«¿Qué es el amor? El amor es amable, paciente y siempre perdurable. El amor es besos y sonrisas; es calidez y éxtasis. El amor es risas y alegría. Pero la parte más fabulosa del amor se halla en la muerte. Ningún ser humano tuvo amor más grande».
LA DANZA DE LOS MUERTOS, 1959
Ivena andaba sin rumbo fijo por la cocina a las nueve de la mañana del día siguiente, tarareando la tonada de «Jesús, amor de mi alma». Helen aún dormía en el cuartito de costura al fondo del pasillo. La pobre muchacha debió haber estado agotada. Sin embargo, qué dulce tesoro era. Sin duda maltratada y arrastrada hacia los senderos más escabrosos de la vida, pero aun así muy tierna. Hoy Ivena agarraría los cheques firmados de Janjic (le había dado cinco) y empaparía a Helen con un poco de amor.
Ivena hizo girar uno de los cuatro grifos en la entrada al invernadero y los rociadores aéreos silbaron adentro. Ella abrió la puerta. El olor a tierra húmeda mezclado con aroma de flores siempre parecía fortalecerla con el primer riego.
Ayer en la tarde le había mostrado el jardín a Helen, y las flores parecieron calmarla. Ivena se había enterado entonces, al ver los altos y débiles tallos grises del rosal de su hija, que a efectos prácticos el rosal estaba muerto, a pesar del extraño retoño verde en la base. Aún tenía dificultad en recordar si había…
—¿Eh? —exclamó Ivena, conteniendo el aliento y mirando la planta muerta.
¡Pero no estaba muerta! ¿O sí? Verde serpenteaba por las ramas; ramas flexibles se enredaban alrededor de los tallos de rosa y se extendían por la planta.
Ivena dio un paso adelante, apenas respirando. ¡Parecía como si de la noche a la mañana una mala hierba literalmente hubiera brotado y tomado el rosal! ¡Pero eso era imposible! El arbusto tenía siete ramas principales, cada una tan negra y sin vida como había estado ayer. Pero ahora las enredaderas verdes recorrían cada rama en espeluznante simetría. Y todas venían de la base de la planta; del brote que ella había injertado.
Pero tú no injertaste ese renuevo, Ivena.
Sí, debí hacerlo. Solo que no lo recuerdo.
Ivena extendió la mano hacia la extraña planta nueva y pasó un dedo a lo largo del tallo. ¿Cómo había crecido tan rápido? Había aparecido ayer, de no más de diez centímetros de largo, ¡y ahora tenía el alto de la planta! La superficie era muy parecida a la de un tallo sano de rosal, pero sin espinas. Una liana leñosa.
—Dios mío, ¿qué demonios tenemos aquí? —susurró Ivena para sí misma.
Tal vez fue esta enredadera la que mató su rosal. Un parásito. Quizás debería cortarlo con la esperanza de salvar la planta.
No, el rosal ya estaba muerto.
—Ivena.
Ella dio media vuelta rápidamente. Helen se hallaba en la entrada, con el cabello enredado y aún en pijama.
—Buenos días, querida —saludó Ivena yendo hacia ella, ocultando el rosal—. Te preguntaría cómo dormiste, pero creo que ya tengo mi respuesta.
—Muy bien, gracias.
—Fantástico —expresó, ambas entraron a la cocina e Ivena cerró la puerta del invernadero detrás de ella—. Ahora necesitarás un poco de alimento. No se pueden hacer compras adecuadas con el estómago vacío.
Helen observaba a Ivena con una extraña mezcla de regocijo y admiración. La mujer bosnia tenía el cabello canoso bastante enmarañado. Llevaba la frente en alto con seguridad pero también con delicadeza, de igual manera en que expresaba las palabras. Tanto ella como Janjic compartían un trato asombroso, pensó Helen. Los dos tenían miradas que sonreían sin descanso, lo que les producía prematuras arrugas alrededor de las cuencas. Si había otros seres humanos con la mezcla única de Ivena, tanto de peculiaridad como de sinceridad, Helen nunca los había conocido. Era imposible que no le cayera bien. En la presencia de la mujer parecía muy débil la vocecita que invitaba a Helen a volver a las drogas. Aunque esa vocecita aún estaba allí… sí estaba allí, como un susurro en una cámara hueca.
Desayunaron con huevos, y después se alistaron para unas pocas horas de complacencia estadounidense, como Ivena lo denominaba. Ella parecía divertida por los cinco cheques que agitaba. Cuando Helen le preguntó la razón, ella simplemente sonrió.
—Es dinero de Janjic —contestó—. Él tiene demasiado.
Helen insistió en que Ivena la llevara lejos del centro de la ciudad… con los hombres de Glenn al acecho era absurdo hacer cualquier cosa dentro de un radio de ocho kilómetros de las Torres Gemelas. Aun aquí le tomó una buena hora convencerse que Glenn casi no tenía ninguna posibilidad de hallarla por estos lares.
Ivena la llevó a una pintoresca zona de compras en el lado este, donde la mayoría de comerciantes hablaba con fuerte acento europeo. Estacionaron el Volkswagen escarabajo de Ivena en un extremo de la zona y recorrieron las tiendas en cada lado de la calle.
—Sinceramente, Ivena, en realidad me gusta la camisola de tirantes. Es tan… cómoda, ¿no crees?
A Glenn le encantaría.
—Sí, Helen, tal vez —contestó Ivena con una ceja arqueada—. Pero una dama preferiría la blusa roja.
—No sé, parece un poco anticuada para mí, ¿no crees?
¡Él me mataría si uso ese trapo!
—Tonterías, querida, ¡es fabulosa!
Consideraron las preferencias hasta en el escote de Helen, cada una apoyando su caso; tratando de no ser demasiado contundentes. Un momento de silencio terminó la discusión. Fue entonces que Ivena, la juez final, emitió su veredicto.
—Bueno, llevaremos ambas.
—Gracias, Ivena. Juro que usaré las dos.
Glen… Cálmate, Helen. Glenn es historia.
—Sí, estoy segura que lo harás, querida.
Así transcurrió el día, de tienda en tienda. Con blusas y camisolas; con jeans y faldas; con camisetas y vestidos; con zapatos deportivos y de vestir; con todo menos con ropa interior. Al final gastaron mil dólares. Pero eso solo era dinero, dijo Ivena, y Jan tenía mucho de eso. Caminaron y rieron, y luego gastaron otros cien dólares en accesorios.
El salón de belleza planteó un desafío porque sencillamente no se podían tomar dos alternativas sin recurrir a pelucas, y Helen no tendría nada que ver con pelucas, a pesar de la insistencia de Ivena. Helen prefería la apariencia corta y deportiva.
—Es sexy —opinó.
—¿Sexy? ¿Y crees que la apariencia corpulenta de una mujer no es sexy? —rebatió Ivena.
La esteticista trataba de expresar su opinión, pero Ivena la cortaba en seco.
—Es el cabello de Helen —anunció finalmente—. Cúmplale los deseos.
Se retiró a una silla de espera. Helen salió con una gran sonrisa y el cabello exactamente debajo de las orejas en un estilo muy corto que hasta Ivena debió admitir que era «muy atractivo».
Por tres veces Helen pensó en la vida que había dejado, y en cada ocasión concluyó que esta vez permanecería derecha aunque esto la matara. No podía hacer caso omiso de la sensación de nerviosismo que acompañaba los breves recuerdos: ansias de la fuente de placer de las drogas, pero al ver a Ivena preocupada con detalles de un vestido, no se podía imaginar a sí misma arrastrándose otra vez a su antigua vida.
Eran las tres cuando regresaron a la casa de Ivena repleta de flores. Eran las cuatro cuando Helen había dado fin a su desfile de modas, exhibiendo toda combinación posible que las compras permitían hacer. Ivena observaba, sorbiendo su té helado y proclamando valientemente cuán hermosa se veía Helen con cada nuevo atuendo.
Eran las cinco cuando Helen empezó a desmoronarse emocionalmente.
Ivena había ido a entregar un lote de orquídeas a una florería.
—Siéntete en casa… olfatea algunas flores, caliéntate una salchicha —le había dicho—. Estaré de regreso a las seis.
Helen se retiró a su cuartito, en realidad el cuarto de costura de Ivena, y se sentó en la cama, pasando la mano por la ropa amontonada a su lado. Tenía puesto un vestido, el que Ivena había proclamado como ganador del montón antes de salir… un vestido rosado, muy parecido al que Ivena le había prestado ayer, pero sin todos los adornos.
Se hallaba sobre la colcha amarilla en un repentino silencio, con las piernas oscilándole encima del piso como una niñita, y palpando la tela con los dedos, cuando la mirada se le posó en la vena azul que le recorría por el pliegue en el brazo derecho. El cuarto estaba oscuro pero ella no pudo dejar de notar la pequeña marca que se hallaba allí. Retiró la mano de la tela, abriéndola y cerrándola lentamente. Los músculos a lo largo del antebrazo se le flexionaban como una serpiente retorciéndose. Había pasado algún tiempo desde que ella usara la vena. La heroína era demasiado fuerte, Glenn insistía. La arruinaba. Él no soportaría una muñeca de trapo vaciada de pasión. Con Glenn todo era la nueva droga del hombre rico. Cocaína.
Glenn.
Helen pestañeó en la tenue luz y volvió a sentir nerviosismo en el estómago. Dejó entrar a la mente imágenes conocidas. Imágenes del palacio, como Glenn lo llamaba, donde ella había vivido los últimos tres meses, dentro y fuera, pero principalmente dentro. Imágenes de las fiestas, atiborradas de gente bajo luces de colores; imágenes de montones de cocaína en espejos y jeringuillas en platos; imágenes de cuerpos desparramados por el suelo, debilitados a las horas de la mañana. Eran imágenes que parecían ridículas estando ella sentada aquí en el cuarto de costura de la dama. Ella había oído de cuartos de costura, pero nunca había esperado realmente ver uno. Y ahora se hallaba aquí, sentada en uno, rodeada de un montón de ropa que supuestamente le pertenecía. ¿Qué esperas hacer, Helen? ¿Utilizar a esta gente de igual modo que usaste al resto?
De repente sintió todo el asunto no solo grotesco sino totalmente ridículo; y también de pronto le recorrieron por el cuerpo ansias por el montón de polvo blanco. Se le hizo un nudo en la garganta y tragó grueso. Cerró los ojos y meneó la cabeza. ¿Qué estaba haciendo?
Helen se llevó una mano al cuello y se frotó los magullados músculos cerca de la columna vertebral. Sin duda allí había soportado su parte del abuso, y podía renunciar a él o agarrarlo. Una palmadita aquí y un pequeño pinchacito allí; todo como de costumbre. Pero esto de haberla tratado de asfixiar… ¡Glenn casi la había matado! A ella no le quedó más remedio que huir.
Aquí en medio de la soledad dejó que los ojos se le llenaran de lágrimas. ¿Y ahora qué? Ahora ella era una niñita sentada en la cama, meciendo las piernas, esperando ser rescatada.
Deseando un golpe…
Pero la habían rescatado, ¿no era así? Un predicador, precisamente… con su loca y vieja amiga.
No, Helen, no pienses así de ellos. Estas son buenas personas. Admirables.
—¿Admirables? ¿Y qué sabes tú de personas admirables? —rezongó ella.
Las lágrimas empezaron a deslizársele por las mejillas y se las secó iracunda con la muñeca.
Se puso de pie, y el repentino movimiento la dejó mareada. Rechazó las lágrimas parpadeando y caminó de un lado al otro por el espacio. Enfréntalo, querida, este no es tu mundo. Esta vida así con las flores, las salchichas, los acentos extraños y el loco parloteo de la vieja sobre el amor, era algo de lo que Helen no sabía nada. Todos los abrazos y las lágrimas…
… y Jan.
… creerías que el mundo se estaba volviendo loco o algo así. Helen se aclaró la garganta. La verdad es que no lograba ver por qué la muerte de la hija de Ivena era de todos modos algo tan dramático. Sin duda aquello fue algo tan malo, pero al verlo detenidamente, una bala en la cabeza no era algo tan desequilibrado. No del modo que Ivena parecía tomarlo. Como si esto fuera una nueva revelación de amor o algo así. Estos dos… extraños… estos dos extraños eran sencillamente distintos, eso era todo. Ella era un pez; ellos eran aves. Y de pronto sintió que le faltaba la respiración aquí con las extrañas aves. Debía volver al estanque. Después de todo, un pez no podía vivir para siempre en la playa.
Él es lo que llaman un caballero, Helen. Un hombre de veras. De la clase que nunca habías visto. Y no finjas que no sabes de qué estoy hablando, niña.
¡Cállate!
¡Dios mío, él era un predicador! Ella sintió que el calor le llameaba las mejillas. Él ni siquiera es estadounidense.
No, pero es sumamente apuesto y su acento es muy agradable.
—¡Estás portándote como una idiota! —exclamó Helen golpeándose la frente con la palma de la mano.
La verdad de sus propias palabras la zarandeó y le detuvo la caminata a media marcha. Las imágenes del palacio con los montones de droga de Glenn se le deslizaron a la mente, susurrándole la promesa del placer. Del cielo aquí en la tierra. El sonido de su propia respiración llenó el pequeño cuarto. Como ese pez boqueando en la playa. Ella no tenía nada que hacer aquí. Esto era una equivocación, un estúpido error.
Lo cual significaba que debía irse. Y deseó irse, porque ahora que permitía que prevaleciera el sentido común comprendió que debía conseguir una dosis. Es más, quería ansiosamente una dosis como nunca antes podía recordar haber tenido deseos de conseguir una.
Le llegó otra vez rugiendo; la urgencia le surgió por el pecho con tanta fuerza que por un instante perdió la orientación. De entre todos los lugares que había, se hallaba en el cuarto de costura de Ivena, un lugar de locura dónde estar. Ella no pertenecía aquí. ¡Se había vuelto loca!
Helen agarró un par de Nikes, se los puso en los pies desnudos, y salió a la sala. Sería mejor salir por detrás, por si la vieja…
… Ivena, Helen. Ella se llama Ivena y no es vieja…
… llegaba por el frente. Helen corrió al invernadero anexo, de repente ansiosa por ser libre. Desesperada por volver a entrar al agua. Corrió hacia el patio. Pero no había puertas en la elevada cerca que rodeaba al jardín. Cambió de opinión, atravesó corriendo la casa y salió por la puerta principal. Solo entonces se le vino la idea de que no tenía en qué irse. Debería llamar a Glenn. Él enviaría un auto. Él estaría nervioso… el pensamiento la hizo estremecer. Paga tus deudas, nena. Todos pagamos nuestras deudas. Era uno de los dichos favoritos de Glenn. La idea que él tenía de deudas era bastante extrema.
Ella volvió a entrar corriendo a la casa, agarró el teléfono de Ivena y llamó al número privado de Glenn. La secretaria, la vieja bruja nariz de loro Beatrice, contestó y exigió saber dónde se hallaba Helen. Ella le dio el cruce de calles más cercano y colgó. Sal volando desde el último piso, Beatrice. Y no olvides tu escoba.
Ahora corrió con el nerviosismo que le revoloteaba en el estómago. Giró en la acera y no se detuvo durante dos cuadras, pensando solo una vez que se debió haber deshecho del vestido… en ese ridículo atuendo debía parecer alguna clase de mariposa rosada. Pero las ansias por el palacio le alejaron el pensamiento.
Helen aspiró el cálido aire sureño y fijó el paso. Iba a ser una buena noche. No al principio, por supuesto. Al principio quizás no fuera nada bueno, pero eso pasaría. Siempre pasaba. Una imagen de esa ropa amontonada en esa cama le volvió a centellear en la mente. Lo siento, Ivena. Al menos dejé la ropa. Al menos no me la robé.
Lo siento, Jan.
No seas estúpida.
Una enorme limosina blanca ya la esperaba en la esquina de Grand y Mason, atrayendo las miradas de curiosos transeúntes en toda dirección. En realidad sí, iba a ser una buena noche.
Beatrice estaba esperando a Helen cuando las puertas del ascensor se abrieron en lo alto de la torre oeste, con la nariz de pico y la barbilla levantada como una maestra con aires de superioridad.
—Así que la babosa se ha arrastrado a casa usando un vestido —comentó con los labios retorcidos y el ceño fruncido, mirando la indumentaria de Helen—. ¿Crees que se supone que eso lo impresionará?
—Cállate, bruja. No estoy tratando de impresionar a nadie.
Los ojos de Beatrice se abrieron de par en par y luego los entrecerró por completo.
—Él te va a curtir a golpes cuando te vea en esa ridícula indumentaria —opinó, dio media vuelta y se dirigió a las puertas dobles que llevaban al palacio.
Helen titubeó, mirando esas anchas puertas negras. Parecía que el estómago se le hubiera encaramado a la garganta. Glenn estaba allí adentro, haciendo solo Dios sabe qué, pero en realidad haciendo solo una cosa: esperándola. Sí, y en verdad ella también estaba esperándolo, ¿correcto? O al menos esperando lo que él le brindaría. Lo cual era felicidad. Sí, en realidad, Glenn definitivamente podía ofrecerle felicidad.
Ella tragó saliva y caminó sobre la gruesa alfombra negra tras la bruja, ahora con un escalofrío recorriéndole por todas las vértebras. Eres una tonta, Helen. ¿Deseas la muerte? Pensó en esto, y el escalofrío fue reemplazado por un hormigueo. No, cariño, no la muerte. La dulce vida. ¡Dulce, dulce vida tan intensa que evita todo pensamiento!
Beatrice entró sin tocar; ella era la única que podía sobrevivir a tal osadía. Helen la siguió, dando pequeños pasos, como si al hacerlo hiciera de algún modo menos obvia su entrada. El enorme salón le recordó un casino en el que una vez estuviera; muchos espejos, muchas luces coloridas, nada de eso natural. Ninguna señal de Glenn.
Beatrice se retiró con un respingo y cerró las puertas detrás de ella. Helen miró alrededor del salón, con el corazón ahora latiéndole aprisa en el silencio. A la derecha, una de esas grandes bolas reflejantes rodaba encima de una pista de baile, haciendo girar poco a poco mil diminutos puntos blancos en el salón. Por lo demás el palacio estaba absolutamente tranquilo. Cuando ella había salido de la fiesta tres noches atrás, una docena de cuerpos se retorcían lentamente sobre el piso de mármol de la pista. Directamente adelante una enorme cabeza de león le rugía a un rojo sofá de cuero abajo. Una pareja había estado extendida en ese sofá, perdida al mundo esa noche. Otros invitados habían perdido el conocimiento sobre una docena de sofás parecidos, cada uno bajo bestias que los fulminaban con la mirada. Había una hiena, rinocerontes y un búfalo… todos a la vista de ella. Los otros se hallaban por toda la suite. A la izquierda un largo bar brillaba con cien botellas coloridas, cada una albergando su propia bebida alcohólica.
La última vez que ella había visto a Glenn, este se hallaba inclinado sobre ese bar, conversando de espaldas a ella con un fornido tipo negro. Ahora no se hallaba allí.
—De modo que…
El corazón se le paralizó y giró hacia la voz de Glenn, quien estaba a tres metros a la derecha con los brazos a los costados, a la sombra de un pilar griego, enorme y ancho como la mampostería de piedra al lado de él. Una guayabera hawaiana roja con amarillo le colgaba floja sobre el torso; pantalones blancos le llegaban hasta el suelo donde se topaban con pies desnudos. El hombre dio un paso al frente y se detuvo, con las piernas extendidas y las manos agarradas como un soldado en posición de descanso. Desde esta distancia los ojos de él parecían hoyos taladrados a través del cráneo; tan negros como la medianoche. El mentón presentaba una barba de tres días y tenía el cabello despeinado.
Helen tragó saliva y combatió la abrumadora urgencia de huir. Esto había sido una equivocación. Un terrible error de parte de ella: venir aquí, de regreso a este monstruo, quien solía decir que le gustaban las cosas sucias porque él podía. Los hombres más débiles tenían que permanecer limpios para impresionar a aquellos en poder. Pero no él. En varias ocasiones ella sospechó que él había pasado una semana o más sin asearse. La situación tenía de algún modo su propio atractivo cuando ella estaba drogada, pero ahora con una mente clara el solo hecho de verlo le produjo irritación en el estómago.
—De modo que, ¿dónde has estado? —preguntó él.
—Hola, Glenn —contestó ella de inmediato, pero la voz le vaciló un poco—. He estado por ahí.
—¿Por ahí, eh? ¿Por qué me dejaste?
Ella sonrió lo mejor que pudo. No puedes ser débil, Helen. Él desprecia a los débiles.
—No te dejé, Glenn. Estoy aquí, ¿no es así? Nadie me obligó a venir.
Ella quiso decir: ¿Crees que soy posesión tuya, cerdo?, pero se contuvo.
Glenn fue hacia ella. No se detuvo hasta casi estar sobre ella, al alcance de los brazos, taladrándola con esos ojos negros. Levantó una mano y le tocó la mejilla con un dedo nudoso, moviéndolo de atrás para adelante, intentando sentirle la piel.
—Te pareces mucho a tu madre, ¿sabes?
¿Su madre? ¿Conocía Glenn a su madre?
—¿Conociste a mi madre? —inquirió ella, pestañeando.
—Solo es una expresión, querida —respondió él, mirando con la cabeza ladeada y acariciándola con un dedo. El olor del cuerpo de él le entró por las fosas nasales y entonces ella ladeó la cabeza, tratando de no mostrar el asco que esto le producía.
—¿Qué pasa, querida? —manifestó él en voz baja y forzada—. ¿Te asusto?
El aliento del hombre olía a carne podrida. Helen sintió que la presión de las lágrimas le inundaba los senos nasales.
—¿Intentas asustarme? —indagó ella.
Sé fuerte, Helen. Sabes cómo a él le gusta eso.
Un suave suspiro pasó a través de los labios del hombre.
—¿Tienes idea de cuánto te he extrañado? Estaba muerto de preocupación —declaró, e hizo temblar el dedo en la mejilla femenina—. Me siento perdido sin ti, sabes eso, ¿no es verdad? Mírame.
Ella contuvo el aliento, apretó la mandíbula y lo miró al rostro. El maxilar sin afeitar estaba caído, y entonces recorrió la regordeta lengua por esos dientes torcidos.
—¿Me amas? —preguntó.
Mil sirenas de protesta rugieron con furia en la mente de Helen.
—Sí. Claro que te quiero —contestó ella, pues debía meterle un poco de droga a su sistema, y debería hacerlo antes de vomitar sobre la apestosa guayabera del tipo—. ¿Tienes una inhalación para mí, cariño?
Los labios del hombre se despegaron sobre dientes amarillentos en una especie de sonrisa, y un hilillo de baba le quedó entre los labios abiertos. Estaba disfrutando su poder sobre ella.
—¿Dónde conseguiste el vestido, Helen?
—¿El vestido? —contestó ella bajando la mirada hacia el vestido rosado, deseando haber tenido la sensatez de dejarlo en casa de Ivena; rió—. Ah, ¿este? Santo cielo, en ninguna parte. Lo robé. Yo…
¡Plas! Un manotazo la golpeó en la mejilla y la hizo girar hacia la puerta. Ella jadeó e instintivamente se llevó una mano a la boca, que enrojeció y se humedeció. Lágrimas le ardieron en los ojos. Detrás de ella sentía la fuerte respiración de Glenn. Ahora debía caminar con cuidado por la línea… la línea entre la furia y el deseo de jugar en el tipo. Se volvió hacia él.
—¿Qué pasa, Glenn? —preguntó ella, forzando una sonrisa—. Tu pequeño tesoro desaparece por tres días y te alteras, ¿es eso?
Él parpadeó, inseguro de cómo tomar la acusación.
—Pareces una colegiala —expresó—. Tu cabello está diferente.
—Sí, y tú prefieres el aspecto de chica callejera. Entonces dame lo que quiero y te daré tu chica callejera.
—¿Y qué es lo que quieres, Helen? —quiso saber él dando un paso completo adelante.
Ella quería droga, por supuesto. Los dos lo sabían. Pero ahora él la estaba animando a decirle que quería cualquier cosa excepto él mismo.
—Te quiero a ti, desde luego —contestó ella.
Helen esperaba que él se apaciguara con esto. No fue así. La mano del sujeto le relampagueó desde la cadera y le cruzó la cara antes de que ella pudiera reaccionar. El golpe la envió tambaleándose a la derecha. Esta vez Helen gritó y cayó al suelo. Se sintió como si el golpe le hubiera hecho explotar el oído, pero ella debió saberlo mejor. Apretó los dientes y se puso de rodillas. ¡Podía matar al monstruo! Si tuviera un cuchillo ahora correría hacia él y se lo hundiría en el abdomen.
—Me quieres a mí, ¿verdad? ¿Y por eso te fuiste con otro hombre? —bramó él, ahora con el rostro rojo de ira.
—Eso no fue nada —respondió ella, parándose de modo inseguro—. Enviaste dos hombres tras de mí, ¿qué esperas?
—Espero que estés en casa, ¡es lo que espero! Espero que al menos trates de permanecer viva, lo cual significa alejarte de otros hombres —amenazó con las manos empuñadas en los costados.
—Bien, ¡podría querer quedarme en casa si dejas de golpearme!
Él gruñó como un toro y volvió a oscilar el brazo, pero esta vez ella evadió el golpe saltando hacia atrás.
—¡Cerdo grasiento! —exclamó ella; ahora participaba en el juego de él—. ¡Regresé! ¿No es así?
Eso fue todo. Ese era el as de ella. El hecho de que los hombres del tipo no la hubieran agarrado, y que después de todo ella estuviera allí por voluntad propia.
Ella se hizo a un lado y corrió por el salón. Vamos, bebé. Participa en el juego. Solo participa en el juego y estaré bien.
Glenn avanzó pesadamente tras ella.
—Te juro que si alguna vez, y quiero decir si alguna vez me vuelves a dejar, ¡te mataré! —gritó él.
Ella pensó que algún día él podría de veras hacer valer esa promesa. Entonces saltó detrás de un sofá grande y lo enfrentó.
—¡A menos que te mueras primero de un ataque cardíaco! —exclamó ella con una sonrisa, y salió como un bólido del camino del hombre exactamente cuando este se estrellaba en el sofá—. Dame un poco de droga, Glenn.
Glenn se paró en el centro del salón, lanzó el puño a lado y lado, y rugió hacia el techo. Ella giró alrededor, dilatando en la boca la primera sonrisa verdadera. Ahora él estaba jugando. Ahora definitivamente estaba jugando. Y eso era bueno. Eso era bueno de verdad. Por las venas de ella le corría adrenalina.
—Dame una inhalación, Glenn. Seré tu chica.
Él se rasgó la guayabera, haciendo saltar los botones de un solo jalón. Le sobresalió el fofo y blanco abdomen. Ella no podía soportar tocarlo sin drogas en su sistema.
—¡Dame las drogas, Glenn! —gritó ella frenéticamente ahora—. ¿Dónde las escondes?
—¿Drogas? —se burló él con una sonrisa de oreja a oreja—. Las drogas son ilegales, querida. ¿Quieres ser ilegal en mi palacio? ¿Quieres doparte?
—Sí. Sí quiero.
—Entonces ruega. Ponte de rodillas y suplica, chancha inmunda. Ella lo hizo. Cayó de rodillas, juntó las manos e imploró.
—¡Por favor! Por favor, dime…
—En tu cuarto —interrumpió él sonriendo como un niño.
¡Por supuesto! Helen giró hacia la puerta que llevaba al apartamento al que él se refiriera como de ella. Se puso de pie y corrió hacia la puerta. Glenn salió tras ella avanzando pesadamente. Helen se lanzó contra la puerta y buscó la droga en el cuarto. Su cama estaba exactamente como la había dejado: un edredón desparramado encima y tres almohadas amontonadas en la cabecera. La primera vez que él le había mostrado el apartamento oculto, la psicodélica decoración amarilla la había dejado sin habla. Ahora hacía que la cabeza le diera vueltas. Ella solo quería la sustancia.
Entonces la vio; un montoncito de polvo blanco sobre el extremo de vidrio de la mesa a través del cuarto. El aliento cálido de Glenn se le acercó por detrás y ella se desbocó hacia la droga. Tropezó de frente y cayó de rodillas justamente fuera del alcance del lugar.
—Ven acá, preciosa —pidió Glenn asentándole la enorme mano en el hombro. Ella se abrió paso como pudo hacia la mesa, desesperada ahora. Debía tener la sustancia en el sistema. Ansiaba tenerla. Hizo oscilar con fuerza el codo hacia atrás, haciéndolo aterrizar sobre el desnudo pecho de Glenn, quien gimió.
El golpe lo paralizó el tiempo suficiente para que Helen llegara hasta el polvo, metiera la nariz en el montículo e inhalara con fuerza. Las fosas nasales se le llenaron con la asfixiante droga, y ella se esforzó por no toser. Un penetrante dolor le quemó la parte posterior de la garganta y los pulmones.
Entonces ciento cuarenta kilos le cayeron en la espalda y la hicieron rodar por el suelo, chillando como un cerdo atacado. Glenn se retorcía sobre la alfombra y reía. Eres un tipo morboso, pensó Helen. Un tipo muy morboso. Pero la droga ya había empezado a entumecerle la mente y pensó en aquello con un poco de ironía. Como: Estoy con un tipo morboso. Con un cerdo asqueroso y me estoy sintiendo bien. Y eso se debe a que yo también soy morbosa. Solo somos dos cerdos morbosos sobre una cobija. Glenn y yo.
Ella se zambulló sobre el hombre, dándole cachetadas en la grasa y chillando junto con él. De repente él no era para nada un cerdo. A menos que los cerdos pudieran volar. Porque los dos estaban volando y Helen creyó que quizás se hallaba en el cielo y que él era su ángel. Tal vez.
Entonces Helen simplemente se abandonó a sí misma y se aferró duro de su ángel. Sí, concluyó, ella estaba en el cielo. Definitivamente estaba en el cielo.