidido ese punto anoche. Una gran boda con mil invitados. Ella la planificaría, por supuesto; había nacido para planificar esta boda. Tendría que ser en un parque, una bella aventura, con suficiente encanto para atraer cobertura nacional. Ella creía poder lograr que Billy Graham hiciera los honores.

Finalmente Jan se excusó para hacer algunas llamadas, había dicho él. Por el montón de mensajes sobre el propio escritorio de ella, Karen debía hacer más llamadas que él.

Más tarde esa mañana Karen entró a la oficina de Jan con algunas novedades. Informó que Delmont Pictures estaba definitivamente encaminado. Dentro del mes deseaban lanzar una ronda fresca de entrevistas del libro, con una audiencia más numerosa.

—¿Y cómo se siente eso, Jan? —inquirió ella con una sonrisa.

—¿Cómo se siente qué?

—Por favor, no finjas que no lo sabes. Te vas convertir en una estrella, querido.

—¿Oh? —exclamó sonriendo levemente—. Y yo que creía que ya era una estrella aquí.

—No de este modo, no lo eres. Recuérdalo, Jan, porque vas a ser muy famoso. No olvides que tu encantadora esposa jugó un papel en eso cuando se estén peleando por tu autógrafo.

—¡Ja! —rió él—. ¿Mi autógrafo? Nunca. Aunque ellos lo quisieran, tendría que firmar con el nombre del padre Michael. O el de Nadia.

—Um —masculló ella—. Ya verás. Aquí estamos entrando a un territorio nuevo. No creo que tengas idea.

—Quizás. Pero nunca podemos olvidar el precio pagado.

¿Y pagado por qué, Jan? ¿Tu riqueza y honor?

Él alejó la mirada de ella, serio por el pensamiento.

—¿Qué pasa, Jan?

—¿Te has preguntado alguna vez si la historia ha cambiado personas, Karen? Quiero decir, ¿qué las haya cambiado realmente?

—¡Por supuesto que sí! No seas ridículo, ha cambiado miles de vidas.

—¿Cómo?

Ella hizo una pausa.

—Jan, sé lo que estás pensando, y todo artista está en su derecho de querer saber que su obra ha influido de alguna manera en el mundo. Pero créeme, tu obra, como ninguna otra que yo haya conocido, ha hecho un impacto en los corazones de los hombres. Vine aquí porque creí en el libro, y he sabido desde el principio que fue la decisión correcta.

—Sí —asintió Jan—. Y no estoy diciendo que estés equivocada, pero dime cómo este libro ha cambiado el corazón de una persona. Háblame de una sola.

Karen se calmó rodeando el escritorio y se sentó en la silla para visitantes al lado de él.

—Jan, mírame —dijo, poniéndole una mano en el hombro.

Él lo hizo y ella miró con ojos bien abiertos y afables.

Karen levantó un dedo hasta la mejilla de Jan y la acarició muy levemente.

—No tienes motivos para sentirte de este modo —manifestó—. Estamos impactando a cientos de miles con este ministerio. No puedes llegar a los corazones de los hombres y cambiarlos personalmente, pero puedes hablarles la verdad. Y lo has hecho. Lo has hecho bien. Y créeme, Jan, la película hará aun más.

¿Qué papel estaba ella representando ahora? ¿El del agente consolador, hablándole al cliente, protegiendo la inversión de ella? ¿O el de la novia amorosa? Tal vez ambos. Sí, ambos. Sin embargo, ¿por qué cuestionaba él aún las motivaciones de ella?

—Mírame —continuó ella—. Yo no tenía intención de amar a Dios antes de conocerte. ¿Crees que no he cambiado?

Karen sonrió y guiñó un ojo.

—Y el libro también ha tocado mi corazón en otras maneras.

—¿Sí?

—Sí. No todos los días descubrirás mi mano en la mejilla de un hombre.

El rostro de Jan enrojeció bajo el toque femenino… no podía verlo, pero podía sentir el calor que le recorría la piel. Entonces levantó la mano y agarró la de ella.

—Y no todos los días me descubrirás sosteniendo una mano tan delicada como la tuya.

Karen se sonrojó. Por un momento ambos permanecieron sentados en silencio debido a sus propias admisiones.

—Y tú… no podemos olvidarte, Jan. La historia te ha transformado la vida.

—¿De veras? A veces me pregunto si mi amor por mí mismo no es más grande que mi amor por los demás —objetó él, haciendo una pausa y mirando hacia la distante ventana que mostraba un cielo azul—. Hace solo dos días, por ejemplo, conocí a esta mujer… realmente una vagabunda. Una drogadicta. Su nombre era Helen.

Súbitamente le saltó a la mente el recuerdo de la visión que había tenido al tocarla. Elige tus palabras con mucho cuidado, Janjic.

—¿Sí?

Jan le contó a Karen cómo rescató a Helen y que la llevó a casa de Ivena. Y luego le dijo cómo ella había desaparecido. Dejó fuera las extrañas emociones que había sentido en presencia de la muchacha, pero explicó su temor de preocuparse por un alma tan rebelde. Cómo esto podría contaminar el mundo perfecto de él. En alguna parte allí Karen quitó la mano de la de Jan y se dedicó a escuchar.

—Como ves, si he cambiado tanto, ¿por qué me asusta la idea de mostrarle compasión a esta simple muchacha desesperada? ¿Y por qué esto hasta me repele?

—No lo sé. Dímelo tú.

A Jan le sacudió que el tono de ella no fuera totalmente amigable.

—No estoy hablando de alguna clase de atracción romántica, Karen.

Helen es una pobre alma perdida. ¿Qué diría el padre Michael? Diría que yo debería darle lo que es mío. Que si ella me pidiera la camisa yo debería darle también el abrigo; que si ella quisiera que le llevara la carga por un kilómetro, debería ofrecerme a llevársela por dos.

—Sí, él podría decirte esto. Y lo has hecho, ¿verdad? ¿Mil dólares en ropa? ¿Qué creía necesitar la mujer?

—Bueno, en realidad esas fueron acciones de Ivena. Ellas tenían ideas distintas de qué comprar, por tanto compraron a gusto de ambas, solo para estar seguras.

Ante eso normalmente Karen habría reído, pero ahora tan solo sonrió, y muy poco.

—Así que entonces has hecho lo que debiste hacer y ella ha desaparecido. Si te preocupas por no haber hecho lo suficiente, yo pensaría que has ido un poco más lejos —expuso ella y esperó un momento antes de agregar—. ¿No lo crees?

—Quizás —asintió él; Karen parecía impaciente con la conversación, y Jan pudo ver que ella no era con quien debía hablar acerca de Helen—. Sí, tal vez tengas razón.

Él sonrió y volvió a hablar del viaje venidero. Karen necesitó algunos minutos pero luego pareció olvidarse de Helen, y poco después le volvió el brillo a los ojos.

O así lo creyó Jan, hasta que se puso de pie para salir por la noche.

—Jan.

—¿Sí? —dijo él devolviéndose.

—Creo que tenías razón respecto a Helen —expresó ella poniéndose de pie y colocándole una mano en el brazo—. ¿Está bien? En estos días es fácil perder de vista lo que significa el amor, pero mi intención no fue desanimarte.

—No, no lo hiciste. Pero gracias, Karen. Gracias.

—Así que, ¿Nueva York mañana?

—Nueva York mañana —contestó él levantándole la mano y besándosela con dulzura.