P: Algunos lo han criticado por su atención a los detalles en el sufrimiento de los mártires. Aseguran que no es decente que un escritor cristiano haga tanto hincapié en tal dolor. ¿Cruza usted la línea entre la descripción realista y el voyerismo?
R: Por supuesto que no. El realismo nos permite participar en el sufrimiento de alguien, y del voyerismo se extrae placer. Ambas cosas son como el blanco y el negro. No obstante, muchos cristianos cerrarían las mentes al sufrimiento de los santos; esa no fue la intención de Cristo. Él sabía que sus discípulos querrían olvidar, por eso les pidió que bebieran la sangre y comieran el cuerpo en memoria de él. El escritor de Hebreos nos dice que imaginemos que estamos allí, con aquellos en sufrimiento. Pregunto: ¿Por qué la iglesia está tan ansiosa de huir de ello?
JAN JOVIC, AUTOR DEL ÉXITO
DE LIBRERÍA LA DANZA DE LOS MUERTOS;
ENTREVISTA CON WALTER CRONKITE, 1961
El diminuto brote verde en la base del rosal moribundo de Nadia había crecido cinco centímetros durante la noche. Cinco centímetros de crecimiento era demasiado para una noche. A menos que el recuerdo que Ivena tenía de la mañana anterior fuera confuso, y el brote ya hubiera tenido entonces cinco centímetros.
Ivena se inclinó sobre la marchita planta y pestañeó ante la extraña escena. El pequeño cogollo se curvaba ligeramente hacia arriba, como un dedo relajado. La textura del tallo era diferente al de cualquier otro tallo de rosa que ella había visto. Tampoco era tan oscuro.
Acarició con suavidad la base del retoño. Todo parecía indicar que se trataba de un injerto, lo cual solo podía significar una cosa: Que ella hubiera injertado este cogollo en el rosal de Nadia.
Y que luego lo hubiera olvidado.
Era posible, ¿verdad? Ella pudo haber estado tan consternada por la posibilidad de que el rosal de Nadia muriera, que la mente le eliminó toda una secuencia de acontecimientos. Pudo haber sido una semana antes, en realidad, y al considerar el desarrollo había sido una semana atrás. Por lo menos.
El timbre sonó, e Ivena se sobresaltó. Tal vez sería una entrega. Los bulbos que había pedido la semana pasada. Se quitó los guantes, se limpió las manos en el delantal y atravesó la pequeña casa hacia la puerta principal.
Observó por el ojo mágico y vio dos personas en el porche, una de las cuales era… ¡Janjic! ¡Qué agradable sorpresa! Abrió la puerta.
—¡Janjic! ¡Entra, entra!
Ivena se inclinó y dejó que Jan la besara en cada mejilla. Él vestía una camisa beige muy gastada y sin cuello, estilo bosnio, y la colonia le olía muy fragante cuando se inclinó para besarla.
—Ivena, quiero presentarte a Helen.
Las líneas oscuras alrededor de los ojos de Janjic se arrugaron con una nerviosa sonrisa. Se pasó la mano por el cabello. Ivena miró a la joven mujer al lado de Janjic. Cualquier amiga de Jan sería amiga suya, pero sin duda esta era extraña. Para empezar, la chica de ojos azules parecía como si alguien le hubiera drenado la sangre del rostro; ella sonrió muy amablemente, pero hasta los labios estaban pálidos. Y el cabello no había sido lavado al menos en días. La camiseta y los jeans le daban una apariencia muy juvenil. ¡Santo cielo! ¿En qué andaba Janjic?
—Hola, querida. Mi nombre es Ivena. Entra. Por favor, entra. ¿Y Steve? —preguntó, mirando el Cadillac—. ¿Se unirá a nosotros?
—No, no me puedo quedar mucho tiempo —informó Janjic, alisándose la ceja.
Entraron a la casa y siguieron a Ivena hasta el pequeño comedor. Ella tenía pan en el horno y el reciente aroma flotaba por toda la casa. Ivena no comprendía por qué los estadounidenses compraban pan cuando lo podían hacer tan fácilmente. El pan era para olerlo y sentirlo; era para hacerlo, no solo para comerlo.
—¿Te gustaría beber algo, Janjic?
—No estoy seguro…
—Por supuesto que te gustaría. Debemos beber algo juntos mientras me hablas de tu nueva amiga —anunció ella volviéndose y guiñándole un ojo a Jan.
—Sí. Sí, está bien —asintió Jan al tiempo que sacaba una silla de la mesa, e Ivena pudo ver que las mejillas del serbio se habían sonrojado un poco.
Helen no respondió. Los ojos recorrían nerviosamente la casa. Parecía como un ave salvaje recién enjaulada. Una paloma, quizás, con piel suave y blanca, pero al mismo tiempo asustada e incómoda.
—Siéntate, querida. Todo está bien. Nos serviremos un poco de té.
Cinco minutos después se hallaban alrededor de una pequeña tetera azul y tres tazas de porcelana con té humeante, sorbiendo el líquido caliente. Pero en realidad solo Ivena y Janjic sorbían. La muchacha levantó la suya y se la llevó a los labios, pero la volvió a poner en el platillo sin beber. Ivena sonrió con educación y esperó, asombrada ante la presencia de esta extraña mujer sentada entre ellos.
Jan parecía como si no estuviera muy seguro de cómo empezar, así que Ivena le ayudó.
—Bueno, simplemente dime Jan. ¿Qué te gustaría que yo supiera respecto de Helen?
—Sí. Bueno, aquí tenemos una dificultad. Helen se halla en cierto problema. Necesita ayuda.
Ivena miró a Helen y sonrió.
—Pero por supuesto, cariño. Pude ver esto en el momento en que abrí la puerta.
—Así de mal, ¿eh?
—Me temo que sí —asintió Ivena—. ¿Cuál es el problema, niña? Estás pasándola mal, lo veo.
Helen pestañeó.
—No es por ofenderte, cariño. Pero parece como si acabaras de salir arrastrándote de una alcantarilla —expresó Ivena.
La piel alrededor de los ojos color avellana de Jan se arrugaron en una sonrisa de disculpa.
—Tendrá que perdonar a Ivena, en realidad a ella no le gusta andar con rodeos.
—¿Y preferirías que ande con rodeos, Janjic?
—Desde luego que no. Pero Helen podría preferir un poco de discreción.
Ivena inclinó la cabeza.
—Tal vez yo ya tenga más de cincuenta años, pero sinceramente eso no me ha afectado la vista —declaró, luego miró a Helen—. Y mi vista me dice que lo que menos necesita tu apreciada Helen es que se ande con rodeos. Ella muy bien podría necesitar un baño y un poco de comida caliente, pero estoy segura que ya ha visto suficiente uso habilidoso de palabras.
Helen los observaba con ojos bien abiertos, cambiando la mirada de él a ella.
—¿Qué dices, querida? —preguntó Ivena.
—¿Qué… acerca de qué?
—¿Te gustaría hablar directamente o andar con rodeos?
—Hablar directamente —contestó, después de mirar a Jan y de hacer acopio de fuerzas.
—Sí. Pensé eso mismo. ¿Dónde entonces te encontró mi famoso escritor?
—En realidad, Jan tal vez me salvó la vida —confesó Helen.
—¿Te salvó la vida? —cuestionó Ivena arqueando las cejas—. ¿Hiciste esto, Janjic?
—La estaban persiguiendo en el parque y yo tenía el Cadillac. Era lo menos que podía hacer.
—Por consiguiente la trajiste aquí para ponerla a buen recaudo, ¿no es así?
—No fue idea mía, lo juro —se disculpó Helen rápidamente—. Él me pudo haber dejado en cualquier esquina. De veras.
Ivena miró cuidadosamente a la muchacha. A pesar de la roña y la suciedad que la cubrían, la joven tenía una mirada fresca en el rostro. Cierta ausencia de presunción.
—Bueno, sin duda yo estaría de acuerdo con él, querida mía. Puedo ver que la esquina no es un lugar para ti. Él hizo bien en traerte aquí, creo. ¿Te contó Janjic cómo se convirtió en amigo mío?
—No. Él dijo que usted era tan amable como él.
—¿De veras? ¿Y encuentras que él es un hombre amable?
—Sin duda. Sí, estoy segura —respondió Helen, mirando a Jan, quien sonrió torpemente.
—Entonces supongo que hay esperanza para todos —bromeó Ivena—. Eso te incluye a ti, querida.
—¿Está sugiriendo que necesito ayuda? Como dije, la esquina habría estado bien. No estoy aquí pidiendo ayuda.
—Tal vez no, pero te gustaría recibirla, ¿verdad?
Helen sostuvo la mirada de Ivena por un instante y luego miró hacia otro lado y encogió los hombros.
—Me las puedo arreglar.
—¿Arreglar qué?
—Arreglármelas como siempre lo he hecho.
Ivena arqueó una ceja, pero contuvo la lengua. Quizás esta pequeña y andrajosa drogadicta les había sido enviada. Tal vez Helen jugaba una parte.
—¿Qué crees, Janjic?
—No sé —contestó él.
Helen miraba del uno al otro.
—¿Quieres que la tenga aquí?
—Tal vez.
—Esperen un minuto —terció Helen, mirando entre ellos—. No creo que…
—Bueno, seguramente no se puede quedar en la oficina —interrumpió Ivena—. Karen tendría reparos, te puedo asegurar eso.
—¿Karen? —inquirió Helen.
—La representante de Janjic —explicó Ivena con una sonrisita—. Su novia.
—¿Ha considerado usted la posibilidad de que quizás yo no quiera quedarme aquí? —objetó Helen mirándolo con una ceja arqueada.
—¿Y adónde irías? —preguntó Ivena—. ¿Otra vez donde quienquiera que te haya hecho ese moretón en el cuello?
—No —respondió Helen parpadeando; sin duda la muchacha no había esperado eso.
—¿Adónde más entonces?
—No sé. ¡Pero no me puedo quedar aquí! Ustedes no tienen idea cómo es mi vida.
—No pienses eso. En realidad, parece muy claro. Nunca has comprendido el amor y por tanto en tu búsqueda te las has arreglado para mezclarte con las personas equivocadas. Has maltratado tu cuerpo con drogas y con conducta indecorosa, y ahora estás huyendo de esa vida. Y tal vez lo más importante es que ahora estás sentada entre dos almas que entienden el sufrimiento.
Helen miró a Ivena como si acabara de estirar una mano a través de la mesa y la hubiera abofeteado.
—Estás huyendo, ¿no es verdad? —indagó Ivena en voz baja.
—No sé —contestó Helen.
—Desprecias tu pasado, ¿no es así? En momentos de claridad, Helen, odias lo que te ha sucedido y ahora harías cualquier cosa por salirte de eso, ¿verdad? Arriesgarías tu propia vida para escapar de este monstruo que te respira en la espalda.
Un pesado manto pareció caer sobre ellos. La respiración se les dificultó. Esta era la manera sencilla en que Ivena trataba con la verdad. Sí, por supuesto que durante su vida se las había arreglado para ofender a algunos. Pero quienes buscaban la verdad siempre recibían de ella el planteamiento directo como podrían recibir una fuente de agua en el caluroso desierto. Y sin duda ella no era de las que trataba la verdad con guante de seda; esto más bien parecía irreverente al compararlo con la educación que recibiera en Bosnia. Cuando resistió la muerte de Nadia.
—Te han hecho mucho daño, querida niña. Lo veo en tus ojos. Lo siento en mi espíritu. Eso es algo que tenemos en común, tú y yo. A las dos nos han arrancado el corazón.
Una neblina cubrió los ojos de Helen. Ella pestañeó, obviamente incómoda, quizás llena de pánico ante la emoción que la invadía.
Un nudo se le formó a Ivena en la garganta y tragó grueso. En ese momento supo que frente a ella una criatura pedía a gritos que la liberaran. Muy profundo detrás de esos ojos azules gemía un alma, confundida y aterrada.
Ella inspeccionó a Janjic. Él miraba a Helen, con la boca levemente abierta. Jan también había visto algo dentro de la joven, pues se le movía la manzana de Adán. Ivena se dirigió otra vez a la muchacha. Una lágrima se le deslizó por la mejilla derecha.
—Estarás a salvo conmigo, Helen.
La joven miró rápidamente alrededor, luchando ahora por controlarse. No estaba acostumbrada a mostrar sus emociones, eso era evidente. Entonces carraspeó.
—Todo estará bien. Aquí puedes llorar —expresó Ivena.
Esto demostró ser la gota que derramó el vaso. Helen hundió la cabeza entre las manos, sofocando un suave sollozo. Ivena le puso una mano en el hombro y se lo frotó suavemente.
—Shhh… Todo está bien, querida.
Helen lloró y meneó la cabeza. Le sobresalían las venas del cuello, y batalló por respirar.
—Jesús, amor de nuestras almas, ama a esta muchacha —susurró Ivena, y dejó que sus propias emociones surgieran con el momento; esta dulce y tierna tristeza que le salía del fondo del estómago y le florecía en la garganta.
Miró a Janjic.
Los ojos de él miraban abiertos de asombro.
A Ivena le vino a la mente que Jan no necesariamente estaba viendo o sintiendo lo que ella veía y sentía. Ivena preguntó con las cejas arqueadas. ¿Qué es, Janjic? ¿Qué pasa?
Janjic tragó saliva y carraspeó. Echó la silla hacia atrás y se levantó vacilante, conteniéndose.
—Quizás debería irme —manifestó—. Tengo una reunión con Karen a la que debo asistir.
Asintió hacia Ivena.
—Te llamaré más tarde —informó él.
Helen no levantó la cabeza. Ivena siguió frotándole los hombros, asombrada de la extraña conducta de Janjic. O tal vez ella estaba interpretando más de lo que era justo. A menudo los hombres se sienten incómodos junto a mujeres que lloran. Pero por lo general Janjic no era esa clase de hombre.
—Gracias, Janjic. Estaremos bien.
Él le dio una mirada más a Helen y luego salió.
Ivena oyó abrirse la puerta principal, y luego cerrarse. Se olvidó por el momento de la rara conducta de Janjic y se enfocó en la joven mujer inclinada sobre la mesa.
—No hay nada que temer, querida niña. ¿Um? —declaró acariciándole a Helen la mejilla con un dedo—. Hablaremos. Te diré algunas cosas que te harán sentir mejor, te lo prometo. Luego podrás contarme lo que desees.
Helen sollozó profundamente.
Una fugaz imagen de su rosal muerto con su extraño y nuevo injerto pasó por la mente de Ivena, pero lo desechó rápidamente. Quizás más tarde le mostraría el jardín a Helen.
Glenn Lutz caminaba de un lado al otro por el piso de baldosa negra, pasándose los dedos por la barba, sintiéndose como si le hubieran hecho un nudo en el estómago. Esperaba alguna clase de noticia. Debería llamar a Charlie a fin de que pusiera a sus patrulleros policiales en la calle para buscarla; eso es lo que debería hacer. Pero nunca antes había pedido al detective y a sus amigos que llegaran tan lejos, no por una muchacha. Charlie nunca entendería. Nadie entendería… no esto.
Pero hombres habían muerto antes por amor. Glenn pensó que ahora comprendía por qué Shakespeare había escrito Romeo y Julieta. Él sintió la misma clase de amor. Este sentimiento de que nada en el mundo importaba si no lograba poseer al amor deseado.
Y cuando recobrara a Helen tendría que enseñarle un poco de agradecimiento. Sí, Helen debía entender cuán destructivo era en realidad este insensato juego de ella. Si era verdad lo que Beatrice dijo respecto a que se estaban perjudicando los intereses comerciales de él, y por supuesto que era verdad, entonces en realidad era culpa de Helen, no de él. Era culpa de Helen porque ella lo había poseído. Y si ella no lo había poseído, entonces lo había hecho el mismísimo Satanás.
Oyó que llamaron a la puerta. Glenn giró la cabeza hacia las puertas dobles.
—Adelante —dijo, y respiró hondo, se agarró las manos detrás de la espalda, y extendió las piernas.
Buck y Sparks entraron. Ya habían vuelto… solos. Lo cual solo podría significar una cosa. Glenn se tragó las ansias de gritarles, ahora, antes de que hablaran; ya sabía lo que iban a decir. Frescas gotas de sudor le aparecieron en la frente.
Los hombres daban pasos cortos sobre la baldosa, aunque caminar a pasos cortos no era algo común para hombres con más de ciento veinte kilos de peso. Ellos le recordaron a dos búfalos vestidos con ridículos trajes negros, andando en puntillas por un lecho de tulipanes, y suprimió otra vez la creciente furia. Por supuesto que estos tipos no eran de esta clase, y él lo sabía bien. Él solo empleaba a los mejores, y estos dos eran eso y más. Cualquiera de estos dos podía triturarlo con unos cuantos golpes macizos, y él no era un tipo pequeño. Sin embargo, pensaría de ellos como le diera la gana. Así era como rechazaba la intimidación, y el asunto funcionaba bien.
Ellos se detuvieron a través del salón y lo miraron, aún con los anteojos de sol puestos.
—Quítense esas ridículas cosas del rostro. Parecen dos colegiales atrapados fumando en el baño.
Ellos lo obligaban, pero aún no le ofrecían una razón para esa aparición no solicitada. Glenn solamente los miró por unos momentos, pensando en que en realidad debería acercárseles y golpear la cabeza del uno contra la del otro. Giró lentamente la cabeza hacia el costado, manteniendo la mirada fija en ellos. Carraspeó y escupió en el piso. Un escupitajo salpicó el suelo. Ellos aún no decían nada.
—Ustedes temen decirme que ella escapó, ¿no es así? —les dijo; claro que eso había pasado, y el silencio de los hombres le produjo calor en la nuca—. Están parados allí petrificados porque dejaron que una simple chica, que no pesa más que una de las piernas de ustedes, se les escape, ¿es así?
Los miró con ojos entrecerrados.
Pero ellos siguieron sin hablar.
—¡Hablen! —gritó Glenn—. ¡Digan algo!
—Sí —contestó Buck.
—¿Sí? ¿Sí?
Un pensamiento le interrumpió toscamente la deliberada descarga que sentía: Ella ha desaparecido, Glenn.
Contuvo la lengua, respirando con dificultad. Ellos la habían dejado ir y tendrían que pagarlo. No obstante, ¿qué significaba eso? Significa que Helen ha desaparecido. ¡Despareció! Una descarga de pánico le desgarró la columna. Un profundo terror que le produjo un temblor en las manos, que fue seguido inmediatamente por otro temor de que estos dos cerdos le hubieran visto el pavor.
—¿Dónde? —preguntó bruscamente.
—En el parque, señor. Un hombre se la llevó en su auto.
Ahora el calor le envolvió el cerebro. Dejó caer los brazos a los costados.
¿Un hombre?
—¿Qué quieres decir con un hombre? —inquirió sin poder evitar el temblor en la voz—. ¿Qué hombre?
—No lo sabemos, señor.
—Conducía un Cadillac blanco —agregó Sparks.
—¿Me están diciendo que ella se fue en el auto de otro hombre?
—Sí.
Glenn luchó contra una oleada de náuseas. El salón se le desenfocó por un breve momento.
—¿Y ustedes los siguieron? Díganme que los siguieron.
Sparks miró a Buck. Eso era todo lo que Glenn necesitaba saber.
—Sin embargo, ¿obtuvieron ustedes un número de placa? —preguntó, con voz que parecía desesperada, pero por el momento ya no le importaba.
—Bueno, señor, lo intentamos, pero todo sucedió con mucha rapidez.
—¿Lo intentaron? —rugió Glenn burlonamente, frunciendo el ceño de modo profundo—. ¡Lo intentaron ustedes!
El hombre se estaba deslizando por un tenebroso abismo en la mente… se dio cuenta de eso aun cuando estaba arremetiendo.
—No les pagué para intentarlo. ¡Les pagué para que la trajeran de vuelta! En vez de eso ella se les ha escapado tres veces en dos días. ¿Y tienen el descaro de entrar a mi oficina y decirme que ni siquiera tuvieron la sensatez de apuntar un número de placa?
Ellos lo miraron, paralizados.
El hombre había matado algunos individuos y era siempre en este estado mental que jalaba el gatillo. Esta clase de furia ciega que hacía flotar al mundo en una niebla sombría. Glenn cerró los ojos y se quedó allí parado temblando, sin saber qué decir, sin poder pensar excepto para reconocer que todo esto era una equivocación. Una pesadilla increíble. No solo acababa de tropezarse con Helen… él había sido guiado hacia ella. La mano del destino lo había premiado con este regalo exclusivo, este bocado especial de felicidad. Él la había rescatado del foso del infierno y no estaba dispuesto a perderla. ¡Nunca!
Hay personas aquí, Glenn. Estos dos búfalos están viendo que te pones como un loco. Contrólate.
Respiró una vez muy hondo y abrió los ojos. El sudor le hizo arder los globos oculares. Dio un paso hacia ellos. Quizás una pruebita de locura les vendría bien. Pondría temor de Dios en ellos, al menos. Caminó con brío hacia el escritorio, sacó del cajón superior una pistola semiautomática, y corrió aprisa hacia los hombres. Los ojos de ellos se abrieron de par en par.
Levantó la pistola y disparó velozmente, a cada uno en el brazo, pum, pum, aun antes de haber tenido oportunidad de considerar detenidamente el asunto. Las detonaciones resonaron en el salón. En realidad le disparó a Sparks en el brazo; el disparo para Buck salió un poco más alto y le pegó en el hombro. Sparks se quejó y emitió una larga sarta de maldiciones, pero Buck solo se puso una mano sobre el agujero abierto en la camisa; los ojos se le humedecieron, pero se negó a mostrar dolor. Por un breve momento Glenn creyó que ellos se le vendrían encima y reaccionó rápidamente.
—¡Cállate! ¡Cállate!
Sparks se calmó, rechinando los dientes.
Glenn dirigió la pistola hacia ellos.
—Si ella no está en mi oficina dentro de tres días, ustedes dos estarán muertos. ¡Ahora salgan de mi piso!
Ellos lo miraron con rostros enrojecidos.
—¡Váyanse! —exclamó apretando los ojos y respirando lentamente.
Ellos se volvieron y salieron corriendo del salón.
Glenn fue hasta el escritorio y se dejó caer pesadamente. Si esto no resultaba podría muy bien utilizar la pistola en sí mismo, pensó. Desde luego que había otras maneras de rastrearla. Emplearía todo recurso a su disposición para hallarla. Un Cadillac blanco. ¿Cuántos Cadillac blancos podrían estar registrados en esta ciudad? ¿Veinte? ¿Cincuenta? El idiota que se la había llevado acababa de cometer la equivocación más grande de la vida. Oh, sí, más te vale que te empieces a calentar, nena, porque Lutz anda de cacería tras ti.
Dejó caer la cabeza en el escritorio y gimió.