Capítulo doce

No fue sino hasta las cinco que Jan recordó a la joven rubia que había dejado al cuidado de Ivena. Llamó por teléfono a su amiga serbia.

—Aló.

El sonido de la voz de barítono de ella le recordó los tremendos sucesos de la mañana.

—Hola, Ivena. Soy Janjic.

—¡Vaya, Janjic! Qué bueno que llamas.

—Tengo una noticia —informó, pero de repente no estaba pensando en la noticia sino en la muchacha—. ¿Cómo está ella?

—¿Helen? ¿Quieres saber cómo está Helen? Tal vez debas unirte a nosotras para cenar y ver por ti mismo. Después de todo fuiste tú quien la pescaste.

—No estaba consciente de que estuviera de pesca. Pero no puede ser en la cena. Tengo una reunión con Karen a las ocho —comunicó él, e hizo una pausa—. ¿Está bien ella?

—Tendrás que verlo por ti mismo, Janjic. ¿Cuál es la noticia?

—Quieren hacer una película de la historia.

El teléfono se quedó en silencio.

—No se hará sin tu consentimiento, desde luego. Pero sería una maravillosa oportunidad para llevar nuestra historia a muchos que nunca la leerían. Y será bien pagada.

—El dinero no es nada. Recuerda eso, Janjic. Nunca pienses en el dinero.

—Desde luego.

—Cuando saliste esta tarde, Janjic. Había algo extraño en tu mirada.

De pronto el teléfono se sintió pesado en la mano de Jan.

—¿Viste algo? —preguntó ella.

—Realmente no, no —contestó él después de tragar saliva—. Yo… no sé lo que era.

—Entonces tal vez deberías venir a una cena temprana, Janjic —aseveró ella como una orden.

Qué extraño, precisamente ahora eso era lo que él deseaba hacer. Podía comer con Ivena y encontrarse con Karen a las ocho para el postre.

—Ven, Janjic. Esperaremos.

—Está bien. Estaré allí a las seis.

—Tendremos listos los vegetales.

Y no había más que hablar.

Jan dio la noche libre a Steve y él mismo condujo el Cadillac. Quizás era hora de dejar totalmente que lo estuvieran transportando. Por supuesto, tendría que hallar otro puesto para Steve; no podía dejar ir al hombre así no más. Pero que lo anduvieran acarreando por ahí lo hacía sentir ridículo hoy.

Condujo hasta el distrito Sandy Springs donde tanto Ivena como él vivían ahora, aunque en extremos opuestos. Este era un vecindario de clase media alta, nítidamente diseñado en cuadras perfectas, cada una cargada de grandes árboles y arbustos en floración cuidadosamente recortados. Roald había recomendado el barrio cuando ellos llegaron por primera vez, y a Jan le pareció demasiado extravagante. Pero en esos primeros días casi todo en Estados Unidos le había parecido extravagante. Ahora apenas se impresionaba por las casas tradicionales con entradas en que se alineaban costosos vehículos y botes.

Por segunda vez ese día Jan subió el sendero hacia la pequeña casa de Ivena, rodeada por rosales de agradable aroma y llenos de rosas rojas de abiertos capullos. Presionó el timbre y dio un paso atrás. De repente sintió húmedas las palmas de las manos. Algo había sucedido esta mañana cuando Helen se quebrantó sobre la mesa de Ivena: un shock emotivo le había recorrido por todo el ser. Casi no lograba explicarlo, pero le había tocado una fibra en la mente. Como un diapasón al que tocaran demasiado fuerte y que dejaran vibrando. La nota lo había llenado de tristeza.

Jan volvió a pulsar el timbre y la puerta osciló hacia adentro. Ivena se hizo a un lado y lo invitó a seguir con un brazo extendido.

—Entra, Jan. Qué bueno que hayas venido.

Él entró. Una tetera silbaba en la cocina; en el acogedor espacio se cernía el olor a salchicha y vegetales. Cena bosniana. Jan sonrió y besó a Ivena en cada mejilla.

—Por supuesto que vendría —enunció, se irguió y miró alrededor de la sala—. ¿Y dónde está Helen?

—En la cocina.

Entonces súbitamente ella apareció en la entrada que llevaba a la cocina, y Jan parpadeó al verla. Lo primero que vio fue que Helen estaba parada en pies descalzos. Lo segundo fueron los vivaces ojos azules, traspasándolo; esos no habían cambiado. Pero todo lo demás sí. Para empezar, ella usaba vestido, uno de los de Ivena; Jan lo reconoció de inmediato. Era el azul con flores amarillas, un vestido que Ivena no había usado por algún tiempo, quejándose que era demasiado pequeño. Este se adaptaba de modo sorprendente al delgado cuerpo de Helen, tal vez un poquitín grande, pero sin que se viera ridículo.

Ese no era el único cambio; Helen también se había duchado. El cabello le caía ligeramente despeinado, corto y muy rubio. Jan no podía decir si ella usaba maquillaje; el rostro le brillaba con resplandor propio.

Él sonrió de oreja a oreja, incapaz de ocultar el asombro. Helen e Ivena sonrieron al unísono, como si hubieran compartido con él este secreto y esperaran que él se alegrara.

Helen levantó ambos brazos e hizo una reverencia.

—¿Le gusta? —preguntó ella girando lentamente, sin inmutarse, posando con un brazo levantado hasta el nacimiento del cabello, como si estuviera sobre una pasarela de modas y no sobre el piso de vinil a cuadros de la cocina. Ivena se balanceó hacia atrás y rió. La frivolidad era contagiosa. Jan las observó, asombrado, preguntándose a qué se habían dedicado ellas durante la tarde.

—Contesta Janjic, ¿te gusta? —inquirió Ivena.

¿Te gusta? ¿Desde cuándo Ivena usaba tales palabras?

—Sí, me gusta —respondió él.

—Este es el primer vestido que he usado en diez años —expresó Helen girando y haciendo que el vestido se elevara hasta mostrar unos muslos bien bronceados—. Creo que debo conseguirme algunos de estos.

Jan rió.

—Como ve, me aseé muy bien, ¿no cree usted? Desde luego, recibí un poco de ayuda de Ivena.

Él no supo qué decir.

Helen caminó ahora hacia él, con una mano en la cadera, luciéndose, y con la barbilla levantada exactamente como… santo cielo, ella era muy hermosa. Se movía sin el más mínimo engreimiento, como si él e Ivena fueran niños, y Helen quien los cuidara y les mostrara cómo se hacían realmente las cosas en el mundo de los mayores. La muchacha llegó hasta Jan y le ofreció la mano.

—Entonces permítame mostrarle su asiento, buen señor —le indicó ella con brillo en los ojos y una sonrisa en los labios.

Jan miró sobre Ivena, esperando ser rescatado, pero ella solo rió, bastante feliz de observar la escena, parecía. Él sintió que se le abría un poco la boca, pero no lograba cerrarla. No seas tonto, Jan. ¡Es un juego inofensivo!

Él alargó la mano y asió la de ella.

Bueno, hasta este momento en el día Jan había tomado todo con mucha calma. Sin duda no era el día más común y corriente. No con el rescate de Helen y las extrañas emociones que había sentido al verla llorar. No con haber visto otra vez a Karen o con el anuncio que ella hiciera de que estaban a punto de vender el libro a Delmont Pictures por una irrazonable cantidad de dinero. Para nada era un día común. Pero él lo había tomado con calma, por ningún otro motivo de que su vida estaba repleta de días poco comunes.

Pero en este instante la calma de él flaqueaba; porque ahora, cuando sus dedos hicieron contacto con los de Helen, el mundo le entró en erupción.

Le surgió dolor dentro del pecho, encendiéndole un rayo de luz en la mente. Sucedió de manera tan repentina y con tanta fuerza que no logró contener un resoplido. La visión se le llenó con un campo blanco, florecido hasta donde podía ver; un desierto florecido. Un sonido se transportaba por el desierto: el sonido de un grito. El sonido de un llanto. Un coro de voces gritando y llorando en espantosa tristeza.

Jan permaneció allí, sosteniéndole la mano, y respiró entrecortadamente, sin poder dar un paso al frente. Al instante una parte de él comenzó a retroceder, instándole a serenarse. Pero esa parte solo era un llanto lejano, suavizado por la cruda emoción que pareció metérsele al pecho y estrujarle el corazón. Fue un dolor que le surgió dentro del pecho ante la vivencia. Una profunda tristeza. Como la emoción que había sentido al verla llorar, amplificada diez veces.

Y luego la escena desapareció, tan rápido como había venido.

Se inclinó y tosió, golpeándose el pecho mientras lo hacía.

—¡Vaya! Algo se me atoró en el pecho.

—¿Está usted bien? —preguntó Helen con el ceño fruncido.

—Sí —contestó él enderezándose—. Sí.

—Entonces sígame —indicó ella girando hacia el comedor.

Él la siguió, jalado por la manita de ella. ¿Le habían visto el rostro? Él debió haber palidecido. No pudo mirar a Ivena; sin duda ella había visto.

La mesa estaba dispuesta con porcelana de Ivena y tres vasos de cristal. Una larga vela roja irradiaba titilante luz sobre los cubiertos; un ramo de rosas del jardín de Ivena se hallaba como centro de mesa; de las salchichas se elevaba perezosamente vapor. Helen lo condujo al asiento en la cabecera de la mesa y luego se dirigió con garbo hacia el suyo a la izquierda de él.

—Ivena y yo decidimos que lo menos que podíamos hacer era prepararle su plato favorito —anunció Helen—. Viendo cómo usted me rescató con toda esa valentía.

Ella sonrió.

El corazón de Jan aún le martilleaba en el pecho. Había tenido un sueño despierto o una escena retrospectiva de la guerra, pero no de algún ambiente que pudiera recordar. Sin embargo, sentía algo vagamente conocido al respecto.

—¿Janjic? —llegó la lejana voz de Ivena.

—Lo siento. Sí, gracias. Me recuerda el hogar —expresó él.

La tensión que él sentía estaba en su propia mente, pensó. Al menos Helen parecía totalmente ajena a eso.

Ivena le pidió que bendijera los alimentos, lo cual él hizo. Luego se sirvieron la comida en los platos. En gran manera para alivio de Jan, Ivena se puso a hablar de flores; de cuán bien se estaban dando los rosales este año, todos menos uno. Según parecía, se estaba muriendo el rosal que ella había traído a Estados Unidos.

Jan asentía durante la conversación, pero tenía la mente ocupada con la electricidad que aún se hallaba suspendida en el aire, con el excepcionalmente fuerte tintineo de los tenedores en la porcelana, con el parpadeo de la llama. Con ese desierto blanco y lleno de llanto que lo paralizara ante el toque de ella. Ante el toque de Helen.

¿Y qué pensaría Karen de esta pequeña cena en casa de Ivena? Qué pensaría él, en realidad. Pero él ya estaba pensando, y pensaba que Helen era un enigma. Un hermoso misterio. Lo cual era algo que a él no le correspondía pensar.

Jan comió lentamente las salchichas, tratando de enfocarse en la discusión y participando en ella cuando lo creía apropiado. Las manos de Helen sostenían los utensilios con delicadeza; sus uñas cortadas ya no tenían bordes mugrientos. Ella era una drogadicta, eso podía él ver ahora por una pequeña marca en el brazo. Heroína, lo más probable. Asombraba que no fuera flacuchenta. La joven masticaba la comida en pequeños bocados, a menudo sonriendo y carcajeando ante las payasadas de Ivena por las diferencias entre Estados Unidos y Bosnia. En alguna forma ellas eran como dos guisantes en una vaina, estas dos. Esta extraña pareja. La madre de Bosnia y la drogadicta de Atlanta.

Lentamente sobre Jan se asentó una profunda sensación de que él ya había vivido esto. Lo había visto en alguna parte; todo, esta madre, esta hija, y esta tristeza… lo había visto en Bosnia. Esta era en parte la razón detrás de ese relámpago. Tenía que ser. Dios le estaba abriendo la mente.

—¿…esta película suya, Janjic?

Él había perdido la pregunta.

—Lo siento, ¿qué?

—Ivena dice que van a hacer una película de la vida suya —explicó Helen—. Así que, ¿cuándo la harán?

—Así es, bueno, aún no lo sabemos.

—¿Y cómo pueden mostrar una película de una vida que aún no se ha vivido? —discutió Ivena—. Tu vida aún no ha terminado, Janjic.

Jan miró a su amiga, tratando de hacer caso omiso del comentario.

—Por supuesto que mi vida no ha acabado, pero la historia está terminada. Tenemos un libro de ella.

—No, el libro explica algunos acontecimientos, no toda tu vida. Has visto el dedo de Dios en tu juventud, pero eso difícilmente significa que este ya se haya apartado.

—Ivena parece creer que a pesar de todo soy Moisés —expuso Jan—. No basta con que yo vea la zarza ardiendo; aún hay un mar Rojo por cruzar.

—¿Moisés? —inquirió Helen con una risa nerviosa.

Jan miró a Ivena.

—Moisés. Fue un hombre en la Biblia —explicó, y se limpió la boca con la servilleta—. Fue también un nombre que me dieron en la prisión. ¿Le habló Ivena de la aldea?

—Algo —contestó ella mirándolo con ojos bien abiertos, y él se dio cuenta que Ivena sí le había contado algunas cosas.

—Sí —ratificó Jan—. Y cuando regresé a Sarajevo me arrestaron por crímenes de guerra. ¿Se lo dijo ella?

—No.

—Um. Karadzic persuadió al consejo que me pusieran en prisión por cinco años. El guardián era un pariente de Karadzic. Me llamó Moisés. El libertador —reveló Jan; luego le dio otra mordida a la salchicha, tratando ahora de hacer caso omiso al peso del momento—. Estoy sorprendido de haber sobrevivido a la experiencia. Pero fue allí que leí por primera vez las palabras de Dios en un Nuevo Testamento contrabandeado por uno de los otros prisioneros. Fue después de la prisión que comencé a escribir mi historia, la que ahora Ivena parece creer que no ha terminado.

Se puso otro bocado de salchicha en la boca.

—Sí, todos tuvimos vidas difíciles, Janjic —manifestó Ivena—. Tú no posees los derechos del sufrimiento. Hasta la querida Helen ha visitado su propio dolor.

Jan miró a Helen. Veintinueve, había dicho ella.

—¿Es así? ¿Cuál es su historia? —preguntó él.

Helen lo miró y los ojos se le entrecerraron brevemente. Alejó la mirada y tomó un bocado de salchicha.

—¿Mi historia? Usted quiere decir que se está preguntando cómo una persona acaba como yo, ¿de acuerdo?

—No, no dije eso.

—Pero lo quiso decir.

—No te pongas a la defensiva, hija —terció Ivena en voz baja—. Solo cuéntale lo que me dijiste. Todos tenemos nuestras historias. Créeme, la de Jan no es más bonita que la tuya.

Ella pareció pensar por un momento.

—Bueno, mi papá era un idiota y mamá era una incapacitada mental, y yo me convertí en drogadicta. ¿Qué le parece?

Jan dejó que ella se impregnara de su sufrimiento.

—Nací aquí, en la ciudad —siguió diciendo la muchacha después de unos segundos—. Papá desapareció antes de que yo lo conociera realmente. Pero fue bastante bueno y nos dejó algo de dinero; suficiente para que nos durara el resto de nuestras vidas, a mi madre y a mí. Estábamos bien, ¿sabe? Fui a un colegio normal y éramos simplemente… personas normales.

Ella sonrió al recordar.

—Hasta gané un concurso de belleza en octavo grado en el colegio O’Keefe… allí es donde fui.

Sorbió un poco de té y la sonrisa desapareció.

—Había este muchacho en mi colegio dos años delante de mí, basura blanca solíamos llamarlos, pobre y de la parte más inmunda de la ciudad en ese entonces, en el área del antiguo distrito industrial. Al menos todos aseguraban que él era de allí, pero no creo que nadie estuviera realmente seguro. Se llamaba Peter. Solía mirarme mucho. Horrible chico además. Malo, gordo y feo. Solía simplemente mirarme a través del patio del colegio con esos enormes ojos negros. Es decir, yo era hermosa, supongo, pero este pervertido tenía una obsesión. Todo el mundo odiaba a Peter.

Helen se estremeció.

—Ahora me dan náuseas tan solo de pensar en eso. Él solía seguirme a casa, andando a hurtadillas detrás de mí, pero yo sabía que él estaba allí. Algunos de los otros muchachos decían que Peter acostumbraba matar animales solo por divertirse. No me consta, pero entonces eso me producía mucho miedo.

Jan solo asentía y la escuchaba, preguntándose qué tenía que ver este miedo de la infancia con la mujer sentada ahora ante él.

—Fue entonces cuando mamá enfermó. Los médicos no lograban descubrir qué le pasaba, pero un día simplemente cayó enferma. Al principio solo vomitaba y estaba débil, por lo que debí cuidarla. Luego empezó a actuar de manera realmente extraña. Yo no lo sabía entonces, pero ella había empezado a usar ácido. Ácido y heroína. En esa época la sustancia no estaba en todas partes. ¿Sabe de dónde la conseguía? ¡De Peter! ¡El asqueroso de mi colegio! ¡Peter le estaba suministrando drogas a mi madre!

—Peter. El que la seguía a su casa —dijo Jan—. ¿Cómo se dio cuenta usted que se trataba de él?

—Llegué una tarde, había salido a comprar comestibles, y él estaba allí, en la casa, vendiéndole droga.

—¿Qué hizo el sujeto?

—Nada. Creo que deseaba que lo atraparan. Lo eché, desde luego. Pero para entonces mamá era una zombi. Si no tenía drogas en el organismo, vomitaba por la enfermedad, y si tenía drogas, salía a comer. El muchacho no se iba. Siempre estaba allí, supliendo a mamá de drogas y mirándome. Unos meses más tarde empecé a usar, después de retirarme del colegio. Nos quedamos sin dinero como un año más tarde. Todo por culpa de las drogas.

—¿Lo perdieron todo? ¿Sencillamente así?

Ella también había cuidado de su madre, pensó Janjic. Exactamente como él había cuidado de su propia madre antes de la guerra en Sarajevo.

—Peter nos estaba robando sin que nos diéramos cuenta. Nunca cedí a él; quiero que usted sepa eso. Todo el asunto era su enloquecida obsesión por hacerme su chica —confesó Helen, cambiando la mirada hacia la pared—. Mamá murió de una sobredosis. Del modo que lo creo, Peter la mató con sus drogas. Al día siguiente del entierro de mamá él y yo tuvimos un tremendo encontronazo. Le golpeé la cabeza con un madero y se largó. Nunca regresó. De todos modos estábamos en la quiebra. Sinceramente, creo que pude haberlo matado.

Ella sonrió y encogió los hombros.

—¿Matarlo? —objetó Jan—. ¿Nunca lo volvió a ver?

—Nunca. Ese mismo día me fui a dedo para Nueva York. Nunca supe nada. De cualquier modo, si lo maté, imagino que él veía venir eso. De un modo u otro él había matado a mamá y destrozado mi vida.

Helen los miró con sus profundos ojos azules, en busca de una señal de aprobación. Pero no era aprobación lo que Jan sentía que le bañaba los huesos. Era piedad. Era una penetrante empatía por esta pobre muchacha. Él no lograba entender las emociones en su totalidad, pero tampoco podía negarlas.

—¿Cuántos años tenías? —le preguntó, tuteándola por primera vez.

—Quince.

—¿Ves, Janjic? —respaldó Ivena—. Ella también es una niña de la guerra.

—Tienes razón. Lo siento mucho, Helen. No tenía idea.

—Tranquilo —contestó Helen moviéndose en el asiento—. La situación no es tan mala. Podría ser muchísimo peor.

—Pobre niña —expresó Ivena—. Nunca te han amado de modo apropiado.

—Sin duda que sí —objetó Helen enderezándose—. Amor es de lo único que estoy harta. Me aman y me dejan. O los dejo. Sinceramente, no necesito la compasión de ustedes.

Ella levantó una mano.

—Por favor, no me llevo bien con la compasión.

Ni Jan ni Ivena respondieron. Los dos habían visto bastante gente herida para saber que todos ellos necesitaban compasión. En especial aquellos que se habían convencido que no la necesitaban. Pero esto no era un regalo que se pudiera obligar a recibir.

—¿Entonces, cómo regresaste a Atlanta? —preguntó Jan.

—Vine hace seis meses. Pero esa es otra historia. Las drogas y el amor no siempre se mezclan bien, créeme —contestó ella, tuteándolo también—. Pero digamos sencillamente que debí salir de Nueva York, y Atlanta parecía una decisión tan buena como cualquiera.

—¿Y Glenn? —quiso saber Jan.

Helen bajó el vaso y lo hizo girar lentamente.

—Glenn. Sí, bueno, lo conocí cuando volví a una fiesta. Le gusta lanzar estos grandes golpes. Glenn es… malo —reconoció ella, y tragó grueso—. Quiero decir que es realmente malo. La gente piensa de él como el poderoso concejero de la ciudad, que el dinero que tiene viene de bienes raíces…

Helen movió la cabeza de un lado al otro.

—En realidad no. Viene de drogas. El problema es que quien se le cruce termina lastimado. O muerto.

—¿Y yo ya me le crucé? —inquirió Jan.

—No. No lo creo. Esta fue decisión mía. Yo lo dejé. Eso no tuvo nada que ver contigo —respondió ella; además, él no tiene idea de quién eres.

—Excepto que entraste en mi auto. Excepto que ahora estás en la casa de Ivena.

Ella lo miró pero sin brindar una opinión.

—Y él es tu… novio, ¿correcto?

Los ojos de Helen se abrieron brevemente.

—No, yo no lo pondría de ese modo. Me puso en ese lugar. Pero no. Quiero decir no, ya no. Absolutamente no. Nadie va a golpearme y a creer que se saldrá con la suya.

—No —opinó Jan—. Desde luego que tienes razón.

Calor le recrudeció a él en la espalda. ¿Quién podría golpear a una persona así?

Karadzic podría hacerlo, relinchó una vocecita, Jan sacudió la cabeza ante el pensamiento.

—A Helen le gustaría quedarse conmigo mientras tanto —comunicó Ivena, luego miró a Jan—. Le he dicho que no aceptaría una negativa. Si hay algún peligro, entonces Dios nos socorrerá. Además no somos extraños al peligro.

—Por supuesto. Sí, te deberías quedar aquí donde es seguro. Y tal vez Ivena pueda comprarte mañana alguna ropa nueva. Yo pagaré, desde luego. Es lo menos que puedo hacer. Le daremos buen uso a los fondos de nuestro ministerio.

—¿Le confiarías a dos mujeres tu cuenta bancaria? —indagó Ivena con una ceja arqueada.

—Te confiaría mi vida, Ivena.

—Sí, claro está. Pero ¿tu dinero?

—El dinero no es nada. Me has dicho eso mil veces, señora mía.

Ivena se volvió hacia Helen con una pícara sonrisa.

—He ahí mi primera apreciación, jovencita. Rebaja siempre el valor del dinero; así se facilitará mucho que este se pueda transferir de un lugar a otro.

Ellos rieron, alegres por el indulto.

Jan salió de la casa una hora después, la cabeza le zumbaba por los sucesos del día.

Concluyó que Dios le había tocado el corazón por el bien de Helen. Quizás porque ella era una marginada social como él mismo lo fuera una vez. Sin duda no podía ser natural el extraño encantamiento que él sentía con ella.

Había sido Dios, aunque Dios nunca antes lo había tocado en manera tan específica. Ojalá todo su ministerio estuviera lleno con expresiones tan directas. Él podría tocar un contrato, digamos, y esperar que una fuente de electricidad le llenara los brazos. Si esto no pasaba, no firmaría. ¡Ja! Podría levantar un teléfono y saber si la persona en el otro extremo auguraba bien para el ministerio. Podría agarrarle la mano a Karen y… Santo cielo, ahora se le ocurrió un pensamiento.

Tal vez había imaginado todo el asunto. Quizás sus emociones habían tomado lo mejor de él causándole cierta clase de reacción alucinógena, enviándolo de regreso al llanto en Bosnia; otra clase de escena retrospectiva de trauma debido a la guerra.

Pero no, eso había sido demasiado claro. Demasiado real.

Condujo el Cadillac hacia Antoine’s donde había acordado reunirse con Karen para el postre. ¿Y qué debería decirle a ella acerca de este día? ¿De Helen? Nada. No aún. Consultaría con la almohada este asunto de Helen. Había mucho para hablar sin enlodar las aguas con una drogadicta extraña y hermosa llamada Helen. Estaba lo del compromiso y la fecha de la boda. Hablar de amor y de hijos; de la película, el libro, las apariciones en televisión… todo aquello era suficiente para llenar horas de plática bajo las tenues luces de Antoine’s.