Atlanta, Georgia, 1964
Ivena estaba de pie en el pequeño invernadero contiguo a su casa, y frunció el entrecejo al mirar el desfalleciente rosal. Las otras plantas no se habían afectado… crecían bien a su alrededor, centelleando con gotas de rocío. Un lecho de híbridos tulipanes de la especie Darwin florecía en relucientes colores rojo y amarillo a lo largo de la transparente estructura del invernadero. Detrás de la mujer, contra la sólida pared de la casa, una huerta de orquídeas color púrpura llenaba el aire con su agradable aroma. Una docena más de otras especies de rosas crecía en compartimientos bien arreglados; ninguna de esas plantas estaba infectada.
Pero en el transcurso de cinco días este particular rosal había perdido las hojas y se había marchitado, lo cual era un problema porque no se trataba de una planta cualquiera. Era el rosal de Nadia.
Ivena revisó los espinosos tallos secos, buscando señales de enfermedad o de alimañas. Ya había experimentado una cantidad de remedios, desde pesticidas hasta una variedad de agentes de cultivo, todo en vano. La planta era una serbia roja de la familia de las saxifragáceas, cortada de la mata que ella y la hermana Flouta plantaran al pie de la cruz.
Al salir de Bosnia hacia Atlanta, Ivena se empeñó en tener un invernadero, lo cual era el único vínculo irrompible con su pasado. Ella manejaba un pequeño pero excelente negocio vendiendo flores a tiendas locales en Atlanta, pero el verdadero propósito para tener el invernadero era este rosal, ¿verdad? Sí, ella sabía eso con tanta certidumbre como saber que le fluía sangre por las venas.
Y ahora el rosal de Nadia estaba agonizando. O quizás muerto.
Ivena se puso una mano en la cadera y se pasó la otra por la canosa cabellera. En sus sesenta años había cuidado cien especies de rosas y nunca jamás había visto algo parecido. Cada capullo de la planta de Nadia era invalorable. Si hubiera una rama viva injertable, la cortaría y la cuidaría hasta que sanara. Pero todas las ramas parecían aquejadas.
—Oh, querida Nadia, ¿qué debo hacer? ¿Qué voy a hacer?
No se pudo contestar por la sencilla razón de que no sabía qué hacer. Nunca había considerado la posibilidad de que esta planta, emblema de su florido jardín, pudiera agonizar en algún momento sin ningún motivo aparente. Era absurdo.
Ivena volvió a revisar las ramas, esperando que se hubiera equivocado. Tierra seca le ensució los dedos, ya no tan jóvenes o tan suaves como fueran una vez; pero años de trabajar delicadamente entre espinas los habían conservado hábiles. Llenos de gracia. La mujer podía pasar la mano por todo un rosal con los ojos cerrados sin llegar a tocar una espina, pero hoy se sentía torpe y envejecida.
De repente se quebró la rama que tenía entre los dedos. La mujer pestañeó. El tallo estaba tan seco como una mecha. ¿Cómo se pudo arruinar tan rápido? Se preguntó esto moviendo la cabeza de lado a lado. Pero al instante algo le llamó la atención y se quedó helada.
Inmediatamente, y debajo de la rama que se había roto, un pequeño retoño verde salía del tronco principal. Eso era extraño. Ivena inclinó la cabeza para mirar más de cerca.
El retoño sobresalía solo un centímetro, casi como un tallo de pasto. Ivena lo tocó con delicadeza, temerosa de destrozarlo. Y al hacerlo vio la diminuta rajadura en la corteza a lo largo de la base de ese brote.
Ella contuvo el aliento. ¡Extraño! ¡Parecía un pequeño injerto!
Pero Ivena no había injertado nada en la planta, ¿correcto? No, desde luego que no. Recordaba cada paso de los cuidados que le había prodigado a este rosal durante los últimos cinco años, y ninguno incluía un injerto.
Parecía como si alguien hubiera abierto un corte en la base del rosal e injertado este cogollo verde, el cual tampoco parecía un injerto de rosa. El tallo tenía una coloración verde más clara. Así que quizás ni siquiera se trataba de un injerto. Tal vez era alguna clase de parásito.
Ivena exhaló lentamente y volvió a tocar el retoño, que estaba sano en el punto de inserción.
—Um.
Se irguió y fue hasta la mesa redonda donde una taza blanca de porcelana aún humeaba con té; se la llevó a los labios. El delicioso aroma le calentó las fosas nasales, y ella hizo una pausa, observando entre los espirales de humo.
Desde esta distancia de tres metros el rosal de Nadia parecía la zarza ardiente de Moisés, pero consumida por el fuego y totalmente negra. Ramas muertas surgían de la tierra como garras desde una tumba. Muertas.
Excepto por ese diminuto retoño verde en la base.
En realidad era muy extraño.
Ivena se dejó caer en la vetusta silla de madera al lado de la mesa, mirando aún el rosal por sobre la taza de té. Se sentaba aquí cada mañana a tararear, sorber el té, y susurrarle palabras al Padre. Pero hoy la escena ante ella estaba poniendo las cosas patas arriba.
—¿Qué estás haciendo aquí, Padre? —preguntó en voz baja, bajando un poco la taza sin haber bebido.
No necesariamente que Dios estuviera haciendo algo. Los rosales morían, después de todo. Quizás con menos estímulos que otras plantas. Pero sobre Ivena se había arraigado una sensación de efectos resultantes, a la que no podía hacerle caso omiso.
Al otro lado de los lechos de exuberantes flores ante ella estaba esta zarza muerta… una horrible marca negra sobre un paisaje de relucientes colores. Sin embargo, en el ennegrecido tallo ese injerto imposible.
—¿Qué estás señalando aquí, Padre?
Ivena no oyó la respuesta del Señor, pero eso no significaba que él no estuviera indicando algo. Hasta donde ella sabía, él podría estar gritando, lo cual aquí en la tierra podría venir a través de un lejano susurro, fácilmente confundido con el sonido de una suave brisa. En realidad el invernadero estaba sumido en un silencio mortal. Ivena sentía algo más, y podía simplemente tratarse de una corriente que le produjo picazón en el cabello, o de una ligera emoción del pasado, como la voz de Dios.
Sin embargo, la escena ante ella comenzó a friccionarle el corazón con indicios de significado. Solo que ella aún no estaba consciente de ese significado.
Ivena canturreó y un manto de paz se asentó sobre ella.
—Amor de mi alma, te rindo adoración —susurró—. Te beso los pies. Nunca permitas que me olvide.
Las palabras resonaron suavemente por el silencioso invernadero, e Ivena sonrió. El Creador era un travieso, pensaba ella a menudo. Al menos juguetón y alguien que fácilmente se llenaba de alegría. Y se estaba trayendo algo entre manos, ¿verdad?
Le captó la atención un resplandor rojo cerca del codo. Era la copia del libro La danza de los muertos. La portada surrealista mostraba el rostro de un hombre con una amplia sonrisa, y a quien le corrían lágrimas por las mejillas.
Aún sonriendo, Ivena bajó la taza de té y levantó el libro de la mesa. Pasó una mano sobre la destrozada portada. Lo había leído un centenar de veces, por supuesto. Pero el libro no había perdido su encanto; las páginas estaban llenas de amor, risas y del corazón del Creador.
La mujer abrió el tomo y revisó unas pocas docenas de páginas con bordes doblados. El autor había escrito una obra maestra, y en cierta manera las palabras eran tanto de él como de Dios. Ella podía comenzar en el medio, el inicio o el final, y eso apenas importaría. El significado no se perdería. Abrió en el medio y leyó algunas frases.
Era extraño cómo esa historia le producía esta calidez en el corazón. Pero lo hacía, y de veras, y eso se debía a que a ella también se le habían abierto un poco los ojos. Había visto unas pocas cosas a través de los ojos de Dios.
Ivena levantó la mirada al moribundo rosal con el sorprendente injerto. Algo nuevo estaba comenzando hoy. Pero en realidad todo había empezado con la historia que tenía en las manos, ¿verdad que sí?
Un chispazo de gozo le recorrió los huesos. Se alisó el vestido, cruzó las piernas y bajó la mirada hacia la página.
Sí, así fue como empezó todo.
Veinte años antes en Bosnia. Al final de la guerra con los nazis.
Ella leyó.
Los soldados estaban quietos en lo alto de la colina, apoyados en maltrechos rifles, cinco sombrías siluetas contra un blanco cielo bosnio, como una fila de árboles devastados por la guerra. Observaban hacia abajo la pequeña aldea, haciendo caso omiso del sudor que los cubría bajo los andrajosos uniformes del ejército, inconscientes del polvo que les surcaba los rostros como largas garras negras.
La condición de ellos no era única. Cualquier soldado que intentara sobrevivir a la lucha brutal que asoló a Yugoslavia durante su liberación de los nazis se vería igual. O peor. Quizás un brazo herido. O tal vez rastros de sangre debajo de la cintura. Por toda la nación se esparcían moribundos heridos… evidencias de la derrota de Bosnia a manos del enemigo.
Pero la escena en el valle debajo de ellos sí era única. La aldea no parecía perturbada por la guerra. Si había caído una bala en alguna parte cercana durante los años del implacable conflicto, ahora no había señal alguna de ello.
Varias docenas de casas con empinados techos de tejas de cedro, y humo blanco de chimeneas se agrupaban nítidamente alrededor del centro de la aldea. Senderos de adoquín recorrían como rayos de una rueda por entre las casas y la enorme estructura central. Allí, con una amplia plazoleta, se hallaba una antigua iglesia con un campanario que se elevaba hacia el cielo como un dedo que señalaba el camino hacia Dios.
—¿Cómo se llama esta aldea? —preguntó Karadzic a alguien, ninguno en particular.
Janjic dejó de mirar la villa y fijó la mirada en su comandante. Los labios del hombre se habían fruncido. Miró a los otros, quienes aún estaban cautivados por el escenario de perfecta tarjeta postal que se veía abajo.
—No sé —respondió Molosov a la derecha de Janjic—. Estamos a menos de cincuenta kilómetros de Sarajevo. Me crié en Sarajevo.
—¿Y qué pretendes indicar?
—Pretendo indicar que me crié en Sarajevo y que no recuerdo esta aldea.
Karadzic era un tipo alto, un metro ochenta por lo menos, y parecía una caja de la cintura hacia arriba. El corpulento torso le descansaba sobre piernas largas y delgadas, como un buldog parado en zancos. Tenía el rostro cuadrado y curtido, marcado por una serie de pequeñas cicatrices, cada una señalando otro capítulo de un pasado violento. Ojos grises y vidriosos escudriñaban tras tupidas cejas.
Janjic se apoyó en el otro pie y miró valle arriba. A lo que quedaba del ejército de resistencia le esperaba una dura marcha de un día hacia el norte. Pero nadie parecía ansioso por moverse. El graznido de un ave se oyó en el aire, seguido por otro. Dos cuervos sobrevolaban lentamente el pueblo en círculos.
—No recuerdo haber visto antes una iglesia como esta. Me parece algo malo —comentó Karadzic.
Un leve cosquilleo le subió a Janjic por la columna. ¿Algo malo?
—Tenemos una larga marcha por delante, señor. Si salimos ahora, podríamos estar al anochecer en el regimiento.
—Puzup, ¿habías visto una iglesia ortodoxa como esta? —inquirió Karadzic haciendo caso omiso por completo a la recomendación de Janjic.
—No, creo que no —dijo Puzup exhalando humo por la nariz y aspirando el cigarrillo
—¿Molosov?
—Está de pie, si eso es lo que usted quiere decir —contestó el aludido, y sonrió—. Desde hace mucho tiempo no había visto una iglesia erguida. No parece ortodoxa.
—Si no es ortodoxa, ¿qué es entonces?
—No es judía —opinó Puzup—. ¿Verdad que no, Paul?
—No, a menos que los judíos hayan empezado a poner cruces en sus templos durante mi ausencia.
Puzup se rió burlonamente en tono alto, hallando humor donde parecía que nadie más lo encontraba. Molosov alargó la mano y le dio una palmada al joven soldado en la parte posterior de la cabeza. La risa se le atoró en la garganta a Puzup y el hombre lanzó un gruñido en protesta. Los demás no les pusieron atención. Puzup cerró los labios alrededor del cigarrillo. El tabaco chisporroteó suavemente en el silencio. El hombre se pellizcó distraídamente una costra sangrante en el antebrazo derecho.
—Si vamos a seguir hacia las colinas deberíamos mantenernos en tierras altas a fin de localizar la columna para el anochecer —comentó Janjic escupiendo a un lado, ansioso por reincorporarse al ejército principal.
—Parece abandonada —opinó Molosov, como si no hubiera oído a Janjic.
—Hay humo. Y hay gente en el patio —declaró Paul.
—Desde luego que hay humo. No estoy hablando de humo sino de personas. No se puede ver si hay un grupo en la plazoleta. Estamos a tres kilómetros de distancia.
—Busquemos movimiento. Si uno busca…
—Silencio —manifestó bruscamente Karadzic—. Es franciscana.
El caudillo pasó su rifle Kalashnikov de unos dedos gruesos y retorcidos a otros.
Una salpicadura de baba reposaba en el labio inferior del comandante, quien no hizo ningún intento de quitársela. Karadzic no habría sabido la diferencia entre un monasterio franciscano y una iglesia ortodoxa si estuvieran contiguos, pensó Janjic. Pero eso no venía al caso. Todos ellos sabían del odio de Karadzic por los franciscanos.
—Nuestras órdenes son alcanzar la columna lo más pronto posible —expuso Janjic—. No registrar las pocas iglesias que quedan por si hay monjes agarrotados de miedo en los rincones. Tenemos que acabar una guerra, y esta no es contra ellos.
El soldado se dio la vuelta para divisar el pueblo, sorprendido por su propia insolencia. Es la guerra. He perdido la sensibilidad.
Aún surgía humo de una docena de chimeneas; los cuervos todavía sobrevolaban en círculos. Una inquietante calma se cernía en la mañana. Janjic podía sentir en el rostro la mirada del comandante… más de un hombre había muerto por menos.
Molosov miró a Janjic y luego le habló en voz baja a Karadzic.
—Señor, Janjic tiene razón…
—¡Silencio! Vamos a bajar —decidió Karadzic al tiempo que levantaba el rifle y lo agarraba hábilmente en el aire; miró a Janjic—. No enrolamos mujeres en esta guerra, pero tú, Janjic, eres como una mujer.
Se dirigió colina abajo.
Uno por uno los soldados bajaron de la cima y lo hicieron a grandes zancadas hacia la pacífica aldea. Janjic se ubicó en la retaguardia, lleno de intranquilidad. Había presionado al comandante hasta el límite.
Los dos cuervos volvieron a graznar en lo alto. Ese era el único sonido además del crujido de las botas.
El padre Michael vio los soldados cuando estos entraban al cementerio en las afueras de la aldea. Sus pequeñas figuras sobresalían en la verde pradera como una fila de espantapájaros maltrechos. Se paró en lo alto de los escalones de piedra tallada de la iglesia, y un escalofrío le recorrió la columna. Por un momento disminuyó la risa de los niños cerca de él.
Amado Dios, protégenos. Oró como lo había hecho antes un centenar de veces, pero no logró aplacar los temblores que se le apoderaron de los dedos.
El aroma de pan recién horneado le entró a las fosas nasales. Una risita aguda resonó en la plazoleta; agua borboteaba de la fuente natural a la izquierda. El padre Michael se irguió, luego se agachó, y miró más allá de la plazoleta en que niños y mujeres celebraban el cumpleaños de Nadia, más allá de la elevada cruz de piedra que marcaba el ingreso al cementerio, más allá de los rosales rojos que Claudis Flouta había plantado con tanto esmero cerca de la casa de ella, y hacia la exuberante ladera en el sur.
A los cuatro, no cinco, a los cinco soldados que se acercaban.
Miró alrededor de la plazoleta, en que todos reían y jugaban. Nadie más había visto aún a los soldados. Cuervos en lo alto graznaban, y Michael levantó la mirada para ver a cuatro de ellos revoloteando en círculos.
Padre, protege a tus hijos. Un aleteo a la derecha le atrajo la atención. Giró y vio una paloma blanca alistándose para posarse sobre el techo de la entrada. El ave ladeó la cabeza y lo miró haciendo pequeños y cortos movimientos.
—¿Padre Michael? —llamó la voz de una niña.
Michael volvió la mirada hacia Nadia, la criatura que cumplía años. Ella usaba un vestido rosado reservado para ocasiones especiales. Los labios y la nariz eran abultados, y tenía manchas de pecas en ambas mejillas. Una muchachita común y corriente incluso con el bonito vestido rosado. Algunos hasta la tildarían de fea. La madre de la niña, Ivena, era muy hermosa. El tosco parecer en la niña era por parte del padre.
Para empeorarle todo a la pobre criatura, la pierna izquierda era cinco centímetros más corta que la derecha gracias a la polio… una maligna enfermedad que le diera cuando solo tenía tres años de edad. Quizás los impedimentos físicos la unían con Michael en maneras que otros no lograban entender. Ella con su pierna corta; él con la giba en la espalda.
Pero Nadia se comportaba con un valor que desafiaba la falta de belleza física. A veces Michael sentía terrible tristeza hacia la pobre niña, por el solo hecho de que ella no comprendía que su fealdad la podría incapacitar en la vida. En otras ocasiones el corazón del clérigo se llenaba de orgullo hacia la niña, por la forma en que el amor y el gozo le refulgían con un brillo que le limpiaba la piel de la más leve imperfección.
Él contuvo la urgencia de levantarla en vilo y hacerla girar tomándola de los brazos. Vengan a mí como niños pequeños, había dicho el Maestro. Si el mundo entero estuviera lleno tan solo de la inocencia de los niños.
—¿Sí?
Nadia miró dentro de los ojos del padre Michael y vio el destello de lástima antes de que él hablara. Esa mirada era más una pregunta que una afirmación. Más un «¿Segura que estás bien?» que un «te ves preciosa en tu vestido nuevo».
Nadie más sabía lo bien que ella podía leer los pensamientos de la gente, quizás porque desde hacía mucho tiempo la niña había aceptado la lástima como parte de su vida. Sin embargo, la comprensión de que ella cojeaba y pareciera un poco más ordinaria que la mayoría de niñas, a pesar de lo que mamá le decía, poco a poco le roía la conciencia la mayor parte del tiempo.
—Petrus dice que como yo ya tengo trece años todos los muchachos querrán casarse conmigo. Le dije que él estaba siendo un niño tonto, pero él insiste en andar por ahí haciendo una estúpida burla de eso. ¿Podría decirle por favor que deje de hacerlo?
Petrus corría rápidamente, mirando con desdén. Si alguno de los cuarenta y tres niños del pueblo fuera bravucón, era este ignorante mocoso de diez años. Ah, el muchacho tenía su lado tierno, le había asegurado la mamá de ella. Y el padre Michael decía lo mismo una y otra vez, tanto como lo hacía la madre del chico, que era conocida por andar de un lado al otro de la aldea con el delantal ondeando, dejando ráfagas de harina a su paso, y agitando el rodillo mientras le exigía al alfeñique que metiera en casa el pequeño trasero.
—¡Nadia ama a Milus! ¡Nadia ama a Milus! —canturreaba Petrus mientras brincaba, mirando hacia atrás, incitando a Nadia a perseguirlo.
—Eres un torpe polluelo, Petrus —expresó Nadia, cruzando los brazos—. Un pajarraco tonto y muy chillón. ¿Por qué no buscas tus gusanos en otra parte?
Petrus se paró en seco, rojo de la ira.
—Ah, ¡tú y tus complicadas palabras! Tú eres la que come gusanos. Con Milus. Nadia y Milus sentados en un árbol, ¡comiéndose todos los gusanos que logran ver! —exclamó él, volviendo a entonar el verso y saliendo a la carrera con un chillido, obviamente encantado con su victoria.
—Ve usted, padre —se quejó Nadia poniendo las manos en las caderas, dando toquecitos con el pie de su pierna más corta, y suspirando disgustada—. Dígale que se calle, por favor.
—Por supuesto, cariño. Pero sabes que él solo está jugando —la consoló el padre Michael sonriendo y sentándose en el escalón más alto.
El clérigo observó por sobre la plazoleta, y Nadia le siguió la mirada. De las más o menos setenta personas del pueblo, casi todas, menos diez o doce, habían venido al cumpleaños de la muchacha. Los únicos que no estaban eran los hombres, convocados a combatir contra los nazis. Los ancianos se sentaban en grupos alrededor de mesas de piedra, sonriendo y charlando mientras veían a los niños participar en el juego de balancear huevos cocidos en cucharas mientras corrían en un círculo.
La madre de Nadia, Ivena, dirigía a los niños agitando las manos, esforzándose para que la oyeran por sobre los gritos de alegría. Tres de las madres estaban atareadas en una larga mesa en que habían dispuesto empanaditas y el pastel en que Ivena se había ocupado durante más de dos días. Este era tal vez el pastel más grande que Nadia había visto, de treinta centímetros de alto, blanco y con rosas rosadas hechas de masa.
Todo por su hija. Todo para cubrir cualquier lástima que ellos sintieran por ella y para hacerla sentir especial.
La mirada del padre Michael se posó más allá de la plazoleta. Nadia también miró, y vio un pequeño grupo de soldados acercándose. La escena le paralizó el corazón por un momento.
—Ven acá, Nadia.
El padre Michael levantó un brazo para que Nadia se sentara a su lado, y ella subió cojeando los peldaños. Se le sentó al lado y él la estrechó.
Él parecía nervioso. Los militares.
Ella puso un brazo alrededor de él, frotándole la espalda gibada.
—No le hagas caso a Petrus —manifestó el padre Michael tragando grueso y besándole la parte superior de la cabeza—. Pero él tiene razón, un día los hombres se pondrán en fila para casarse con una chica tan hermosa como tú.
Nadia hizo caso omiso al comentario y volvió a mirar a los soldados que ahora estaban en el cementerio a menos de cien metros de distancia. Vio con alivio que se trataba de miembros de la resistencia. Estos quizás eran amigables.
En lo alto graznaban aves. Nadia siguió otra vez la mirada del sacerdote que se dirigió a lo alto. Cinco cuervos sobrevolaban en círculos contra el blanco cielo. Michael miró a la derecha, hacia el techo de la entrada. Nadia observó la solitaria paloma que miraba fijamente la plaza mientras emitía suaves sonidos.
—Nadia, ve a decirle a tu madre que venga —decidió el padre Michael volviendo a mirar a los soldados.
Nadia deseó que estos militares no le echaran a perder la fiesta de cumpleaños.
Janjic Jovic, el escritor de diecinueve años convertido en soldado, siguió a los otros dentro de la aldea, a paso cansino y con el mismo compás rítmico de marcha que había mantenido en los interminables meses que condujeran a este día: Simplemente un pie tras otro. Adelante y a la derecha, Karadzic marchaba a ritmo pausado. Los otros tres hombres se abrieron en abanico a la izquierda del jefe.
La guerra del comandante tenía menos que ver con derrotar a los nazis que con restaurar Serbia, y eso incluía purgar la tierra de cualquiera que no fuera un buen serbio. Especialmente franciscanos.
O así lo declaraba. Todos ellos sabían que Karadzic mataba a buenos serbios con tanta facilidad como a franciscanos. A su propia madre, por ejemplo, le había fanfarroneado con un cuchillo, sin importarle que ella fuera serbia hasta la médula. Aunque seguro de algunas cosas, Janjic tenía la certeza de que el comandante no descansaría hasta tratar de matarlo algún día. Janjic era un filósofo, un escritor —no un asesino— y el estúpido individuo lo odiaba por eso. De ahí que el soldado decidiera seguir obedientemente a Karadzic a pesar de la locura de este tipo; cualquier malentendido le podría salir caro.
Janjic estudió con cuidado la escena solo cuando ya se hallaban muy cerca del pueblo. Se acercaban por el sur, a través de un cementerio que contenía cincuenta o sesenta cruces de concreto. Muy pocas tumbas. En la mayoría de aldeas por toda Bosnia esperarían encontrar cientos, si no miles, de tumbas frescas adentrándose en lotes que nunca se proyectaron para albergar muertos; estas tumbas eran evidencia de una guerra que se había vuelto irrazonable.
Pero en este pueblo, oculto aquí en este exuberante valle verde, contó menos de diez tumbas que parecían recientes.
Janjic analizó las bien dispuestas filas de casas, menos de cincuenta, también sin marcas de guerra. La elevada torre de la iglesia resaltaba por sobre las casas, adornada con una cruz blanca, brillante contra el nublado cielo. El resto de la estructura era de piedra gris elegantemente cortada y esculpida como la mayoría de iglesias. Pequeños castillos hechos para Dios.
A ninguno en el escuadrón le importaba mucho Dios, ni siquiera al judío, Paul. Pero en Bosnia la religión tenía poco que ver con Dios. Tenía que ver con quién tenía la razón y quién se equivocaba, no con quién amaba a Dios. Si no se era ortodoxo o al menos un buen serbio, no se tenía razón. Si se era cristiano pero no cristiano ortodoxo, no se tenía razón. Si se era franciscano, sin duda alguna no se tenía razón. Janjic no estaba seguro si discrepaba con Karadzic en este punto… la afiliación religiosa era más una línea definitoria de esta guerra que la misma ocupación nazi.
La Ustacha, versión yugoslava de la Gestapo alemana, había asesinado a cientos de miles de serbios usando técnicas que horrorizaban hasta a los nazis. Peor aún, lo habían hecho con la bendición tanto del arzobispo católico de Sarajevo como de los franciscanos, ninguno de los cuales entendía obviamente el amor de Dios. Pero entonces, nadie en esta guerra sabía mucho acerca del amor de Dios. Esta era una guerra con la ausencia de Dios, si es que en realidad existía un ser como ese.
Un niño pasó corriendo los muros que rodeaban la plaza, y salió hacia la elevada cruz, ahora a menos de quince metros de los soldados. Un muchacho, vestido con camisa blanca y negros pantalones cortos, con tirantes y corbata de lazo. El niño se paró en seco, con ojos que se le salían de las órbitas.
Janjic sonrió ante el espectáculo. El aroma de pan caliente le llegó a las fosas nasales.
—¡Petrus! ¡Vuelve acá!
Una mujer, quizás la madre del muchacho, corrió hacia el muchacho, lo agarró del brazo y lo jaló de vuelta hacia la plazoleta de la iglesia. El chico se las arregló para zafarse y comenzó a marchar imitando a un soldado. ¡Un, dos! ¡Un, dos!
—¡Detente, Petrus! —gritó la madre agarrándolo de la camisa y jalándolo otra vez hacia la plazoleta.
Karadzic no hizo caso del muchacho y mantuvo los vidriosos ojos grises fijos al frente. Janjic fue el último en entrar a la plaza, tras los fuertes taconazos de las botas de sus compañeros. Karadzic se detuvo y ellos hicieron lo mismo detrás de él.
Un sacerdote se hallaba en las gradas de la antigua iglesia, ataviado con una larga y suelta sotana negra. Cabello oscuro le caía sobre los hombros, y una barba le sobresalía a varios centímetros de la barbilla. Exhibía una curvatura en la espalda.
Una joroba.
A la izquierda del clérigo y sobre los peldaños había un grupo de niños cargados por sus madres, quienes les alisaban el cabello o les acariciaban las mejillas. Sonreían. Todos ellos parecían sonreír.
Al mismo tiempo sesenta o setenta pares de ojos los miraron.
—Bienvenidos a Vares —saludó el sacerdote, haciendo una cortés reverencia.
Los soldados habían interrumpido alguna clase de fiesta. Casi todos los niños tenían vestidos, trajes y corbatas. Una larga mesa adornada con pastelillos y una torta se hallaba intacta. La escena era surrealista: una celebración de vida en esta campiña de muerte.
—¿Qué iglesia es esta? —preguntó Karadzic.
—Anglicana —contestó el cura.
—Nunca había oído hablar de esta iglesia —comentó el comandante mirando a sus hombres, y luego a la iglesia.
Una niña aparentemente común, y vestida de rosado salió de pronto de los brazos de su madre y caminó con torpeza hacia la mesa adornada con pastelillos. Cojeaba.
Karadzic le hizo caso omiso y enroscó los dedos alrededor del cañón de su rifle, haciendo reposar luego la culata sobre la piedra.
—¿Por qué esta iglesia aún está de pie?
Nadie respondió. Janjic observó a la muchacha poner en una servilleta un pastel marrón con dorado.
—¿No saben hablar? —exigió saber el comandante—. Todas las iglesias en cien kilómetros a la redonda han sido arrasadas y quemadas, pero la de ustedes está intacta. Y eso me hace creer que quizás ustedes han estado en tratos con la Ustacha.
—Dios nos ha favorecido —contestó el sacerdote.
El comandante hizo una pausa. Los labios se le retorcieron en una tenue sonrisa. Una gota de sudor le brotó de la amplia frente y luego le bajó por la plana mejilla.
—¿Los ha favorecido Dios? Ha salido él del cielo y ha levantado un escudo invisible sobre este valle para mantener fuera las balas, ¿ha sido así? —expresó el hombre, y aplanó los labios—. Dios ha permitido que sea arrasada y quemada toda iglesia ortodoxa en Yugoslavia. Y sin embargo la de ustedes está intacta.
Janjic vio a la niña cojear hacia una fuente que gorgoteaba en el rincón y meter un tazón en las aguas. Nadie parecía prestarle atención excepto la mujer sobre los escalones a quien la muchacha había dejado allí, probablemente la madre.
—Ellos son anglicanos, no franciscanos ni católicos —razonó Paul en voz baja—. Conozco a los anglicanos. Buenos serbios.
—¿Qué sabe un judío respecto de buenos serbios?
—Solo estoy diciendo lo que he oído —se defendió Paul encogiendo los hombros.
La jovencita vestida de rosado se acercó, llevando en una mano el tazón con agua fría y en la otra el pastel. Se detuvo a un metro de Karadzic y levantó la comida hacia él. Ninguno de los aldeanos se movió.
El comandante le hizo caso omiso.
—Y si el Dios de ustedes es mi Dios, ¿por qué no protege a mi iglesia? ¿La Iglesia Ortodoxa?
El sacerdote sonrió cortésmente, mirando aún sin pestañear, encorvado sobre las gradas.
—Te estoy haciendo una pregunta, sacerdote —añadió Karadzic.
—No puedo hablar por Dios —expuso el clérigo—. Tal vez usted deba preguntarle. Somos gente que ama a Dios y que no pelea. Pero no puedo hablar en lugar de Dios acerca de todos los asuntos.
La chica levantó aun más el pastel y el agua. La mirada de Karadzic adquirió ese tono amenazador que Janjic había visto muchas veces antes.
Janjic se movió por impulso. Dio un paso hacia la muchacha y sonrió.
—Eres muy amable. Solo un buen serbio ofrece pan y agua a un hambriento miembro de la resistencia —expresó, alargando la mano hacia el pastel y agarrándolo—. Gracias.
Una docena de niños salió de las gradas y corrió hacia la mesa, discutiendo respecto de quién llegaría primero. Rápidamente recogieron alimentos siguiendo el ejemplo de la muchachita y corrieron hacia los soldados, pasteles en mano. Janjic quedó impresionado por la inocencia de los niños. Esto para ellos solo se trataba de otro juego. El súbito giro en los acontecimientos había acallado con eficacia a Karadzic, pero Janjic no podía mirar al comandante. Si Molosov y los otros no le seguían el ejemplo, más tarde habría un precio que pagar… él sabía esto con toda certeza.
—Me llamo Nadia —informó la muchacha, levantando la mirada hacia Janjic—. Hoy es mi cumpleaños. Cumplo trece años.
Normalmente Janjic habría contestado a la chica; le habría dicho que era una muchacha valiente de trece años, pero hoy él estaba concentrado en sus compañeros. Varios niños se aglomeraban ahora alrededor de Paul y Puzup, y Janjic vio con alivio que estos aceptaron los pasteles. Es más, con sonrisas.
—Podríamos beneficiarnos de la comida, señor —manifestó Molosov.
Karadzic levantó bruscamente la mano para silenciar al segundo al mando. Nadia mantenía el tazón en la mano dirigida hacia él. Una vez más todas las miradas se volvieron hacia el comandante, implorándole que mostrara un poco de compasión. De pronto Karadzic puso mala cara y le dio una palmada al tazón, que en un chorro de agua rodó ruidosamente por el suelo de piedra. Los niños se quedaron paralizados.
Iracundo, Karadzic pasó casi rozando a Nadia; ella cayó de nalgas al retroceder. El comandante se acercó a la mesa de cumpleaños, y con la bota pateó el borde de la mesa. Toda la exhibición de cumpleaños se elevó por los aires y se estrelló en el piso.
Nadia se levantó a toda prisa y se fue cojeando hacia su madre, quien la estrechó en los brazos. Los demás niños corrieron hacia las gradas.
—¿Tengo ahora la atención de ustedes? —gritó Karadzic volviéndose hacia ellos, furioso.