La imagen de Helen inclinada y llorando sobre la mesa se había serenado mientras Steve llevaba a Jan a través de la ciudad, pero aún dejaba la marca, y él no lograba eliminar de la mente la aterradora tristeza que había acompañado esa imagen.
—Por tanto, Steve —inquirió con una delgada sonrisa—. ¿Qué te parece nuestro audaz rescate?
—Ella es luchadora, señor —contestó riendo el chofer—. De eso no hay duda.
—¿Crees que es sincera?
—Creo que está lastimada. Las personas lastimadas tienden a ser sinceras. Fue bueno para usted, señor.
—No me llames señor, Steve. Eres mayor que yo; tal vez yo debería llamarte señor.
—Sí, señor.
Jan sonrió y dejó allí la declaración. Era un pequeño juego en que participaban y él dudaba que esto cambiara alguna vez. El chofer llegó al ministerio y se estacionó.
Jan bajó del Cadillac y se dirigió al enorme complejo de oficinas, tratando de liberarse del molesto zumbidito en el cerebro. La atmósfera de la ciudad era caliente y pesada. Se oyó pasar rugiendo un viejo Ford con franja blanca en las llantas. El sonido de batir de alas obligó a Jan a mirar hacia la línea de techos donde dos palomas grises aleteaban ruidosamente para equilibrarse. A mitad de camino se dio cuenta que no había cerrado la puerta. Se volvió y corrió hacia el auto, ofreciéndole una sonrisa de disculpas a Steve, quien ya había abierto la puerta del conductor y daba la vuelta para cerrarla.
—Lo siento, Steve. Yo lo haré.
—No hay problema, Sr. Jovic.
—Jan, Steve. Soy Jan.
Cerró la puerta y recorrió de nuevo el camino. A veces le avergonzaba tener chofer. Cierto, al principio no podía conducir en un país donde todos manejaban al doble de velocidad, pero eso había sido cinco años atrás. De algún modo lo del chofer se había estancado. Venía con la posición, supuso.
Sobre la entrada de ladrillo había un enorme letrero iluminado que mostraba una paloma blanca. Sobre alas de palomas, se leía en letras doradas. El nombre de su ministerio. ¿Y cuál era su ministerio? Apresurar en el corazón del mundo el profundo amor de Dios… el mismo amor mostrado por una niñita llamada Nadia, el mismo amor del padre Michael. El mismo amor del que Ivena sugería que Jan no poseía en absoluto. Ivena, bueno, ella había perdido a su hija y el amor le manaba a raudales. Él ya no estaba seguro exactamente cómo debía mostrar el amor del sacerdote.
Padre, vuélveme a mostrar tu amor, oró. No permitas que este mundo se trague el fuego de tu amor. Nunca. Enséñame a amar.
Una imagen de la mujer, Helen, yendo a su lado en el auto, le centelleó en la mente. Ella había preguntado: «¿Conducen siempre autos tan costosos los predicadores?»
Jan ingresó al edificio de oficinas y llegó hasta los ascensores. Betty, la coordinadora de correspondencia, estaba en el ascensor, dirigiéndose al departamento de correspondencia para «aclararle las cosas a John», solía decir ella.
—¿Y qué estamos aclarándole hoy día a John? —preguntó él.
Betty sonrió tiernamente, lo que le redondeó en gran manera las ya regordetas mejillas. Ella ya casi cumplía sesenta años y John tenía la mitad de esa edad; ese era un ritual: algo maternal en Betty, pensaba Jan a menudo. Betty había adoptado como hijo al director del departamento de correspondencia. Ella, la dama sabia pequeña, voluminosa y canosa, y John, el alto y fortachón joven de cabello negro azabache… madre e hijo.
—Se le ha ocurrido la insensata idea de que realmente no podemos contestar trescientas cartas diarias, y por tanto le está diciendo a su gente que no envíe más de doscientas cartas a nuestro departamento en cualquier día determinado.
Entonces Betty agitó la mano en el aire.
—¡Tonterías! —exclamó ella inclinándose como para contarle un secreto a Jan—. Creo que a él le gusta mostrar su poder, si sabes lo que quiero decir.
—Sí, John hace bastante de eso, ¿verdad que sí? Pero no seas severa con él, Betty. Es muy joven, lo sabes.
—Supongo que tienes razón —expuso ella suspirando mientras sonaba el timbre para el piso sexto—. Pero estos jóvenes necesitan algo de guía.
—Sí, Betty. Guíalo bien.
—Y felicitaciones de nuevo, Jan —dijo ella con una pequeña sonrisa.
—Gracias, Betty.
Ella salió y Jan continuó, sonriendo de oreja a oreja. Por la mente le corrió la idea de que todas esas cartas en disputa eran peticiones en lugar de cheques. Estas misivas estaban escurriendo lentamente el ministerio. ¡Caramba! ¡Caramba!… ¿Adónde se había ido todo el dinero?
Alquilaban a arrendatarios los cinco primeros pisos, y dirigían el ministerio desde los últimos tres, una disposición que les daba espacio de oficinas prácticamente a ningún costo. Este había sido otro de los brillantes manejos de Roald. Por supuesto, en realidad no necesitaban todos los tres pisos, pero el espacio permitía a Jan y Karen ocupar todo el último piso y también proveer un espacio a Roald como oficinas temporales para las frecuentes visitas que hacía. El departamento de correspondencia ocupaba el sexto piso y las oficinas administrativas el séptimo.
Jan entró y sonrió a la secretaria de la oficina, Nicki, quien estaba llenando una taza con café fresco.
—Buenas tardes, Nicki. Dicen que mucho de eso te matará, ¿sabes?
Ella se volvió, irradiando una amplia sonrisa.
—Por supuesto, y también las hamburguesas, los refrescos y todo lo demás que hace grande a este país.
—Buena respuesta. ¿Algún mensaje?
—Sobre tu escritorio. Roald y Karen están esperando en la sala de conferencias.
Ella le lanzó un guiño, y él supo que era debido a Karen. El compromiso entre ellos causaría un impacto en la oficina al menos durante otra semana. La idea de volver a ver a Karen le liberó de repente algunas mariposas en el estómago. Sonrió tímidamente y entró a su oficina.
Jan miró sobre el enorme escritorio de roble, vacío a no ser por el montón de mensajes a los que Nicki se había referido, y luego volvió a salir. La administración del ministerio estaba manejada ahora casi totalmente por el personal. Y con Karen al timón de las relaciones públicas él estaba relegado a aparecer y deslumbrar a las multitudes, dando sus conferencias, pero no mucho más. Eso y preocuparse de cómo sustentar este monstruo que había creado.
Abrió la puerta de la sala de conferencias.
—Hola, mis amigos. ¿Les importa si me uno?
Karen se paró de la mesa de conferencias y fue hacia él, ojos cafés centelleaban por encima de una débil sonrisa. El cabello le reposaba delicadamente sobre un vestido de color azul vivo. Santo Dios, ella era hermosa.
—Hola, Jan.
—Hola, Karen. Me alegro que hayas vuelto.
Ella llegó hasta Jan y él la besó en la mejilla. El pensamiento de una abierta relación romántica en la oficina aún lo hacía sentir incómodo. Aunque pareciera difícil; ella iba a ser su esposa.
—Te extrañé —le dijo él.
—Yo también te extrañé —contestó ella en voz suave, mirándole la elección de ropa y sonriendo; un poco insincero, pensó él—. Así que por lo que veo has estado jugando hoy.
—Imagino que podrías llamarlo así. Estuve en el parque.
Karen articuló un silencioso, ahhh, como si eso resolviera el misterio para ella.
Roald Barnes mostró una sonrisa de satisfacción, con toda la madurez y la gracia que se esperaban de un estadista maduro y canoso. Usaba apretada una corbata negra, enganchada alrededor de un cuello almidonado.
—Hola, Jan —saludó.
—¿Cómo resultó la reunión esta mañana? —preguntó Jan mirando a Karen—. ¿Negociando aún condiciones con nuestra editorial?
—Las reuniones, en plural, fueron… ¿cómo debería expresarlo? Interesantes —respondió Karen.
Ahora ella estaba poniéndose su forro profesional. Podía hacerlo de un momento a otro: un segundo la hermosa mujer, al siguiente una astuta negociadora con una extraña autoridad. A veces era amedrentadora.
—Bracken and Holmes rechazó la séptima impresión.
—¿Eso hicieron, eh? Caramba, caramba. ¿Y qué significa eso? —indagó él cruzando las piernas y echándose recostándose en la silla.
—Significa que debemos enfrentar algunas realidades —contestó ella aspirando prolongadamente y exhalando poco a poco—. Las ventas han caído en picada.
Jan miró a Roald. La sonrisa del hombre mayor había desaparecido.
—Ella tiene razón, Jan. Las cosas se han puesto bastante lentas.
—¿Crees que no estoy enterado? ¿Qué están ustedes señalando?
—Estamos diciendo que La danza de los muertos está casi muerta.
—¿Muerta?
La palabra pareció encender un interruptor en algún sitio de la mente de Jan; ocultó unas ansias de hablarle bruscamente al tipo, y al instante se extrañó por el enojo que sentía. La elección de palabras del hombre pudo haber sido mejor, pero solo estaba expresando la misma verdad que había merodeado en estos pasillos por semanas enteras.
—¿Qué pasó con Ojalá ella viva eternamente? Las cosas de esta naturaleza no mueren simplemente, Roald. Tienen vida propia.
—No en esta nación, no aquí. Si la gente no está comprando…
—No es un simple asunto de que la gente compre. He dicho eso mil veces. Lo digo en toda entrevista.
Súbitamente Jan se sintió acalorado en este pequeño salón, sin saber realmente la razón. Roald conocía bien la indignación básica de Jan por calificar el éxito del libro solo en cantidades. Después de todo, el libro trataba acerca de Dios. Entre cada página estaba la voz de Dios, gritándole al lector; insistiendo en que él era real, y en que estaba interesado y desesperado porque lo conocieran. ¿Cómo podía ese mensaje reducirse a cantidades?
—Creo que lo que Roald intenta decir —terció Karen lanzando una firme mirada a Roald—, es que nuestros ingresos se están agotando en el proceso de operacional. Otra impresión habría ayudado.
—Sabes muy bien, Jan, que lo que un año es ardiente podría ser frío al siguiente —explicó Roald—. Hemos disfrutado cinco años de luminosidad. Pero la luminosidad no cancela hipotecas. Y la última vez que revisé, tu hipoteca era más bien significativa.
—Estoy consciente de los costos, amigo mío. Tal vez olvidas que esta historia fue comprada con sangre. Con sangre y cinco años en prisión que podrían haberte matado en una semana. Podrás decir lo que quieras, ¡pero cuidado con cómo lo dices! El ardor le inundó el cuello. Tranquilo, Jan. No tienes derecho a ser tan defensivo.
Roald se mostró muy tranquilo.
—Reconozco mi error. Pero tú también deberías recordar que este mundo está lleno de personas que no están de acuerdo con tus sentimientos hacia Dios. Personas que cometieron las mismas atrocidades de las que has escrito. Y no olvides que fui yo quien en primer lugar hizo posible este libro. No soy tu enemigo aquí. Es más, me he desviado de la ruta para ayudarte a triunfar. Fui yo quien te convenció de que publicaras el libro en Estados Unidos. Fui yo el primero que persuadió a la editorial a poner esfuerzo mercantil detrás del libro. Fui yo incluso quien trajo a Karen a bordo.
—En realidad sí, lo hiciste. Pero no fuiste solo tú, Roald. Fue el libro. Fue la sangre del sacerdote. Fue mi tortura. Fue Dios, ¡y nunca deberías olvidar eso!
—Por supuesto que fue Dios. Pero no puedes lanzar tu propia responsabilidad sobre Dios. Todos nosotros hicimos nuestra parte.
—Sí, y mi parte fue pudrirme cinco años en una prisión, rogando a Dios que me perdonara por golpear a un sacerdote. ¿Cuál fue tu parte?
—En realidad no oigo ninguna queja respecto de la casa. O el auto, o todo lo demás. Ahora pareces muy cómodo, Jan, y por todo eso podrías agradecernos a Karen y a mí.
—Y yo renunciaría al instante al libro si burlara las vidas que lo inspiraron. —¿Lo harías, Jan?, pensó—. Si no entiendes eso, entonces no me conoces tan bien como una vez creíste. Esta montaña de metal y cemento es una idea abstracta para mí. Es el amor de Dios lo que busco, no la venta de mis libros.
Al menos en la mayor parte.
—Si te diriges hacia la oscuridad, ¿cuál se vuelve entonces tu mensaje? Vivimos en un mundo real, amigo mío, con gente real que lee libros reales y que necesita amor real.
Ambos hombres se miraron, en silencio tras sus arrebatos. En realidad esto no era poco común, aunque casi nunca con esta intensidad. Jan quería decirle a Roald que no conocería el verdadero amor aunque este le mordiera el corazón, pero estaba consciente que habían ido muy lejos. Tal vez demasiado lejos.
—Bueno, bueno —expresó Karen en voz baja—. La última vez que comprobé, todos aquí estábamos del mismo lado.
Ella tenía una débil sonrisa, y Jan creyó que Karen podría estar realmente orgullosa de él por pararse con tanta firmeza. Era inspirador, ¿verdad? En una pequeña forma la situación era como Nadia parada frente el rostro de Karadzic. En una forma muy débil.
El calor del momento desapareció como vapor en la noche.
—Bueno, como yo estaba diciendo antes de que este tren se descarrilara —continuó Karen—, las reuniones fueron interesantes. No dije que fueran desastrosas. Quizás debí haber sido un poco más clara; podríamos haber evitado este fuerte intercambio filosófico.
Ella miró directamente a Jan con esos hermosos ojos cafés y le guiñó.
—Bracken and Holmes pudo habernos rechazado, pero hay otros jugadores en este malo y perverso mundo en que vivimos. Y en consecuencia, después de todo es posible que yo haya encontrado nueva vida para La danza de los muertos. Sin juegos de palabras, desde luego.
—¿Cuál sería? —inquirió Jan.
Ella miró a Roald, quien ahora sonreía. Así que él también lo sabía. Jan la miró.
—¿Qué? La editorial los ha rechazado, por tanto ¿cuál fue esa otra reunión? ¿Han convocado ustedes otra gira de entrevistas?
—¿Gira de entrevistas? Ah, creo que habrá giras de entrevistas, cariño.
Ella estaba explotando la situación, lo cual representaba una rima en los ecos del intercambio de Jan con Roald.
—Habla entonces. Es obvio que lo sabes muy bien, Roald, así que deja esta tontería y dime.
—Bueno, ¿cuál supondrías que es la manera más ambiciosa de presentar tu libro a las masas?
—¿Televisión? Tienes otra aparición televisiva.
—Sí, sin duda también habrá algunas más —informó ella reclinándose en la silla y sonriendo—. Piensa en grande, Jan. Piensa lo más grande que puedas.
Él pensó. Estaba a punto de decirles que continuaran cuando se le ocurrió.
—¿Un film?
—No solo un film, Janjic. Un largometraje. Una película de Hollywood.
—¿Una película?
La idea le dio vueltas en la cabeza, sin conectar aún. ¿Qué sabía él de películas?
—Y si jugamos correctamente las cartas —añadió Roald—, el acuerdo será nuestro dentro de una semana.
—¿Y cuál es el acuerdo?
—Me reuní con Delmont Pictures esta mañana… en realidad la cuarta reunión —expresó Karen levantando el lápiz hasta la boca y dándose golpecitos en la barbilla—. Han ofrecido comprar los derechos de la película para el libro por cinco millones de dólares.
—¿Delmont Pictures?
—Una subsidiaria de Paramount. Muy emprendedora y cargada de dinero en efectivo.
Jan se reclinó en la silla y pasó la mirada del uno al otro. Si no se equivocaba aquí, le estaban diciendo que Delmont Pictures estaba ofreciendo cinco millones de dólares para hacer del libro una película.
—¿Cuándo?
—Primero el acuerdo, Jan —apaciguó Roald sonriendo—. Los programas vendrán después de hecho el trato. En realidad es una maravilla que aún tengamos los derechos de la película. La mayoría de editoriales agarran los derechos al firmar el primer contrato. Hubo una parte de intervención divina.
—¿Cuándo negociaron esto?
—En las últimas semanas.
—¿Así que ustedes me están diciendo que ellos quieren hacer una película de La danza de los muertos? —preguntó Jan asintiendo, aún perplejo.
Karen intercambió una rápida mirada con Roald.
—En cuanto a las conversaciones. Quieren hacer una película acerca de ti —informó ella mordisqueando el lápiz mientras hablaba—. Acerca de toda tu vida. Desde la época de niño en Sarajevo hasta la publicación de tu libro. Una historia tipo «de la pobreza a la riqueza». ¡Es perfecta! ¡Imagínatela! ¡No podrías llevar esto a la ficción aunque lo intentaras!
Hasta cierto punto La danza de los muertos contenía la historia de su vida, por supuesto. Pero era mucho más una historia de despertar espiritual.
—¿De pobreza a riqueza? Mi historia no es un relato «de la pobreza a la riqueza».
Roald carraspeó y ahora Jan comprendió por qué el hombre mayor le había llamado la atención anteriormente. Él había sabido que esto iba a ser un escollo, esta forma de tomar la vida de Jan de pobreza a riqueza, y ahora el hombre ya había sostenido agresivamente su posición en un golpe anticipado. El tipo no era idiota.
—Escucha ahora, Jan. Escucha cuidadosamente. Este es un trato que deseas hacer. Es un acuerdo que pondrá tu historia en los corazones de incalculables millones que nunca soñarían con leer tu libro. La clase de personas que tal vez podrían sacar el mayor provecho a la historia: seres tan ocupados con sus propias vidas que no pueden sacar tiempo para leer; individuos tan totalmente inmersos en la mediocridad que ni siquiera han pensado en vivir por una causa, mucho menos morir por alguna. Ahora —Roald hizo una pausa y puso las dos manos sobre la mesa ante él—. Comprendo que ellos quieran este giro en la historia, pero debes aceptar esta propuesta. Salvará tu ministerio.
—Yo no estaba consciente de que mi ministerio necesitara salvación, Roald.
—Pues así es. Está condenado.
Son las almas de hombres las que están condenadas, no edificios y ministerios, quiso exponer Jan, pero decidió callar. Ya había desafiado suficiente a Roald para una jornada. Además, había algo de verdad en lo que el anciano estadista decía.
—Él tiene razón, Jan —apoyó Karen—. Sabes que tiene razón.
Eso fue medio declaración, medio pregunta.
Él la miró y vio que ella le imploraba. Por favor, Jan, sabes que hay momentos para hacerse el machito y momentos para confiar y aceptar. Y puedes confiar en mí, porque eres más que un socio comercial para mí. Eres un hombre para mí. Di que sí.
Entonces le vino una idea al mirarla. La idea de que ella estaba desesperada por este acuerdo. Quizás tan desesperada por el acuerdo como por él.
—Sí —dijo mirando en lo profundo de los ojos de la mujer. Ella era hermosa; era sorprendente, dulce y brillante—. Tal vez ustedes tengan razón.
Karen sonrió, y un momento transcurrió entre ellos.
—Eres asombrosa —reconoció él, moviendo la cabeza de lado a lado.
Ella sonrió y los ojos le centellearon con otra declaración. Somos perfectos juntos, Jan Jovic.
—Bueno entonces —expresó Roald levantando la taza de café para un brindis—, lo volveré a decir, y esta vez comprenderás. Que viva para siempre La danza de los muertos.
Jan sonrió al hombre y levantó su propia taza. Ahora tenía sentido toda la reunión con los líderes.
—Que viva para siempre —repitió.
Luego rieron. Llamaron a Nicki y le hablaron del acuerdo con Delmont Pictures, y durante la tarde charlaron de las nuevas posibilidades que esto abriría para el ministerio. Hasta enviaron a Steve por sidra espumante de manzana, y le pidieron a Betty, John y Lorna que reunieran a todos los empleados en el departamento de correspondencia, donde anunciaron el acuerdo. Se hicieron un centenar de brindis y el doble de felicitaciones, a pesar de la advertencia de Karen de que el asunto no se había finiquitado. No todavía. ¿Pero se finiquitaría? Bueno, sí. ¡Adelante entonces! ¡Felicitaciones! ¡Y también felicitaciones por el compromiso! Ustedes dos nacieron el uno para el otro.
Betty abrazó a John, quien casi la doblaba en tamaño; Steve lanzó al aire la gorra de chofer dando un grito; hasta Lorna, la flacuchenta y conservadora directora de finanzas, los sorprendió a todos al fingir que danzaba con la taza de té, antes de sonrojarse por las risas de sus compañeros.
Se determinó que la ejecución del contrato avanzara a velocidad vertiginosa. Firmarían los documentos el viernes en la Gran Manzana, suponiendo que convinieran en la factibilidad del proyecto, siempre y cuando se relacionara con la vida de Jan. El primer pago vendría al momento de firmar: un refrescante millón de dólares.
—Tenemos que celebrar con una cena —le dijo Jan a Karen en un reservado momento a solas.
—Sí, celebraremos. Y tenemos mucho para celebrar —añadió ella guiñando un ojo; cada mirada entre ellos parecía que destilaba miel, pensó él—. Por desgracia tengo una conferencia telefónica con el estudio de Nueva York a las seis y media de nuestro horario. ¿Qué tal una cena nocturna o un postre?
—Me conformaré con el postre. ¿Ocho en punto?
—A las ocho está bien —convino ella acariciándole la mejilla con el dorso del dedo—. Te amo, Jan Jovic.
—Yo también te amo, Karen.